"Beatus Ille" - читать интересную книгу автора (Molina Antonio Muñoz)

PRIMERA PARTE

Mixing memory and desire T. S. Eliot

Ha cerrado muy despacio la puerta y ha salido con el sigilo de quien a medianoche deja a un enfermo que acaba de dormirse. He escuchado sus pasos lentos por el pasillo, temiendo o deseando que regresara en el último instante para dejar la maleta al pie de la cama y sentarse en ella con un gesto de rendición o fatiga, como si ya volviera del viaje que nunca hasta esta noche ha podido emprender. Al cerrarse la puerta la habitación ha quedado en sombras, y ahora sólo me alumbra el hilo de luz que viene del corredor y se desliza afiladamente hasta los pies de la cama, pero en la ventana hay una noche azul oscura y por sus postigos abiertos viene un aire de noche próxima al verano y cruzada desde muy lejos por las sirenas de los expresos que avanzan bajo la luna por el valle lívido del Guadalquivir y suben las laderas de Mágina camino de la estación donde él, Minaya, la está esperando ahora mismo sin atreverse siquiera a desear que Inés, delgada y sola, con su breve falda rosa y su pelo recogido en una cola de caballo, vaya a surgir en una esquina del andén. Está solo, sentado en un banco, fumando tal vez mientras mira las luces rojas y las vías y los vagones detenidos en el límite de la estación y de la noche. Ahora, cuando se ha cerrado la puerta, puedo, si quiero, imaginarlo todo para mí solo, es decir, para nadie, puedo hundir la cara bajo el embozo que Inés alisó con tan secreta ternura antes de marcharse y así, emboscado en la sombra y en el calor de mi cuerpo bajo las sábanas, puedo imaginar o contar lo que ha sucedido y aun dirigir sus pasos, los de Inés y los suyos, camino del encuentro y del reconocimiento en el andén vacío, como si en este instante los inventara y dibujara su presencia, su deseo y su culpa.

Cerró la puerta y no se volvió para mirarme, porque yo se lo había prohibido, sólo vi por última vez su delicado cuello blanco y el inicio del pelo y luego oí sus pasos que se amortiguaban al alejarse hacia el final del pasillo, donde se detuvieron. Tal vez dejó en el suelo la maleta y se volvió hacia la puerta que acababa de cerrar, y yo entonces temí y probablemente deseé que no siguiera avanzando, pero en seguida sonaron otra vez los pasos, más lejos, muy hondos ya, en la escalera, y sé que cuando llegó al patio se detuvo de nuevo y alzó los ojos hacia la ventana, pero no quise asomarme, porque ya no era necesario. Basta mi conciencia y la soledad y las palabras que pronuncio en voz baja para guiarla camino de la calle y de la estación donde él no sabe no seguir esperándola. Ya no es preciso escribir para adivinar o inventar las cosas. Él, Minaya, lo ignora, y supongo que alguna vez se rendirá inevitablemente a la superstición de la escritura, porque no conoce el valor del silencio ni de las páginas en blanco. Ahora, mientras espera el tren que al final de esta noche, cuando llegue a Madrid, lo habrá apartado para siempre de Mágina, mira las vías desiertas y las sombras de los olivos más allá de las tapias, pero entre sus ojos y el mundo persiste Inés y la casa donde la conoció, el retrato nupcial de Mariana, el espejo donde se miraba Jacinto Solana mientras escribía un poema lacónicamente titulado Invitación. Como el primer día, cuando apareció en la casa con aquella aciaga melancolía de huésped recién llegado de los peores trenes de la noche, Minaya, en la estación, todavía contempla la fachada blanca desde el otro lado de la fuente, la alta casa medio velada por la bruma del agua que sube y cae sobre la taza de piedra desbordando el brocal y algunas veces llega más alto que las copas redondas de las acacias. Mira la casa y siente tras él otras miradas que van a confluir en ella para dilatar su imagen agregándole la distancia de todos los años transcurridos desde que la levantaron, y ya no sabe si es él mismo quien la está recordando o si ante sus ojos se alza la sedimentada memoria de todos los hombres que la miraron y vivieron en ella desde mucho antes de que naciera él. La percepción indudable, pensará, la amnesia, son dones que sólo poseen del todo los espejos, pero si hubiera un espejo capaz de recordar estaría plantado ante la fachada de esa casa, y sólo él habría percibido la sucesión de lo inmóvil, la fábula encubierta bajo su quietud de balcones cerrados, su persistencia en el tiempo.

En las esquinas se encienden al anochecer luces amarillas que no llegan a alumbrar la plaza, tan sólo esculpen en la oscuridad la boca de un callejón, aclaran una mancha de cal o la forma de una reja, sugieren la puerta de una iglesia en cuya hornacina más alta hay un vago San Pedro descabezado por iras de otro tiempo. La iglesia, cerrada desde 1936, y el apóstol sin cabeza que todavía levanta la bendición de una mano amputada, nombran a la plaza, pero es el palacio el que define su anchura, nunca abierta, muy pocas veces enturbiada por los automóviles. El palacio es más antiguo que las acacias y los setos, pero la fuente ya estaba allí cuando lo construyeron, traída de Italia hace cuatro siglos por un duque muy devoto de Miguel Ángel, y también la iglesia y sus gárgolas renegridas de liquen que cuando llueve expulsan el agua sobre la calle con un ceño de vómito. Desde la plaza, tras los árboles, como un viajero casual, Minaya mira la arquitectura de la casa, dudando todavía ante los llamadores de bronce, dos manos doradas que al golpear la madera oscura provocan una resonancia grave y tardía en el patio, bajo la cúpula de cristal. Losas de mármol, recuerda, columnas blancas sosteniendo la galería encristalada, habitaciones con el pavimento de madera donde los pasos sonaban como en la cámara de un buque, aquel día, el único, cuando tenía seis años y lo trajeron a la casa y caminaba sobre el misterioso suelo entarimado como pisando al fin la materia y las dimensiones del espacio que merecía su imaginación. Antes de aquella tarde, cuando pasaban por la plaza camino de la iglesia de Santa María su madre le apretaba la mano y andaba más de prisa para impedir que se quedara quieto en la acera, atrapado por el deseo de permanecer siempre mirando la casa, imaginando lo que habría detrás de la puerta tan alta y de los balcones y las ventanas redondas del último piso que se encendían de noche como las claraboyas de un submarino. En aquel tiempo Minaya percibía las cosas con una claridad muy parecida al asombro, y andaba siempre inventando entre ellas vínculos de misterio que sin explicarle el mundo se lo habitaban de fábulas o amenazas. Porque advertía la hostilidad de su madre hacia aquella casa nunca le preguntó quién vivía en ella, pero una vez, cuando acompañaba a su padre a una visita, él se detuvo junto a la fuente y con esa ironía triste que era, según supo Minaya muchos años después, su única arma contra la tenacidad del fracaso, le dijo: -¿Ves esa casa tan grande? Pues ahí vive mi primo Manuel, tu tío.

Desde entonces, la casa y su mitológico habitante cobraron para él el tamaño heroico de las aventuras del cine. Saber que en ella vivía un hombre inaccesible que era, sin embargo, su tío, procuraba a Minaya un orgullo semejante al que obtenía a veces imaginando que su verdadero padre no era el hombre triste que se dormía cada noche en la mesa después de hacer cuentas interminables en los márgenes del periódico, sino el Coyote o el Capitán Trueno o el Guerrero del Antifaz, alguien vestido de oscuro y casi siempre enmascarado que alguna vez, muy pronto, deseaba Minaya, vendría para recogerlo después de un viaje muy largo y lo devolvería a su verdadera vida y a la dignidad de su nombre. Su padre, el otro, que casi siempre era una sombra o un melancólico impostor, estaba sentado en uno de los sillones rojos de su dormitorio. La luz tenía tonalidades rojas cuando atravesaba las cortinas, y sobre un fondo rosado, en el techo, en la penumbra cálida, se perfilaban como en la cámara oscura pequeñas siluetas invertidas, un niño con un mandil azul, un hombre a caballo, un lento ciclista, minucioso como el dibujo de un libro, que se deslizaba cabeza abajo hacia un ángulo de la pared esfumándose en ella tras el niño de azul y el tenue jinete que lo precedían.

Minaya sabía que algo iba a suceder esa misma tarde. Un camión se había parado en la puerta, y una cuadrilla de hombres desconocidos y temibles que olían a sudor andaban sin apuro por las habitaciones, levantando los muebles entre sus brazos desnudos, arrastrando hacia la calle el baúl que contenía los vestidos de su madre, desordenándolo todo, gritándose palabras que él no conocía y que le daban miedo. Colgaron en el alero un garfio y una polea y pasaron por ella una soga a la que iban atando desde el balcón los muebles más queridos, y Minaya, oculto tras una cortina, miraba cómo un armario que le pareció despedazado por aquellos hombres, una mesa de patas curvas sobre la que siempre hubo un perro de escayola, una cama desarmada, la suya, oscilaban sobre la calle como a punto de caer y romperse en astillas entre las carcajadas de los invasores. Para que ningún suplicio le fuese negado aquella tarde, su madre le puso el traje de marinero que sólo sacaba del armario cuando iban a visitar a algún pariente lúgubre. Por eso se escondía, aparte el miedo que le daban los hombres, porque los niños de la calle, si lo vieran vestido así, con aquel lazo azul sobre el pecho y la esclavina absurda que le recordaba un hábito de monaguillo, se reirían de él con la saña unánime de su confabulación, porque eran como los hombres que devastaban su casa, sucios, grandes, inexplicables y malvados.

Dios nos valga, dijo luego su madre, en el comedor ahora vacío, mirando las paredes desnudas, las manchas de claridad donde estuvieron los cuadros, mordiéndose los labios pintados, y su voz ya no sonaba igual en la casa despojada. Habían cerrado la puerta y lo llevaban de la mano caminando en silencio, y no le contestaron cuando preguntó a dónde iban, pero él, con la inteligencia aguzada por la súbita irrupción del desorden, lo supo antes de que doblaran la esquina de la plaza de San Pedro y se detuvieran ante la puerta con llamadores de bronce que eran manos de mujer. Su padre se ajustó el nudo de la corbata y se irguió dentro del traje de domingo como para recobrar toda su estatura, entonces prodigiosa. «Anda, llama tú», le dijo a su madre, pero ella se negó agriamente a hacerle caso. «Mujer, no querrás que nos vayamos de Mágina sin despedirnos de mi primo.»

Columnas blancas, una alta cúpula de vidrios rojos, amarillos, azules, un hombre de pelo gris que no se parecía a los héroes del cine y que lo tomó de la mano para conducirlo a un gran salón de suelo entarimado donde brillaba como luna fría la última claridad de la tarde mientras una gran sombra que tal vez no pertenece a la realidad, sino a las modificaciones de la memoria, iba anegando las paredes sobrenaturalmente cubiertas por todos los libros del mundo. Estuvo primero inmóvil, sentado en el filo de una silla tan alta que sus pies no rozaban el suelo, sobrecogido por el tamaño de todas las cosas, de las estanterías, de los ventanales que daban a la plaza, del vasto espacio sobre su cabeza. Una mujer lenta y enlutada vino para servirles pequeñas tazas humeantes y le ofreció a él algo, un bombón o una galleta, hablándole de usted, cosa que le desconcertó tanto como descubrir que aquella caja tan alta y oscura y tapada con un cristal era un reloj. Ellos, sus padres y el hombre a quien habían dado en llamar su tío, hablaban en voz baja, en un tono lejano y neutro que adormecía a Minaya, actuando como un sedante para su excitación y permitiéndole que se recluyera en la secreta delicia de ir mirándolo todo como si estuviera solo en la biblioteca.

– Nos vamos a Madrid, Manuel -dijo su padre-. Y allí borrón y cuenta nueva. En Mágina no hay estímulo para un hombre emprendedor, no hay dinamismo, no hay mercado.

Entonces su madre, que estaba junto a él, muy rígida, se cubrió la cara con las manos, y Minaya tardó un poco en entender que ese ruido extraño y seco que hacía era llanto, porque nunca hasta esa tarde la había visto llorar. Fue, por primera vez, el mismo llanto sin lágrimas que aprendió a reconocer y espiar durante muchos años, y que según supo cuando sus padres ya estaban muertos y a salvo de toda desgracia o ruina, revelaba en su madre el rencor obstinado e inútil contra la vida y contra el hombre que siempre estaba a punto de hacerse rico, de encontrar el socio o la oportunidad que también él merecía, de romper el asedio de la mala suerte, de ir a la cárcel, una vez, por una estafa mediocre.

– Tu abuela Cristina, hijo mío, ella empezó nuestra desgracia, porque si no hubiera cometido la estupidez de enamorarse de mi padre y de renunciar a su familia para casarse con él ahora nosotros viviríamos en ese palacio de mi primo y yo tendría capital para triunfar en los negocios. Pero a tu abuela le gustaban los versos y el romanticismo, y cuando el infeliz de mi padre, que descanse en paz, Dios me perdone, le dedicó aquellas poesías y le dijo cuatro cursiladas sobre el amor y el crepúsculo, a ella no le importó que fuera un escribiente del Registro Civil, ni que don Apolonio, su padre, tu bisabuelo, la amenazara con desheredarla. Y la desheredó, ya lo creo, como en los folletines, y no volvió a mirarla ni a preguntar por ella durante el resto de su vida, que ya fue poca, por culpa de aquel disgusto, y le buscó la ruina a ella y a mí, y también a ti y a tus hijos si los tienes, porque a ver cómo puedo yo levantar cabeza y darte un porvenir si la mala suerte me ha perseguido desde antes de nacer.

– Pero es absurdo que te quejes. Si la abuela Cristina no se hubiera casado con tu padre tú no habrías nacido.

– ¿Y te parece poco privilegio?

Algunos días después del entierro de sus padres, que le dejaron al morir algunos retratos de familia y un raro instinto para percibir la cercanía del fracaso, Minaya recibió una carta de pésame de su tío Manuel, escrita con la misma letra muy inclinada y picuda que cuatro años más tarde reconocería en su breve invitación a que pasara en Mágina unas semanas de febrero, ofreciéndole su casa y su biblioteca y toda la ayuda que él pudiera prestarle en su investigación sobre la vida y la obra de Jacinto Solana, ese poeta casi inédito de la generación de la República sobre el que Minaya estaba escribiendo su tesis doctoral.

– Mi primo hubiera querido ser inglés -decía su padre-. Toma el té a media tarde y fuma su pipa sentado en un sillón de cuero, y encima es republicano, como si fuera un albañil.

Sin atreverse todavía a usar el llamador, Minaya busca en el abrigo la carta de su tío como si se tratara de un salvoconducto que le será exigido cuando le abran, cuando de nuevo cruce el portal donde había un zócalo de azulejos y quiera llegar al patio en el que aquella tarde anduvo como perdido, esperando a que salieran sus padres de la biblioteca, porque la criada que le hablaba de usted se lo había llevado de allí cuando empezó el llanto de su madre, poseído por la perdurable fascinación de los rostros sombríos que lo miraban desde los cuadros de los muros y de la luz y el dibujo como de grandes flores o pájaros que formaban los vidrios de la cúpula. Al principio se limitó a caminar en línea recta de una columna a otra, por que lo complacía el sonido de sus propios pasos metódicos y era como inventar uno de esos juegos que sólo conocía él, pero luego se atrevió a subir sigilosamente los primeros peldaños hacia la galería y su propia imagen en el espejo del rellano lo obligó a detenerse, guardián o enemigo simétrico que le prohibiera seguir avanzando hacia las habitaciones más altas o adentrarse en el corredor imaginario que se prolongaba al otro lado del cristal y donde tal vez guarde el olvido varios rostros no exactamente iguales de Mariana, la estampa de Manuel cuando subió tras ella con su uniforme de teniente, la expresión que tuvieron por única vez los ojos de Jacinto Solana en la madrugada del 21 de mayo de 1937, víspera ignorada del crimen, después de ser arrebatado por las caricias y el llanto sobre la hierba del jardín y de decirse que no importaban la culpabilidad ni la guerra en aquella noche en que acceder al sueño hubiera sido una traición a la felicidad.

En ese espejo donde Inés ya no volverá a mirarse Minaya sabe que buscará el rastro imposible de un niño vestido de marinero que se detuvo ante él hace veinte años cuando una voz, la de su padre, le ordenó que bajara. Era, en el patio, más alto que su primo, y al ver su chaqueta impecable y sus botas tan limpias y el opulento ademán con que consultó el reloj cuya cadena dorada le cruzaba el chaleco se hubiera dicho que él era el dueño de aquella casa. «Si yo hubiera tenido tan sólo la mitad de oportunidades que ha tenido mi primo desde que nació», decía, atrapado entre el rencor y la envidia y un inconfesado orgullo de familia, porque al fin y al cabo también él era nieto del hombre que levantó la casa. Hablaba del extravío de Manuel y del letargo en que pareció detenerse su vida desde el día en que una bala perdida mató a la mujer con la que acababa de casarse, pero nunca era más envenenada su ironía que cuando recordaba las ideas políticas de su primo y el influjo que había ejercido sobre ellas aquel Jacinto Solana que se ganaba la vida en los periódicos izquierdistas de Madrid y que una vez habló en un mitin del Frente Popular en la plaza de toros de Mágina, que fue condenado a muerte después de la guerra y luego indultado y salió de la cárcel para morir del modo que merecía en un tiroteo con la Guardia Civil. Y así, desde que tuvo uso de razón y memoria para recordar las sobremesas en que su padre hacía cabalas sobre negocios insensatos y largas operaciones aritméticas en los márgenes del periódico, renegando de la ingratitud de la fortuna y de la insultante desidia y prosperidad de su primo, Minaya concibió una imagen muy desdibujada y a la vez muy precisa de Manuel que siempre fue inseparable de aquella tarde única de su infancia y de una cierta idea de heroicidad antigua y sosegado retiro. Ahora, cuando Manuel está muerto y su verdadera historia ha suplantado en la imaginación de Minaya el misterio del hombre de pelo gris que perduró en ella durante veinte años, yo quiero invocar no su huida de esta noche, sino el regreso, el instante en que guarda la carta que recibió en Madrid y se dispone a llamar y teme que le abran, pero no sabe que es lo mismo regresar y huir, porque también esta noche, cuando ya se marchaba, ha mirado la fachada blanca y las ventanas circulares del último piso donde hay encendida una luz que no alumbra a nadie, como si el buque submarino que quiso habitar en su infancia hubiera sido abandonado y navegara sin gobierno por un océano de oscuridad. No volveré nunca, piensa, ensañado en su dolor, en la huida, en el recuerdo de Inés, porque ama la literatura y las despedidas para siempre que sólo ocurren en ella, y sube por los callejones con la cabeza baja, como agrediendo el aire, y sale a la plaza del general Orduña donde hay un taxi que lo llevará a la estación, tal vez el mismo al que subió hace tres meses, cuando vino a Mágina para buscar en casa de Manuel un refugio contra el miedo. Con mucho gusto te ayudaré si me es posible en tus investigaciones sobre Jacinto Solana, que, como ya sabrás, vivió algún tiempo en esta casa, en 1947, cuando salió de la cárcel, le había escrito, pero temo que no hallarás aquí ni un solo rastro de su obra, porque todo lo que escribió antes de morir fue destruido en circunstancias que sin duda tú sabrás imaginar.

Un pretexto, al principio, una secundaria mentira aprendida tal vez de las que urdía su padre para seguir llevando traje y corbata y zapatos lustrados, una coartada casual para que el acto de huir y no seguir resistiendo la cruda intemperie de la desgracia se pareciera a una elección positiva de la voluntad. Minaya estaba solo y como aletargado en una esquina del bar de la Facultad, lejos de todo, rozando con la punta del cigarrillo el borde de una taza vacía y aplazando en silencio el momento de salir a la avenida invernal donde montaban guardia los duros jinetes grises, y aún no se había acordado de Jacinto Solana ni de la posibilidad de usar su nombre para salvarse de la persecución, sólo pensaba, recién salido de los calabozos de la Puerta del Sol, en interrogatorios y sirenas de furgonetas policiales y en el cuerpo que había yacido como en el fondo de un pozo sobre el cemento o los adoquines de un patio de la Dirección General de Seguridad. Veía en torno suyo rostros desconocidos que se agrupaban en la barra y en las mesas cercanas con sus carpetas de apuntes y sus abrigos que parecían defenderlos con igual eficacia del invierno y de la sospecha del miedo, seguros, en el aire caliente y en la bruma del tabaco y las voces, firmes en sus nombres, en su elegido futuro, ignorando la sorda presencia entre ellos de los emisarios de la tiranía tan irrevocablemente como ignoraban, hijos del olvido, que los pinares y los edificios de ladrillo rojo por donde transitaban fueron hace treinta años el descampado de una guerra. Estaba solo para siempre y definitivamente muerto, le contó luego a Inés, desde el día en que lo atraparon los guardias y lo hicieron subir a golpes y patadas de botas negras en un furgón con rejillas metálicas, desde que salió de los calabozos con el cinturón en el bolsillo y los cordones de los zapatos en la mano, porque se los habían quitado cuando lo llevaron a la celda y sólo se los devolvieron unos minutos antes de soltarlo, tal vez para prevenir lúgubremente que no se ahorcara con ellos. Pero dijeron que el otro se había suicidado, que aprovechó un descuido de los guardias que lo interrogaban para arrojarse al patio y morir con las manos esposadas. Él, Minaya, había sobrevivido, a los golpes, a la espera atroz de que lo llamaran para un nuevo interrogatorio, pero aún después de salir el sonido más leve crecía hasta convertirse en los sueños de un estrépito de cerrojos y portones metálicos, y las sábanas de su cama eran cada noche tan ásperas como las mantas que le dieron al entrar en la celda, y su cuerpo guardaba el hedor que lo recibió en los sótanos, tras la última reja, cuando le quitaron el reloj, el cinturón, las cerillas, los cordones de los zapatos, y le entregaron aquellas dos mantas grises que olían a sudor de caballo.

Pero más hondo que el miedo a los pasos en el corredor y a las bofetadas de metódica ira, de aquellos cinco días le quedó a Minaya una ingrata sensación de impotencia y desarmada soledad que desmentía toda certeza y negaba para siempre el derecho a la redención, a la rebeldía o al orgullo. Cómo redimirse del frío que al amanecer penetraba bajo las mantas donde escondía la cabeza para no ver la perpetua luz amarilla colgada entre el corredor y la mirilla de la celda, en nombre de qué o de quién inventar una justificación para el olor de los cuerpos encerrados y de las colillas, dónde hallar un asidero que lo mantuviese firme cuando ignoraba si era de día o de noche y apoyaba la nuca en la pared esperando a que entrara un guardia y dijera su nombre. Fue en la segunda noche cuando concibió el propósito de regresar a Mágina. El frío lo despertó, y recordó que había soñado con su padre calzándose las botas en el dormitorio rojo y mirándolo con una pálida sonrisa de muerto. Le dijo a Inés que en el sueño había una luz rosa y helada y una sensación de distancia o de inasible ternura que era también la claridad de mayo entrando para despertarlo por un balcón de su infancia donde anidaban las golondrinas o detenida a media tarde sobre una plaza con acacias. Inútilmente cerró los ojos y quiso reanudar el sueño o recobrarlo entero sin gastar su delicia, su tono exacto de color, pero aún después de perderlo el nombre de Mágina sobrevivió en él como una iluminación de su memoria, como si le bastara pronunciarlo para derribar murallas de olvido y tener ante sí la ciudad intacta, ofrecida y distante sobre su colina azul, cada vez más precisa en su cualidad de invitación y en su lejanía inviolable a medida que todas las calles y rostros y habitaciones de Madrid se convertían para Minaya en trampas de una persecución que no terminó cuando lo soltaron, que seguía agazapada tras él, en torno suyo, cuando apuraba una taza de café en el bar de la Facultad y veía, al otro lado de los ventanales, entre los pinos de un verde oscuro lavado por la lluvia, a los jinetes grises, descabalgados ahora, serenos, con las viseras de los cascos alzadas, como caballeros fatigados que sin despojarse de las armaduras dejan pastar a sus corceles en la hierba húmeda de rocío, junto a los jeeps que aguardan. Alguien vino entonces y le habló de Jacinto Solana. Muerto, inédito, prestigioso, heroico, desaparecido, probablemente fusilado, al final de la guerra. Minaya había terminado el café y se disponía a marcharse cuando el otro, armado de una carpeta y de una copa de coñac, desplegó ante él su combativo entusiasmo, su amistad, que Minaya nunca solicitó, la evidencia de un hallazgo que probablemente le depararía en el porvenir un sobresaliente cum laude. Se llamaba, se llama, José Manuel Luque, le contó a Inés, y no sé imaginarlo sin riesgo de anacronismo, exaltado, supongo, adicto a las conversaciones clandestinas, ignorando el desaliento y la duda, con papeles prohibidos en la carpeta, resuelto a que el destino cumpla lo que ellos afirman, con barba, dijo Minaya, con rudas botas proletarias.

– Jacinto Solana. Apunta ese nombre, Minaya, porque yo haré que lo oigas en el futuro, y lee estos versos. Se publicaron en Hora de España, en el número de julio de 1937. Aunque te advierto que se trata sólo de un aperitivo para lo que verás después.

Invitación, leyó Minaya, quince versos sin rima, sin ningún ritmo evidente, como si quien los escribió hubiera renunciado con absoluta premeditación a señalar un solo énfasis para que las palabras sonaran como pronunciadas en voz baja, con sostenida frialdad, con un sereno propósito de perfección y silencio, como si la perfección no importara, y ni siquiera el acto de escribir. Un hombre solo escribía frente a un espejo y cerraba los labios antes de decir el nombre único que lo habitaba para mirarse en una tranquila invitación al suicidio. Mágina, al final, mayo de 1937. Cada verso, cada palabra sostenida sobre la negación de sí misma, era una llamada antigua que parecía haber sido escrita únicamente para que Minaya la conociera, no en un vasto futuro, sino en esa tarde precisa, justo en ese lugar, treinta y un años y ocho meses después, como si en el espejo donde ese hombre se miraba mientras escribía hubiera visto los ojos de Minaya, su predestinada lealtad.

– Valioso, Minaya, es cierto, no le niego una parte del valor que le das tú, pero todavía no has visto lo mejor. Lee estos romances. Como ves, son fotocopias de El Mono Azul. Se publicaron entre septiembre del 36 y mayo del 37.

Con ademanes de clandestinidad, de misterio, escarbó en la carpeta, entre hojas suciamente multicopiadas y cuadernos de apuntes, mirando a un lado y a otro del bar antes de mostrarle a Minaya un puñado de fotocopias que aparecieron en su mano como la paloma de un ilusionista, recién llegadas de México, dijo, frágiles, sagradas como reliquias, como los manuscritos de una fe perseguida y oculta, grávidas de memoria heroica y de conspiración. El Mono Azul, Hoja Semanal de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, Madrid, jueves, 1 de octubre de 1936, el rectángulo negro de una foto indescifrable: Rafael Alberti, José Bergantín y Jacinto Solana en las dependencias del Quinto Regimiento. Luego el otro fue desplegando ante Minaya los romances, La Milicia de Hierro, Romance de Lina Odena, El día veinte de julio, Brigadas Internacionales. El nombre al pie de cada uno de ellos, Jacinto Solana, casi borrado entre las grandes letras de los titulares, como su rostro en la fotografía, extraviado en el olvido, en un tiempo que no parecía que hubiese existido nunca, pero esa voz ya no era la misma que había escuchado Minaya cuando leyó el primer poema. Se confundía ahora con las otras, exaltada por el mismo fervor, por la monotonía del coraje, como si el hombre que había escrito los romances no fuera el mismo que se miraba encerrado y solo en el espejo de una habitación en penumbra. Leyó de nuevo el nombre de la ciudad y la fecha, Mágina, mayo de 1937, como una contraseña que el otro, José María Luque, no podía advertir, como una invitación más honda que la de los versos, sin calcular aún la posible coartada, sólo asombrado de que por segunda vez en unos pocos días hubiera vuelto a abrirse como una herida el territorio inerte de su conciencia donde yacía la ciudad, su propia vida malgastada y lejana. Yo sé que no murió, iba a decir, recordando los monólogos tristes de su padre en los que aparecía a veces el nombre de Jacinto Solana, yo sé que no desapareció del mundo al terminar la guerra, que salió de la cárcel y volvió a Mágina para seguir combatiendo como si aún perdurase en él la furia que lo animaba cuando escribió esos romances y que tal vez sólo concluyó cuando lo mataron. Pero no dijo nada, asintió en silencio al entusiasmo del otro, escuchando luego los usuales vaticinios sobre la irremediable descomposición y caída de la tiranía, sobre la unánime huelga general que la derribaría si todos, también él, Minaya, se entregaban codo a codo a la lucha. Pues parece que al cabo de treinta años siguen usando las mismas palabras no gastadas por la evidencia de la derrota, la misma ciega seguridad heredada que no pudieron aprender entonces porque no habían nacido, la palabra secreta, única, pronunciada en voz baja en habitaciones de humo y conspiración, las iniciales escritas con brochazos rojos en los muros de la medianoche, en los descampados del miedo. Ciegos, temerarios, impávidos, entre las piernas del Cíclope que da un paso y los aplasta sin advertirlo siquiera, que los levanta en su mano para arrojarlos luego al fondo de un patio tapiado de muros grises, esposados, ya muertos, todavía indemnes en su cualidad de muertos heroicos.

– Y no lo conoce nadie, Minaya, absolutamente nadie, y seguirá inédito hasta que yo lo descubra, quiero decir, si tú me guardas el secreto. Ya tengo hasta pensado el título de mi tesis doctoral, «Literatura y compromiso político en la Guerra Civil española. El caso de Jacinto Solana». No negarás que suena bien.

Minaya limpió una parte del cristal empañado y vio de nuevo a los jinetes inmóviles en las esquinas. Abrigos grises en el anochecer de enero, duros rostros embridados bajo los cascos, pértigas de caucho negro colgadas de los arzones, levantadas como sables cuando galopaban y perseguían entre los automóviles. Apuró su copa, vagamente acató la fecha y la contraseña para una cita clandestina a la que no iría, prometió silencio y gratitud, salió del bar y de la Facultad cruzando ante los jinetes y las celosías de los jeeps, deseando que no fuera adivinado el miedo en la quietud de su paso, en su cabeza baja. Bruscamente, esa noche, imaginó la mentira y escribió la carta, y le contó luego a Inés que tardó diez días interminables en recibir la respuesta de Manuel, y que en el tren nocturno en el que vino a Mágina no se escuchaba hablar a nadie y había indolentes guardias de paisano fumando contra las ventanillas oscuras de los corredores, mirándolo a veces, como si lo reconocieran.

Dijo Inés que lo vio parado entre las acacias, sin decidirse aún, examinando la casa, los balcones, las molduras de escayola blanca, como para dar tiempo a su memoria a que los reconociera, quieto y solo tras el brocal de la fuente, sin defenderse de la llovizna que le mojaba el pelo y el abrigo, indiferente a ella. Estaba cambiando las sábanas de la cama en la habitación que esa misma mañana le había dicho Manuel que dispusiera para recibir al huésped, y dijo que desde la primera vez que se asomó al balcón y lo vio allí, en la plaza, mirando tan fijo hacia la casa, supo que era él, y que muy pronto, cuando tirase el cigarrillo y asiera la maleta con un gesto de brusca resolución, iba a sonar el timbre en el silencio del patio y luego los pasos de Teresa sobre las losas de mármol. Salió a la galería y se ocultó tras los visillos para verlo de frente cuando se abriera la puerta, enmarcado en la claridad del umbral, alto y con el pelo despeinado y húmedo, con un abrigo a cuadros grises y de hombros caídos que subrayaba su aire de fatiga y una maleta pequeña que no quiso darle a Teresa cuando ella lo invitó a pasar al salón, donde ya estaba encendido el fuego.

– Inés -gritó Teresa, asomándose al hueco de la escalera-, dile a don Manuel que ya ha llegado su sobrino, el de Madrid.

Siguió quieta al otro lado de los visillos, la cara muy cerca del cristal, porque le gustaba quedarse así durante horas, detrás de todas las ventanas, mirando la calle o el patio de columnas blancas o el corral con un álamo y un pozo seco que esta noche ha cruzado por última vez camino de la estación de Mágina. Le gustaba mirarlo todo desde lejos, las cosas inmóviles, el tránsito de la luz en los vidrios de la cúpula, y sin que nadie notara su presencia -era tan sigilosa y delgada que sólo un oído muy atento, y ya avisado, podía descubrirla- reclinaba en el cristal la nariz y la frente y dibujaba líneas o palabras en el vaho de su aliento, regresada a un tiempo lentísimo que era el de su infancia, perdida en él, inmune a los voces que la llamaban. Antes de volver a la cocina, con su andar oscilante, Teresa alzó los ojos desde el centro del patio buscando la sombra de Inés tras los visillos de la galería, porque sospechaba que no la había obedecido y seguía allí, mirándola, escogiendo acaso un ángulo favorable que le permitiera ver todavía al recién llegado, y volvió a ordenarle que se diera prisa en avisar a don Manuel. Dieron las seis de la tarde, primero muy cerca de Inés, en el reloj del gabinete, y unos segundos más tarde, cuando la muchacha ya subía las escaleras del palomar, las campanadas del reloj de la biblioteca, para ella hondas y distantes, sobresaltaron a Minaya, que no se había atrevido a sentarse y permanecía muy firme y atento a la puerta cerrada, con el abrigo bajo el brazo y la maleta muy cerca de sí, como si aún no estuviera seguro de que lo fuesen a aceptar en la casa. La realidad, calculo, imponía ingratas correcciones a su memoria. Los techos no eran tan altos como los recordaba, y los libios ya no cubrían prodigiosamente todas las paredes, pero el suelo entarimado brillaba exactamente igual que tuluncos y crujía levemente bajo sus pisadas, y el fuego estaba ardiendo en la chimenea de mármol para recibirlo. Había dos ventanales de cuadrícula blanca, casi de celosía, y a través de sus vidrios la plaza que unos minutos antes había abandonado le pareció imaginaria o lejana, como si la ciudad y el invierno no mantuvieran un vínculo preciso con el interior de la casa, o sólo en la medida en que le añadían un paisaje íntimo para mirar desde sus balcones y una sensación de atardecer hostil que hiciera más cálido su ámbito cerrado. Vio entonces, mientras esperaba y temía, las dos primeras imágenes de Mariana, que después, día tras día, iban a repetirse y prolongarse en otras cuando su rostro, no siempre reconocido, apareciera ante él en las habitaciones de la casa, en los escritos de Jacinto Solana, en una plaza y en alevinas iglesias de la ciudad. Vio primero el dibujo de Orlando, enmarcado entre dos estantes de la biblioteca, el rostro en escorzo, casi de perfil, de una muchacha con el pelo corto y caído sobre los pómulos, la nariz afilada, la barbilla breve y los ojos muy abiertos, fijos en algo que no estaba fuera de ella, sino en su conciencia absorta, en su leve sonrisa. Orlando, leyó, mayo de 1937. Sobre la repisa de la chimenea, en una foto que a pesar del cristal que la protegía iba tomando un tinte sepia, la misma muchacha caminaba entre dos hombres por una calle que indudablemente era de Madrid. Llevaba un abrigo con cuello de piel abierto sobre un vestido blanco y zapatos de tacón, pero de su rostro sólo podía precisarse con exactitud la gran sonrisa que se burlaba del fotógrafo, porque tenía caída sobre la frente el ala del sombrero y un velo le ocultaba los ojos. El hombre que caminaba a su izquierda sostenía un cigarrillo y miraba al espectador con aire de ironía o recelo, como si no aprobara del todo la presencia de Minaya o hubiera descubierto en él a un espía. En el de la derecha, el más alto de los tres y sin duda el mejor vestido, Minaya creyó reconocer a su tío. Manuel fue sorprendido por el disparo del fotógrafo cuando se volvía hacia Mariana, que inesperadamente se había tomado de su brazo y lo estrechaba contra ella sin advertir el don que le concedía, atenta sólo a la pupila de la cámara, como a un espejo en el que la complaciera mirarse mientras caminaba.

– Ese hombre, el de la izquierda, es Jacinto Solana -dijo Manuel, a su espalda.

Minaya recordaba una alta figura de pelo gris, una mano pálida y grande sobre sus hombros, pero el rostro que aquella tarde descendió hacia él para besarlo tenuemente en las mejillas se había borrado siempre en su memoria ante la exactitud casi temible del gran reloj cuyo péndulo dorado oscilaba despacio tras el cristal de una caja con apariencia de ataúd. Ahora, cuando el reloj y las estanterías y la casa entera cobraban dimensiones sin misterio, la antigua figura de pelo gris se desvanecía ante Minaya suplantada por las facciones de un desconocido. Era mucho menos alto que en los recuerdos y no tan corpulento como en la fotografía, y tenía el pelo blanco y la estatura desarbolada no por la vejez, sino por el largo abandono y la costumbre de la enfermedad, esa dolencia cardiaca que le había quedado de sus heridas en la guerra y que se agravaba con los años, alimentada por él mismo, por su desidia, porque seguía fumando y nunca tomaba las pastillas que le recetaba Medina. Cualquier sobresalto le provocaba violentas palpitaciones y un dolor oscuro y tenaz que no le permitía dormir y era como una mano de sombra que penetrara en su pecho para apretarle el corazón hasta el límite de la asfixia en el preciso instante en que lo vencía el sueño. Se incorporaba, estremecido por la certeza de que había estado a punto de morir, encendía la luz y se quedaba inmóvil sobre la cama, la mano en el corazón, atenta a su latido, y ya no podía volver a dormirse hasta el alba, pues apenas cerraba los ojos se desataba el vértigo del miedo y la mano invasora se deslizaba otra vez dentro de su cuerpo, palpando entre los pulmones y las costillas, subiendo desde el vientre, como un reptil que calladamente se le enroscara al corazón. El miedo al ataque definitivo y la atención obsesiva con que se auscultaba probablemente hacían más grave su dolencia, pero también terminaron por permitirle que adquiriera una serena familiaridad con la muerte, pues sabía el modo en que iba a venir y al reconocerla desde lejos poco a poco había dejado de temerla. Sería, como tantas veces, ese dolor en el brazo izquierdo, la punzada en el pecho traspasándolo sin previo aviso, igual que un disparo o una cuchillada, tal vez cuando desayunaba a solas frente a los ventanales del jardín o una tarde, en la biblioteca, o derribándolo muerto sobre las tablas del palomar. Sería esa misma punzada hecha súbito disparo o puñal y la marea del espanto subiendo desde el estómago y cobrando en el pecho la forma de aquella mano ya conocida y letal que esta vez no iba a detenerse, que horadaría hasta arrancarle el aliento y el corazón para que no volviera nunca más de la angustia y pudiera quedarse dulcemente muerto y abandonado sobre la cama, mejor aún, en el palomar, sobre las mismas tablas donde Mariana agonizó con la frente hendida por una sola bala. El hábito de la soledad y la codicia de la muerte eran en él formas residuales o secretas de recordar a su mujer y a Jacinto Solana, y haberlos sobrevivido durante tantos años le parecía una deslealtad no mitigada ni por la devoción de su memoria. En el dormitorio que compartió con Mariana una sola noche guardaba su vestido de novia y los zapatos blancos y el ramo de flores artificiales que ella llevó en la mano el día de la boda. Tenía catalogados no sólo todos sus recuerdos, sino también las fotografías de Mariana y de Jacinto Solana, y las había distribuido por la casa según un orden privado y muy estricto, lo cual le permitía convertir su paso por las habitaciones en una reiterada conmemoración. No le bastaba con las pocas imágenes que un hombre puede o tiene derecho a recordar: se exigía fechas, lugares precisos, tonos exactos de luz y pormenores de ternura, enumeraciones de citas, de palabras, y de tanto pensar en Mariana y en el que fue su mejor amigo se le gastaron los recuerdos, de modo que ya no estaba seguro de que hubieran existido verdaderamente fuera de las fotografías y de su memoria. Por eso le sorprendió tanto que en la carta de su sobrino apareciera el nombre de Jacinto Solana: alguien que no era él mismo ni estaba vinculado a su casa había escuchado ese nombre muy lejos de Mágina y tenía incluso noticia de su vida y de unos versos que para Manuel no habían existido hasta entonces sino como atributos de su más secreta autobiografía. Leer ese nombre, Jacinto Solana, escrito por otra mano, en Madrid, a finales de enero de 1969, era una prueba de que el hombre a quien designaba había ciertamente vivido y dejado en el mundo rastros de su presencia que no pudieron borrar ni el tiempo ni los voraces ejecutores de uniforme azul que un día estremecieron las losas del patio y el entarimado de las habitaciones con las pisadas de sus botas y quemaron en el jardín todos los libros de Jacinto Solana y despedazaron a patadas su máquina de escribir.

Entre el murmullo amortiguado de las palomas escuchó los pasos de Inés, que subía a avisarle -tal vez pensó entonces, pero también eso formaba parte de una antigua costumbre, que así debieron sonar los pasos de Mariana cierto amanecer de 1937- y antes de que la muchacha entrara en el palomar él ya sabía que Minaya estaba esperándolo en la biblioteca, testigo de las fotografías y del dibujo de Orlando, pero también, lejanamente, de la existencia de Jacinto Solana y del tiempo que al conjuro de su nombre regresaba después de un silencio de veintidós años. «En algunos periódicos de la guerra encontré hace poco unos poemas admirables de Jacinto Solana, de quien sé, por mi padre, que fue muy amigo suyo, y al que quisiera dedicar mi tesis doctoral», había escrito Minaya, queriendo difícilmente conciliar la dignidad y la mentira. Cómo le hubiera divertido a él saber que alguien, al cabo de tantos años, pretendía escribir una grave tesis doctoral sobre su obra.

– Obra, Manuel, todo el mundo busca y tiene Obra, con mayúscula, igual que Juan Ramón. Van por la calle con la O de la Obra al cuello, como si fuera el marco del retrato en el que ya posan para la posteridad. Y yo escribiendo desde mucho antes de tener uso de razón y sin un mal libro, a los treinta y dos años, que pueda llamar mi Obra, sin estar seguro ni siquiera de que soy un escritor.

Sólo hablaba de eso, en la primavera del treinta y seis, de la necesidad de abandonar la mala vida de los periódicos y los banquetes con brindis y las revistas literarias para volver a Mágina y encerrarse en la casa de su padre y no salir de allí ni hablar con nadie hasta que no hubiera terminado un libro que todavía no se llamaba Beatus Ule y que iba a ser no sólo la justificación de su vida, sino también el arma de una incierta venganza, porque decía, con aquella sonrisa que no manifestaba ninguna clase de placidez o amargura, sino una muy calculada complicidad consigo mismo, que algunas veces el éxito de los mejores era una venganza personal. Pensaba en el y en su sonrisa sabia y fría mientras bajaba despacio las escaleras del palomar, camino del patio ya definitivamente anochecido y de la biblioteca donde lo esperaba Minaya. En el espejo del último rellano se miró para saber cómo lo vería su sobrino: estaba viejo y despeinado, y había pequeñas plumas blancas o grises en sus pantalones sucios y en su chaqueta de tweed con los bolsillos desfondados. Se alisó el pelo blanco, y no sin cierta inquietud, porque seguía siendo muy tímido, abrió la puerta de la biblioteca. De espaldas a ella, Minaya estaba mirando la fotografía de la chimenea, que en el catálogo de Manuel tenía escrito un invisible número uno, porque fue la primera que se hizo con Mariana y también la imagen más antigua que guardaba de ella. Después del primer silencio y del estupor de no reconocerse -por un momento pareció dividirlos no la inmovilidad ni el gran espacio vacío de la biblioteca, sino un foso en el tiempo- Manuel vino hacia Minaya y lo abrazó, y luego, apoyando las dos manos en sus hombros, retrocedió para mirarlo con sus ojos azules que tenían bajo los párpados un cerco de cansancio. Era, tan cerca, un desconocido, y Minaya apenas pudo encontrar en él algún rasgo que le recordara a la alta figura vislumbrada en su infancia: tal vez las manos, el pelo, la actitud de los hombros.

– La última vez que te vi casi no me llegabas a la cintura -dijo Manuel, y lo invitó a sentarse en uno de los sillones que estaban dispuestos frente al fuego, como si también eso hubiera sido previsto por la delicada aptitud que siempre tuvo para la hospitalidad-. ¿Te acordabas de la casa?

– Me acordaba del patio y de los azulejos, y de ese reloj, que entonces me daba miedo. Pero creía que todo era mucho más grande.

Lentamente el fuego, la voz atenta, los gestos de Manuel, lo despojaban de la sensación de huida y del desaliento de los trenes, y por primera vez Madrid y el recuerdo de la cárcel estaban tan lejos como la noche invernal que iba adensándose en la plaza, contra los cristales y los postigos blancos, cerrados para defenderlo. Recostado en el sillón, Minaya se rendía al cansancio y al influjo cálido del coñac y del cigarrillo inglés que Manuel le había ofrecido, oyéndose hablar, como si fuera otro, de su vida en Madrid y de la muerte de sus padres, sucedida cuando un dudoso golpe de buena fortuna en los negocios les permitió comprar un coche y concederse unas vacaciones en San Sebastián, porque su padre, que tenía nostalgias hereditarias, había deseado siempre pasar el verano como los aristócratas de las revistas ilustradas que leía en su juventud. Mintió sin voluntad, sin excesiva culpa, como si cada una de las mentiras que urdía tuvieran la virtud no de ocultar su vida, sino de corregirla. No dijo que en los últimos años había vivido en una pensión, ni tampoco que las ocasionales colaboraciones que alguna vez publicaba en revistas literarias se deslizaban sin remedio desde la indiferencia al olvido, no habló del miedo ni de la cárcel ni de los jinetes grises, pero sí del poema, Invitación, que alguien le había mostrado en el bar de la Facultad. Lo había copiado, dijo, lo había leído tantas veces que ya se lo sabía de memoria, y lo recitó despacio, sin mirar a Manuel, asiéndose a la única parte de indudable verdad que sostenía su impostura. Manuel asentía gravemente a los versos, como si también él los recordara, y cuando Minaya terminó de decirlos ninguno de los dos habló, de tal modo que la imperiosa voluntad de morir que había en aquellas palabras quedó al final suspendida y presente en la biblioteca como la última campanada de un reloj, como la sonrisa y la mirada del hombre que las había escrito. Más tarde, cuando subieron al piso de arriba para que Minaya pudiera ver su dormitorio, Manuel abrió la puerta de una habitación en la que sólo había una cama de hierro y una mesa situada frente a un espejo.

– Ahí tienes -le dijo- la ventana y el espejo de los que habla ese poema. Fue aquí donde se escribió.

A medida que ascendían se escuchaba más clara y cercana la música del piano que no había dejado de sonar desde que Minaya entró en la casa. Irrumpía en el silencio y se quebraba de pronto en la mitad de una frase, sin que nada hubiera anunciado la proximidad de su fin, y entonces sólo se oía un aleteo de palomas contra los vidrios de la cúpula. «Es mi madre», dijo Manuel, sonriendo, como si la disculpara por su extravagante modo de tocar una habanera que no avanzaba nunca, que se detenía abruptamente para regresar a la primera frase, como el ejercicio de un estudiante que no consigue la certeza de la perfección. Minaya subía deslizando su mano por la madera barnizada y curva de la baranda, como guiado por una cinta de seda que se disolvía en la música y trazaba en los recodos del laberinto demoradas curvas art nouveau. Siempre, desde niño, se había complacido en subir así las escaleras de las casas y de los cines en penumbra, y entornaba los ojos para que sólo el pulido tacto de la madera lo llevase.

– Ésta es una casa demasiado grande -dijo Manuel, en la galería, aludiendo con un gesto a los ventanales del patio y a las puertas alineadas de las habitaciones-, Inés y Teresa apenas se bastan para mantenerla limpia, y en invierno hace mucho frío en ella, pero tiene la ventaja de que uno puede perderse en cualquier habitación como en una isla desierta.

Perdido para siempre, juró Minaya, a salvo, encerrado tras la celosía blanca de los balcones, en el calor del fuego que arde en chimeneas de mármol y de las sábanas limpias y del agua en la que líquidamente se deshacía con los ojos cerrados, abandonado y solo, indemne, desnudo, sin temer nada ni a nadie, como si el miedo y la obscena posibilidad del fracaso no hubieran podido perseguirlo hasta Mágina. Manuel lo había dejado solo en el dormitorio, y él, antes de deshacer la maleta y de darse un baño larguísimo que le hizo perder la conciencia del tiempo y del lugar donde estaba, examinó con gratitud y pudor la cama grande y alta que tan dulcemente cedía bajo el peso de su cuerpo, el hondo armario, los cuadros, la lámpara modernista de la mesa de noche, el escritorio frente al balcón que le hizo imaginar tardes plácidas de literatura y de indolencia en las que miraría las copas de las acacias y los tejados pardos de las casas de Mágina. Seré expulsado de aquí, pensó mientras se secaba ante un espejo, mientras se afeitaba y vestía y usaba el peine y la cuchilla de afeitar como los atributos de un actor que no está seguro de haber aprendido su papel y no tiene tiempo de repetirlo antes de que lo llamen a escena, seré expulsado o tendré que irme cuando ya no pueda seguir fingiendo que escribo un libro sobre Jacinto Solana y no tengo ni para pagar un taxi que me lleve a la estación. Perdido para siempre, durante quince días, calculó, apurando cada hora como una última moneda, como la tregua de un impostor o un condenado. Al salir de la habitación, recién bañado, aproximadamente digno, con su único traje y su única corbata, se encontró en el gabinete a donde daba la puerta del dormitorio nupcial. Antes de casarse, Manuel había destinado las habitaciones frontales del primer piso a su vida conyugal con Mariana, para tener un ámbito propio y aislado del resto de la casa, pero de aquel plan primitivo quedaba sólo el dormitorio que nadie había usado desde el veintiuno de mayo de 1937 y la fotografía de bodas colgada en la pared del gabinete, sobre el sofá de flores amarillas. Alto y erguido en su uniforme de teniente, con el breve bigote rubio y el pelo fijado con brillantina, Manuel tenía en la foto la apariencia involuntaria de un héroe congelado por el asombro del flash, las pupilas fijas y perdidas. Mariana, en cambio, y eso no era una casualidad, supongo, sino el signo de sus caracteres diversos, miraba al espectador desde cualquier punto que se contemplara la fotografía. Uno entraba al gabinete y allí estaban sus grandes ojos rasgados mirándolo sin expresión ni duda, el velo blanco y la sonrisa ambigua, sus largos dedos extendidos que se posaban en el brazo de Manuel, muy cerca de las dos estrellas de teniente. Los correajes, la pistola al cinto, la apostura militar, no eran ya sino una simulación o el testimonio de lo que había terminado, pues cuando se tomó la foto hacía dos meses que a Manuel le habían dado la baja definitiva en el ejército, a causa de la bala que en el frente de Guadalajara le rozó el corazón y le tuvo varias semanas al filo de la muerte. Pero la transparencia de sus ojos azules era la misma que encontró Minaya cuando se reunió con él en la biblioteca, y también ese aire de corpulencia inútil y generosidad excesiva, únicamente limitada por el pudor. Vestido ahora con un traje oscuro que se ponía muy pocas veces al año y dispuesto, porque era un caballero y conocía las normas de la hospitalidad, a recibir adecuadamente a su sobrino, había vuelto a parecerse al hombre solemne y alto de la fotografía nupcial.

Fue entonces cuando Inés oyó que hablaban de Jacinto Solana. Había entrado para servirles unas copas de jerez y al oír ese nombre prestó más atención a lo que decían, y se quedó quieta, muy atenta, sin que lo advirtieran, en una zona de penumbra, eligiendo, para volverse invisible, la misma actitud de sumisión ausente que adoptaba de niña en el internado; pero en cuanto hubo servido las copas y dejado sobre la mesa una bandeja con aperitivos -el otro, el forastero, la miraba moverse en torno suyo y hablaba con acento extraño de un libro que iba a escribir-, Manuel le dijo que podía marcharse, pues sin duda Amalia y Teresa ya tendrían la cena preparada para doña Elvira, y sólo comenzó a recordar en voz alta su amistad con Solana cuando supuso que Inés ya no lo estaba escuchando. -Sería inexacto decir que fue mi mejor amigo, como te contaba tu padre. No fue el mejor, sino el único amigo que yo he tenido en mi vida, y también mi maestro y mi hermano mayor, el que me guiaba por Madrid y me descubría los libros que era preciso leer y me llevaba a ver las películas mejores, porque era muy aficionado al cine, y había estado en París con Buñuel cuando se estrenó La Edad de Oro. Antes de la guerra, uno de sus trabajos fue escribir guiones en esa empresa de películas que tenía Buñuel, Filmófono, se llamaba, hacía guiones y también frases publicitarias, pero seguía escribiendo en los periódicos, cosas cortas, críticas de cine en El Sol, versos en Octubre, algún cuento que le publicaba don José Ortega en la Revista de Occidente. Puedes leerlo todo si quieres, porque yo guardo esas cosas en la biblioteca, aunque él me decía siempre que no le importaban nada y que se merecían el olvido. De muchachos, en el Instituto, imaginábamos que llegaríamos a ser corresponsales de guerra y escritores ricos y célebres, como Blasco Ibáñez, y que nuestro éxito haría que nos quisieran las muchachas de las que solíamos enamorarnos inútilmente. Pensábamos irnos juntos a Madrid, no a estudiar una carrera, sino a vivir en la bohemia y alcanzar la gloria. Pero mi padre murió cuando yo estudiaba segundo de Derecho, así que tuve que volver a Mágina para ayudar a mi madre, y ya no terminé la carrera y me faltó voluntad para irme de aquí, como había hecho Solana. Él venía de vez en cuando y me hablaba de Madrid y del mundo, de los cafés donde era posible sentarse al lado de los escritores que para mí eran dioses, y me traía o me enviaba recortes de periódicos donde estaba su firma, diciéndome siempre que eso no era nada comparado con lo que estaba a punto de escribir. Al final de la Dictadura publicaba muchos artículos y algunos poemas, sobre todo en la Gaceta Literaria , porque se había hecho surrealista, pero yo creo que no tenía más amigos en Madrid que Buñuel y Orlando, el pintor, que le ilustraba sus cuentos, y luego, muy poco antes de la guerra, Miguel Hernández, que era más joven que nosotros y veía en él como un espejo de su propia vida. A Solana le desagradaba mucho el modo en que Hernández alardeaba de sus orígenes. «Yo también he cuidado cabras», decía, «pero no me parece que eso sea un motivo de orgullo». No dejó de escribir cuando empezó la guerra, pero yo sospecho que no le hubiera gustado saber que iban a sobrevivirle durante tantos años esos romances del Mono Azul que tú has leído. En mayo del 37, cuando vino a Mágina para mi boda, estaba en la redacción de ese periódico y pertenecía a la Alianza de Intelectuales, y acababan de nombrarlo comisario de cultura en una brigada de choque, pero de pronto no se supo nada de él, y ya no asistió al congreso de escritores que iba a celebrarse aquel verano en Valencia. Ni su mujer sabía dónde estaba. Se había alistado como soldado raso en el ejército popular, con otro nombre, y ya no volvió a publicar ni una sola palabra. Lo hirieron en el Ebro, y al final de la guerra fue detenido en el puerto de Alicante. Pero todo eso ya lo supe diez años después de que desapareciera, cuando salió de la cárcel y vino a Mágina y a esta casa. Seguía queriendo escribir un libro, un solo libro memorable, decía, para morirse después, porque eso era lo único que le había importado en su vida, escribir algo que siguiera viviendo cuando él ya estuviera muerto. Exactamente eso me decía.

Debo imaginarlo ahora, en su sillón de cuero, en ese lugar preciso de la biblioteca donde dijo Inés que se había sentado frente a Minaya, las manos juntas, el cigarrillo olvidado en el cenicero, todos los años perdidos escritos en su rostro y en su pelo que había sido rubio y que le daba, con los ojos azules, con sus modales de otro país y otro tiempo, un aire extranjero agravado por su timidez y su lealtad. Como una prolongación en la memoria de las palabras que había dicho al cabo de una infinita tregua de silencio, Manuel miró el retrato a lápiz de Mariana y repitió para sí mismo la fecha y el nombre escritos en el margen, pero cuando se levantó no fue para descolgar el dibujo y mostrar a su sobrino las palabras que Solana escribió en el reverso, sino que tomó de la repisa de la chimenea la foto que les hicieron el mismo día en que se supo la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero y se la tendió a Minaya. Míranos, pudo decir, sonriendo a la proximidad de la guerra y la muerte, contemplando con los ojos abiertos el sucio porvenir que nos estaba reservado, la vergüenza, el entusiasmo inútil, el milagro de una mano que por primera vez se posaba en mi brazo.

– Era verdad lo que te contaba tu padre. Fue Solana quien me presentó a mi mujer. Diez o quince minutos antes de que nos tomaran esa foto, el diecisiete de febrero de 1936.

Tenía un cuaderno donde apuntaba las fechas, dijo Inés, los lugares, los nombres, una libreta guardada en el primer cajón de su escritorio en la que al principio no escribió nada, como si sólo fuera una parte de su minuciosa simulación, únicamente, sobre la tapa, la fecha de su llegada a la ciudad, treinta de enero, miércoles, y en la primera página, en medio del espacio vacío, el nombre solo, Jacinto Solana, 1904-1947, como una inscripción funeral, como el título de un libro todavía en blanco, destinado acaso a no escribirse nunca, a no ser sino un volumen de ordenadas páginas sin una sola palabra ni otras señales que las de su cuadrícula azul. Empezó luego a anotar fechas y nombres, de noche, cuando se retiraba, como si trazara el borrador de una biografía futura que postergara siempre su desidia, los nombres de todos los habitantes de la casa y los títulos de las revistas que había consultado por la tarde en la biblioteca, cuando se quedaba solo y enrojecía si Inés entraba para preguntarle algo, para ofrecerle, porque se lo había ordenado Manuel, una taza de té o una copa. Escuchaba siempre, muy silencioso, solícito, y se quedaba hasta muy tarde conversando con Utrera, con Manuel, con Medina, el médico, y procuraba, con breves preguntas, con silencios que contenían las preguntas que él no siempre se arriesgaba a hacer, que la conversación gravitara sobre Jacinto Solana, sobre su perfilada sombra, huidiza y lacónica como su mirada en las fotografías, como las dedicatorias para Mariana o para Manuel que había en algunos libros de la biblioteca, en algunas postales enviadas desde París en 1930, desde Moscú, en 1935, en diciembre.

Escribe en su dormitorio, dijo Inés mientras se desnudaba, bajándose primero los leotardos azules, deslumbrando con sus muslos blancos la media penumbra de la habitación, con sus pies blancos, de talones rosados y ateridos, y después de quitarse la falda entró en la cama y se sentó en ella, cubriéndose hasta la cintura, los pies tan fríos en lo más hondo de las sábanas, y luego, al despojarse del jersey de lana roja, desapareció su cabeza por un instante y volvió a surgir, hermosa y despeinada, para hundirse del todo, hasta la barbilla, tiritando inmóvil, sacando una mano del embozo para arrojar al suelo el sujetador y la camisa, ya desnuda, adherida, adelantando las rodillas, los muslos, con los ojos cerrados, como a tientas, la piel tibia y luego cálida, los leves pechos, el roce de los pezones duros por el frío y luego tenues otra vez y rosados y dóciles a la caricia o al mordisco lento que indagaba, todavía sin el auxilio de la mirada, para que así, cuando se abrieran los ojos, estuviera ella, Inés, recuperada y próxima, intacta, quebrándose en el abrazo, combando su largo cuerpo tendido en el recinto ciego de las sábanas que era preciso apartar para mirarla entera, el pubis breve y liso entre los muslos cerrados, las caderas angulosas y alzadas, y cuando la mano descendía hasta percibir en las yemas de los dedos la recta y húmeda hendidura, el tacto, como una contraseña, avisaba del tránsito hacia la celebración de los olores, hondo vientre salado y delicado aliento y boca que a veces se cerraba rosa y húmeda y una sonrisa de finos labios apretados que era la candida sonrisa sabia de la felicidad y la tregua.

– Pero se calla cuando yo entro y me mira mucho, casi nunca a los ojos, me mira cuando le doy la espalda, pero yo lo veo mirarme en los espejos -dijo, riendo sólo con los labios, segura de su cuerpo, agradecida a él de un modo que ya excluía la adolescencia y el azar. Había preparado para Minaya la habitación situada a la izquierda del gabinete, simétrica al dormitorio vacío de Manuel y Mariana, y la primera noche, cuando él bajó a la biblioteca después de bañarse, Inés examinó su maleta y sus libros y los papeles que había guardado en el escritorio y al abrir el armario confirmó su sospecha de que el recién llegado no tenía otro traje que el que llevaba puesto. Anduvo luego por el patio, rondando la puerta entornada de la biblioteca, haciendo como que limpiaba los cuadros o los azulejos, pero entonces apareció Utrera, que volvía del café, y empezó a preguntarle cosas sobre Minaya con su tarda voz de borracho, cómo era, a qué hora había llegado, dónde estaba, rozándole el cuerpo en una asedio como casual o cobarde, tan cerca que ella podía oler su aliento corrompido de tabaco y coñac. Utrera, que no entró en la biblioteca porque era incapaz de caminar derecho y le temblaban las manos, la miró por última vez, no al rostro, sino a las caderas y al vientre, y se perdió luego en los fondos de la casa, sin duda para encerrarse en el cocherón donde tenía su estudio, o lo que él llamaba así, porque en los años que llevaba Inés al servicio de Manuel, el viejo no había hecho otra cosa que tallar un San Antonio para la iglesia de un pueblo y repetir hasta el hastío una serie de figuras de apariencia romántica que vendía con regularidad a una tienda de muebles.

«Puedes quedarte aquí todo el tiempo que desees, incluso cuando hayas terminado ese libro», oyó decir a Manuel, y se apartó de la puerta de la biblioteca, porque la voz había sonado muy cercana a ella. Lo vio salir, cabizbajo y más ausente de lo que solía, y le extrañó que no le pidiera su sombrero y su abrigo, como todas las noches, para ir a dar el largo paseo por los miradores de la muralla que le había prescrito Medina. «Inés», le dijo, volviéndose desde la escalera, «mira a ver si nuestro invitado necesita algo», pero ella no llegó a hacerle caso, pues Teresa vino entonces de la cocina y le pidió que le ayudara a preparar la cena de doña Elvira -Amalia, la otra criada, inerte y casi perdida en la ceguera, les daba vagas órdenes sentada junto al fogón-. Un caldo, un plato de verdura hervida y una copa de agua que ella misma, Inés, solía subir a las habitaciones de la señora, cumpliendo así la parte más ingrata de su oficio, porque doña Elvira le daba miedo, como algunas monjas del internado donde pasó su infancia, y la miraba igual. Pasaba los días examinando con una lupa libros de contabilidad o revistas de modas del tiempo de su juventud y siempre tenía encendido el televisor, incluso cuando tocaba el piano, y no lo miraba nunca. Calculo que tendrá ya casi noventa años, pero dice Inés que no hay en sus pupilas ni un solo signo de decrepitud. Usa un vestido negro con el cuello y los puños de encaje, y lleva el pelo corto y peinado en ondas, a la moda de 1930. Esta tarde, por primera vez en veintidós años, ha salido de sus habitaciones y de su casa para subir al cementerio y presenciar sin llanto, con un rígido ademán de dolor muy semejante al de ciertas estatuas fúnebres, el entierro de su hijo.

– La cena, señora -dijo Inés.

– ¿Ha venido ya el hijo de mi sobrino, Minaya?

– Llegó a las seis, señora. Ahora está en la biblioteca.

– ¿Cómo es?

– Alto, señora, y parece algo callado.

– ¿Es guapo?

– No me he fijado en él.

– Mentira. Es guapo. Te lo noto. Y bien que te has fijado. ¿Va a quedarse mucho tiempo?

– Parece que unas dos semanas.

– Eso habrá que verlo. Engañará a mi hijo, como ese Utrera que todavía dice que es escultor, y se quedará aquí hasta que se canse de vivir a costa nuestra. Será un sablista, como lo fue su padre.

Cuando volvió a bajar, con la bandeja intacta, vio que estaba encendida la luz en el gabinete, y siguiendo su costumbre de espiarlo todo -no era la curiosidad, sino un instinto de sus grandes ojos siempre abiertos, de su cuerpo educado para el sigilo, como los ojos y el cuerpo de un animal nocturno- pudo ver a Manuel sin que él la descubriera, prendido en la mirada muerta de Mariana y encerrándose luego en el dormitorio nupcial con una llave que sólo él poseía, y supo entonces que aquel regreso a una costumbre perdida era la primera consecuencia de la llegada del forastero y de la conversación en la biblioteca. Desconfiaba de Minaya como de un afable invasor, y con la misma atención con que había registrado su maleta y sus libros y olido el rastro de su cuerpo en el cuarto de baño y en las toallas húmedas lo estudió a él más tarde, en la biblioteca, complaciéndose en su desasosiego cuando lo miraba directamente a los ojos, cuando lo rozaba al inclinarse junto a él para llenar su copa durante la cena, en el comedor, o sorprendía en un espejo su mirada de interrogación, de anunciado deseo. Silenciosa y hostil, advirtiendo el peligro, entró en la biblioteca para ver más de cerca a Minaya, ahora que estaba solo. Recordarían después que aquella fue la primera vez que se hablaron, y que Minaya se puso en pie al verla y no supo qué decirle cuando Inés le preguntó si quería algo, parada en el umbral, indescifrable y sumisa, con su pelo castaño recogido en una cola de caballo y sus hermosas manos de muchacha maltratadas por el agua turbia de los fregaderos. Tenía dieciocho años recién cumplidos y con su sola presencia sabía establecer una distancia invisible entre ella misma y las cosas que la rozaban sin tocarla nunca, entre su cuerpo y las miradas que lo deseaban y el trabajo oscuro y agotador que ejercía en la casa. Fregaba los suelos y tendía las camas y pasaba horas enteras doblegada junto a un cubo de agua sucia para limpiar las losas del patio, y cinco veces al día llevaba la comida o el té a doña Elvira sosteniendo la bandeja de plata con la misma elegancia absorta de esas figuras de santas de los cuadros antiguos que llevan ante sí los emblemas de su martirio, pero ella y su cuerpo se mantenían a salvo, y cada noche, hacia las once, desde el balcón de su dormitorio, Minaya la veía salir a la plaza con su abrigo demasiado corto y sus zapatos sin tacón, altiva y súbitamente libre y alejándose hacia otro lugar y otra vida que ni él ni nadie conocían, del mismo modo que nadie, ni siquiera él, podía averiguar su pensamiento ni precisar su pasado antes del día en que llegó a la casa recomendada por las monjas del orfelinato donde había vivido hasta los doce o los trece años. Hacia otra vida se marchaba todas las noches, hacia un cuarto de alquiler en una casa de vecinos que estaba en la plaza donde se levanta el monumento a los Caídos que esculpió Utrera. Pero al principio, aquella tarde, en la biblioteca, antes del deseo y de la voluntad de saber, Minaya sólo fue conmovido por la gratitud y el miedo de la belleza y su habitual predilección por las muchachas muy delgadas.

– Un poco flaca todavía, pero espere a verla dentro de un par de años -dijo Utrera, examinándolo sin pudor desde el otro lado de la mesa con sus pequeños ojos húmedos, vivos como puntas de luz entre las arrugas de los párpados. Al dar las nueve, Minaya había entrado en el comedor vacío y demasiado grande, creyendo que el cubierto situado frente al suyo era el de su tío, pero al cabo de unos minutos de soledad y espera no fue Manuel quien entró, sino un viejo menudo y locuaz que olía ligeramente a alcohol y llevaba un clavel blanco en el ojal de la solapa. Todo en él, salvo las manos, era pequeño y concertado, y su calva impecable parecía un atributo de su pulcritud, como el brillo de la dentadura y la corbata de lazo que culminaba su camisa.

– Como es muy posible que Manuel no cene con nosotros -dijo, tenso y excesivo- me temo que deberé presentarme yo mismo. Eugenio Utrera, escultor y huésped indigno de esta casa, si bien he de advertirle que muy en contra de mi voluntad me hallo a un paso de la jubilación. Usted es el joven Minaya, ¿me equivoco? Teníamos verdaderos deseos de conocerlo. Su padre fue buen amigo mío. ¿No se lo dijo nunca? En cierta ocasión estuvimos a punto de organizar entre los dos un negocio de antigüedades. Pero siéntese, por favor, y hagamos juntos los honores a estos manjares que nos trae la bella Inés. Tengo entendido que piensa escribir un libro sobre Jacinto Solana. Empeño difícil, me imagino, pero también interesante.

Hablaba muy rápido, adelantando el cuerpo para estar más cerca de Minaya, con una sonrisa ávida de respuestas que no llegaba a esperar, y al sorber la sopa el aire le silbaba entre la dentadura postiza, que a veces, al ajustarse, emitía un sonido como de huesos que chocaran entre sí. Tenía las manos grandes y romas, que parecían de otro hombre, y en el anular izquierdo llevaba una piedra verde, tan excesiva como su sonrisa, testimonio, igual que ella, del tiempo en que alcanzó y perdió su breve gloria. Sonreía y hablaba como sostenido por el mismo resorte a punto de romperse que mantenía en pie su figura de galán anacrónico, y sólo sus ojos y sus manos no participaban en el fuego fatuo de la gesticulación, pues no podía esconder la fiebre de sus pupilas afiladas cada mañana y cada noche en los espejos de la vejez y el fracaso ni la ruina de sus manos inútiles que en otro tiempo esculpieron el mármol y el granito de las estatuas oficiales y modelaron el barro y ahora yacían y lentamente se embotaban en una inmovilidad acuciada por la artrosis. Detrás de sus palabras y del humo de los cigarrillos, sus ojos, no velados por la vanidad ni la mentira, escrutaban a Minaya o perseguían a Inés con devoción de viejo verde, y cuando ella se inclinaba para servirle algo o retirar el mantel, Utrera guardaba silencio y le miraba de soslayo el escote, irguiéndose un poco, muy grave, con el tenedor en la mano, con la servilleta pulcramente prendida al cuello de su camisa. -Vive con un tío suyo, que está enfermo, me parece que inválido, tiene algo en las piernas o en la columna vertebral. De vez en cuando debe sufrir alguna clase de recaída, porque Inés deja de venir o se va a media tarde, sin explicar nada, ya se habrá dado usted cuenta de que no habla mucho.

Comía despacio, como si oficiara, cortando la carne en trozos muy pequeños y bebiendo el vino a sorbos como de pájaro, hospitalario, atento siempre a que la copa de Minaya no quedara vacía, recordando o inventando una antigua amistad con su padre, en aquellos tiempos, decía, tan denostados ahora, tan prósperos para él, que era alguien en la ciudad, en España, un escultor de prestigio, como tal vez le hubiera contado su padre a Minaya, como indudablemente comprobaría si visitaba una mañana su estudio para mirar los álbumes de recortes de prensa donde se reproducía su foto y su nombre y se afirmaba que él, Eugenio Utrera, estaba destinado a ser, como escribió Blanco y Negro, un segundo Mariano Benlliure, un Martínez Montañés de los nuevos tiempos, y no sólo en Mágina, donde había vuelto a tallar para las cofradías de Semana Santa todos los pasos de procesión que fueron quemados durante la guerra, sino en toda la provincia, en Andalucía, en las lejanas plazas de ciudades nunca visitadas por él donde los monumentos a los Caídos llevaban su firma escrita en cultas mayúsculas latinas, EVGENTO VTRERA, escultor. Bebía ya sin disimulo los restos de la botella que Inés, atendiendo a una discreta indicación suya, no había retirado al limpiar la mesa, y se miraba las manos recordando con gastada melancolía los años irrepetibles en que llegaban a su taller presidentes de cofradías y jefes locales del Movimiento para encargarle vírgenes barrocas y estatuas de héroes caídos, sobrios bustos de Franco, ángeles de granito con espadas. Había que ocupar el espacio vacío de los retablos saqueados y rehacer los tronos de Semana Santa fenecidos en las hogueras que durante aquel verano de locura se encendieron en todas las plazas de Mágina, dejando con sus llamas altísimas rastros de hollín que todavía pueden verse, dijo, en las fachadas de algunas iglesias abandonadas desde entonces, cerradas al culto, como esa de ahí enfrente, la de San Pedro, convertidas a veces en almacenes o garajes. Durante los años que siguieron a la guerra, el taller de Utrera hirvió, como un bosque animado, de vírgenes atravesadas por puñales, de cristos con la cruz al hombro, crucificados, expirantes, azotados por sayones en los que Utrera retrataba sin el menor escrúpulo a sus enemigos, de cristos resucitados y ascendiendo inmóviles sobre nubes de purpurina azul. En 1954, recordó, el primero de abril, el ministro de la Gobernación vino a Mágina para inaugurar el monumento a los Caídos. En medio de los setos, entre los cipreses recién plantados, un monolito, una cruz y un altar de piedra, un gran bloque de imprecisas aristas cubierto por una gran bandera nacional. Él no era un político, sino un artista, explicó, pero no podía recordar sin orgullo el instante en que el ministro tiró del cordel haciendo que cayera a un lado el lienzo rojo y amarillo y descubriendo entre los aplausos y los himnos un Ángel de altas alas y dura melena al viento que abrigaba el cuerpo del Caído y recogía su espada, alzándolo entre sus musculados brazos como a ese Cristo muerto de Caravaggio que tal vez conocía Minaya.

– Ahora entro en el taller y me parece mentira que todo eso haya ocurrido. Me dieron una medalla y un diploma, y el ABC sacó mi foto en las páginas de huecograbado. Debí irme de Mágina entonces, cuando todavía estaba a tiempo, igual que hizo su padre de usted. Aquí estamos aislados de todo. Nos volvemos estatuas. Él, que estuvo en París, que vio en Roma los mármoles de Miguel Ángel y Bernini, que fue alguien y sucumbió a la conspiración de la envidia, de ambiguos enemigos instalados en Madrid, dijo, víctima ahora, melancólico artista vencido por la ingratitud del mundo. El monumento a los Caídos de Mágina fue su último encargo oficial, y desde el año cincuenta y nueve no había vuelto a tallar ni una sola imagen de Semana Santa. «Y no es que haya cambiado el gusto», decía a quien quisiera oírle, sentado en el diván de un café umbrío donde pasaba las tardes ante una copa de coñac y un vaso de agua, «es que se ha depravado, esos cristos como de plástico, esas vírgenes alargadas y con cara de niñas que parecen cosa protestante, o cubista». Con la primera luz del día bajaba al taller inmenso, que fue primero caballeriza, cuando se construyó la casa, y luego cochera donde el padre de Manuel guardaba los trofeos de su insensata pasión por los automóviles, y en él pasaba la mañana, sin hacer nada, trazando acaso los bocetos de estatuas que ya eran imposibles, tallando santos románicos, módicas falsificaciones sin porvenir, mirando el vasto espacio vacío.

– Llegué a Mágina el cinco de julio del treinta y seis. Había pasado un mes en Francia y en Italia, y antes de volver a Granada se me ocurrió visitar a Manuel. Nos habíamos conocido cuando él estudiaba Derecho, y nos seguimos escribiendo desde que volvió a Mágina, al morir su padre. Estuve aquí algo más de una semana, y cuando ya me iba, cuando me estaba despidiendo de Manuel y de su madre, salió Amalia de la cocina y nos dijo que había oído en la radio que la guarnición de Granada estaba de parte de los rebeldes. Cómo te vas a ir ahora, me dijo Manuel, espera un poco, a ver si se aclara la situación. Así que vine a pasar unos días y me he quedado treinta y tres años.

También en 1939 estuvo a punto de marcharse, pero ya no tenía a donde ir, porque su madre había muerto durante la guerra, o al menos eso fue lo que le dijo a Manuel para justificar su permanencia en la ciudad y en la casa. También hizo entonces su maleta y consultó los horarios de los trenes que pasaban por Mágina, pero esta vez, él, que durante tres años había deseado el triunfo de los que vencieron, se supo probablemente contaminado no por la derrota de la República o de Manuel, que muy pronto sería arrancado de su lecho de enfermo para prolongar su agonía durante seis meses en la cárcel de Mágina, sino de un porvenir, el suyo, el que había imaginado en Roma y en París y en las tertulias granadinas de su juventud, definitivamente trastornado o roto en la agria primavera de 1939, borrado, como su derecho a la dignidad y la pericia de sus manos, por tres años de una espera y un silencio menos atroces que la culpa. Con las manos en los bolsillos de su pantalón y el sombrero terciado sobre la cara en un gesto de petulancia que mejoraría años después y que por entonces sólo él era capaz de admirar, andaba por los cafés buscando a alguien que pudiera pagarle una copa o un cigarrillo o pasaba las lentas tardes deambulando por la plaza del general Orduña, como si esperase algo, entre los hombres grises y agrupados que esperaban igual que él, con las manos en los bolsillos y las miradas fijas en el reloj de la torre o en el perfil del general, cuya estatua había sido rescatada del muladar a donde la arrojaron en el verano del treinta y seis y levantada de nuevo en el centro de la plaza sobre un pedestal de alegorías guerreras. Visitaba oficinas, vindicando sin éxito antiguas lealtades muy anteriores a la guerra, iba apurando las horas del hastío y la desesperación hasta que al caer la noche se encendía la luz en el reloj de la torre, y entonces, cuando ya era tarde para volver a la casa y tomar su maleta y subir a la estación antes de que pasara el tren que lo devolvería a una ciudad donde nadie lo esperaba, bajaba despacio por los callejones y se juraba a sí mismo que esa noche tendría el valor de pedirle a Manuel el dinero justo para comprar el billete. Nunca llegó a hacerlo. Seis meses después de que entraran en Mágina las tropas vencedoras, se convocó un concurso público para sustituir la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, obra apócrifa de Gregorio Fernández, que había sido públicamente profanada y quemada en julio del treinta y seis.

– Nunca, nunca, aunque viviera cien años, podría pagar la deuda que tengo contraída con su tío Manuel, muchacho. Aunque sabía que yo era afecto al Movimiento me permitió vivir en esta casa durante toda la guerra, y luego, cuando gané aquel concurso y conseguí que me encargaran mi primera talla, fue él mismo quien me ofreció la cochera para que instalase en ella mi taller, porque yo no tenía ni para alquilar una cuadra. Es cierto que yo intercedí por él cuando las cosas se le pusieron difíciles, pero eso no basta para pagarle. A su generosidad de entonces le debo todo lo que soy. Porque su más alto orgullo no eran las glorias oficiales ni la medalla o los recortes amarillos que guardaba como reliquias en un cajón de su taller, sino su nunca desmentida lealtad a un amigo, a la costumbre de la gratitud, a aquella casa. Solía hablarle a Minaya de la familia de Manuel como de su propia estirpe, y conocía de memoria los nombres y las dignidades de los caballeros retratados en los cuadros borrosos de la galería y en los álbumes de fotos que sólo él se ocupaba de exhumar en los anaqueles de la biblioteca, mostrándole solemnes antepasados de los que Minaya no había oído hablar nunca, porque el rostro más antiguo que podía reconocer era el de su abuela Cristina.

– Debía usted haber conocido a doña Elvira cuando yo la conocí. Era una dama, amigo mío, tan alta como Manuel, tan elegante, una señora. La muerte de su marido fue un golpe terrible para ella, pero la hubiera superado de no haber sido por las cosas que ocurrieron más tarde. Me parece verla el día en que volvió Manuel del hospital, convaleciente de aquella herida gravísima y dispuesto a casarse con Mariana. Porque, como decía ella, una cosa era que su hijo fuera republicano, y hasta un poco socialista, y otra muy distinta verlo casado con aquella mujer, después de abandonar a su novia de toda la vida. Recuerdo que doña Elvira estaba en pie, en la puerta de la biblioteca, enlutada, y que cuando Mariana le ofreció su mano ella se dio media vuelta y se retiró a sus habitaciones sin decir una sola palabra.

Los ojos muy abiertos, pensó Minaya, firmes los labios y los ojos rasgados y fijos en el agravio como quedarían después, inmóviles, en el tiempo sin horas de la fotografía nupcial, en la persistencia ciega de las cosas que ella miró y tuvo en sus manos y rozó con su cuerpo y del aire donde habitó su perfume. Era el vino, sospechó al levantarse y estrechar de nuevo la mano de Utrera, que se quedó blanda y muerta en la suya mientras el viejo reiteraba el placer de haberlo conocido y le pedía disculpas y lo invitaba a visitar cualquier día su estudio, era el vino y la fatiga del tren y el letargo del baño y todo envuelto o desdibujado por la extrañeza de la casa, pero mientras subía las escaleras y doblaba las esquinas en sombras de la galería tuvo de pronto la certeza física de que Jacinto Solana, el nombre escrito al pie de los versos que guardaba en su habitación, había verdaderamente existido y respirado el mismo aire y pisado las mismas baldosas que ahora él pisaba como en sueños sabiendo que al cabo de unos pasos iba a llegar al gabinete donde estaban esperando desde mucho antes de que él naciera los ojos de Mariana, para mirarlo a él exactamente igual que miraron a Solana y al mundo en 1937. Fumó tendido en la cama, frente a un techo de guirnaldas pintadas que ya no se parecía a ningún recuerdo, y luego, en la exaltación vacía del alcohol y el insomnio, abrió el balcón y siguió fumando con los codos apoyados en la baranda de mármol, frente a las copas de las acacias y los tejados y las torres de Mágina sumergidos en la húmeda oscuridad, en la noche invitadora y temible que recibe siempre a las viajeros en las ciudades extrañas. Oyó la puerta de la calle cerrándose con pesada resonancia, y al cabo de un instante, cuando dieron las once en la plaza del general Orduña, en la biblioteca, en el gabinete, vio a Inés que cruzaba bajo las acacias y se perdía en la boca de sombra de un callejón, con el pelo suelto y un andar más vivo que el que tenía en la casa, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de un abrigo demasiado corto para la noche cruda de enero.

Tal vez ahora, en la estación, cuando recuerda y niega y quiere embridarse la voluntad y el deseo para que sólo le ofrezcan ante sí el necesario futuro de la deserción, la partida y el tren y los ojos vengativamente cerrados, querrá percibir la duración del tiempo que ha pasado en Mágina y el orden en que sucedieron las cosas y descubrirá que no sabe o no puede, que no concuerda el tiempo exacto de los calendarios con el de su memoria, que han pasado dos meses y treinta años y varias vidas enteras sin que él pueda asignarles vínculos de sucesión o de causa. Ahora recuerda y se asombra de la rapidez con que la casa adquirió sus actos de recién llegado para convertirlos en costumbres, y no sabe precisar el día en que por primera vez deseó a Inés ni cuándo fue atrapado irremediablemente por la biografía de Jacinto Solana, aun antes de encontrar sus manuscritos escondidos y de visitar «La Isla de Cuba» y el paisaje donde lo mataron y la plaza donde nació y vivió hasta los veinte años. No recuerda fechas, sino sensaciones tan largamente moduladas como pasajes musicales, tranquilos hábitos sostenidos en el desasosiego de esperar a Inés o de internarse después de la medianoche en habitaciones donde buscaba señales y manuscritos temiendo que lo sorprendieran.

Fuera de la casa, de ese presente en el que se había instalado como quien cierra por dentro una habitación para sentarse sosegadamente junto al fuego y no siente el frío ni escucha la lluvia ni las campanadas del reloj, absorto en la lectura de un libro, casi no existía la ciudad, y menos aún Madrid, ni el mediocre pasado. Al llegar la había cruzado sin reconocerla, tras las ventanillas de un taxi, primero los descampados de la estación y la avenida de tilos con las ramas desnudas y levantadas contra un vasto cielo gris que se ceñía como niebla al límite de la llanura donde apuntaban las torres de las iglesias. Pero no era ésa la ciudad que él recordaba y esa luz de invierno no le pertenecía, sino la exaltada luz sobre muros de cal y dinteles de piedra color arena, la que fluía del túnel de sombra de los portales y se remansaba al fondo, como en umbrías lagunas, en los patios emparrados de Mágina, cuando en la primera hora de la mañana una mujer, su madre, abría la puerta y todas las ventanas y barría el empedrado rociándolo luego hasta que subía de él un olor de piedra húmeda y tierra mojada tras la tormenta. Por eso no pudo reconocer la ciudad cuando llegó y tardó tanto en no pisar sus calles como un extranjero, porque Mágina, en las tardes de invierno, se vuelve una ciudad castellana de postigos cerrados y sombríos comercios con mostradores de madera bruñida y maniquíes mustias en los escaparates, ciudad de zaguanes hoscos y plazas demasiado grandes y baldías donde las estatuas soportan solas el invierno y las iglesias parecen altos buques encallados. Era otra luz la suya, dorada, fría y azul, tendiéndose desde los terraplenes de la muralla en un descenso ondulado de huertas y curvadas acequias y pequeñas casas blancas entre los granados, dilatándose en el sur hacia los olivares sin fin y la vega azulada o violeta del Guadalquivir, y ese paisaje era el mismo que luego reconocería en los manuscritos de Jacinto Solana, plano como el mundo de las cartografías antiguas y limitado por el perfil de la sierra tras la que era imposible que existiera nada. También él, Solana, había mirado de niño ese espacio de ilimitada luz y regresado a él para morir, abiertas calles de Mágina que parecía que fuesen a terminar ante el mar y terraplenes como balcones acantilados o altos miradores marítimos desde donde se asomaba a toda la claridad del mundo no violado sino por la codicia de sus pupilas y las fábulas de su imaginación.

– Su padre tenía una huerta -dijo Manuel-. Ahora está abandonada, pero desde el mirador de la muralla se pueden ver la casa y la alberca. Cada tarde, cuando salíamos de la escuela, yo bajaba con él y le ayudaba a cargar la hortaliza en la yegua blanca que tenían, para llevarla al mercado. Después cruzábamos la ciudad montados en la yegua, pero yo me bajaba algunas calles antes de llegar aquí, porque si mi madre descubría que había estado con Solana me castigaba a no salir el domingo. Mi hijo, decía, descargando fruta en el mercado, como un gañán. Mi padre, en cambio, lo miraba con una cierta simpatía, un poco distante siempre, igual que hubiera mirado al hijo de uno de sus capataces que mostrara buena disposición para estudiar, y cuando Solana se fue a Madrid llevaba una carta de recomendación para el director de El Debate escrita por mi padre, que lo conocía de los tiempos en que fue diputado. «Me gusta ese chico», solía decir, cuando mi madre no estaba cerca, «tiene ambición y se le nota en los ojos que sabe lo que quiere y que está dispuesto a todo para conseguirlo». Yo he sospechado siempre que esas palabras no eran un elogio para Solana, sino un reproche contra mí.

Ese era otro de los hábitos que no sabe cuándo comenzó, porque le parece ahora que ha durado muchos meses o toda la vida y que es imposible que Manuel esté muerto y que ya no vuelva a conversar con él cada tarde en la biblioteca, cuando Inés entraba con la bandeja del café y fumaban cigarrillos ingleses de espaldas a la ventana donde se iba amortiguando la luz hasta que sólo los alumbraba la claridad del fuego, interrumpidos a veces por la llegada de Medina, que venía a examinar a Manuel con su maletín de médico y sus recetas inútiles y reprobaba el café y el tabaco y la costumbre absurda de estar siempre conversando sobre los muertos, sobre Jacinto Solana, de quien una vez le dijo a Minaya que no había sido otra cosa que un adúltero tímido, riéndose luego con sus carcajadas de médico libertino, adicto a la higiene y a lo que él llamaba la fisiología del amor.

– No sé si usted se da cuenta, joven, pero su presencia en esta casa está siendo tan benéfica para su tío como los baños de mar. En mi condición de médico me permito rogarle que no se vaya todavía. Miro a Manuel y no lo conozco. En cualquier tarde que pasa con usted habla más de lo que ha hablado conmigo en los últimos veinte años, lo cual tampoco es mucho mérito, porque usted es joven y educado y sabe escuchar, y yo casi nunca logro callarme. ¿Cómo va ese libro suyo sobre Solana?

Dijo Inés que era como si Manuel hubiera vuelto a su propia casa, como si al verla de nuevo advirtiera asombrado y culpable los signos de la decadencia en que la había sumido su abandono. Impuso de nuevo horarios fijos para las comidas, se encargaba cada mañana de consultar las compras del día con Amalia y Teresa e incluso renovó las reservas de vino de la bodega, encontrando en esas ocupaciones olvidadas durante tantos años un placer que a él mismo le sorprendía. Cada mañana, puntualmente, antes de recluirse en el palomar, bajaba a desayunar con su sobrino, y alguna vez las conversaciones de la tarde se prolongaron en lentos paseos por los miradores de la muralla, desde donde Manuel señalaba con su bastón el camino blanco que iba hacia la huerta del padre de Solana, la casa con el tejado hundido, la alberca cegada por la maleza. Un día, como si hubiera adivinado que su hospitalidad se estaba convirtiendo en una deuda para Minaya, le pidió que no se marchara aún, que le ayudara a ordenar los libros de la biblioteca, abandonados durante treinta años a un copioso desorden, ofreciéndole así una justificación no del todo humillante para su permanencia en la casa. No era preciso que abandonara su tesis sobre Solana, le dijo, podía trabajar en ella unas horas al día y dedicarse luego, tal vez por las tardes, a redactar un catálogo de los libros y acaso también de los muebles y los cuadros valiosos que ahora estaban repartidos sin orden por habitaciones y desvanes. «Serás mi bibliotecario» le explicó, sonriendo, como si solicitara un favor que no estaba seguro de obtener, sin atreverse aún a proponerle un salario, temiendo siempre ofender. Ese trabajo, de proporciones que muy pronto se le revelaron desalentadoras, tuvo la virtud de serenar singularmente a Minaya, porque le ofrecía un nuevo plazo de límites tan lejanos que ya no le daba miedo imaginar su partida. Hacia las diez de la mañana entraba en la biblioteca y emprendía el trabajo con una pasión silenciosa y constante, alimentada en igual medida por la soledad y la quietud de los libros y por la luz tensa y dorada que venía desde la plaza donde sonaba siempre el agua ascendiendo más alta que las acacias y derramándose luego sobre el brocal de la fuente. Cuando los ojos se le fatigaban de tanto escribir en las tarjetas del fichero con una letra muy pequeña y voluntariamente minuciosa que le había hecho descubrir los placeres sosegados de la caligrafía, Minaya dejaba la pluma en suspenso y encendía un cigarrillo y se quedaba mirando la celosía blanca de las ventanas, el cuadriculado y breve paisaje de las acacias y los setos por donde pasaba una figura femenina que algunas veces era Inés, regresada de su otra vida, dispuesta a entrar en la biblioteca y a soliviantar con su perfume el sereno olor de los libros, a cuyo cuidado se acogía Minaya para fingir que no la estaba mirando.

Desde más arriba, desde las ventanas circulares del último piso, Jacinto Solana había contemplado la plaza en el invierno de 1947, la noche quieta como un pozo en la que sólo estaba encendida la luz insomne del refugio que Manuel le había preparado y que no le bastó para concluir su libro ni para escapar a la persecución de sus verdugos. La cama de hierro con el somier desnudo, vio Minaya, la mesa junto a la ventana donde estuvo la máquina de escribir, los cajones vacíos que alguna vez contuvieron la pluma y las hojas en blanco o escritas con la misma letra avariciosa y casi indescifrable que trazó en el reverso del retrato de Mariana las palabras veladas y precisas como un augurio de su Invitación. Al otro lado de las ventanas circulares y de los balcones con celosía estaba la misma ciudad que miraron sus ojos y que había permanecido en su memoria como un paraíso vengativo durante los dos últimos años de la guerra y los ocho años que pasó en la cárcel esperando primero la muerte y luego la libertad tan remota que ya no sabía imaginarla. Mágina, detenida y alta en la proa de una colina demasiado lejos del Guadalquivir, tan hermosa como una cualquiera de sus estatuas de mármol, como las cariátides de color de arena, con un pecho desnudo, que sostienen en las fachadas de los palacios los escudos de quienes las legaron a la ciudad como una herencia inútil, inmerecida y pagana. Disuelta en la ciudad, contenida en ella como un delgado caudal que transcurría invisible y casi nunca llegaba a rozar del todo su conciencia, estaba la vida primera de Minaya, pero había una zona de bruma más allá de los territorios finales de su memoria que sin solución de continuidad se iba confundiendo con la de Jacinto Solana. Lo sentía en la casa, igual que llegó a sentir la cercanía de Inés antes de que su oído o sus ojos se la anunciaran, lo adivinaba atento al otro lado de las cosas, presenciándolo todo con la misma indolencia renegada o irónica que había en su mirada la mañana que le hicieron la foto de la biblioteca. Porque estaba en la ciudad y en la casa y en los paisajes de tejados o colinas azules que las circundaban, pero sobre todo en la biblioteca, en las dedicatorias de los libros que enviaba a Manuel desde Madrid y que a veces surgían ante Minaya como una advertencia de que él. Solana, seguía presente allí, no sólo en el recuerdo o en la imaginación de los vivos, sino también en el espacio y la materia que lo habían sobrevivido, tan perdurable y tenue como la huella fosilizada de un animal o de la hoja de un árbol que ya no existen en el mundo.

– Si vieras -dijo Manuel- la expresión de sus ojos cuando entró por primera vez en la biblioteca. Mi madre había ido a pasar unos días en «La Isla de Cuba» y mi padre estaba en Madrid, en el Congreso de los Diputados, y durante una semana la casa entera fue para nosotros. Teníamos once o doce años, y Solana, al entrar en el patio, se quedó muy quieto y callado, como si le diera miedo seguir avanzando. Esto es como una iglesia, me dijo, pero en realidad no era la casa lo que le interesaba, sino el lugar de donde salían los libros que yo le dejaba a escondidas de mi madre, y que él leía con una rapidez que a mí siempre me desconcertó, porque lo hacía de noche y a la luz de una vela, cuando sus padres se acostaban. En su casa había un solo libro. Se llamaba, me acuerdo, Rosa María o la Flor de los amores, un folletín en tres volúmenes que Solana leyó a los diez años y por el que guardó siempre una especie de gratitud. «Qué más quisiera yo que escribir algo parecido a esas dos mil páginas de infortunios» me decía. Entró en la biblioteca como si se internara en la cueva de un tesoro, y no se atrevía a tocar los libros, sólo los miraba, o les pasaba la mano delicadamente, como si acariciara a un animal.

Los labios apretados, la rabia oscura y el odio lúcido y precoz contra la vida que le negaba esa casa y esa biblioteca, la voluntad de rebelarse contra todo y huir de Mágina y de su padre y de las dos hectáreas de tierra y del porvenir en que su padre quería confinarlo. No era el amor a los libros lo que le hizo apretar los puños y emboscarse en el silencio en medio del salón que olía a cuero y a madera barnizada, sino la conciencia de la sucia escasez en que había nacido y de la fatiga animal del trabajo al que se sabía condenado. Los libros, como el brillo opaco de los muebles y las lámparas doradas y la cofia blanca y el delantal almidonado de la mujer que les sirvió el chocolate de la merienda en tazones de porcelana con dibujos de paisajes azules, eran sólo la medida o el signo de su deseo de huir para calcular muy lejos su futura venganza, apetecida y tramada cuando leía en los libros el regreso del conde de Montecristo. Manuel, alarmado por su silencio, le propuso que subiera con él a las habitaciones de arriba, pero en aquel instante Solana se había convertido en un extraño. Subió corriendo, para incitarlo a que lo siguiera, pero desde la baranda de la galería vio que Jacinto Solana estaba mirándose en el espejo del primer rellano, ajeno a él y a su voz y a todo lo que tan ansiosamente deseaba ofrecerle para no perder la amistad que por primera vez sentía en peligro desde que se conocieron. Solana miraba en el espejo su cabeza rapada y sus alpargatas de cáñamo y la chaqueta gris que había sido de su padre, señales de la afrenta contra la que sólo podía defenderse imaginando con obstinado fervor un futuro en el que sería viajero rico y misterioso e implacable con sus enemigos o corresponsal y héroe en una guerra de la que regresaría para humillar a sus pies a todos los que ahora se confabulaban contra su talento y su orgullo. Manuel no vio sus lágrimas ante el espejo ni entendió su silencio, pero medio siglo después recordaba aún con qué hostil resolución Jacinto Solana le había dicho que alguna vez también estarían en esa biblioteca los libros que él iba a escribir.

Beatus Ille, pensó Minaya, qué alta vida y oficio deseó hasta su muerte y no tuvo nunca. No estaban sus libros, pero sí, como arañazos de sombra, sus palabras y sus ojos contemplando obsesivamente desde la repisa de la chimenea el espacio de serena penumbra y volúmenes alineados que no llegó a alcanzar. Tachones o arañazos de su mala letra aparecidos de pronto en los márgenes de una novela que Minaya hojeaba por el solo placer de tocar las páginas y mirar los grabados románticos que a veces las interrumpían. Estaba catalogando los hermosos volúmenes de la primera edición francesa de los Viajes extraordinarios -el padre de Manuel, muy devoto de Verne, debió comprarlos en París hacia principios de siglo- cuando advirtió que faltaba La isla misteriosa. Inútilmente buscó el libro en todos los anaqueles y preguntó a Manuel, que no recordaba haberlo visto. Una mañana, cuando entró en la biblioteca, Inés ya estaba allí, limpiando el polvo de las estanterías y los muebles y renovando las botellas de la licorera. La isla misteriosa estaba sobre la mesa de Minaya.

– Lo he traído yo -dijo Inés-. Anoche terminé de leerlo.

– Pero está en francés -dijo Minaya, y en seguida se arrepintió de haberlo dicho, porque ella dejó a un lado el plumero y se lo quedó mirando con una expresión de burla impasible en sus ojos castaños. -Ya lo sé.

Para eludir su vergüenza, Minaya fingió un súbito interés por el trabajo y no dejó de escribir en las tarjetas del fichero hasta que Inés se marceó de la biblioteca. Así lo dejaría siempre, tantas veces, sumido en el estupor, parado al filo de una revelación que nunca lograba y asediado por el deseo no sólo de su cuerpo, sino sobre todo de lo que su cuerpo y su mirada encubrían, porque en ella las caricias y los sedientos besos y la quietud fatigada y final eran el antifaz y el cebo que la ocultaban a Minaya, de tal modo que cada límite del deseo que traspasaba con ella no era su consumación apaciguadora, sino un impulso para avanzar todavía más hondo y arrancar los velos de silencio o palabras que se imponían inagotablemente Sobre la conciencia de Inés. Pero la sensación de avanzar era del todo ilusoria, pues no se trataba de veladuras sucesivas que alguna vez terminarían en el rostro verdadero y desconocido de Inés, sino de una sola, reiterada, inmóvil, los ojos y la boca y los delgados labios que apretaba para disculparse o sonreír, la voz y el rostro que Minaya nunca lograba fijar perdurablemente en la memoria. Pasó despacio las anchas hojas amarillas de La isla misteriosa y se detuvo en el último grabado: cuando los náufragos acaban de abandonar el Nautilus, huyendo de la erupción que arrasará la isla, el capitán Nemo agoniza solo en el esplendor de su biblioteca sumergida. Había una nota manuscrita al pie del grabado, y a Minaya le costó descifrarla, porque la tinta azul estaba casi desvanecida. «11-3-47. Quién hubiera tenido el coraje de ser el capitán Nemo. Mi nombre es nadie, dice Ulises, y eso lo salva del Cíclope. JS.»

Pero entre él y las palabras escritas por Jacinto Solana, que tenían siempre la cualidad de una voz, estaba ahora Inés, burlándose de su torpeza, y el libro que ella había traído era la prueba de su ironía y su ausencia, pues Minaya se encontraba aún en ese trance en que el deseo, no revelado todavía en su tramposa plenitud, avanza como un enemigo nocturno y hace cómplices suyos a todas las cosas, que ya se convierten en emisarios o signos de la criatura que las ha tocado o a la que pertenecen. El caserón en la plaza de los Caídos, una camisa de Inés en los tendedores del jardín, su abrigo, su pañuelo rosa en el perchero, la cama y el vaso de agua en la mesa de noche de la habitación donde dormía cuando se quedaba en la casa, el sofá de cuero donde la besó por primera vez a principios de marzo, el dibujo de Orlando que cayó al suelo, interrumpiendo la fiebre mutua del abrazo con su estrépito de cristales rotos, cuando ella lo empujó con sus caderas contra la pared y lo besó en la boca con los ojos cerrados. Como si el ruido del cristal lo hubiera despertado de un sueño, Minaya abrió los ojos y vio ante sí los párpados entornados y las aletas ansiosas de la nariz de Inés, que no dejaba de besarlo. Por un momento temió que alguien hubiera entrado en la biblioteca, y se apartó de la muchacha, que aún gimió en una blanda protesta y luego abrió los ojos sonriéndole con sus labios húmedos y encendidos por el beso.

– No te preocupes. Le diré a don Manuel que el dibujo se cayó al suelo cuando lo estaba limpiando.

Al recogerlo, Minaya vio que había algo escrito en el reverso. Invitación, leyó, y era otra vez la letra minúscula, reconocida, furiosa, que unas semanas antes había encontrado en la novela de Julio Verne y que muy pronto habría de perseguir clandestinamente por los cajones más escondidos de la casa, delgado hilo de tinta y caudal no escuchado por nadie que sólo a él lo conducía, y no hacia la clave del laberinto que por entonces ya empezaba a imaginar, sino hacia la trampa que él mismo estaba tendiéndose con su indagación. Vio la mesa, el espejo, las manos sobre el papel, la pluma que iba trazando sin vacilación ni sosiego los últimos versos que escribió Jacinto Solana sin darse cuenta hasta el final de que la hoja que había usado era la misma donde dibujó Orlando el retrato de Mariana. Esa noche, cuando Minaya entró en la biblioteca después de cenar, el dibujo estaba otra vez en su sitio y tenía un cristal nuevo. Sentado frente a él, meditativo y plácido, Medina lo examinaba con el aire atento de quien sospecha una falsificación.

– Le contaré algo si me promete que va a guardar el secreto. A mí nunca me pareció que la pobre Mariana fuera tan atractiva como decían. Como decían ellos, Manuel y Solana, desde luego, aunque Solana se cuidaba mucho de decirlo en voz alta. ¿Y sabe lo que tenían los dos? Un exceso de humores seminales y de literatura, y perdóneme la crudeza. Supongo que ya le han contado que Solana también estaba enamorado de ella. Desesperadamente, y desde mucho antes que Manuel, pero con la desventaja de que ya estaba casado cuando la conoció. Píamente casado por lo civil, como buen comunista que era, cristianamente remordido por la tentación de engañar al mismo tiempo a su esposa y a su mejor amigo. ¿De verdad que su padre nunca le habló de eso?

El tiempo en Mágina gira en torno a un reloj y a una estatua. El reloj en la torre de la muralla levantada por los árabes y la estatua de bronce del general Orduña, que tiene los hombros amarillos de herrumbre y huellas de palomas y nueve agujeros de bala en la cabeza y en el pecho. Cuando Minaya no ha conciliado el sueño y se revuelve en la ardua duración del insomnio, viene a rescatarlo el gran reloj de la torre que da las tres en la plaza vacía del general Orduña, donde los taxistas se adormecen tendidos en los asientos traseros de sus automóviles y un guardia sentado en el zaguán de la comisaría vigila aburridamente la puerta con los codos en las rodillas y la gorra de plato caída sobre la cara, y tal vez se sobresalta, incorporándose, cuando oye sobre su cabeza las campanadas que luego, como una resonancia más lejana y metálica, se repiten en la torre del Salvador, cuya cúpula bulbosa y de color de plomo se divisa sobre los tejados de la plaza de los Caídos, donde vive Inés. Hay entonces casi medio minuto de silencio y tiempo suspendido que concluye cuando dan las tres ya dentro de la casa, pero muy remotas todavía, en el reloj de la biblioteca, y en seguida, como si la hora fuera acercándose a Mina-ya, subiendo con pasos inaudibles las escaleras desiertas y deslizándose por el corredor ajedrezado de la galería, las tres campanadas suenan a un paso de su dormitorio, en el reloj del gabinete, y así toda la ciudad y la casa entera y la conciencia de quien no puede dormir terminan por confundirse en una única trama sumergida y bifronte, tiempo y espacio o pasado y futuro enlazados por un presente vacío, y sin embargo mesurable: ocupa, exactamente, los segundos que transcurren entre la primera campanada de la torre del general Orduña y la última que ha sonado en el gabinete.

Anchas torres coronadas de maleza, agigantadas por la soledad y la sombra, como cíclopes cuyo único ojo es el reloj que nunca duerme, vigía que avisa a todos los condenados a la lucidez sin tregua y los une en una oscura fraternidad. Enfermos socavados por el dolor, enamorados que no duermen para no desertar de una mutua memoria, asesinos que sueñan o recuerdan un crimen, amantes que han abandonado el lecho donde duerme otro cuerpo y fuman desnudos junto a los visillos estremecidos por el aire de la noche. Pero éste puede ser el último de todos los insomnios y desemboca en la muerte, y soportarlo es como caminar de noche por la última calle de una ciudad sin luz y descubrir de pronto que se ha llegado a la llanura baldía más allá de las casas.

Los frascos alineados sobre la mesa de noche, al alcance de la mano, como el vaso de agua y los cigarrillos, las cápsulas rosas y blancas, azules y blancas, azules y amarillas, delicados tonos pastel para suministrar la mínima muerte metódica que contiene cada una de ellas. Desleídos azules, amarillos, rosas, como en los últimos bocetos de Orlando, aquellas acuarelas de Mágina vista desde el sur, desde la explanada de «La Isla de Cuba», en las que la sensación de lejanía -un largo perfil de tejados y torres y casas blancas tendido sobre la cima del cerro hacia el que ascienden las hiladas grises de los olivos y el verde pálido de los trigales- era también el indicio de su distancia en el tiempo, pues no fueron pintadas la víspera de la boda, sino en el último invierno de la guerra y en una casa de Madrid medio derribada por las bombas en cuyos corredores y habitaciones con las ventanas tapiadas nunca entró una luz como la que Orlando había presenciado en Mágina en la primavera de 1937.

Entonces la plaza del general Orduña había perdido no sólo la estatua de bronce sino también el nombre escrito en las lápidas de las esquinas. Durante tres años, y hasta el día en que el general regresó de los muladares oscilando como un auriga impávido y borracho sobre la caja de un camión y custodiado por una doble fila de guardias civiles y soldados moros a caballo, se llamó plaza de la República, pero nadie usó nunca ese nombre para referirse a ella, y menos aún el del general Orduña. Era, para los habitantes de Mágina, la plaza vieja o simplemente la Plaza, y la estatua del general pertenecía a ella porque había ingresado en el orden natural de las cosas, igual que la torre del reloj y las palomas grises y los soportales donde los hombres se agrupan en las mañanas invernales de lluvia o en los atardeceres de domingo con las manos en los bolsillos de sus anchos trajes oscuros, el pelo crespo húmedo de brillantina y los cigarrillos colgados de la boca. Los grandes taxis negros como carrozas funerales se alinean bajo los árboles a un costado de la glorieta central, frente a la torre del reloj y el edificio de la comisaría. Los taxistas conversan o fuman apoyándose en los capós abombados, como acogiéndose en el tedio a la protección de la estatua del general, que los ignora, quieto y alerta en el centro de la plaza. «Uno de los hijos más preclaros de Mágina, familia nuestra, me parece», recuerda Minaya que lo decía su padre, llevándolo de la mano en cualquier domingo del olvido, después de la misa de once en el Salvador y la visita a la confitería donde con gesto magnánimo le dio una moneda para que sacara un caramelo de la gran esfera de cristal que relucía en la penumbra, manchada por la luz de la calle. Una bandada de palomas levanta bruscamente el vuelo a los pies de Minaya y va a posarse en la cabeza y en los hombros del general, y una de ellas picotea el agujero que una bala vengativa y precisa le abrió en el ojo izquierdo. Al excelentísimo señor don Juan Manuel Orduña y León de Salazar, héroe de la playa de Ixdain, Mágina, agradecida, MCMXXV, leía en voz alta su padre, y Minaya recuerda que le daba miedo contemplar la altura de la estatua y los agujeros de las balas que se habían hincado en su cabeza y su pecho y le otorgaban la apariencia de los muertos vivientes de las películas de terror. Rígido, como ellos, invulnerable a los disparos y mirando con un solo ojo no más obstinado y temible que la otra cuenca vacía, el general oscilaba sobre su peana de mármol y todo su tamaño de golem parecía que gravitara sobre Minaya. Tiene en la mano derecha unos prismáticos de bronce, y en la izquierda, adherida a la alta caña de las botas con espuelas, una fusta o un sable que hace ademán de levantar;. Indiferente a las palomas y al olvido, el general tiene su único ojo clavado en el sur, en la calle recta que baja desde la plaza, costeando las ruinas de la muralla, hasta los terraplenes de los vertederos y las huertas y el lejano azul de Sierra Mágina, como si allí, en ese alzado horizonte que tiene en los días de lluvia la bruma cárdena del Guadarrama de Velázquez, vislumbrara un objetivo militar ya inalcanzable, una columna de humo blanco que descifrará con los prismáticos antes de levantar la fusta o el sable y de gritar una temeraria orden de heroísmo.

– Son balazos, hijo mío -dijo su padre, solemne y pedagógico-. Como no podían fusilar al general Orduña, porque ya estaba muerto, fusilaron la estatua, los muy imbéciles.

Llegaron en desordenada formación de monos azules y alpargatas, con guerreras sin abrochar sobre las camisas blancas, con pantalones militares atados con una cuerda a la cintura y gorros de miliciano y cascos ladeados o caídos sobre la nuca. Traían viejos mosquetones de la guerra de Cuba y máuseres robados en el asalto al cuartel de la guardia civil, y algunos, sobre todo las mujeres, no agitaban otras armas que sus puños alzados y sus voces que repetían un himno libertario. Alguien gritó silencio y los hombres mejor armados se alinearon frente a la estatua, echándose a la cara los mosquetones. Había caído sobre la plaza entera y sobre la multitud que aguardaba en los soportales un silencio como de ejecución. El primer disparo acertó al general Orduña en la frente, y su estampido hizo huir a todas las palomas, que volaron despavoridas hacia los aleros y se extraviaban en el aire cada vez que sonaba una descarga recibida por la multitud con un vasto y único grito. Cuando callaron los fusiles, un hombre que llevaba una larga soga de cáñamo se abrió paso entre el pelotón y lanzó un dogal certero a la cabeza nueve veces horadada de la estatua, reclamando la ayuda de los otros que se terciaron los fusiles y se unieron a su esfuerzo para derribar la efigie del general. Tensa la soga, cerrado el nudo áspero alrededor del torso hueco, que había retumbado al recibir las balas como una gran campana herida, el general Orduña se balanceó muy despacio, todavía vertical y no del todo humillado, y luego osciló y rodó por fin con estruendo de bronce arrastrando en su lenta caída el pedestal de mármol qué se deshizo en esquirlas sobre las losas de la plaza. Ajustaron el nudo corredizo al cuello de la estatua y la arrastraron rebotando sobre los adoquines de la ciudad hasta despeñarla en el precipicio de los muladares. Tres años después, una brigada municipal anduvo una semana entera buscándola entre la basura y los escombros, y antes de levantar al general Orduña sobre una nueva peana, hombres de bata blanca venidos desde Madrid -en Mágina los llamaron en seguida médicos de estatuas- corrigieron las abolladuras y limpiaron el bronce, pero a nadie se le ocurrió tapar los agujeros que salpicaban como cicatrices la frente, los ojos, la boca firme, el cuello altivo y el pecho blindado de medallas del general. El mismo día en que volvió a erigirse su estatua sobre el basamento vacío durante tres años sonaron de nuevo las campanas en el reloj de la torre, porque los hombres que derribaron al general habían disparado también contra su esfera blanca, cuyas agujas inmóviles marcaron así la hora justa en que rodó la estatua y en que Mágina ingresó en el tiempo exaltado y voraz de la guerra.

«Eso fue lo primero que debió advertir cuando llegó a la ciudad después de diez años», piensa Minaya en la plaza, escribe luego, esa noche, en el cuaderno de notas que Inés puntualmente abre y examina cada mañana, cuando entra a limpiar su dormitorio, «y lo que le dio la medida de la derrota y de su condena, que no había terminado al salir de la cárcel: no sólo la bandera roja y amarilla que colgaba ahora en el balcón de la comisaría, sino también la estatua regresada y el reloj que únicamente volvió a señalar las horas cuando la ciudad fue vencida». Como Solana, imaginando lo que él hizo o temió, rehuye las calles transitadas y baja hacia la muralla del sur por callejones empedrados y de tapias blancas que conducen a plazas íntimas con palacios abandonados del siglo XVI y altos álamos estremecidos por los pájaros, a esa oculta plaza de San Lorenzo donde está la casa en la que nació y vivió Jacinto Solana y ante cuya puerta se detuvo en un amanecer de enero de 1947. Desde las puertas entornadas, desde las ventanas abiertas por las que llega a la plaza la música de una novela de la radio, mujeres atentas miran a Minaya, se interrogan entre sí señalando al extranjero, que está parado bajo los álamos y mira uno por uno todos los portales, como si buscara a alguien o anduviera perdido en la ciudad. Así lo miraron a él cuando llegó, y tal vez no lo reconocieron porque estaba enfermo y envejecido y habían pasado diez años desde la última vez que lo vieron en Mágina. Así, lento el paso y la cabeza baja, llegó a la casa de su padre y vio la puerta y los balcones cerrados que nadie abrió cuando sonaron sus golpes en el llamador. El número tres, dijo Manuel, la casa del rincón, la que tiene sobre el dintel un escudo con la cruz de Santiago y una media luna. La casa de hondos corrales y graneros donde él se escondía tras los sacos de trigo para leer los libros que le dejaba Manuel, que tenían, como la biblioteca, ese olor profundo a tiempo sosegado y a dinero que lo aislaba de su propia vida y de los gritos de su padre llamándolo desde el portal para que bajara a limpiar la cuadra o a echar el pienso a los animales. En su casa no existía el dorado prodigio de la luz eléctrica, y cuando sus padres subían a acostarse llevaban consigo el quinqué cuya claridad amarilla y grasienta oscilaba entre sus voces dormidas y prolongaba sus sombras en el hueco de la escalera, y él se quedaba solo en la cocina, alumbrado por las ascuas del fuego y la vela que encendía para seguir leyendo las aventuras del capitán Grant o de Henry Morton Stanley o los viajes de Burton y Speke a las fuentes del Nilo hasta que sus ojos se cerraban. A tientas subía a su habitación y desde la cama escuchaba la tos y los ronquidos de su padre, que caía en el sueño con la misma resolución brutal con que se entregaba al trabajo, y apenas se había dormido hundiéndose en el colchón de hojas de maíz como en un lecho de arena, cuando ya su padre golpeaba la puerta y lo llamaba porque iba a amanecer y era preciso levantarse y aparejar a la yegua blanca y llevarla a la huerta por el camino que se iniciaba en la puerta gótica de la muralla. Se ataba a la espalda la cartera y ya era pleno día cuando regresaba a la ciudad corriendo por las veredas de los terraplenes para llegar a tiempo a la escuela, donde Manuel, rubio y limpio y recién levantado, lo esperaba para copiar los deberes de composición y aritmética de su cuaderno.

Qué extraña lógica de la memoria y del dolor conspira silenciosamente para volver paraíso la cárcel de otro tiempo: temblaba de gratitud y ternura cuando dobló la esquina de la plaza y vio los álamos y los portales reconocidos, leales al recuerdo, y el aire iluminado que empezaba a ser azul sobre la espadaña de San Lorenzo, alta y trepada por la hiedra. Por un momento, mientras caminaba hacia la casa reconociendo hasta las irregularidades del suelo, pensó que toda su vida había sido una larga equivocación, y que no debiera haber abandonado nunca el espacio de esa serena luz que ahora lo recibía como a un extranjero. Era el tiempo de recoger la aceituna, y un hombre a quien tardó en reconocer cargaba sacos vacíos y largas varas de brezo para sacudir los olivos en un mulo atado a la reja de la ventana.

– Cómo no me voy a acordar de él, si nos criamos juntos -dice el hombre a Minaya, y se ahoga y tose sin quitarse de la boca el cigarro empapado de saliva, sentado al sol en un sillón de mimbre que cruje bajo su cuerpo grande y derribado-. Pero él se fue a Matío enfermo o paralítico al fondo de un patio de vecindad desde cuya ventana más alta el hombre inmóvil aguarda todas las noches a que ella vuelva.

Porque no sabe renunciar a la costumbre de esperarla, Minaya se demora en la plaza de los Caídos, mirando alguna vez, como un espía celoso, la puerta y los balcones cerrados donde es posible que ella surja. El monumento de Utrera relumbra en la media tarde como un gran bloque de mármol contra el telón umbrío de los cipreses. «Un año entero de trabajo, muchacho, mis manos, estas manos, acababan ensangrentadas cada noche, de pelear con el granito. Fue como la lucha de Jacob contra el Ángel, pero dígame si el Arte, el gran Arte, no consiste siempre en eso.» Como agobiado bajo sus alas minerales, el Ángel se inclina hacia el Caído y hace ademán de levantarlo del altar de piedra donde yace su espada, pero el blanco cuerpo desnudo se le derrama entre los brazos y tiene el rostro vuelto hacia la pared, hacia la alta lápida donde está esculpida la cruz con los nombres de los caídos de Mágina, de tal modo que es muy difícil ver sus rasgos. «Porque Utrera quiso que nadie o casi nadie los viera», escribió Minaya en su cuaderno de notas, «porque quería que sólo un número muy limitado de espectadores, o acaso ninguno, pudiera llegar a descubrir su obra más perfecta, y mantenerla así públicamente secreta, tesoro de una extraña avaricia».

Una noche en que se había apostado en la plaza de los Caídos para buscar a Inés, porque hacía una semana que ella no iba a la casa, Minaya escuchó tras él el rumor de un cuerpo que se movía entre los jardines y vio la luz de una pequeña linterna manejada por alguien que parecía esconderse al otro lado de las estatuas. Me está siguiendo, pensó, recobrando de golpe el miedo de sus últimos días en Madrid, pero Utrera estaba demasiado borracho para reconocerlo en la oscuridad y ni siquiera lo había visto. Buscaba algo entre el pedestal y los cipreses, maldiciendo en voz baja, y cuando oyó a Minaya y se volvió para alumbrarlo no supo qué decir, y se quedó parado frente a él, con la linterna en la mano y la boca abierta y una somnolencia de alcohol que le enturbiaba los ojos.

– Se me cayó el reloj. Tropecé con un árbol y se me cayó el reloj en ese jardín. Un recuerdo de familia. Gracias a Dios, ya lo he encontrado. ¿Será usted tan amable de acompañarme a casa?

Minaya tuvo la intolerable certeza de que tampoco vería a Inés esa noche, ni mañana, tal vez, y de que seguir esperándola no era un modo de acuciar al destino para que ella apareciera.

– Amigo mío, mi joven amigo y lazarillo -dijo Utrera, que aceptaba su propia torpeza de borracho y el brazo firme de Minaya como un aristócrata que se resignara a la ruina sin perder por eso el orgullo de su linaje-. A usted no hay forma de engañarlo. ¿Se ha fijado bien en mi monumento? Ahí está la firma, espere que la alumbre con la linterna: E. Utrera, 1954. ¿Ha visto ya todas mis obras en las iglesias de Mágina? Pues hágame el favor de no ir a verlas. A ver si viene otra guerra y las queman todas y empiezan luego a hacerme encargos otra vez. ¿Usted cree que esos estudiantes que andan armando motines en Madrid quemarán alguna iglesia?

Pero tal vez Minaya no habría averiguado nunca lo que Utrera estaba buscando esa noche con la linterna encendida si Inés no llega a descubrírselo. Era domingo por la tarde y él la esperaba en la plaza, atento al reloj y a los minutos lentísimos que faltaban para que ella viniera con el pelo suelto y perfumado y los zapatos azules y el vestido blanco o amarillo que sólo se ponía los domingos para salir con él y que era para Minaya, como la luz de la tarde y el olor de las acacias, un atributo de la felicidad. Como un adolescente que acude a su primera cita se miraba en los cristales de los coches aparcados para comprobar que la raya en el pelo permanecía intacta y fumaba sin sosiego mirando la puerta de la casa donde ella iba a surgir como un regalo inmerecido, caminando luego hacia él entre los cipreses con una leve sonrisa en la mirada y en los labios. Pero esa tarde no la vio venir, y cuando oyó su voz Inés ya estaba a su lado, rozándole la mano con un gesto casual y preciso como una contraseña, la misma que algunas noches usaba en el comedor para decirle secretamente que cuando todos se acostaran ella estaría esperándolo, desnuda y clara en la oscuridad de su dormitorio y atenta a oír en el silencio sus pasos cautelosos. «¿Te gusta?» le preguntó Inés, señalándole el monumento de Utrera. Minaya se encogió de hombros y quiso besarla, pero ella eludió sus labios y tomándolo de la mano le hizo dar la vuelta al pedestal de la estatua.

– Quiero enseñarte una cosa -dijo, sonriendo, como si lo invitara a un juego misterioso, y le pidió que se fijara en el rostro del Caído, que estaba oculto entre las piernas del Ángel-. Me di cuenta una vez que me oculté aquí jugando al escondite.

El héroe caído tiene un cuerpo de duras aristas muy poco cinceladas, pero su rostro, que no se puede ver de frente, que sólo puede descubrirse desde un punto de vista único y muy difícil, situado tras el pedestal, muestra los rasgos indudables de una mujer, y parece esculpido por otra mano. La nariz recta, los delicados pómulos con lisura de mármol, los labios entreabiertos, los ojos rasgados que están a punto de cerrarse y la gracia como dormida del pelo deslizándose sobre un lado de la cara.

– Es como si acabara de dormirse -dijo Minaya, siguiendo con el dedo índice la línea de los labios, que sugería una sonrisa no del todo desconocida para su memoria-, como si se hubiera caído en sueños para dormir de cara a la pared.

Fue entonces cuando Inés le señaló el círculo más oscuro y levemente rehundido que la muchacha tenía en la mitad de la frente.

– No está dormida. Le han pegado un tiro en la cabeza y está muerta.

Fascinación de las puertas entornadas o cerradas, como los ojos de esa estatua que tiene el cuerpo de un hombre y el rostro secreto de una mujer, como el cuerpo de Inés antes de los primeros besos, siempre, cuando se vuelve otra y ya es inalcanzable para las palabras o las caricias que la rozan como si rozaran la tersura inerte de una estatua, inmune a la silenciosa súplica y a la silenciosa desesperación. Hay en la casa hospitalarias puertas entornadas que invitan a adentrarse en las estancias sucesivas de la memoria, pero hay también, y Minaya lo sabe, cobarde o ávidamente lo adivina, puertas cerradas que no le está permitido vulnerar y cuya existencia se le esconde o niega, como a un hombre que cruza los salones vacíos de un palacio barroco y descubre que la puerta que pretendía cruzar está pintada en el muro o repetida en un espejo. La casa es tan grande que sus habitantes, también Minaya, se pierden o son borrados por ella, y si cada uno se recluye en un espacio preciso y casi nunca abandonado no es porque deseen o hayan elegido la soledad, sino porque se han rendido a su presencia poderosa y vacía, que va ocupando una por una todas las habitaciones y la longitud de todos los pasillos. Anota cada noche Minaya, enumera en su bloc: Utrera tallando improbables santos románicos en su taller, al fondo de la casa, tras el jardín; Amalia y Teresa en la cocina o en el lavadero, en las habitaciones oscuras de lo que en otro tiempo se llamó zona de servicio; Manuel encerrado durante toda la mañana en el palomar, fumando silenciosamente junto al fuego, en la biblioteca, cuando Minaya no está; doña Elvira inclinada con su lupa sobre las páginas sal ¡nadas de una revista del corazón corno sobre una caja con insectos, o tocando el piano ante el televisor que nunca mira. Náufragos, escribe Minaya, en una ciudad que ya es en sí misma y desde hace tres siglos un naufragio inmóvil, como un galeón de alta arboladura barroca arrojado a la cima de su colina por alguna antigua catástrofe del mar. Dice Medina, incrédulo erudito local, que Mágina fue primero el nombre de una apacible ciudad de mercaderes y umbrosas villas romanas tendidas en la llanura del Guadalquivir, y alguna vez el arado o el pico de los arqueólogos destierra en aquella rivera cenagosa una piedra de molino o la estatua decapitada de una divinidad púnica o íbera, pero la otra Mágina, la amurallada y alta, no fue edificada para la felicidad o la vida que fecundaban las aguas del río y la diosa sin advocación ni rostro, sino para defender una frontera militar, primero de los ejércitos cristianos y luego de los árabes que subieron desde el sur para reconquistarla y fueron vencidos junto a la muralla que ellos mismos levantaron y en una de cuyas torres más altas está ahora el reloj que mide los días de Mágina y la duración de su decadencia y su orgullo. Pues fue el orgullo, y no la prosperidad, quien edificó las iglesias con bajorrelieves de dioses paganos y combates de centauros y los palacios con patios de columnas blancas traídas de Italia, como sus arquitectos, en los tiempos ya mitológicos en que un hombre de Mágina era secretario del emperador Carlos V. Dictamen de Orlando en la plaza de Santa María, ante el palacio de aquel Vázquez de Molina que administró la hacienda de Felipe II: «Lo que más me gusta de esta ciudad es que su belleza es absolutamente inexplicable e inútil, como la de un cuerpo que uno encuentra al doblar una calle.» Ahora aquellos palacios están abandonados; son casas de vecinos, y algunas quedan, como un telón pintado, la alta fachada y las ventanas vacías que descubren un solar de escombros y columnas caídas entre los jaramagos, pero la casa blanca en la plaza de San Pedro no se parece a ninguno de ellos, porque fue levantada más de doscientos años después de que el antiguo orgullo de Mágina se extinguiera para siempre. La balaustrada de mármol que corona su fachada y los muros del jardín y las guirnaldas esculpidas en estuco blanco sobre los blancos de los balcones le dan un aire entre francés y colonial, como una serena extravagancia. En 1884, el abuelo de Manuel, don Apolonio Santos, que había sido, dicen, en su juventud, dorador de retablos, y se había marchado de la ciudad sin despedirse de nadie después de ganar doscientos duros de plata en el Casino, volvió de Cuba cargado de una fortuna tan bárbara como los medios que durante veinte años había. usado para conseguirla y se hizo construir la casa junto a un panteón neogótico en el cementerio de Mágina. Diez años después de su regreso, don Apolonio poseía el mejor palacio de la ciudad y había comprado ocho o diez mil olivos en su término, pero apenas le alcanzó la vida para disfrutar de su fortuna, porque unas fiebres mal curadas -y también, dijeron, el disgusto de ver casada a su hija menor con un escribiente sin porvenir- se lo llevaron a su tumba neogótica en el primer invierno del siglo.

– Así que no le hagas caso a Utrera -dijo Manuel, con esa ironía triste que usaba siempre para hablarle a Minaya de su familia- cuando te cuenta los méritos de nuestros antepasados. Todos esos cuadros del patio y de la galería se los compraba mi abuelo, tu bisabuelo, a los mismos aristócratas tronados que le vendían sus fincas.

Como avergonzándose de haber nacido donde nació y de llevar el nombre que llevaba, pero sin atreverse a descubrir del todo la vergüenza o a cultivar abiertamente el desdén, pues no ignoraba que sólo la casa y el nombre vinculado a ella lo habían salvado del fusilamiento y de la obligación del coraje, exigiéndole a cambio una pasiva lealtad que, según envejecía, dejaba de ser el límite nunca derribado y la medida exacta de la resignación y el fracaso para convertirse en una de sus costumbres. Quién era entonces el hombre de apostura altiva y casi heroica de la fotografía nupcial, el que fue ascendido a teniente por méritos de guerra después de saltar a pecho desnudo sobre una trinchera enemiga sin más auxilio que una pistola arrebatada a un cadáver y un grupo de milicianos asustados para matar a tiros a quienes disparaban contra ellos una ametralladora italiana, dónde buscó y obtuvo el valor necesario para casarse con Mariana abandonando sin el menor escrúpulo a la muchacha en cuya lánguida compañía había pasado seis años de noviazgo con la complacencia siempre en guardia de doña Elvira, que entendió como una injuria personal ese arrebato de su hijo y no se lo perdonó nunca.

– Y no sólo eso -recordaba Medina-, sino que también fue capaz de buscarse un empleo en la embajada española en París, supongo que por mediación de Solana, y lo tenía todo preparado para marcharse allí al día siguiente de su boda, imagínese, él, que se había vuelto de Granada sin terminar la carrera por no contrariar a su madre. Así que si Mariana no llega a morir como murió ahora su tío de usted sería miembro del gobierno republicano en el exilio, o algo parecido.

Muchas veces, a lo largo de los años que le fue dado sobrevivir a la lenta rendición de su voluntad, Manuel miró la fotografía de su boda sintiendo que no era él el hombre que aparecía en ella, no porque no creyera haber poseído alguna vez el brío o la locura precisos para enfrentarse a su madre y vencer el miedo que le hacía vomitar antes de un ataque en el frente, sino porque nunca había creído merecer la ciega ternura y el cuerpo ofrecido de Mariana, y miraba sus fotos y el dibujo de Orlando con la misma devoción ilimitada e incrédula y el mismo asombro con que la miró a ella y se vio a sí mismo en los espejos del dormitorio cuando al final la tuvo blanca y desnuda entre sus brazos. Fue ese Solana, declaró Mágina o esa parte de Mágina donde sobrevivía el orgullo no vencido, fue él quien lo hizo rojo y quien lo animó a enredarse con esa golfa, dijeron voces agraviadas en el salón donde aún estaban expuestas las mantelerías bordadas y la vajilla de plata que iban a ser la dote de la novia tan bruscamente abandonada, reliquias ya de su melancólico destino. Y sin decirle nada, a pesar de que ella estaba preparando el vestido de novia y mi primo lo sabía, contaba muchos años después el padre de Minaya, porque Mariana estaba muerta y la guerra que la trajo a Mágina había terminado, pero el orgullo y la imperiosa capacidad de desprecio seguían intactos, tal vez incluso ennoblecidos, como la estatua del general Orduña, por las señales del heroísmo y el oprobio.

– Y no vayas a pensar que aquella muchacha era una estantigua porque perteneciera a una de las mejores familias de Mágina, casi tan respetable como la nuestra. Pregúntale a tu madre, que la conoció bien. Claro que al final tuvo suerte y pudo resarcirse de la traición de mi primo. Casó, y muy provechosamente, con un capitán de Regulares.

Inagotable e intacto, inútil, como la luz y las estatuas de perfil griego de Mágina, el rencor es lo único que ellos salvan o que los salva del olvido y cimienta sobre la nada la pervivencia del orgullo. Cada mañana, asistida por Teresa y Amalia, que sube las escaleras muy despacio rozando los pasamanos y las paredes y llega sin aliento al último piso de la casa, doña Elvira se viste ceremoniosamente ante un espejo y se peina el pelo blanco y ondulado según la norma ya borrosa de 1930, permitiéndose a veces una gota de perfume en las muñecas y en el cuello y una leve sombra de polvos rosa en las mejillas. Cómo está mi hijo, pregunta sin mirar a nadie ni esperar que le respondan, levantando los ojos por encima de las dos mujeres que se mueven en torno suyo, porque así le enseñaron que debe dirigirse una dama a los sirvientes, recordadle a Inés que hoy es jueves y que me tiene que traer las revistas. ¿Ha llamado el administrador? Que alguien vaya a avisarle. Quiero ajustar con él las cuentas de la aceituna, antes de que se me olviden y me engañe. Vestida y perfumada como para salir a la calle, que sólo pisa en la madrugada de los viernes santos, doña Elvira contempla su propia figura tiesa en el espejo y se alisa con el dedo índice la línea borrada de las cejas.

– Teresa, cuando hayas hecho la cama riegas los geranios. ¿No te das cuenta de que se están poniendo mustios?

Frente al espejo todavía, sin volverse ni alzar la voz, doña Elvira ve a Teresa retirando las sábanas y la colcha de la gran cama conyugal en la que sigue durmiendo cuarenta años después de quedarse viuda y advierte de pronto, con secreta satisfacción, cómo ha envejecido la criada que era una niña cuando entró a su servicio. El sol amarillo y frío de febrero entra oblicuamente por el ventanal de la terraza, dejando sobre las baldosas una mancha húmeda de luz, cernida como polen, que envuelve las cosas sin llegar a tocarlas y se desliza hasta el umbral donde Amalia, que casi no lo ve, está parada y esperando.

– ¿Desea alguna cosa la señora? -Nada, Amalia. Dile a Inés que ya me puede subir el periódico y el desayuno.

Antes de que le fuera permitido conocerla, doña Elvira se imponía en la conciencia de Minaya como una gran sombra ausente, dibujada, con severa precisión, como en el miedo con que la imaginaba Jacinto Solana muchos años atrás, en ciertas costumbres y palabras que ambiguamente la aludían, casi nunca nombrándola, sin explicar su retiro o su vida, sólo sugiriendo que ella estaba allí, en las habitaciones más altas, asomada al balcón del invernadero o mirando el jardín desde la ventana donde a veces se perfilaba su figura. Una bandeja con la tetera de plata y una sola taza dispuesta a media tarde en el aparador de la cocina, el ABC doblado y sin abrir, las revistas ilustradas que cada jueves compraba Inés en el quiosco de la plaza del general Orduña, los libros de contabilidad junto al abrigo y el sombrero del administrador, que conversa con Amalia en el patio esperando a que doña Elvira quiera recibirlo, el sonido del televisor y del piano borrándose entre sí y confundidos en la distancia con el aleteo de las palomas contra los vidrios de la cúpula. Había aprendido a catalogar y descubrir los signos de la presencia de doña Elvira y a temerla siempre cuando caminaba a solas por los corredores, y un día, sin que nada lo anunciara, Inés le dijo que la señora lo invitaba esa tarde a tomar el té en sus habitaciones. El camino para llegar a ellas se iniciaba en una puerta al fondo de la galería y cruzaba una oscura región de salones tal vez no habitados nunca con cuadros religiosos en las paredes y santos de porcelana encerrados en urnas de cristal. Figuras solas sobre los aparadores mirando el vacío con ojos extraviados y vidriosos, mirando a Minaya como guardianes inmóviles de la tierra de nadie cuando cruza la penumbra desierta tras los pasos de Inés y el tintineo amortiguado de las cucharillas y las tazas sobre la bandeja de plata que ella sostiene tan gravemente como objetos de culto.

«Adelante», oyó primero la dura voz al otro lado de la puerta, y en seguida, cuando entraba, el leve olor de Inés se perdió en un perfume desconocido y denso que lo ocupaba todo, como si también formara parte de la presencia no visible, de la encerrada soledad y las ropas y muebles de otro tiempo que envolvían a dona Elvira. «No es el olor de una mujer», pensó, sino el de un siglo: así olían las tosas y el aire hace cincuenta años. Sin levantar los ojos, Inés hizo una vaga reverencia y dejó la bandeja en una mesa próxima al ventanal. «Márchate», dijo doña Elvira, y no la miró, porque había estado observando a Minaya desde que entró y aun cuando él la ayudaba a sentarse junto a la mesa del té siguió mirándolo en el espejo del armario, torpe, solícito, inclinado sobre ella, consciente del silencio que no sabía cómo romper y de los ojos fríos y sabios que ya lo habían juzgado.

– Te pareces a tu madre -dijo, contemplándolo despacio detrás del humo y de la taza de té-. Los mismos ojos y la boca, pero la manera de sonreír es de tu padre. Así sonreía mi marido y todos los hombres de su familia, y hasta tu abuela Cristina, que era tan guapa como tú. ¿No has visto el retrato suyo que tiene mi hijo en su dormitorio? Sonreís para disculpar vuestras mentiras, ni siquiera para ocultarlas, porque habéis carecido siempre del sentido moral necesario para distinguir lo que es justo de lo que no lo es, o para que eso os importe. Por eso mi pobre marido se disculpaba antes de cometer un error o de decir una mentira, nunca después. No había nada para él que no le pudiera ser perdonado. Nunca fue su sonrisa más candida ni más encantadora que cuando me informó de que había vendido una finca de mil olivos para comprarse uno de esos automóviles italianos, Bugattis, les decían. Se fue con él y con una golfa a Montecarlo y volvió al cabo de un mes sin automóvil ni golfa, y por supuesto sin un céntimo, pero vino con un smoking correctísimo y un ramo de gladiolos y sonrió como si hubiera viajado hasta la Costa Azul exclusivamente para comprarme las flores. Mi hijo, en cambio, ni siquiera ha sabido nunca sonreír como su padre, o como el tuyo, que también era un embustero peligrosísimo. Se ha equivocado tanto como cualquiera de ellos, pero con toda la seriedad del mundo, como si comulgara. Se fue voluntario a ese ejército de hambrientos que nos habían quitado la mitad de nuestra tierra para repartírsela y por poco pierde la vida peleando contra los que de verdad eran los suyos, y por si fuera poco se casó con aquella mujer que ya era plato de segunda o de tercera mesa, tú me entiendes, y hasta quería irse a Francia con ella. Pero estoy segura de que tú no eres del todo como ellos, como mi marido y mi hijo y el loco de tu padre, o como tu bisabuelo, don Apolonio, que les contagió a todos su trapacería y su locura, pero no su capacidad de ganar dinero. Todos embusteros, todos bárbaros o inútiles, o las dos cosas al mismo tiempo, como mi marido, que ojalá Dios lo tenga en su gloria, pero que si tarda algunos años más en morirse nos deja en la miseria, con esa manía que le entró por coleccionar primero caballos de pura sangre y luego mujeres y automóviles. Por eso hizo tantas amistades con Alfonso XIII cuando era diputado. Tenía las mismas aficiones y ninguno de los dos se molestaba en ocultarlas. A lo mejor tu padre te contó que cuando el rey vino a Mágina el año veinticuatro estuvo una tarde tomando el té con nosotros, en esta casa. Pálidos de envidia se quedaron los títulos viendo la familiaridad con que trataba el rey a mi marido, que al fin y al cabo era el hijo de un indiano sin más blasones que los que le inventaba tu abuelo José Emilio Minaya, el poeta, que yo creo que fue el único que lo pudo engañar, con lo candido que parecía, porque le sacó quinientas pesetas para editar aquel libro de versos y se llevó a su hija, aunque no su herencia. La última noche de su visita a Mágina, Alfonso XIII desapareció, cosa que al parecer tenía por costumbre, y nadie, ni la reina ni don Miguel Primo de Rivera, que había venido con él, ni los militares de la escolta sabían dónde encontrarlo. A las dos de la madrugada me despertó el teléfono. Era Primo, tan nervioso que no parecía borracho. «Elvira, ¿se encuentra Su Majestad en tu casa?» «Pero don Miguel», le dije, «¿cree vuecencia que si el rey estuviera aquí yo me habría acostado?» ¿Y sabes dónde estaba? En «La Isla de Cuba», que ya entonces era el único cortijo que nos quedaba, invitando a champán a dos golfas de lujo que le había buscado mi marido, que yo creo que disfrutaba más haciendo de tercero para sus amigos que de gallo de pelea. Volvió al amanecer, se desnudó con la misma naturalidad que si viniera de la Ópera y me dijo antes de dormirse: «Verdaderamente, querida, Su Majestad es un sportman.-»

La risa de doña Elvira, le explicó luego a Inés, una carcajada corta y fría rompiéndose como una copa de vidrio y brillando por un instante en aquellos ojos que ignoraban la complacencia y la ternura, abiertos e inflexibles y duramente afilados por la lucidez del desprecio y la cercanía de la muerte. La piel tensa y translúcida en las sienes, los bordados blancos en los puños y en el cuello para esconder de sí misma y de los espejos los peores estragos de la vejez. De sus manos sólo podían verse los cortos dedos afilados que arañaban la mesa o ceñían la taza para que su temblor no se advirtiera.

– No, tú no eres como ellos. Eres más guapo y más inteligente, y las dos cosas se las debes a tu madre, porque tu padre, el muy estúpido, nunca se consoló de haber nacido desheredado, y no hizo nada para darle a ella la vida que se merecía. ¿En qué andaba cuando se mató?

– En algo de inmobiliarias. Decía que iba a ganar mucho dinero. Se compró un coche.

– ¿Era un negocio limpio?

– Lo parecía. Pero después de su muerte embargaron hasta los muebles. Tuve que buscar trabajo y mudarme a una pensión.

– De vez en cuando, antes de que os fuerais a Madrid, venía a mí para lamentarse de su mala suerte y pedirme dinero para sus negocios, sin que tu madre lo supiera. Nunca le di un céntimo, por supuesto, entre otras cosas porque aunque me hubiera fiado de él, que nunca cometí ese error, no tenía nada que darle. Mi marido se lo dejó todo a Manuel, esa fue otra de sus bromas, la última. Por ahí anda todavía una copia de su testamento. «Declaro heredero universal de todos mis bienes a mi hijo Manuel», decía, para que no se rompiera no sé qué tradición, que desde luego era falsa, y a mí me legaba un cuadro, exclusivamente un cuadro. «A mi muy amada y fiel esposa María Elvira dejo el retrato del reverendo padre Antonio María Claret, de quien la sé muy devota.» No lo hizo por vengarse, sino por seguir riéndose de mí después de muerto. Pero he sido yo quien ha salvado esta casa, y si aún nos queda un poco de tierra y algún capital en el banco no ha sido gracias a mi hijo, que nunca se ocupó de nada y siempre anduvo tan avilanado como ahora, sino a mí, que llevo cuarenta y cuatro años luchando por conservar lo que mi marido no tuvo tiempo o ganas de malvender para costearse sus antojos. Mira esos libros. Sobre ellos paso las noches enteras revisando las cuentas del administrador, que es un sinvergüenza y me engaña si me descuido. Como sabe que estoy mal de la vista, hace los números cada vez más pequeños, pero yo he comprado una lupa y puedo ver con ella hasta lo que no está escrito. Nunca ha habido un hombre que pueda engañarme, y no lo voy a permitir ahora, en la vejez. Tampoco puedes tú, pero lo sabes. Cuéntame por qué has venido.

Ésa era la pregunta y el reto escondido y el punto final a donde conducían todas sus palabras, no una confesión, sino un crudo desafío en el que ella, después de mostrar sus armas, apartaba a un lado la simulación y las palabras igual que un jugador limpia la mesa para dejar un solo naipe y darle luego la vuelta con brusca lentitud. Ésa era la única pregunta y la única razón para que ella lo hubiera recibido, y Minaya la había estado esperando desde que entró en la habitación, mucho antes, desde que Inés le anunció la orden de la señora y el momento designado para la audiencia. Esta tarde, a las cinco, había dicho doña Elvira, y él anduvo toda la mañana calculando el tono y las palabras precisas y el modo en que debería presentarse, dócil, le advirtió Manuel, porque ella lo miraría buscando la confirmación de una antigua amenaza que alguna vez, pero no siempre, se llamó Mariana o Jacinto Solana, bien vestido y peinado como ella imaginaba que debía vestir y peinarse un joven de dignidad evidente, aunque de escasa fortuna, pero no tan impecable o servil que doña Elvira pudiera sospechar el uso premeditado de una máscara.

– Antes de que tú hayas podido verla -dijo Manuel, mientras comían- ella te habrá mirado de la cabeza a los pies, sobre todo el cuello, los puños y las manos, porque siempre ha dicho que en el cuello y en los puños de la camisa se puede averiguar si un hombre es o no un caballero. Desde que llegaste ha estado haciendo preguntas sobre ti, a Inés y a Amalia, e incluso a Medina, cuando sube a reconocerla, pero sobre todo a Teresa, que le tiene miedo y se siente como hipnotizada cuando mi madre le habla. Ya lo sabe todo sobre ti, y por supuesto a lo que has venido, pero quiere oírlo de tus labios, para decidir si eres un peligro.

Y ahora estaba sentado frente a ella, frente a su única pregunta, sirviéndose un poco más de té frío para mentir o prolongar una tregua y mirando durante diez segundos larguísimos, antes de responder, el jardín ganado por la oscuridad y los tejados y el cielo donde aún era de día. Quiero escribir un libro, dijo por fin, sobre Jacinto Solana, previendo la mueca o el herido rechazo, pero no la risa que volvió a sonar como un estrépito de huesos y se extinguió en seguida.

– Solana. Ese Solana. Nadie ha pronunciado su nombre delante de mí en los últimos veinte años. Pensaba que gracias a Dios ya se había borrado para siempre del mundo y ahora vienes tú a decirme que vas a escribir un libro sobre él, como si se pudiera escribir sobre nada, sobre un fraude. Pero era tan embustero que después de morir ha seguido mintiendo igual que mintió desde que era un niño hasta el día que lo mataron. Así que también te ha engañado a ti como engañó a mi hijo y a su propia mujer, que se quedó esperándolo durante diez años sin que él le enviara una sola carta ni le dijera que se iba cuando la abandonó. Pero muchos años antes había engañado a mi marido. Tal vez no sepas que fue él, mi marido, el único responsable de que ese Solana saliera del estiércol y tuviera una instrucción que nunca les hizo falta a los de su clase. Había una especie de junta benéfica o algo así que todos los años hacía unas pruebas a los niños de las escuelas para pobres y seleccionaba a los más aventajados para costearles los estudios en los Escolapios. Mi marido, que entonces era diputado por Mágina, presidía esa junta, y fue su voto el que decidió la suerte de ese Solana y la desgracia de mi hijo. Un gran escritor, decían que era, pero yo no vi nunca un libro firmado por él, ni siquiera ése que parecía estar escribiendo cuando volvió de la cárcel para vivir a costa nuestra, primero en esta casa y luego en «La Isla de Cuba». Las cosas de la guerra iban olvidándose, y Manuel, que se salvó de morir en la cárcel gracias al apellido que lleva, parecía haber recobrado la sensatez, o al menos ya no se le notaba la locura que lo empujó a hacerse comunista o republicano o lo que quiera que fuese, que yo creo que ni lo sabía él mismo, y a contraer aquel matrimonio absurdo. Todos pensábamos que Solana estaba muerto o que había escapado al extranjero. Pero volvió. Volvió diciendo lo mismo que había dicho siempre, que iba a escribir un libro, aunque a mí no me engañó. «No te señales, Manuel», le decía yo a mi hijo, «ese hombre es un ex presidiario y te va a buscar otra vez la ruina». Yo sabía que iba a pasar algo malo y estuve esperando el desastre hasta que vinieron unos guardias civiles para decirme, muy educadamente, eso sí, porque el teniente coronel era familia mía, que tenían que registrar la casa e interrogar a Manuel, porque ese amigo suyo, Solana, había matado a dos números en «La Isla de Cuba». Ése era el libro que estaba escribiendo, y por cierto que nadie lo pudo encontrar después. Usaba el cortijo para reunirse con sus cómplices, una cuadrilla de esos bandidos rojos que andaban entonces por la sierra. Y a Manuel lo volvieron a sacar de la cama de madrugada para llevárselo esposado al cuartelillo. Otra vez tuve que echarme el velo sobre la cara y humillarme llamando a las puertas de los que habían sido mis amigos para salvarlo de la muerte o de una condena que lo hubiera matado un poco más despacio. ¿Y sabes qué fue lo primero que hizo cuando se vio en la calle? Buscar en el depósito de cadáveres a su amigo y costearle un entierro y una lápida de mármol. Allí está todavía, supongo, en el cementerio, por si lo quieres visitar. Manuel nunca sube a verme, pero todos los años va a llevar flores a la tumba de su amigo del alma y a la de aquella mujer que le trastornó la vida. Y que le quitó su honor, si he de decirlo todo.

No le dijo adiós ni le ordenó que se marchara, sólo dejó de verlo u olvidó que no estaba sola y sus palabras se apagaron en un silencio muy lento, igual que se apagaban sus rasgos en la misma penumbra que ya borraba las formas de los muebles y las esquinas de la habitación, subiendo desde el jardín, desde los corredores vacíos y las salas que Minaya debía cruzar a tientas en su regreso como un viajero a quien la oscuridad sorprende en la espesura de un bosque donde no hubiera caminos, sino puertas cerradas. Puertas solas, suspendidas en el aire, herméticas como el libro que buscaba Minaya y que tal vez nunca fue escrito. Puertas entornadas que invitan a pasar y luego se cierran como por un súbito golpe de viento a la espalda de quien se atrevió a cruzarlas. Se levantó sin hacer ruido y murmuró una disculpa o una despedida, pero la mujer pequeña y enlutada siguió mirando el jardín con las manos juntas en el regazo y la espalda rígidamente erguida, como si posara para una fotografía.

– Tú no eres como ellos -dijo, y desde arriba era más pequeña y casi vulnerable, con sus agudos huesos bajo la piel y los bordados blancos sobre el terciopelo de luto-. Vuelve a verme cuando quieras.

Cuando ya salía la vio de perfil, la silueta oscura y el pelo blanco deslumbrado contra la claridad pálida del ventanal y el púrpura y el opaco azul del anochecer en los tejados. Cerró despacio, y al volverse encontró los ojos claros y fijos de Inés, que parecía haber estado esperando a que él saliera y traía en la bandeja de plata la cena que tampoco esa noche iba a probar doña Elvira. También él vencido y oscuro bajo las mantas donde yace un cuerpo enfermo, lo imagino, también él mirando el techo o la penumbra o la leve luz que viene desde las cortinas que alguien entornó antes de dejarlo solo. Hay frascos con medicinas sobre la mesa de noche y queda en el aire el olor del alcohol que usó Medina para desinfectar la aguja. Ha cerrado su maletín sobre los pies de la cama, moviendo despacio la cabeza, las manos que tan delicadamente levantaron del estiércol la nuca de Mariana, como si no quisiera despertarla. Ha mirado su reloj y ha vuelto a guardarlo en el chaleco, estudiando a Manuel, que parece dormido, pero que lo está viendo alto y lejano desde una bruma no de dolor físico, sino de melancolía, dispuesto a cerrar los ojos para no dormir y rendirse a la última luz del día que se va apagando en la plaza y en las cortinas blancas del balcón con la misma dulce lentitud con que él desea extinguirse, ojalá esta misma noche, piensa, sin sobresalto ni premura, con los ojos cerrados, con el retrato de Mariana y el de su tía Cristina asistiéndolo con su grave presencia de testigos sigilosos. Por un momento ve a «Medina o lo sueña tal como era en 1937, delgado y con bigote negro, con su uniforme de capitán, inclinándose no sobre él, sino sobre el cuerpo de Mariana, que lleva un camisón translúcido y tiene una mancha roja y circular en la frente. Medina, otra vez lento y pesado, aprieta su mano un instante y luego sale de la habitación, y se oye su cautelosa voz hablando con alguien, Teresa o Amalia, en el pasillo. Ahora Manuel se ovilla de costado y sube el embozo hasta taparse la boca, de espaldas al balcón, fijo en las molduras del armario, que la noche disuelve. Como único rastro le queda en el pecho un vago dolor muscular que es la mano quieta, el tranquilo reptil que ni siquiera duerme bajo sus párpados cerrados. Sólo espera el día definitivo y próximo, la hora en que subirá por el costado izquierdo rozando el tibio tejido rosa de los pulmones y luego rodeando el corazón antes de oprimirlo, cerrando en torno a los latidos del miedo el anillo de la asfixia, como un ciego animal que hubiera sido incubado en el pecho de Manuel treinta y dos años atrás para cumplir día tras día el plazo larguísimo de la angustia y de la deseada muerte. Había pasado la tarde en la biblioteca, sin hacer nada, sin voluntad ni aun para subir las escaleras del palomar, esperando que volviera Minaya de su visita a doña Elvira, y tal vez había sido el desasosiego de la espera y de los cigarrillos la causa de que se reavivara la antigua herida cerca del corazón, como un camino que precisa su línea blanca en la creciente luz del amanecer. Qué le dirá de mí, pensó, de todos nosotros, temiendo menos el odio de su madre que la forma en que lo estaría mostrando ante Minaya, la indiscreción, la muy probable calumnia. Como a cada minuto era más indudable la cercanía del dolor en el pecho -ahora el reptil o la mano se alojaba en el estómago y tanteaba hacia arriba, avivado por el coñac y el tabaco-, Manuel se puso el abrigo y el sombrero y tomó el bastón de bambú que había sido de su padre para salir a la calle camino de los miradores de la muralla. Pero no había tregua, porque el miedo y el dolor ya le subían por las venas como una sola cuchillada, ya le acuciaban el aliento y abrían ante sus pies un foso que lo dividía del mundo y lo dejaba solo con la mordedura del espanto. Bajaba lento y anacrónico por la calle Real, muy cerca de las paredes, cediendo la acera a las señoras, a las que saludaba, cuando creía conocerlas, tocándose el ala del sombrero con un ademán ausente y del todo involuntario, pero no le bastaba el aire de la calle para mitigar el incesante latido que restallaba en su corazón y en sus sienes, y la mano oscura que le oprimía el pecho llegaba a veces a detener en un instante de vértigo el flujo de la sangre. Apoyándose en las paredes pudo alcanzar la plaza de Santa María, y al sentir en el corazón el picotazo último y la bofetada de sombra que lo derribó sobre las losas recordó una mañana de abril en la que esa misma plaza y su escenografía de palacios y campanarios lejanos le parecieron más ilimitadas que nunca, porque Mariana, con una blusa blanca y unas sandalias de verano, venía hacia él sonriendo desde la fachada del Salvador. Fue esa misma imagen, intacta, la que halló ante sí cuando despertó de su breve muerte sin saber quién era ni en qué parte del mundo estaban la habitación y la cama donde yacía. Oyó voces, palomas, las notas de una extraña habanera que no terminaba nunca, oyó, mientras lo vencía el denso letargo de los calmantes, voces de niñas que cantaban en la plaza el romance fúnebre de Alfonso XII y doña Mercedes, y en las aguas aún no abismales del sueño la melodía de la habanera se enredaba a las voces de la canción infantil, a los pasos ya nocturnos en el corredor y al murmullo como de hospital y vigilia que le llegaba del otro lado de la puerta.

– Se ha dormido -dijo Teresa, volviendo a cerrarla con extrema cautela. Minaya y Medina fumaban junto a las cristaleras oscurecidas de la galería, hablando en ese amortiguado tono de voz que se usa en las iglesias y en la proximidad de los enfermos.

– Lo peor que le ocurre a su tío, muchacho, no es que beba y fume y haga esfuerzos excesivos para la fragilidad de su corazón, sino que no desea vivir. Entiéndame: cuando se llega a una edad como la que Manuel y yo tenemos, vivir va siendo un acto de la voluntad.

Inés pasó junto a ellos con la bandeja intocada de doña Elvira y miró un segundo a Minaya con un gesto tan rápido que se le antojó irreal. La vio alejarse con su tintineo de porcelana y plata, como un perfume o una música que fueran tras ella y la anunciaran.

– Usted habla de voluntad, pero mi tío tiene una lesión cardiaca desde que aquella bala le rozó el corazón.

– Amigo mío… -Medina, sonriendo, tomó del suelo su maletín, dispuesto a marcharse-. Manuel me ha dicho que usted es una especie de literato, así que quizás entenderá lo que voy a decirle. En mi oficio uno se vuelve muy escéptico con los años, y descubre que en ciertos casos el corazón y sus dolencias son una metáfora. El primer ataque serio lo tuvo Manuel al día siguiente de la muerte de Mariana. Fue entonces cuando empezó su verdadera enfermedad, y no se la produjo la bala que usted dice, sino la misma que la mató a ella.

Bajaron en silencio, procurando que sus pasos no resonaran en el mármol, no tanto para respetar el sueño de Manuel como para no incurrir en una incierta profanación. En el patio, Medina estrechó ceremoniosamente las manos de Teresa y Amalia y aceptó el sombrero y el abrigo que Minaya le tendía con la sosegada gravedad de un sacerdote que se inviste de su capa litúrgica en la puerta de la sacristía. Estaban solos, en el zaguán, y únicamente entonces se atrevió Minaya a hacer la pregunta que lo había estado inquietando desde que bajaron de la galería. Quién la mató, dijo, arrepintiéndose en seguida, pero no había reprobación en la mirada de Medina, sí una tranquila extrañeza, como si lo sorprendiera descubrir que al cabo de tantos años aún quedaba alguien que seguía haciendo esa misma pregunta.

– Había un tiroteo en los tejados, al otro lado de la casa, sobre los callejones a donde da el palomar. Una patrulla de milicianos andaba persiguiendo a un faccioso, al que por cierto no llegaron a detener. Mariana, que estaba en el palomar, se asomó a la ventana cuando oyó los disparos. Uno de ellos vino a darle en la frente. Nunca supimos nada más.

Pensaba en Medina mientras subía a tientas los últimos peldaños hacia el palomar, sin atreverse todavía a encender la linterna, en Medina, en sus tardos ojos, que habían visto a Mariana tapada apenas por el camisón bajo cuyos pliegues de seda se traslucía la leve sombra del pubis, en su manera de limpiar tan despacio los cristales de sus gafas o de buscar en su chaleco el reloj que usaba para administrar con igual mesura el tiempo de sus visitas y el tránsito de su vida hacia una vejez tan irreparable y mediocre como la tiranía que alguna vez combatió y ahora toleraba -sin aceptar la sumisión, pero tampoco la vana certeza de que presenciaría su caída- como se tolera una enfermedad incurable. Algunas noches, después de la partida de cartas en el gabinete, cuando los demás se habían retirado, Medina se demoraba en apurar su última copita de anís y permanecía sentado en silencio frente a Manuel, que recogía la baraja contando los naipes sobre el tapete con aquel aire suyo de ausencia, como si contara monedas. Al principio, desde su dormitorio, Minaya escuchaba el silencio, acaso la tos de Medina o unas palabras en voz baja que casi nunca llegaban a ser una conversación, preguntándose por qué los dos hombres seguían allí sin hacer nada, el uno frente al otro, fumando bajo la luz de la lámpara que los encerraba en una campana cónica de silencio y humo. Pasada la medianoche, Medina preguntaba algo a Manuel, que asentía, y luego se escuchaba un rumor como de pitidos y papeles rasgados, de voces que se interrumpían o eran anegadas por una babel remota de palabras en idiomas extraños. «Es inútil», dijo Manuel, «hay muchas interferencias esta noche, y no puedo encontrarla». Y entonces, cuando ya estaba a punto de dormirse, despertó a Minaya la música del himno de Riego, y supo lo que mucho antes debió haber adivinado: que Manuel y Medina permanecían hasta esa hora en el gabinete para escuchar Radio Pirenaica. «Desengáñate, Manuel», le oyó decir una noche a Medina, «ni tú ni yo veremos la Tercera República. Estamos condenados a Franco del mismo modo que a envejecer y a morir». «Entonces, ¿por qué vienes todas las noches a oír la Pirenaica?» Medina se echó a reír: tenía una risa sonora y episcopal. «Porque me gusta el himno de Riego. Lo rejuvenece a uno. La marcha esa de Franco es para entierros de tercera.»

Después de arrodillarse junto a Mariana y comprobar que no le latía el pulso, Medina se incorporó, limpiándose las rodilleras de su pantalón militar. La muerte ha sido instantánea, dijo, pero nadie prestó atención a sus palabras. Junto a la puerta, imaginó Minaya mientras deslizaba por las paredes el círculo de la linterna, estarían los otros, doña Elvira, de luto, Manuel, Amalia, tal vez Teresa, si es que entonces ya trabajaba en la casa. Utrera, Jacinto Solana, mordiéndose los labios, deseando ciegamente morir. Al llegar a la ventana sin cristal ni postigos la luz de la linterna se dispersa en un pozo de noche, y luego, muy débil, su círculo alumbra el tejado del otro lado del callejón. Acodado en el alféizar, Medina vio a dos guardias de Asalto que gateaban difícilmente por el alero próximo, con los fusiles al hombro, examinando las tejas rotas. «Aquí hay un rastro de sangre, mi capitán», le dijo uno de ellos. «Los milicianos dicen que el fascista se parapetó detrás de la chimenea y que hizo fuego desde aquí.» En la oscuridad, Minaya, que había apagado la linterna porque su luz desasosegaba a las palomas, creyó oír pasos, imaginó que crujían los peldaños de la escalera y que alguien iba a descubrir su inútil indagación, pero los pasos y el miedo no eran sino la forma que cobraba en su conciencia la culpa, la invencible y secreta vergüenza de ser un impostor que lo había perseguido durante toda su vida y que ahora, en la casa, en los lugares del tiempo donde clandestinamente se atrevía a internarse, lo acuciaba más que nunca. Duermen ahora, pensó, mientras yo subo como un ladrón a este lugar que no me pertenece y alumbro con la linterna un espacio vacío, duermen o a lo mejor no duermen nunca y están con los ojos abiertos en la oscuridad escuchando mis pasos sobre sus cabezas. Por un momento, los murmullos de las palomas dormidas y el rumor de la sangre en sus sienes le parecieron la respiración unánime de todos los que dormían o no dormían en las habitaciones de la casa. Sobre los tejados, en el centro de la ventana, había una media luna precisa y frágil como la ilustración de un cuento. Minaya cerró la puerta del palomar y bajó a tientas la empinada escalera. Sólo uno de los faroles de la galería estaba encendido, y su luz proyectaba ante Minaya su propia sombra larguísima. La conversación de la tarde con doña Elvira, la recaída de Manuel, el tiempo pasado a oscuras en el palomar, lo habían sumido en un estado de singular fatiga y excitación nerviosa que le negaban de antemano la posibilidad del sueño. Su imagen súbita era la de un sonámbulo en los altos espejos de la escalera. Pero cuando llegó al patio supo que no iba a estar solo en la biblioteca. Bajo la puerta se deslizaba una raya de luz, y en un sillón, junto al fuego, con los labios pintados, con el pelo suelto sobre los hombros y un cigarrillo y un libro en las manos, estaba Inés, que lo miró sin sorpresa, sonriendo, como si hubiera estado esperándolo, sabiendo que vendría.

Orlando debiera haber sobrevivido para dibujar a Inés igual que había dibujado a Mariana. Él, que nunca deseó a las mujeres, pero que tampoco fue indiferente nunca a la hermosura de un cuerpo, habría sabido dibujar en exacto equilibrio las líneas frías de su perfil y de su figura y la pasión que incitaban: el lápiz trazando con distante ternura la nariz y la barbilla de Inés, sus labios, sobre el papel blanco, la moldura de sus manos y de sus tobillos, la sonrisa invisible que a veces le iluminaba los ojos y que nunca la cámara más atenta hubiera logrado fijar en una fotografía, porque era una sonrisa interior, como la que provoca muy levemente el coletazo de un pez en la superficie de un lago. Pero aquella noche, cuando Minaya la encontró en la biblioteca, ni tampoco los días y madrugadas que la precedieron, no hubiera bastado la línea del lápiz sobre el blanco intacto para dibujar a Inés, deseada por dos hombres que situaban su cuerpo en el fiel de una simetría oscura. Un trazo rojo y único en la sonrisa, una mancha roja o rosa en sus labios, la misma que dejaba el carmín en las toallas de su habitación de criada, cuando se encerraba con llave para maquillarse frente a un espejo colgado en la pared, como en un ensayo secreto o una breve representación que sólo destinaba a sí misma, pues al final, cuando había logrado peinarse y pintar sus labios de un modo que la satisfacía, volvía a recogerse el pelo y se borraba el carmín con una toalla húmeda para regresar silenciosamente a su primera y hermética simulación.

Muy pronto el juego adquirió nuevos atributos: le gustaba pintarse, y también mirarse desnuda en los espejos de los armarios, y bajar a la biblioteca cuando estaba segura de que nadie iba a sorprenderla para repetir una escena que había envidiado en ciertas revistas de modas. Sentada junto al fuego, con una copa que nunca llegaba a apurar y un cigarrillo hurtado de la pitillera de Manuel, leía a la oblicua luz de una lámpara baja, absorta en las aventuras que le ofrecía el libro, pero consciente al mismo tiempo de cada uno de sus propios gestos, como si pudiera verse en un espejo. Al oír la puerta cerró el libro, señalando la página en que se había detenido con un peculiar deslizamiento de los dedos que Minaya no dejó de advertir, porque tenía la cualidad de una caricia, y contempló con ironía y ternura la sorpresa del recién llegado. Era preciso que sucediera allí, en la biblioteca, y en ningún otro lugar, a esa hora y con esa luz que invitaba y parecía acentuar los rasgos de Inés y el perfume inédito que distinguió Minaya entre los olores usuales de la madera y de los libros. Era fácil, esa noche, imaginar lo que estaba sucediendo, calcular los pormenores de la escena y las palabras con que la contaría luego Inés, interrumpiendo los besos para añadir un detalle menor: el modo en que Minaya se sentó frente a ella, sin mirarla aún, buscando el tabaco, su transitoria fuga, preguntándole por el libro que leía, anegado por el pavor y el vértigo de saber que Inés se había pintado los labios y peinado de aquella manera nueva y deslumbrante su pelo castaño para esperarlo únicamente a él, a las dos de la madrugada. Sentada en el sillón, con las piernas extendidas para que los talones se apoyaran en el lugar preciso donde él tenía que sentarse, con aquel cigarrillo inexplicable en los labios, pues no sabía fumar y cada vez que expulsaba el humo le venía esa tos de los catorce años y los cigarrillos clandestinos.

– Has estado en el palomar.

– ¿Me has visto?

– He visto las plumas que se te han quedado en el jersey.

– ¿Tú lo ves todo?

Nunca hasta entonces había visto esa sonrisa en los ojos y en los labios de Inés, o acaso sí, recordaría luego: esa misma mañana, cuando estuvieron hablando de La Cartuja de Parma y ella, en el compartido entusiasmo por las aventuras y el coraje de Fabrizio del Dongo, por un instante le sonrió como al cómplice de una pasión secreta. Hablaba de Fabrizio como de Errol Flynn, porque su imaginación literaria se había educado visualmente en las películas en color de los domingos por la tarde, y al leer un libro adelantaba el perfil con la misma atenta avaricia que si contemplara la pantalla iluminada. Desde que a las diez de la mañana la vio entrar en la biblioteca, como todos los días, con el plumero de limpiar el polvo y el delantal blanco ceñido a la cintura, sus gestos habían adquirido para Minaya la calidad de signos a punto de revelarse. Inútil acogerse a la severa protección de los libros, a las fichas de cartulina que escribía y ordenaba con un propósito cuya culminación era tan lejana que se volvía imposible. Inés se sentó frente a él, olvidando el plumero sobre la mesa, la cara perezosamente apoyada entre las manos, que sostenían y enmarcaban sus picudos pómulos rosados, mientras él se entregaba a su perseverante tarea de caligrafía y cartulina.

– Anoche me quedé hasta las tres leyendo La cartuja. Nunca he leído un libro que me gustara tanto como ése. ¿Y a ti?

– Sólo La isla misteriosa. ¿Dónde aprendiste francés?

– En el internado. Había una monja francesa.

Era la misma sonrisa, el mismo modo de mirarlo como si por fin lo viera y de usar la literatura, el nombre tan sonoro de Fabrizio del Dongo y el recuerdo ilusorio de los paisajes del norte de Italia, para hablar de ella misma, de Minaya, cuyo rostro instintivamente atribuía a Fabrizio, pues desde entonces sus conversaciones sobre libros en las mañanas tibias de la biblioteca eran el velo de otras palabras que ninguno de los dos se atrevía a decir. Sobre la repisa de la chimenea, en la fronteriza penumbra, Jacinto Solana les sonreía desde una tarde de 1936 con su obscena lealtad hacia todo deseo no confesado. Inés, dijo Minaya entonces, interrumpiendo una conversación fantasmal en la que intervenían los libros y el retrato de Mariana, tranquilo ya y un poco ebrio, firme en sus veintiséis años de hombre solo y en la certeza de que la estaba deseando esa noche con la claridad de un axioma. «Nunca dices mi nombre. ¿Te habías dado cuenta? Parece que te diera vergüenza.» Pero no le explicó que era el pudor lo que le impedía pronunciar ante ella su nombre, porque nombrarla era decirlo todo, el insomnio, el amor solo en las sábanas y la memoria recobrando su cuerpo para desearla más y cerrar los ojos hasta que todo él se desvanecía en un espasmo cálido y vil, las mañanas sin ella en la biblioteca, la emoción sin consuelo de ver su abrigo colgado en el perchero del patio o de pasar junto a su habitación y ver encima de la cama sus medias o su delantal blanco. Decir Inés en voz alta era como hacer lo que tal vez no haría nunca, como tomar su mano para quitarle lentamente la copa o acariciarle los pechos. Inés, las dos sílabas amadas, la mano que le tendía un cigarrillo deteniéndose en el límite tras el que comenzaría una caricia, la música que ella había puesto como al azar en el fonógrafo de Manuel y era increíblemente, premeditadamente, la trompeta y la voz de Louis Armstrong en un disco de 1930, los labios al fin, la muchacha descalza y besándolo en la oscuridad como nadie, ni ella misma, volvería a besarlo, la gratitud rota en tenues mordiscos de silencio, en caricias de ciegos que se buscan mutuamente los rasgos no impulsados por el deseo, sino por una imperiosa voluntad de reconocimiento. Los pómulos, la barbilla, los húmedos labios de Inés, las lágrimas que le mojaron a Minaya las yemas de los dedos en la oscuridad y el perfume y la música sonando en una habitación cerrada de 1930 igual que sonó siete años más tarde, esa misma canción, en el piano de Manuel, que tradujo su título para Mariana antes de empezar a tocarla: Si no volvemos a encontrarnos nunca.

Vino al mismo tiempo el final de la música y de las caricias, y entonces, cuando Minaya e Inés retrocedían escuchando su doble y única respiración, pudieron verse como desconocidos a una incierta luz que venía de la plaza, porque habían apagado la lámpara cuando empezaron a besarse, y oyeron, como de regreso al mundo, que el disco seguía sordamente girando hendido por la aguja y que el péndulo del reloj no había dejado de oscilar en una esquina de la biblioteca. Ahora las voces eran otras, más lentas y cálidas, como adensadas por la oscuridad, y adelantaban las manos para rozarlas entre sí o tocar tan sólo las ropas o la piel o el aire perfumado que las circundaba, varados no en la tranquila fatiga, sino en el estupor de haber sobrevivido a la felicidad. Dijo luego Inés que cuando iba a levantarse para encender la luz Minaya la retuvo a su lado. Quería detener el tiempo, no dar un paso más allá del instante en que la oscuridad aún los cobijaba como un ala de seda, no volver a la luz usual que lo igualaba todo y los regresaría al pudor, otra vez desconocidos, las manos apresurándose a ordenar la ropa y a borrar de la biblioteca las señales que a la mañana siguiente pudieran descubrirlos. Una copa de vino volcada en el césped, una botella vacía, un rectángulo de luz avanzando sin misericordia sobre la penumbra del jardín como un río de cuya crecida se apartaran los amantes sin deshacer el abrazo. Mariana, incorporándose, apoyó su hermosa cabeza despeinada en el tronco de la palmera, inmune al miedo que los había hecho retroceder cuando se encendió la luz y vieron en su mancha cuadrada la sombra de alguien que tal vez los había estado espiando. «Solana», dijo, con el cigarrillo en los labios, tomando entre sus dos manos el rostro oscuro que tenía frente a sí, acariciándole luego el cuello y atrayéndolo, como si lo guiara, hasta acogerlo entre sus pechos blancos bajo la luna, «Jacinto Solana», como un reto y una invitación que nunca habrían de cumplirse, porque estaban apurando ya la ceniza del tiempo que les había sido concedido.

De pronto Minaya estaba solo y era como si nada pudiese atestiguar que había estado besando a Inés en un sofá de la biblioteca iluminada e inerte. En su conciencia permanecía la sensación de las caricias y de la oscuridad, sin asidero alguno que la vinculara al presente, y menos aún a la borrosa escena que la había precedido, del mismo modo que no deja huella una aparición al extinguirse. Ante el fogón estaba la mesa de cristal donde ella dejó el libro que leía mientras lo esperaba, donde estuvieron la botella y las copas y el cenicero con las colillas manchadas de carmín, pero Inés, antes de marcharse, había guardado el libro en su estante preciso y retirado las copas y la botella con la misma premura con que se ajustó la falda y abrochó los botones de su blusa, perdiéndose luego tan irrevocablemente como si nunca fuera a volver. «Ahora está en su cuarto, probablemente desnuda bajo las sábanas, porque tal vez todavía me espera y esta huida ha sido una trampa para invitarme a seguirla.» Pero no hizo nada, sólo insistir en el alcohol, en la cobardía y la dicha, sólo mirar el dibujo de Orlando y la foto donde Jacinto Solana le sonreía a él, Minaya, adivinando, entendiéndolo todo, con ese aire como de quien comprueba con desdén que ha sucedido lo que él siempre imaginó y que el don de la profecía es un privilegio melancólico. Subió luego sin atreverse siquiera a pasar junto al dormitorio de Inés, costeando los corredores de la casa como las últimas calles de una ciudad no del todo reconocida ni inhóspita, dócil al sueño y a la madura noche donde estaban, como en una especie de memoria futura, los abrazos de Inés y la placidez de las sábanas que lo aguardaban para recordarle el mandamiento del abandono y el olvido, porque en el mundo era febrero de 1969, la tiranía y el miedo, pero en el interior de aquellos muros sólo perduraba un delicado anacronismo a cuya trama pertenecía también él, aunque no lo supiera: Inés, que no era de este tiempo ni de ningún otro porque su presencia bastaba para cancelarlo, Mariana en el dibujo y en las fotografías, Manuel en su uniforme nupcial y Jacinto Solana no inmóvil en su figura y en la fecha de su muerte, sino escribiendo siempre, también ahora, contando, imaginaba Minaya, cómo el impostor y huésped, a las tres de la madrugada, entra en el gabinete y descubre que hay una llave en la cerradura de la habitación prohibida, que será infinitamente fácil empujar la puerta y contemplar lo que nadie más que Manuel ha visto en los últimos treinta y dos años. Una habitación grande, inesperadamente vulgar, con muebles oscuros y cortinas blancas sobre los postigos del balcón que da a la plaza de las Acacias. Avanzó a tientas, cerrando la puerta a sus espaldas, encendió una cerilla y se vio a sí mismo en el doble espejo del armario, su cara pálida que emergía de la oscuridad como en un retrato tenebrista. Pero no era del todo un lugar funerario, porque la sábana del embozo estaba limpia y como recién planchada y el aire no olía a cerrado, sino a fría noche de febrero, como si alguien acabase de cerrar el balcón. Aquí se encierra, pensó, para acariciar los bordados o el filo de las sábanas como si acariciara el cuerpo de la mujer que estuvo tendida en ellas una sola noche, para mirar la plaza desde el balcón que sólo él puede abrir o mirar el espejo en busca de un recuerdo de Mariana, despeinada y desnuda, y tal vez ya no siente nada, porque nadie es capaz de un recuerdo incesante. Abrió el armario, vacío como el de una habitación de hotel, buscó en los cajones del tocador, donde había ropas y medias de Mariana y una polvera con un espejo en la tapa y en cuyo fondo tocó una materia rosa y tan tenue como polen, y en el último cajón, bajo el vestido nupcial, que se enredaba en sus manos como una espuma de seda, halló el paquete de viejas cuartillas manuscritas y atadas con una cinta roja. No era preciso acercar la palmatoria para leer el nombre escrito en la primera página: podía reconocer a Jacinto Solana no sólo en su caligrafía insomne, sino, sobre todo, en la aptitud para el secreto que parecía haberse perpetuado en él aún después de su muerte. Lo mataron, creyeron desbaratar su memoria pisoteando la máquina de escribir que se le oyó golpear sin tregua durante tres meses en la habitación más alta de la casa, rasgaron y quemaron en una hoguera que se alzó en el jardín los papeles que había escrito, pero igual que un virus que se aloja en el cuerpo y regresa cuando el enfermo lo creyó exterminado, las palabras furtivas, la escritura incesante de Jacinto Solana aparecía de nuevo veintidós años después, y en un lugar, supuso Minaya, que a él le hubiera complacido: la habitación más intacta de aquella casa, el cajón donde se guardaba el vestido nupcial y las sedas íntimas de la mujer que amó, de tal modo que el olor del papel se confundía con el perfume de la ropa, heredero lejano de otros perfumes que estuvieron en la piel de Mariana.

Sólo más tarde, cuando leyó los manuscritos, pudo Minaya entender por qué Manuel le había mentido diciéndole que no quedaba ni una página del libro que Solana estaba escribiendo cuando lo mataron. Decía Beatas Ille en el inicio de la primera cuartilla, pero no era, o no lo parecía, una novela, sino una especie de diario escrito entre febrero y abril de 1947 y cruzado de largas rememoraciones de las cosas que habían sucedido diez años atrás. A veces Solana escribía en primera persona, y otras veces usaba la tercera como si quisiera ocultar la voz que lo contaba y lo adivinaba todo, para dar así a la narración el tono de una crónica impasible. De rodillas junto al cajón abierto, junto al vestido de novia que se derramaba en torno suyo, Minaya deshizo con torpe y ansiosa lentitud los nudos de las cintas rojas, y cuando tocaba una a una las cuartillas manuscritas con el fervor incrédulo de quien ha presenciado un milagro, oyó que se cerraba sigilosamente la puerta del dormitorio, y antes de volverse recordó en un instante de lucidez y pavor que no había retirado la llave de la cerradura. Pero no era Manuel, sino Inés, quien estaba a su lado, quien giraba la llave para que no pudieran sorprenderlos y lo miraba, alta e irónica, como a un ladrón que al ser descubierto olvidara entre sus manos el fruto de su codicia. Dejó caer los manuscritos, de rodillas todavía, sin acertar a decir nada ni calcular una posible disculpa. «He visto a Utrera dando vueltas por la galería», dijo Inés, «ha estado a punto de sorprenderte», y su voz no era acusadora, sino cómplice, cuando se arrodilló junto a él para guardar el vestido. «Mira lo que he encontrado. Son manuscritos de Jacinto Solana.» Pero Inés no pareció escucharle: había visto, entre las ropas de novia, una rosa de tela amarilla que Mariana debió quitarse del pelo antes de que le hicieran la foto nupcial, y se la llevó, como él dice, al olvido de pasados rencores, a la amistad, que es más fuerte que las diferencias políticas. Investido de uno de esos guardapolvos que llevaban los mecánicos hace treinta años, reina sobre los tres operarios que le ayudan en el taller y sobre las estatuas como maniquíes desarmados a las que apenas da un toque de pintura o barniz cuando se las presentan, pues asegura que su arte, como el de Leonardo, é cosa mentale. Bajo el guardapolvo lleva siempre un traje de hombreras espectaculares para su escasa figura, y un clavel blanco en el ojal. A la caída de la tarde, un operario en funciones de valet de chambre -la burla es de Manuel- le ayuda a despojarse del guardapolvo, y entonces emerge Utrera dispuesto a prolongar su reinado en la tertulia del café y en las mesas camillas de los prostíbulos. Vuelve de madrugada con cautela de borracho y suele entrar en su estudio por el portillo del callejón. Usa demasiada colonia y demasiada brillantina, pero supongo que esa es otra de las señales del éxito. Nunca me mira a los ojos».

El mismo guardapolvo, piensa Minaya, la misma sonrisa encrudecida por el brillo de los dientes postizos, casi los mismos cafés, más oscuros ahora o más abandonados, tan excesivos y vacíos como el taller donde Eugenio Utrera, reclinado sobre una mesa baja que tiene algo de banco de zapatero, araña con su afilada gubia un trozo de madera para obtener algo que se parece a un santo o a una virgen románica. Las manos, los largos índices amarillos, las nervaduras azules, el cigarrillo apagado en la boca húmeda de saliva, un hombre que no es exactamente Utrera murmura al fondo del cocherón, empequeñecido, borrado, por el espacio vacío y el alto techo que tiene hacia la mitad una gran claraboya de vidrio. Termina una talla, la deja sobre la mesa cubierta de periódicos viejos y peladuras de aserrín que le permiten recibir al menos el aroma dulce y casi perdido de la madera fresca, se sacude las solapas del guardapolvo y mira su obra y la odia con una devoción que sólo emplea secretamente para maldecirse a sí mismo. En la pared, junto a la repisa donde se alinean las figuras ya barnizadas, hay recortes de periódicos clavados con chinchetas en los que ya nada se puede leer, porque la humedad desvaneció hace años las fotos y los titulares que anunciaban la inauguración de un nuevo monumento esculpido por Utrera. «Vírgenes ortopédicas», escribió Solana, «desnudos de alambre y manos amputadas: la cabeza, los labios de cera que sonríen como en lo alto de una pica, las manos extendidas al final de un cuerpo de alambres y varillas de mimbre. Luego, sobre la nada, sobre tan leve armadura, añaden túnicas y mantos bordados, para que nadie advierta la obscenidad de estas vírgenes. Utrera no copia a Martínez Montañés, como él supone, sino a Marcel Duchamp».

En un ángulo del taller estaba el último coche que compró el padre de Manuel antes de morir, lóbrego tras sus ventanillas cerradas como ciertas urnas de cristal. «Mire», dijo Utrera, señalándolo con orgullo, «mire cómo reluce todavía. ¿No se parece a una carroza virreinal? Hoy en día ya no se hacen automóviles como éste». Limpia una silla, tirando al suelo los periódicos manchados que la cubrían, se la ofrece a Minaya, guarda en un cajón el trozo de madera donde empezaban a insinuarse unos rudos ojos ovalados.

– Vírgenes románicas -murmura, como disculpándose-, ahora todos quieren tener una virgen románica en el comedor o un santo barbudo para sujetar los libros. Claro que hay clientes más serios: para ésos hago falsificaciones especiales, aunque no crea que los de la tienda me pagan mucho más. ¿Quiere que le diga un secreto? La semana pasada terminé un crucifijo del siglo XIV.

Su habla incesante, anota Minaya, se amortigua en el taller, como si aquí no le estuviera permitida la petulancia que exhibe en el comedor, en la biblioteca, en las partidas de naipes del gabinete, en los cafés de Mágina donde alguna vez lo ha visto como aletargado frente a un vaso de agua y una copa de coñac, pálido en la penumbra húmeda que huele a madera empapada de alcohol y a sumidero de urinario. Lo ha visto, sin que Utrera lo advirtiese, al fondo de cafés donde no llega nunca la luz del día, lo ha seguido de noche por los callejones del regreso cobarde, cuando baja a la casa desde la plaza del general Orduña tambaleándose y murmurando esas cosas que dicen para nadie los borrachos solos, los oblicuos alcohólicos aún no eximidos de la vergüenza. Desde que llegó a Mágina, la conciencia de Minaya ha ido adelgazándose hasta quedar resumida en una mirada que averigua y desea, como un espía en un país extranjero que hubiese olvidado su identidad verdadera y lejana para no ser más que una pupila y una secreta cámara fotográfica. Ha visitado los claustros góticos de la iglesia de Santa María y en sus capillas, alumbradas por cirios, ha visto las estatuas de Eugenio Utrera, alzadas sobre tronos que unas mujeres enlutadas adornaban con grandes ramos de flores. Los ojos en blanco, ausente la media luna de las pupilas de vidrio, los duros rasgos de las vírgenes brillando en la penumbra con tersura de cera. Pero hay en todos esos rostros un aire único y ambiguo que no obedece tan sólo al descuido y a la monotonía de un taller agobiado de encargos. Mirar las vírgenes y verónicas y magdalenas penitentes de Utrera en las capillas de Santa María fue una señal de alerta para Minaya, una advertencia de que estaba a punto de descubrir algo tan escondido y frágil que sólo una brusca revelación podría darle forma definitiva. Recordó las fotografías, el dibujo de Orlando, recordó una tarde de domingo en que esperaba a Inés junto al monumento a los Caídos y una noche en que sorprendió a Utrera buscando algo entre los jardines que rodean la estatua, de rodillas, borracho, sosteniendo una linterna que apenas alcanzaba a alumbrarle el rostro. El héroe caído tiene el pelo y los rastros de una mujer y una pequeña marca circular en la frente. Ahora se atreve a decirlo, en el taller de Utrera, cuando el viejo enumera la humillación y la escoria, la persistencia de la ingratitud y del olvido. Sus manos tienen el mismo color exangüe de los periódicos usados que cubren la mesa y yacen en el suelo y sobre las sillas y en la repisa donde se alinean santos de madera y latas de barniz. Al oír el nombre, Mariana, que ha pronunciado Minaya, Utrera aparta los ojos de sus propias manos y alza despacio la mirada hasta detenerla en el otro, y le sonríe con el mismo aire de interrogación y recelo que usó ante él la primera vez que se encontraron en el comedor.

– Fue por los ojos, ¿verdad? Los ojos y los pómulos. Su boca era admirable, y su nariz, como usted ya habrá notado, era justo un poco más larga y aguda de lo que admiten las normas de la estatuaria. Pero su belleza estaba sobre todo en los ojos rasgados y en aquellos pómulos tan altos. No eran perfectos, pero al mirarlos uno casi sentía en las manos la sensación de modelarlos.

No fue en la iglesia, sino más tarde, cuando salió de allí para mirar en la plaza de los Caídos el rostro que sólo podía descubrirse entre las piernas del Ángel, desde un ángulo tan inusual como difícil, donde Minaya se dio cuenta de que todos los rostros femeninos de Utrera eran retratos parciales de Mariana. Bastaba una variación menor en la boca o en el dibujo del rostro para convertirla en una mujer desconocida, pero eran siempre los mismos largos ojos ensimismados en el aire oscuro de las capillas y los mismos pómulos que Orlando había resuelto para siempre con un solo trazo de su lápiz. Ahora Utrera ha olvidado todo recelo para entregarse al orgullo: de pie, frente a Minaya, con su guardapolvo sucio y la tensa o involuntaria sonrisa de los dientes postizos, fuma y accede a recordar, a concederle la categoría de cómplice.

– Usted tiene razón. El rostro del Caído es un retrato de Mariana, un retrato funerario, para ser más exactos. Yo le había hecho la mascarilla mortuoria, pero la perdí antes de que terminara la guerra. Volví a encontrarla muchos años después, en el cincuenta y tres, me parece, cuando ya estaba trabajando en el monumento a los Caídos. Estaba en el cajón de un armario viejo, en el sótano, tan perdida que me pareció un milagro haber dado con ella. Al principio pensé que el Ángel debía tener el rostro de Mariana, pero mostrarlo a la luz después de todos aquellos años que había permanecido oculto en el sótano hubiera sido una profanación. ¿Ha visto las fotografías de esas estatuas egipcias que aparecen en las tumbas de los faraones? Estaban hechas para la oscuridad, para que nadie más que los difuntos pudieran contemplar su belleza. En quince años nadie, absolutamente nadie, había averiguado mi secreto. Ahora tengo que compartir con usted ese retrato de Mariana. Prométame que no va a decírselo a nadie.

Prometido, dice, miente Minaya, imaginando de antemano el modo en que contará estas cosas a Inés y las palabras que hubiera usado Solana en los manuscritos para describir la conversación y la escena. Todas las cosas, pensaba entonces, han sido ya escritas, y sólo importan en la medida en que puedo contarlas a Inés para incitar en sus ojos un brillo de apetecido misterio. Igual que ella, en ciertas noches clandestinas, se abraza desnuda a su cuerpo, que nunca deja de desearla, para contarle un libro o una película o el breve sueño que ha tenido mientras él fumaba en la oscuridad y no la sabía dormida, así Minaya quiere decirle lo que ahora sabe, el orgullo de Utrera, y su rabia oculta, el orgullo y la rabia de mirar el cocherón vacío y sus manos inútiles y saber siempre, sin embargo, que ha agregado al mundo un solo rostro memorable, la forma única de los ojos y pómulos tapados, como por un velo, por rasgos que no les pertenecían, las líneas precisas de un rostro de muchacha dormida que sonríe en el interior de un sueño disgregado en la muerte. Vuelve a la casa desde donde vindicó su gloria sin otros testigos que una copa de coñac o un espejo escarchado, y algunas veces, cuando se dispone a abrir la puerta del callejón, se yergue sobre el extravío del alcohol y decide prolongar sus pasos hasta la plaza en sombras donde lo esperan el retrato de Mariana y la certeza de su orgullo con una lealtad incesante que sólo poseen las estatuas y los cuadros. De noche, para que nadie lo siga, como un avaro que desciende al sótano donde todas las noches cuenta y mira sus monedas y deja que se deslicen entre los dedos ávidos. Tropieza, enciende el mechero, no acierta a sostener la llama y a cobijarla del aire, palpa el granito que tan delicadamente pulió, reconoce cada ondulación y detiene el dedo índice en el breve círculo rehundido que hay en mitad de la frente. Oye unos pasos muy cerca, pero es demasiado tarde cuando se incorpora porque alguien, una figura alta y familiar, lo ha visto arrodillado junto a la estatua. Al levantarse tan bruscamente la sangre se le agolpa en las sienes y una náusea de coñac le sube del estómago, pero le importa más la segura vergüenza, la obligación de fingir. Es ese joven, Minaya, el sobrino de Manuel; qué hace aquí, sino espiarme, en esta medianoche tan fría. -Ahora usted está pensando que yo también me había enamorado de Mariana. Espero que me creerá si le digo que no fue así. Era la clase de mujer que todo artista desea como modelo, pero nada más, al menos para mí, sobre todo si tiene usted en cuenta que iba a casarse con el hombre a cuya hospitalidad yo debía la vida. Yo no traiciono a mis amigos.-¿Y Solana?

Utrera guarda silencio: cuando vuelve a hablar elude los ojos de Minaya, premeditadamente grave, casi herido, como forzado contra su voluntad a dar un paso más allá de la discreción. «No se debe hablar mal de los muertos.» Al salir del taller, la claridad del mediodía deslumbra a Minaya en el jardín. De espaldas, en su sillón de mimbre, Manuel permanece en una quietud sólo desmentida por el humo del cigarrillo que sube azul hasta deshacerse en los racimos de glicinas.

El tranvía baja despacio la ladera de Mágina hacia el Guadalquivir. Lejos, entre los olivos azules y las dunas de trigo o pardo barbecho, relumbra el río como una lámina de metal, de plata, del mismo vidrio lívido y azul que tiene el aire en el límite de la sierra. A medida que va descendiendo hacia el Guadalquivir, el tranvía avanza más rápido entre los olivares, cuyas largas hileras se abren como en abanicos de puntos de fuga sucesivos. De perfil junto a la ventanilla, Inés mira los olivares y las casas blancas que surgen por un instante como islas entre la geometría de sus espesuras, sosteniendo sobre sus rodillas una cesta de mimbre tapada con un lienzo a cuadros azules. Los olivos y la línea densa de chopos que anuncia el río, la lejana sierra con sus racimos de casas blancas colgadas de las laderas, son para Minaya como esos paisajes de montañas azules y curvados ríos que se vislumbran al fondo de ciertos retratos del Quatrocento donde una muchacha sonríe de perfil. Con aire casual acaricia la mano que reposa en la cesta, las manos, las rodillas de Inés, los tobillos juntos y la mirada que reconoce y aguarda una señal entre las adelfas y los olivos. «Después de la próxima curva, cuando lleguemos al río, está la casa donde yo nací.» La ondulada llanura vibra de verdes y platas y amarillos de jaramagos, y antes de que pueda verse el río desde las ventanillas un olor a cieno y agua umbría anuncia su vasta vecindad casi inmóvil. «Mira», Inés se incorpora, baja el cristal y señala una casa que hay al otro lado de un bosquecillo de granados y cipreses, «ése era el molino de mi abuelo, ahí fue donde yo nací». Pero la casa queda en seguida atrás, a penas entrevista, como el brillo inédito que surgió en los ojos de Inés cuando la miraban. Hubiera querido detenerse allí, y bajar con ella para adentrarse en la vereda que conduce a la casa entre las ramas de los granados, y reconocer la parra bajo cuya sombra le contaba su tío cuentos de viajes y el dormitorio donde todas las noches esperaba el sueño oyendo el paso del agua por la bóveda del molino y el viento lejano que estremecía los árboles y llevaba hacia Mágina hondas sirenas de trenes o de improbables buques. «De noche, para que me olvidara del miedo a la oscuridad, mi tío entraba en el dormitorio y se sentaba a mi lado, dejando las muletas sobre la cama. Me hacía escuchar el agua y el silbido de los trenes, y cuando se oía venir a alguno desde muy lejos me contaba que no era un tren, sino un barco que pasaba por el estrecho de Gibraltar.»

Hubiera querido conocer uno por uno todos los lugares e instantes de la vida de Inés, los días infantiles en el molino, los siete años en el internado para huérfanas, la casa donde ahora vivía y que ella nunca le dejaba visitar, convertirlo todo en una parte de su propia conciencia con la misma perentoria sed de pupilas y labios con que a veces la desnudaba y acariciaba y abría. Pero del mismo modo que el cuerpo de Inés emergía siempre como intocado y solo de los mutuos asedios, su pensamiento y sus recuerdos no se revelaban a Minaya sino en fogonazos de imágenes descabaladas que solían tener, porque aludían casi siempre a la infancia de la muchacha, el aire estático y el azaroso desorden de las estampas en colores. Inmóvil para la mirada durante un minuto, a pesar del tránsito del paisaje junto a la ventanilla del tranvía, la primera estampa se ha fijado ahora en las pupilas de Minaya: hacia 1956, una niña acuna a un muñeco de cartón a los pies del hombre tullido que la mira y fuma sentado bajo una parra, escarbando el suelo con sus muletas. «Ya estamos llegando», dice Inés. Al otro lado de las vías hay un cobertizo abandonado que en otro tiempo debió servir de estación, y más allá el río, su orilla de fango rojo y los terraplenes cubiertos de adelfas y cañaverales. «Preséntenle mis respetos a don Manuel», dice el revisor desde el estribo cuando el tranvía vuelve a ponerse en marcha. Cruzan el puente de piedra sobre las lentas aguas, y cuando llegan al otro lado Inés, volviéndose, le señala a Minaya la cima de la colina donde se tiende Mágina, parda y remota, alta de picudas torres, Mágina sola sobre la colina de vertederos y terraplenes, rasa en lo azul, como en las últimas acuarelas de Orlando.

Había sido Manuel quien le sugirió a Minaya que visitara «La Isla de Cuba», ofreciéndole a Inés como guía en su descenso, pero ahora, cuando miró otra vez la ciudad y el valle desde la explanada del cortijo, cuando estrechó la mano grande de Frasco, el casero, testigo de los últimos días y de la muerte de Solana, sintió que no le habían llevado allí ni la sugerencia de Manuel ni su propio deseo de conocimiento, sino el orden clandestino de los manuscritos hallados por él en el dormitorio nupcial, cuya última página estaba fechada el 30 de marzo de 1947, un día antes de que Jacinto Solana bajara a «La Isla de Cuba» en el trance de su penúltima huida, sabiendo acaso que nunca más iba a volver a Mágina. Como si avanzara sobre un papel en blanco donde la ausencia de toda palabra encubría una escritura invisible, Minaya subió a la zaga de Inés por la vereda abierta entre los olivos hasta llegar a la explanada donde estuvo tendido el cadáver de Jacinto Solana, frente al portón de la casa. «Pregúntale a Frasco», le había dicho Manuel, «él fue el último de nosotros que vio vivo a Solana».

El primer día de abril de 1947, al amanecer, Jacinto Solana tuvo la tentación de subir al cementerio para buscar la fosa común donde habían enterrado a su padre. Sin decir a nadie su propósito salió muy temprano para que no pudieran verlo cuando cruzara la plaza del general Orduña, pero no advirtió su error ni recordó la enfática fiesta que se celebraba hasta que un grito le hizo levantar la cabeza cuando pasaba junto a la iglesia de la Trinidad. Ante la fachada, en lo más alto de la escalinata barroca, había tres mástiles y tres banderas y una especie de pebetero encendido junto al que montaban guardia cinco hombres de uniforme azul y botas deslumbrantes que lo miraban desde arriba con los brazos cruzados. Uno de ellos llamó a Solana complaciéndose en repetir su nombre y sus dos apellidos y lo insultó con previsible frialdad, señalando las banderas con un ademán no del todo colérico mientras desenfundaba la pistola. «Levanta el brazo, y canta bien alto, que te oigamos.» Los ojos fijos en el suelo, la mano alzada y cobarde y estremecida por un temblor que no era de miedo, sino de una vergüenza abisal y futura, Jacinto Solana oyó desde lo más oscuro de su conciencia su propia voz cantando el himno de quienes le apuntaban con la misma claridad hiriente con que escuchaba la risa y los usuales insultos. «Aquella mañana me asomé a su habitación y vi que estaba guardando sus cosas en la misma maleta que había traído de la cárcel», dijo Manuel. «Quería irse de Mágina, sin decirme a dónde, y sin saberlo tampoco, porque no había ningún sitio a donde pudiera ir. Entonces le dije que se fuera una temporada a " La Isla de Cuba", al menos hasta que terminara su libro. Algunas veces, de niños, nos íbamos allí desde la huerta de su padre, montados en la yegua blanca, para bañarnos en el río. Se marchó aquella misma tarde, yo mismo lo llevé a la estación del tranvía. Nunca más volví a verlo.» Beatus Ille, piensa Minaya, con una melancolía que no le pertenece del todo, súbita y general, indiferente como el paisaje de olivos que se prolonga hasta el desvanecido azul y las estribaciones de la sierra. Inés ha entrado en la casa llamando a Frasco, y cuando su voz deja de oírse Minaya queda perdido transitoriamente en la soledad de los lugares desconocidos y vacíos, que siempre se le antoja definitiva. Frente a la casa hay una breve elevación sembrada de almendros de donde viene una brisa con olor a tierra húmeda, subida acaso desde el río. Frasco apareció entonces entre los almendros, con una azada sucia de barro al hombro y un ancho sombrero de paja que le tapaba la cara. Se oían rozar ásperamente las perneras de su pantalón contra los jaramagos, y por el brío de su paso y la tensión muscular que se adivinaba en su manera de sostener la azada Minaya hubiera dicho que no era un anciano, sino un hombre de cuarenta años quien se le acercaba. Caminaron juntos hacia la casa, conversando al azar sobre la lluvia reciente, sobre la enfermedad de Manuel, sobre el tiempo lejano en que aquella finca, que había sido la mejor de todo el término de Mágina, llegó a tener diez mil olivos. Pero eso fue mucho antes de la guerra, precisó Frasco, que aún recordaba la visita de Alfonso XIII con su traje de sportman y sus altas polainas de cazador y el polvo que levantaron en el camino los automóviles del séquito. Sentados en el zaguán, junto a la mesa de madera desnuda, miraron en silencio a Inés mientras les servía la comida. En el zaguán, en toda la planta baja de la casa, reinaba una penumbra húmeda como aliento de pozo que hacía relucir las piedras del pavimento, gastadas como guijarros.

– Me han dicho que usted vio cómo mataron a Solana.

– Yo no lo vi. Sólo lo vieron ellos, los que lo mataron. Yo oía las ráfagas de los naranjeros que llevaban los civiles y los tiros de la pistola de don Jacinto, que saltó al barranco del río desde el cobertizo. Yo había estado un año entero en el frente de Córdoba, y sabía distinguir muy bien cada clase de disparo. Me tenían esposado aquí mismo, dos de ellos, apuntándome con los fusiles, como si me pudiera escapar, y yo oía las ráfagas y los gritos, y de vez en cuando la pistola de don Jacinto, que la llevaba siempre, hasta cuando estaba escribiendo. La tenía en la mesa, junto a sus papeles, y cuando bajaba al río para bañarse la dejaba entre la ropa, porque sabía que iban a venir por él. Me acuerdo de que tardaron varias horas en encontrar el cadáver, porque cayó muerto en el río y la corriente lo había arrastrado, así que ya era de día cuando lo trajeron aquí y lo dejaron tirado en medio de la explanada, empapado en cieno y con toda la cara llena de sangre. No me dejaron acercarme a él, pero yo vi de lejos que le brillaban en la cara los vidrios rotos de las gafas.

Inés había escuchado el relato de Frasco con la misma atención fascinada con que oía de niña en la oscuridad las historias de islas y altos buques vacíos que remontaban el valle del Guadalquivir en las noches sin luna. Estaba de pie, a espaldas de Minaya, y de vez en cuando le tocaba el hombro o le rozaba el cuello con un gesto muy leve, pues nada le complacía más que envolver en secreto toda señal de ternura. Con un estremecimiento de gratitud apretó la mano que le tendía ella en la sombra cuando iban siguiendo a Frasco escaleras arriba hacia la habitación que ocupó Solana durante los tres últimos meses de su vida, un gran pajar con el techo inclinado y largas vigas atadas con ramales, con una sola ventana, al fondo, tapada con un trozo de saco que tintaba la luz de un amarillo de polen. Bajo la cama estaba el baúl que nadie había abierto en los últimos veintidós años, porque Frasco no quiso tocar nada desde que los civiles se marcharon llevándose el cadáver empapado de Jacinto Solana.

– Barrí las cenizas. El suelo estaba lleno de papeles quemados, por todas partes, hasta debajo de la cama, no sé cómo no se prendió fuego en el techo, que es de madera y cañizo, ya ve usted, y ardió toda la casa. No quemaron todos los papeles al mismo tiempo, en una hoguera, parece que los hubieran ido quemando uno por uno.

– ¿Quemaron también los libros? -dijo Minaya, mientras examinaba las manchas de tinta azul que había sobre la mesa. Manchas a veces de un dedo, como huellas dactilares, largas manchas como la sombra de las manos de Jacinto Solana.

– No había libros. Don Jacinto no traía ninguno cuando vino aquí. Nada más que la maleta atada con una cuerda y la pistola en el bolsillo de la americana. Escribía con una pluma que le había regalado don Manuel. Por cierto que debieron llevársela los civiles, porque ya no volví a verla.

Apartando el trozo de saco que la cubría, Inés se acodó en la ventana para mirar el río y la línea amurallada y azul de la ciudad, como si no atendiera a las palabras de Frasco. El agua formaba grumosos remolinos pardos en torno a los pilares del puente y los cañaverales de la orilla. Bajo la ventana estaba el tejadillo inclinado desde el que Jacinto Solana había saltado al terraplén, rodando ciego entre las grasientas hojas de las adelfas, entre la oscuridad y el barro, incorporándose luego e hincando los codos en la tierra roja para disparar a los guardias que lo perseguían. Inés, dijo Minaya, y por el tono de su voz supo ella que ahora estaban solos en el pajar y que le bastaría permanecer inmóvil para que él la abrazara por la espalda y le acariciara los pechos, diciendo otra vez su nombre con una voz más oscura y como emboscada entre su pelo, que él indagaba con los labios. Pero esta vez Minaya no la abrazó: Frasco se había marchado, le dijo, y volvería pronto, y él quería abrir mientras estuvieran solos el baúl que había bajo la cama. Al levantar la tapa Minaya tuvo la sensación de estar abriendo un ataúd. «No hay nada», dijo Inés, arrodillada a su lado, «sólo ropa vieja». Removieron hasta el fondo del baúl, donde había un par de zapatos cuarteados, una estilográfica, un mechero de gasolina, una cinta roja igual que las que ataban los manuscritos del dormitorio nupcial. Como la cama de hierro con el somier desnudo y las manchas de tinta sobre la mesa, cada una de las cosas que iban exhumando se añadía oscuramente a las otras para trazar ante ellos el volumen vacío de la presencia de Jacinto Solana. «No dura la memoria», pensó Minaya mientras abría la estilográfica que tal vez tocó Solana unos minutos antes de morir, mientras intentaba accionar el mechero que tantas noches ocupó un sitio preciso entre las costumbres de la escritura y el insomnio, «sólo duran las cosas que siempre pertenecieron al olvido, la pluma, el encendedor, un par de zapatos, una mancha de tinta como una huella sobre la madera». Fue Inés quien encontró el cuaderno y la pequeña bala envuelta en un trozo de periódico. Estaba doblando una chaqueta gris para guardarla en el baúl cuando notó en el forro una superficie dura y lisa, y luego, al seguir palpando, un envoltorio tan pequeño que al principio no lo distinguieron sus dedos del pliegue donde se alojaba. Había una desgarradura en el bolsillo interior, y por ella, sin duda, se habían deslizado el casquillo y el bloc. «Mira, es la misma letra de los manuscritos.» Era un bloc cuadriculado, de tapas azules, de aire escolar, ocupado irregularmente por una escritura que parecía disciplinada por la desesperación. Esa tarde, mientras regresaban a la ciudad en el tranvía, Minaya examinó las páginas donde los trazos de tinta eran ya tan tenues como la cuadrícula, y al descifrar las palabras, que a veces leía en voz alta a Inés, las imágenes del río, de la explanada frente a la casa, de la habitación con la mesa y la ventana única desde la que se veía la silueta de Mágina, se precisaron como un escenario nocturno alrededor de la figura que a la luz de una vela escribe incesantemente aun después de oír el estrépito de los culatazos contra el portón del cortijo, cuando ya redoblan como un galope de caballos las botas de los guardias por las escaleras, pero sabe que va a morir y no quiere que sus palabras finales terminen en el fuego. «Él mismo escondió el bloc en el forro de la chaqueta», le dijo Minaya exaltadamente a Inés, como si hablara para sí mismo, para su voluntad de buscar y saber, «porque este diario era su testamento y él lo sabía desde que empezó a escribirlo». Guardó el cuaderno cuando llegaron a la estación de Mágina, sin haber leído aún el largo relato que ocupaba las últimas hojas ni entender, por lo tanto, el motivo de que en el forro hubiera también un casquillo de bala envuelto en un trozo del ABC republicano del 22 de mayo de 1937. Sólo esa noche, anoche, cuando Manuel ya estaba muerto sobre la alfombra del dormitorio nupcial, Minaya cerró con llave la puerta de su habitación y descubrió que Solana había contado en las últimas páginas del cuaderno la muerte de Mariana, y que la bala que la derribó no había venido desde los tejados por donde los milicianos perseguían a un fugitivo, sino de una pistola que alguien empuñó y disparó en la misma puerta del palomar. Él mismo había telefoneado a Medina y bajado a descorrer el cerrojo de la puerta exterior para que el médico la encontrase abierta cuando llegara, empleando en tales actos una premura inútil, una prisa sonámbula semejante a la que se daban Teresa e Inés en preparar café, botellas de agua caliente, sábanas limpias para vestir la cama donde Minaya y Utrera habían acostado a Manuel, como si la muerte no fuera una cosa definitiva y se la pudiera detener o mitigar fingiendo que no atendían a un cadáver, sino a un enfermo, y que su prisa por ordenarlo sigilosamente todo en el dormitorio nupcial, sin hablar entre ellas ni a los otros, eludiendo mirarse igual que procuraban no mirar al hombre tendido sobre la cama, estaba motivada por ese pudor que en las casas donde hay un enfermo provoca la inminencia de la llegada del médico. Extraviada en un despertar tan oscuro como la niebla de sus ojos, Amalia deambulaba entre el corredor de la galería y el gabinete y el dormitorio nupcial, imponiéndose vagas obligaciones que no terminaba de cumplir, trayendo un vaso de agua para doña Elvira o alisando burdamente la colcha en torno a los pies de Manuel, y murmuraba cosas que en el oído de Minaya se confundían con el murmullo o el rezo de doña Elvira y los copiosos pasos que exageraba el silencio. Como peces en un acuario se cruzaban todos en el espacio del dormitorio y el gabinete, rozándose a veces los cuerpos, pero no las miradas, y si Minaya, venciendo un instante el estupor de una culpa que se parecía a la de esos crímenes que cometemos en sueños, buscaba los ojos de Inés cuando se encontraba a solas con ella en el corredor, hallaba un gesto de huida o una fija mirada que no parecía reparar en él. No temía entonces que los descubrieran: con un miedo que borraba toda culpabilidad o sensación de peligro temía únicamente que Inés hubiera dejado de quererlo.

Ahora la muerte era Manuel, con su pañuelo de seda al cuello y su pelo blanco despeinado que doña Elvira alisaba como en sueños con una seca caricia, eran los ojos abiertos en el umbral de la habitación y la mano que se había levantado como para maldecirlos o expulsarlos curvándose luego como si quisiera apresar el corazón y el estrépito ronco del aire que huía de los pulmones y del cuerpo lentamente derribado y cayendo de un golpe sobre el desorden de las ropas de Minaya y de Inés y del velo de novia que ella había usado para iniciar el juego de fingirse o de ser Mariana en su noche nupcial. Pero todo estaba muy lejos y era como si no hubiera sucedido, porque la muerte arrasaba la posibilidad de recordar y huir, y el instante en que murió Manuel era ya tan imaginario o remoto como la voz de Medina, aletargada por el sueño, cuando prometió a Minaya que llegaría a la casa en veinte minutos. Salió al corredor, con el propósito inútil de comprobar si estaba encendida la luz del patio para cuando llegara Medina, rechazó un café que le ofrecía Teresa, buscó a Inés y cuando la vio venir no se atrevió a mirarla, bruscamente abrió la puerta de su habitación y se encerró con llave y vio sobre el escritorio los manuscritos de Jacinto Solana, el cuaderno azul, el casquillo de bala que al cabo de unos minutos, cuando leyera las últimas páginas del cuaderno, iba a instituirse como el punto final de la historia que había perseguido durante tres meses. Pero ahora sólo había una lucidez culpable en el conocimiento. Entendió que al buscar un libro había encontrado un crimen y que después de la muerte de Manuel no le quedaba posibilidad de inocencia.

Habían vuelto esa tarde de la estación persiguiéndose y abrazándose por los callejones con una obstinación en el deseo que por primera vez excluía todo pudor o ternura, demorando el momento de llegar a la casa y atreviéndose a crudas caricias por las esquinas vacías y a palabras dulces y sucias que nunca habían pronunciado. Pero el juego y la fiebre no terminaron cuando llamaban a la casa. Mientras oían a Teresa, que cruzaba el patio repitiendo «ya va», se ordenaban la ropa, el pelo, se erguían gravemente a ambos lados de la puerta, fingiendo ya indiferencia o fatiga, y ahora la simulación los incitaba más que el asedio.

– Don Manuel está peor -dijo Teresa-. Tuvo que acostarse después de comer.

– ¿Ha venido el médico?

– Claro, y le ha regañado por fumar y no tomarse las medicinas. Cómo va a ponerse bueno, si no hace caso de lo que le mandan.

Al oír a Minaya, Amalia bajó las escaleras tanteando el pasamanos. Venía del dormitorio de Manuel y traía consigo un fatigado olor a habitación de enfermo. «Su tío quiere verlo.» Tenía un brillo sucio de lágrimas bajo los párpados pintados. Cuando Minaya golpeó quedamente la puerta del dormitorio la voz de Manuel invitándolo a que pasara le sonó desconocida, como si prematuramente la contaminara la extrañeza de la muerte. Pero esas cosas las pensó después, mientras estaba solo en su habitación esperando a Medina, porque uno recuerda siempre la víspera de una desgracia imaginando en ella leves vaticinios que no supo averiguar cuando aún era tiempo, y que tal vez no existían. La misma voz venida de la penumbra le pidió que entreabriera las cortinas. «Ábrelas más, del todo. No sé por qué tienen que dejarlo a uno a oscuras cuando está enfermo.» Porque la luz es un agravio, pensó Minaya al volverse hacia su tío, mirando los pómulos hundidos contra la almohada blanca y las delgadas manos inertes sobre la colcha, las muñecas de largas venas azules que emergían de las mangas del pijama. En la plaza, sobre las copas de las acacias, la torre color arena de la iglesia, coronada de gárgolas bajo los aleros, relumbraba en la tarde contra un violento azul cruzado de golondrinas.

– Acerca esa silla. Siéntate aquí, más cerca. No puedo levantar mucho la voz. Medina me ha prohibido que hable. Lleva treinta años prohibiéndome y ordenándome cosas absurdas.

Manuel cerró los ojos y llevó muy despacio la mano hacia el costado izquierdo, conteniendo el aire y expulsándolo luego con un silbido muy largo. Era de nuevo la punzada, el cuchillo, la oscura mano que hendía el pecho hasta apretarle el corazón y luego lo iba soltando con la misma lentitud con que lo había apresado, como si ofreciera una tregua, como si avanzara sólo hasta el justo límite donde empezaría la asfixia.

– Esta mañana, cuando te fuiste al cortijo, entré en la biblioteca y vi que habías olvidado guardar unas cuartillas escritas. Iba a recogerlas yo, porque me parecieron notas para ese libro que no sé si todavía quieres escribir, y temía que Teresa te las desordenara al hacer la limpieza, pero al reunirías vi sin querer que habías escrito mi nombre y el de Mariana, subrayados, varias veces. No me mires así: soy yo quien debe disculparse, y no tú. Porque estuve tentado de abrir de nuevo el cajón y leer lo que habías escrito sobre nosotros. Desde que viniste aquí he respondido a todas tus preguntas, pero esta mañana me dio miedo imaginar qué pensarías de nosotros, de Mariana y de mí, y de Solana, que hacía igual que tú, que lo miraba todo del mismo modo que miras tú, como averiguando la historia de cada cosa y lo que uno pensaba y lo que escondía tras las palabras. Con aquella novela suya que no llegó a terminar me hubiera pasado lo mismo que con tus papeles. No me habría atrevido a leerla.

«Si supiera que no soy un testigo, sino un espía, que he entrado en su dormitorio nupcial y he descubierto los manuscritos que él no ha querido mostrarme, tal vez porque se cuenta en ellos lo que sólo pudo ver una sombra apostada sobre el jardín aquella noche de mayo en que Solana y Mariana rodaban en la oscuridad besándose con la desesperación de dos amantes en la víspera del fin del mundo.» Manuel había hablado en un tono de voz cada vez más bajo, y al final, en silencio, le apretó a Minaya largamente la mano, sin mirarlo, como si quisiera asegurarse de que todavía estaba allí. La mano luego amarilla e inmóvil, con la palma vuelta hacia arriba y los dedos curvos como la garra de un pájaro muerto, la mano que se movió torpemente en el aire no para maldecir o expulsar a Inés y a Minaya, sino para hacer que se desvanecieran como el humo de una habitación cerrada, sombras sus dos cuerpos desnudos o prematuros espejismos que le anunciaban a Manuel el sueño de la muerte cuando perseguido por ella se levantó de la cama y salió del dormitorio cruzando el corredor oscuro para mirar por última vez el rostro de Mariana en la fotografía del gabinete y abrir la puerta de la habitación donde la había abrazado y poseído. Se despertó sobrecogido por la súbita conciencia de que iba a morir, pero ni aun cuando estuvo en pie y se atrevió a caminar descalzo sobre el ajedrez frío de las baldosas logró eludir la sensación de estar habitando un sueño en el que, por primera vez, la punzada en el corazón y la asfixiante ligereza del aire eran cosas ajenas a su propio cuerpo, igual que el vértigo en las sienes y el frío en las plantas de los pies. No debió extrañarle, por eso, que hubiera una línea de luz bajo la puerta del dormitorio nupcial ni que por encima del ruido de su respiración se escuchara un obsceno jadeo de cuerpos entrelazados, el agrio aliento de un hombre que murmuraba y mordía cerrando los ojos para apurar el instante imposible de la desesperación o la felicidad y el grito largo o el llanto o la carcajada de una mujer cuyo fiero gozo estallaba como un escándalo de cristales rotos en el silencio de la casa. Comprendió entonces, al filo del desvanecimiento, la irrealidad de tantos años, su condición de sombra, su interminable y nunca mitigada memoria de una sola noche y de un solo cuerpo, y acaso cuando abrió la puerta y se quedó parado en el umbral, percibiendo en el aire el mismo olor candente de aquella noche, no llegó a reconocer los cuerpos prendidos sobre la cama, brillando en la penumbra, y murió borrado por la certeza y el prodigio de haber regresado a la noche del veintiuno de mayo de 1937, para presenciar tras el cristal de la muerte cómo su propio cuerpo y sus manos y labios asediaban a Mariana desnuda.

«No», había dicho Inés, apoyándose en la puerta cerrada del dormitorio cuando Minaya, que había devuelto los manuscritos al cajón donde los encontró, se dispuso a salir. «Tiene que ser aquí. Me gusta esa cama, y el espejo del armario.» Lo dijo con una voz que no era tan invitadora como de antemano resuelta a cumplir ese exacto deseo aun cuando Minaya no accediera a quedarse, como si él no fuera un cómplice, sino un testigo del placer que ella imaginaba y en el que de cualquier modo estaría sola. Dijo «tiene que ser aquí», sonriendo con tranquila audacia, y él supo en seguida que se quedaría aunque no pudiera compartir su coraje ni olvidar el miedo a que los descubrieran, que no había cesado desde que Inés vino a su habitación y le dijo, con la misma sonrisa, que había encontrado en una chaqueta de Manuel la llave del dormitorio nupcial. Fue Minaya quien le pidió que la buscara: cualquier día, cualquiera de esas noches en que no podía dormir, era posible que Manuel buscara en el dormitorio los manuscritos que él mismo debió esconder tras la muerte de Solana. Durante un cierto tiempo, Minaya confió en que alguna vez se repitiera el azar que le permitió encontrarlos, pero Manuel no volvió a olvidarse de cerrar con llave el dormitorio, lo cual, sospechaba Minaya, era tal vez la prueba de que su tío ya recelaba de él. Oyó pasos acercándose, y aún no se atrevía a desear que fueran los pasos de Inés cuando sonaron los tres golpes callados de la contraseña y ella se deslizó en la habitación vestida y pintada para el juego usual y secreto de las citas nocturnas, haciendo a un lado, con su falda amarilla y su blusa y medias de domingo por la tarde y la sombra de maquillaje en los pómulos, la penumbra de medianoche, la grave presencia, sobre el escritorio, del bloc azul y de los manuscritos, de las cuartillas donde Minaya iba trazando la biografía de Jacinto Solana. Pero ahora, cuando tuvo a Inés ante sí, sólo le importaba su hermosura y la arrasadora certeza de que iba a estar toda su vida enamorado de ella. No se volvió inmediatamente para abrazarla: la vio primero reflejada en los cristales del balcón, de pie tras él, que aún escribía, y esa imagen adquirió para Minaya la cualidad inmóvil de un símbolo o de un recuerdo futuro, porque en ella estaba cifrado el único porvenir no inhabitable que concebía para sí mismo.

Emboscado y solo, a las tres o a las tres y media de la madrugada -no tenía reloj y no había escuchado el del gabinete, y era incapaz de calcular el tiempo pasado desde que habló con Medina- volvió a sentarse frente al escritorio, y se vio en el cristal a la misma luz que lo alumbraba tres horas antes, pero ahora sólo se veía a sí mismo sabiendo que nunca más iba a repetirse junto a la suya la serena figura de Inés, inútilmente buscada ahora en el cristal vacío, en la deslealtad de los espejos. El presente se había quebrado para condenarlo sin remedio a la usura de la memoria, que ya lo urgía a conmemorar con pormenores obsesivos el primer abrazo de la media noche y la sonrisa que había en los ojos de Inés cuando le mostraba la llave como una ambigua invitación que únicamente se reveló del todo en el dormitorio nupcial, después de que Minaya guardara los manuscritos bajo el vestido de novia.

– Nadie va a oírnos. Don Manuel se ha dormido con las pastillas que le dio Medina, y los demás duermen muy lejos de aquí.

Hubiera bastado decir que no por segunda vez, obligarla a que se retirara de la puerta, salir solo tal vez y aceptar el insomnio y la rabia, pero no hizo nada, sólo mirarla enfermo de deseo y de miedo: se sentó en la cama, dejó caer los zapatos, se levantó la falda para desabrocharse las medias. Minaya vio los largos muslos blancos, las rodillas levantadas, los pies al fin desnudos e indóciles a sus besos, rosados y blancos y moviéndose como peces en la penumbra de los espejos. Cuando le entreabría lo muslos para descender al rosa húmedo de su vientre creyó escuchar el ruido de una puerta lejana, pero ya no le importó el miedo, y ni siquiera el pudor, ni la vida, ni la conciencia que se deshacía como la forma de la habitación y la identidad y los límites de su cuerpo. Oía la voz de Inés confundida en la suya y le mordía los labios mientras la miraba a los ojos para descubrir una mirada que nunca hasta esa noche le perteneció. Asidos como dos sombras rodaron al suelo arrastrando consigo las sábanas de la cama, y sobre la alfombra, entre las sábanas manchadas, se buscaban y derribaban y mordían en una persecución multiplicada por los espejos en el aire púrpura y oscuro. Como si hubieran sobrevivido a un naufragio en el mar y a la tentación de rendirse a una muerte dulcísima bajo las aguas se hallaron de nuevo inmóviles sobre la cama y no podían recordar cómo ni cuándo habían regresado a ella. «Ahora no me importa morirme», dijo Minaya. «Si me ofrecieras ahora mismo una copa de veneno la bebería entera.» Sentada en la cama, Inés le acariciaba el pelo y la boca, y lentamente lo hizo volverse hacia ella, entre sus muslos, hasta que los labios de Minaya encontraron la hendidura rosa que ella misma entreabría con el pulgar y el índice de las dos manos para recibirlo. Pero no había ya premura ni desesperación, y la serena codicia del paladar se prolongaba y ascendía en la indagación de la mirada. Empujado por el aliento oscuro que había revivido más hondo cuando apuraba su vientre, subió hasta demorarse en los pechos, en la barbilla, en la boca, en el pelo mojado que le tapaba los pómulos, y luego sintió que se desvanecía estremeciéndose inmóvil, lúcido, suspendido en el límite de una dulzura sin regreso. «Tú no te muevas», dijo Inés, «tú no hagas nada», y empezó a moverse ondulada y girando bajo sus caderas, apresándolo, hiriéndolo, apurando el aire para expulsarlo muy lentamente al tiempo que se levantaba y curvaba hincando en las sábanas los codos y los talones, y sonreía con los ojos fijos en Minaya, murmurando, «despacio», diciéndole en voz baja palabras que él nunca se había atrevido a decirle. Como un animal herido se incorporó alzando la cabeza, y fue entonces cuando se rasgó el tiempo como si una piedra vengativa hubiera roto los espejos que los reflejaban, porque escucharon tras ellos el ruido de la puerta y vieron la temible lentitud con que se movía el pomo y entraba en el dormitorio la larga mancha de luz que se detuvo a los pies de la cama cuando apareció Manuel en el umbral, descalzo, con su pijama de incurable y su pañuelo italiano en torno al cuello, mirándolos con un estupor del que hubiera estado ausente la ira si no fuera por aquella mano que se levantó inmóvil cuando Manuel dio un paso hacia la cama, como en un gesto helado de maldición. Abrió la boca en un grito que no llegó a oírse, y aún dio un paso más antes de que sus pupilas quedaran vacías y fijas, no en Inés ni en Minaya, sino en la mano que había descendido hasta apoyarse abierta en el lado del corazón, curvándose asida a la tela del pijama al mismo tiempo que Manuel iba cayendo de rodillas y volvía a alzar sus ojos azules para mirarlos. Inés no vio esa mirada última: dijo que había hundido el rostro en el pecho de Minaya y que le hincaba las uñas cuando oyó que algo rebotaba pesadamente contra el piso de madera. Temblando de frío abrió los ojos y vio en el espejo del tocador que estaba sola y muy pálida sobre la cama. Minaya, todavía desnudo, se inclinaba sobre el cuerpo de Manuel, tanteándole el pecho bajo el pijama. Está muerto, dijo, y cerró con llave la puerta del dormitorio. Manuel tenía la boca abierta contra el suelo y los ojos fijos en la luz de la mesa de noche. Inés, para no verlos, bajó sonámbula de la cama y extendió una mano cobarde hasta rozarle los párpados, pero Minaya la detuvo y la obligó a incorporarse zarandeándola como a un niño que no quiere despertar. Por primera vez en su vida no lo paralizaba el miedo: ahora el miedo era un impulso para la inteligencia o para el sucio coraje de simular y huir.

– Escucha. Ahora vamos a vestirnos y a arreglar un poco la cama y la habitación. Dejaremos abierta la ventana, para que se vaya el olor del aire. Eso no les hará sospechar: Manuel pudo haberla abierto antes de morir. Te irás a tu dormitorio, y yo al mío, y dentro de una hora iré a despertar a Utrera. Le diré que estaba desvelado y que oí un grito y algo que caía cerca del gabinete. Nadie va a descubrirnos, Inés.

Contó luego la historia con el desesperado fervor con que se cuentan ciertas mentiras necesarias, la dijo ante la mirada incrédula de Utrera, que ya estaba vestido cuando él fue a llamarlo, la repitió una y otra vez añadiéndole pormenores que le hicieron sentirse vil, pero no menos perseguido, y cuando oyó que Amalia se la contaba a doña Elvira le pareció que la historia, al suceder en otra voz, ingresaba del todo en la realidad, y a él lo aliviaba transitoriamente de su peso. Pero Utrera, cuando levantaban el cuerpo de Manuel para tenderlo en la cama, había examinado la ventana abierta, la colcha, la vela medio consumida que aún olía a cera en la palmatoria de la mesa de noche. Mañana me iré de aquí, dijo en voz alta Minaya, encerrado y solo, frente a los cristales del balcón que da a la plaza de las acacias, súbitamente poseído por el presentimiento del destierro. Oyó un timbre lejano y luego pasos y voces en la escalera, los pasos lentos, la voz indudable de Medina, pero aún no salió de su habitación. Podía oírlos y reconocer cada una de sus voces, porque estaban todos en el gabinete, al otro lado de la puerta, pero también allí, en el cuaderno azul, en las últimas páginas que ahora empezaba a leer, preguntándose quién de ellos, quién de los vivos o de los muertos había sido un asesino treinta y dos años atrás.