"El pintor de batallas" - читать интересную книгу автора (Pérez-Reverte Arturo)15Al día siguiente, Faulques bajó al pueblo. Aparcó la moto en una calle estrecha, sin sombra, entornando los ojos ante la perspectiva cegadora de las fachadas blancas que se escalonaban cuesta abajo, hacia la masa ocre de la muralla antigua del puerto. Luego entró en la oficina bancaria a sacar dinero de su cuenta, fue a la ferretería donde encargaba las pinturas y pagó la última factura pendiente. Después anduvo despacio hasta la dársena pesquera y estuvo un rato inmóvil, mirando los barcos amarrados junto a las redes apiladas en el muelle. Cuando a su espalda el reloj del ayuntamiento dio doce campanadas, fue a sentarse bajo el toldo del bar restaurante más próximo; el que ofrecía mejor vista de la bocana del puerto y la extensión de agua, rizada por el viento de levante, que llegaba hasta la línea gris de Cabo Malo. Pidió una cerveza y estuvo allí inmóvil, frente al mar y al espigón vacío donde solía atracar la golondrina de turistas, pensando en Ivo Markovic y en él mismo. En las últimas palabras pronunciadas el día anterior por el croata, antes de marcharse. Debería usted bajar al pueblo. Conocer a esa mujer. No queda mucho tiempo. Conocer a esa mujer. Sin apenas darse cuenta de ello, Faulques torció la boca en una sonrisa. Ya no había mujeres que pintar en el gran fresco circular de la torre. Todas estaban allí: la violada con los muslos llenos de sangre, las que se agrupaban como un rebaño asustado bajo los fusiles de los verdugos, la de rasgos africanos que miraba moribunda al espectador, la que en primerísimo plano abría la boca para emitir un silencioso alarido de horror. Y también Olvido Ferrara, en todos los rincones y en todos los trazos del vasto paisaje que habría sido imposible advertir, componer, sin su presencia. Como en aquel volcán rojo, negro y pardo que constituía el vértice del mural, el punto donde convergían todas las líneas, todas las perspectivas, toda la compleja y despiadada trama de la vida y su azar regido por normas rigurosas, rectas igual que la trayectoria de las flechas siniestras del carcaj de Apolo. El que, frente a Troya, al moverse tensando el arco asesino -también letal combinación de curvas, ángulos y rectas, como de costumbre- iba semejante a la noche. Obediente al tejer inevitable de las Parcas. Ya entiendo lo que buscas, había comentado Olvido en cierta ocasión. Estaban en Kuwait, recién abandonado por las tropas iraquíes. Habían entrado el día anterior con una unidad mecanizada norteamericana y se encontraban en el quinto piso del Hilton, sin electricidad, sin cristales en las ventanas -cogieron una llave al azar tras el mostrador desierto de la conserjería-, con el agua de las cañerías reventadas corriendo por el suelo, escaleras abajo. Quitaron la colcha cubierta de hollín de petróleo incendiado para dormir toda la noche, exhaustos, con el panorama de los pozos en llamas y el estampido de los últimos cañonazos. Lo entiendo al fin, insistió Olvido -se asomaba a la ventana con una camisa de Faulques puesta y una cámara en las manos, observando la ciudad-, y me ha llevado tiempo, besos, miradas, averiguarlo. Estudiarte moviéndote por las catástrofes con tu cautela de cazador, tan fiable, tan seguro de lo que haces y no haces, tan poco charlatán como un soldado viejo. Preparando cada foto con los ojos antes de hacer un movimiento, evaluando en décimas de segundo si merece la pena o no. No te rías, porque es así. Te lo juro. Y también sé lo que sé de tanto sentirte estallar dentro de mi vientre mientras me abrazas, y tenerte ahí, bien adentro, relajado al fin, en el único momento de tu existencia en que bajas la guardia. Veo lo que ves. Te observo pensar antes y después, pero nunca mientras haces una fotografía, porque sabes que entonces no la harías nunca. Mi única duda es si esa horrible comprensión mía se debe a un contagio, como si se tratara de un virus o una enfermedad secreta e incurable. Si estoy cogiendo la guerra, o si ya estaba en mí y sólo has ejercido de agente provocador, o de testigo. El asunto es algo parecido a lo que mi abuela, mientras alineaba coliflores y lechugas en su jardín -qué bien os entendisteis vosotros dos, la chica Bauhaus y el arquero zen-, llamaba Faulques apagó el recuerdo con un sorbo de la cerveza que acababa de traerle la camarera. Luego miró hacia levante, donde el espigón ocultaba el mar. Un ruido distante de motores se acercaba desde el otro lado del rompeolas, y al momento una chimenea blanca y roja se movió a lo largo de este, hacia la farola de entrada al puerto. Un poco después la golondrina de turistas cruzaba la bocana e iba a atracarse al muelle, cerca de la terraza. Tras una maniobra rápida y precisa, un marinero saltó a tierra para hacer firmes las amarras en los norays y tender la pasarela, y una veintena de pasajeros abandonó la embarcación. El pintor de batallas observó con curiosidad, intentando identificar a la mujer de la megafonía mientras los turistas se dispersaban. Al fin quedó un grupo más pequeño, y de él se destacó una mujer aún joven, rubia, alta y fuerte, de rostro agradable, que caminó en dirección a la oficina de turismo. Llevaba un vestido de lino blanco que resaltaba su bronceado, sandalias de cuero y un bolso grande en bandolera. Parecía cansada. Faulques la vio abrir la oficina y entrar. Siguió sentado, mirando a los turistas que se alejaban por el muelle haciéndose las últimas fotos o tomas de vídeo entre las redes de pescadores y junto a los barcos, con el fondo del puerto y el mar abierto más allá de la bocana. Turistas. Público. Y de nuevo los recuerdos. Nosotros hacemos el resto, decía el anuncio de la Kodak al que había hecho referencia Olvido. La asociación hizo sonreír a Faulques. Durante algún tiempo aún lo había intentado con la fotografía, o casi. Como objeto último habría resultado una fórmula mixta e insatisfactoria; pero se trataba de una preparación, un calentamiento previo, una forma de adiestrarse para el proyecto que iba fraguando en su cabeza. Un modo de afinar los ojos, obligándose a mirar fotografía y pintura de un modo diferente. Después del sesgo que la cuneta de la carretera de Borovo Naselje impuso a su vida -los efectos secundarios los mantuvo a raya con dos años de intenso trabajo que incluyeron Bosnia, Ruanda y Sierra Leona-, Faulques había dejado el fotoperiodismo bélico. La decisión fraguó tras un largo proceso acumulativo: la tierra desgarrada de Portmán, la nube negra sobre Kuwait, Dubrovnik ardiendo en la distancia y el cuerpo de Olvido tiñéndose de luz roja, las noches frías y solitarias, más tarde, en una habitación sin cristales del Holiday Inn de Sarajevo, ante la panorámica de la geometría urbana recortada por las explosiones y los incendios, habían ido encaminando a Faulques, con la inevitabilidad de sus líneas rectas y convergentes, hasta la sala del tribunal donde una mañana de invierno, hacia la mitad de esa guerra, un serbio bosnio llamado Borislav Herak, antiguo miembro de la brigada de exterminio étnico Boica, había relatado con minuciosa frialdad, ejecuciones masivas aparte, sus treinta y dos asesinatos personales -antes se había entrenado degollando cerdos en una carnicería-, incluidos los de dieciséis mujeres, estudiantes y amas de casa, a las que, como sus camaradas a otros cientos de ellas, violó y mató tras sacarlas del hotel-prisión Sanjak, convertido en burdel para las tropas serbias. Y cuando, ante el tribunal y los periodistas, Herak contó, con la mímica oportuna, el asesinato de una joven de veinte años -«le ordené que se desnudara y gritó, pero le pegué otra vez y se quitó la ropa, así que la violé y se la entregué a mis compañeros, y después de violarla todos la llevamos en coche al monte Zuc, donde le disparé un tiro en la cabeza y la echamos entre unos matorrales»-, Faulques, que encuadraba el rostro de Herak en el visor de su cámara -un rostro insignificante, vulgar, que en tiempo de paz se habría considerado propio de un pobre hombre-, bajó esta despacio, sin apretar el obturador, con la certeza de que ninguna fotografía del mundo, ni siquiera la imagen y el sonido que en ese instante grababan las cámaras de televisión, podría reflejar aquello ni interpretarlo -amoralidad geológica, había dicho Olvido una vez hablando de otra cosa, aunque quizá era de lo mismo; imposible fotografiar el bostezo indolente del Universo-. Y de ese modo llegó el final de treinta años de fotografía de guerra por parte de Faulques. La inercia de aquellas tres décadas todavía lo llevó a otros escenarios bélicos durante cierto tiempo; pero entonces ya había perdido los restos de fe en lo que el objetivo mostraba, la antigua esperanza que animaba sus dedos sobre el obturador y los anillos de foco y diafragma. Después -Olvido nunca llegó a saber cuánto había tenido que ver ella con todo- Faulques pasó mucho tiempo recorriendo museos para una colección sobre cuadros de batallas con público incluido; una extraña serie cuya intención él mismo iría descubriendo poco a poco. Tras un trabajo exhaustivo de investigación y documentación, provisto de los permisos adecuados y de una Leica sin flash ni trípode, objetivo de 35 milímetros y película en color idónea para tirar con luz natural y a bajas velocidades, el antiguo fotógrafo de guerra se situaba durante varios días frente a cada uno de los sesenta y dos cuadros de batallas que había seleccionado de una amplia lista que comprendía diecinueve museos de Europa y América, y fotografiaba el cuadro y a la gente que se encontraba ante él, los visitantes aislados o en grupo, los estudiantes y los guías artísticos, los momentos en que la sala estaba vacía, o cuando era tan numeroso el público que el cuadro apenas podía verse. Trabajó así durante cuatro años, seleccionando, descartando, hasta que reunió una serie última de veintitrés fotografías, que incluía desde los ojos enloquecidos del hombre que apuñalaba a un mameluco en La mujer del barco de turistas salió de la oficina y se dirigió hacia las terrazas, camino del aparcamiento. Faulques observó que se detenía a hablar con el vigilante del puerto y que saludaba a los camareros. Parecía locuaz, tenía bonita sonrisa. El pelo, muy rubio y largo, estaba recogido en una cola de caballo. Atractiva a pesar de su corpulencia y algún kilo de más. Cuando pasó frente a la mesa donde estaba sentado, el pintor de batallas la miró a los ojos. Azules. Risueños. – Buenos días -dijo. La mujer lo estudió, sorprendida al principio, curiosa luego. Unos treinta años, calculó Faulques. Respondió buenos días, hizo ademán de seguir adelante, pero se detuvo, indecisa. – ¿Nos conocemos? -preguntó. – Yo a usted sí -Faulques se había puesto en pie-. Al menos conozco su voz. La oigo cada día a las doce en punto. Lo miró con atención, confusa. Era casi tan alta como él. Faulques señaló la golondrina y la costa en dirección a la cala del Arráez. Tras un instante, ella ensanchó la sonrisa. – Claro -dijo-. El pintor de la torre. – La mujer se echó a reír. Olía ligeramente a sudor, advirtió Faulques. Un sudor limpio, de mar y sol. Parte de su trabajo, supuso, bregando con turistas desde las diez de la mañana. – Espero no haberle causado problemas -dijo ella-. Lamentaría que hayan ido a molestarlo… Pero no tenemos muchas celebridades locales de las que presumir ante los visitantes. – No se preocupe. El camino es largo, incómodo y cuesta arriba. Apenas sube nadie allí. La invitó a sentarse, y ella lo hizo. Pidió una coca-cola al camarero, encendió un cigarrillo, le contó a Faulques algunos pormenores de su trabajo. Era de una ciudad del interior y atendía la oficina de Puerto Umbría durante la temporada turística. En invierno trabajaba como intérprete y traductora para consulados, embajadas, juzgados y oficinas de inmigración. Estaba divorciada, tenía una niña de cinco años. Y se llamaba Carmen Elsken. – ¿Origen alemán? – Holandés. Vivo en España desde niña. Charlaron durante quince o veinte minutos. Una conversación intrascendente, cortés, sin demasiado interés para Faulques, salvo el hecho de que a aquella mujer pertenecía la voz que durante mucho tiempo había estado oyendo cada mañana. Así que la dejó hablar, manteniéndose en un relativo silencio del que sólo salía para las preguntas adecuadas. De cualquier modo, era inevitable que la charla acabara recayendo en él y en su trabajo de la torre. Se dice en el pueblo que es original, comentó Carmen Elsken. Muy interesante. Una pintura enorme que cubre toda la pared interior, en la que lleva trabajando casi un año. Es una lástima que no pueda visitarse, pero comprendo que prefiera que lo dejen tranquilo. Aun así -añadió observándolo con renovada curiosidad- me gustaría ver esa pintura algún día. Faulques dudó un instante. Por qué no, se dijo. Ella era agradable. Su compatriota Rembrandt no habría vacilado en pintarla como una burguesa de carne cálida y escote propicio. El pelo recogido estaba tenso y liso en su frente y sus sienes, en bonito contraste con la piel. El pintor de batallas casi había olvidado lo que se sentía con una mujer cerca. La imagen de Ivo Markovic pasó fugazmente por su imaginación. No queda mucho tiempo, había dicho el croata. Debería usted bajar al pueblo. Una pausa para reflexionar. Tregua antes de la conversación final. El pintor de batallas estudió los ojos azules que tenía ante sí. Estaba acostumbrado a observar, y advirtió en ellos un destello de interés. Puso la mano derecha sobre la mesa y comprobó que ella la miraba, siguiendo el movimiento. – Tengo cosas que hacer a partir de mañana, pero esta tarde quizá sea posible… Si quiere subir allá arriba, verá la torre. Pero un coche sólo puede llegar hasta medio camino. El resto tendrá que hacerlo a pie. Carmen Elsken tardó cuatro segundos en responder. Sí, subiría con mucho gusto. ¿A partir de las cinco estaba bien? A esa hora cerraba la oficina de turismo. – Las cinco es una hora perfecta -respondió Faulques. La mujer se levantó y él también lo hizo, estrechando la mano que le tendía. Un apretón cálido y franco. Observó que el destello de interés seguía presente en los ojos azules. – A las cinco -repitió ella. La estudió mientras se alejaba, el pelo rubio, la falda blanca del vestido balanceándose sobre las caderas anchas y las piernas bronceadas. Luego volvió a sentarse, pidió otra cerveza y miró en torno con suspicacia, temiendo ver a Ivo Markovic apostado por allí cerca y con una sonrisa de oreja a oreja. Siguió observando el mar y la lejana línea de la costa hacia Cabo Malo, mientras Carmen Elsken se difuminaba despacio en sus pensamientos. El sol empezaba a declinar, y la luz intensa daba a los objetos una claridad precisa, de especial belleza, como veladuras que en vez de espesar aclarasen los tonos de color en una inmensa transparencia. Belleza, se dijo volviendo a sus recuerdos, era una de las palabras posibles; pero sólo una de ellas. También había reflexionado sobre eso un par de veces junto a Olvido, en otro tiempo. Paisajes bellos no siempre significaban luz y vida, ni futuro más allá de las cinco de la tarde o de cualquier otra hora que los seres humanos estableciesen con inexplicable optimismo -Faulques pensó de nuevo en Ivo Markovic y curvó los labios en una mueca breve y cruel-. Olvido y él habían hablado de eso ante unas acuarelas de Turner, en la Tate Gallery de Londres: Venecia al alba hacia San Pietro di Castello o desde el hotel Europa podía ser un idílico paisaje visto con los ojos de un pintor inglés de mediados del XIX, pero también la frontera difusa -la acuarela y sus ambiguos matices eran perfectos para eso- entre la belleza de un amanecer y la representación plástica que la variada paleta del Universo, el fascinante espectro cromático del horror, ponía a disposición de cualquier observador situado en el punto propicio. Trazos de nubes podían extenderse sobre el mar, en el horizonte oriental de la mañana, como el anuncio de un nuevo día perfecto de luz y formas; pero también como el humo que, llevado por la brisa de tierra, arrastraba el olor a muerte de una ciudad devastada - Faulques bebió otro sorbo de cerveza, observando la delgada línea gris que se adentraba en el mar, a lo lejos. Aquellas acuarelas venecianas también se relacionaban en su memoria con circunstancias distintas. Entre otras, con la luz fría y difusa de un amanecer de otoño en las afueras de Dubica, antigua Yugoslavia, esperando el momento de acompañar a un grupo de soldados en el cruce del río Sava. Olvido y él habían pasado la noche tiritando de frío en la nave de una fábrica abandonada, entre ciento noventa y cuatro croatas que iban a combatir cuando amaneciera. Al principio Olvido fue acogida con las deferencias masculinas usuales -en aquel tiempo todavía lo eran- hacia una mujer que se encontraba en la guerra por voluntad propia. A la luz de sus linternas, los soldados la observaron con curiosidad. Qué hace aquí, podía leerse en sus sonrisas asombradas, en sus comentarios en voz baja. Le habían buscado un sitio razonablemente cómodo donde instalarse, y unos jóvenes le dieron, de sus provisiones, una lata de piña en almíbar. Luego, según pasaba el tiempo, los soldados fueron retornando a su aislamiento personal, al silencio ensimismado de quien está cerca de un encuentro crucial con la suerte y el destino. Unos treinta de ellos eran casi niños: tenían de quince a diecisiete años y se agrupaban en torno a un maestro de su colegio con el que habían sido alistados en bloque. El maestro era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que pese a los cascos de acero, las armas y las cinchas militares atiborradas de munición y granadas, se movía entre ellos con los gestos del profesor que hasta sólo semanas antes había sido, y a quien los padres de aquellos chicos rogaron que los cuidara como en la escuela. Iba de unos a otros hablando en voz baja y tranquila, comprobando sus equipos, dándoles cigarrillos y sorbos de una botella de |
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