"Casi Un Objeto" - читать интересную книгу автора (Saramago José)REFLUJO En un principio, pues todo necesita tener un principio, incluso siendo ese principio aquel punto final que no se puede separar de él, y decir «no puede» no es decir «no quiere» o «no debe», es el extremo no poder, porque si tal separación se pudiese, es sabido que todo el universo se desmoronaría, puesto que el universo es una construcción frágil que no aguantaría soluciones de continuidad, en un principio se abrieron cuatro caminos. Cuatro carreteras largas acuartelaron el país, arrancando cada una de ellas de su punto cardinal, en línea recta o apenas curva por obediencia a la curvatura terrestre, y para eso tan rigurosamente cuanto es posible perforando las montañas, apartando las planicies y venciendo, equilibradas sobre pilares, los ríos y los valles que algunas veces tienen ríos también. A cinco kilómetros del sitio donde se cruzarían si ése hubiese sido el deseo de los constructores, o mejor dicho, si ésa hubiese sido la orden que de la persona real en el momento propicio hubieran recibido, las carreteras se plurifurcaron en una red de vías todavía principales y después secundarias, como gruesas arterias que para seguir adelante tuvieran que metamorfosearse en venas y en capilares, y dicha red se encontró inscrita en un cuadrado perfecto, obviamente con diez kilómetros de lado. Este cuadrado, que también en principio -guardada por idénticas razones la observación universal que abre el relato, había empezado por ser cuatro hileras de marcas de agrimensura dispuestas en el suelo, vino a convertirse más tarde, cuando las máquinas que abrían, alisaban y empedraban las cuatro carreteras apuntaron en el horizonte, venidas, como ha sido dicho, de los cuatro puntos cardinales- en un muro alto, cuatro lienzos de muro que, se vio en seguida y ya antes en las planchetas de dibujo, se sabía que delimitaban cien kilómetros cuadrados de terreno liso, o alisado, porque algunas operaciones de excavación hubo que hacer. Terreno cuya elección respondía a la primordial necesidad de equidistancia de aquel lugar con las fronteras, justicia relativa que después vino a ser afortunadamente confirmada por un elevado tenor de cal que ni los más optimistas osaban prever en sus planos cuando les fue pedida su opinión: todo esto vino a resultar a mayor gloria de la persona real, como desde la primera hora debería haber sido previsto si se hubiese prestado más atención a la historia de la dinastía: todos los reyes de la misma habían tenido siempre razón, y los otros mucho menos, conforme se mandó escribir y quedó escrito. Una obra así no podría ser hecha sin una fuerte voluntad y sin el dinero que permite tener voluntad y esperanza de satisfacerla, razón por la cual los cofres del país pagaban a toca teja las cuentas de la gigantesca empresa, para la cual, naturalmente, en su momento había sido ordenada una derrama general que alcanzó a toda la población, no según el nivel de las ganancias de cada ciudadano sino en función, en orden inverso, de la esperanza de vida, como se explicó ser de justicia y fue comprendido por todo el mundo: cuanto más avanzada la edad, más alto el impuesto. Muchos fueron los hechos notables en obra de tal envergadura, muchas las dificultades, no pocas las víctimas mandadas por delante después de soterradas, caídas de alturas y gritando inútilmente en el aire, o segadas de súbito por la insolación, o de repente congeladas quedándose de pie, linfa, orina y sangre de piedra fría. Todas mandadas por delante. Pero la expresión del genio, la inmortalidad provisional, quitando la que, por inherencia, estaba por más tiempo asegurada al rey, cayó en suerte y merecimiento al discreto funcionario que fue del parecer de que eran dispensables los portones que, de acuerdo con el proyecto original, deberían cerrar los muros. Tenía razón. Habría sido absurdo construir y colocar portones que deberían estar siempre abiertos, a todas las horas del día y de la noche. Gracias al atento funcionario algunos dineros llegaron a ahorrarse, los que hubieran correspondido a veinte portones, cuatro principales y dieciséis secundarios, distribuidos igualmente por los cuatro lados del cuadrado y según una disposición lógica en cada uno: el principal en el medio y dos en cada parte del muro lateral. No había por lo tanto puertas, sino aberturas donde terminaban las carreteras. Los muros no necesitaban de los portones para mantenerse de pie: eran sólidos, gruesos en la base hasta la altura de tres metros, y después adelgazando en escalera hasta la cima, a nueve metros del suelo. Excusado sería añadir que las entradas laterales eran servidas por ramales que derivaban de la carretera principal a distancia conveniente. Excusado sería igualmente añadir que este esquema, geométricamente tan simple, estaba ligado, por medio de enlaces apropiados, a la red de ferrocarril general del país. Si todo va a dar a todas partes, todo iría a dar allí. La construcción, cuatro muros servidos por cuatro carreteras, era un cementerio. Y este cementerio iba a ser el único del país. Así había sido decidido por la persona real. Cuando la suprema grandeza y la suprema sensibilidad se reúnen en un rey, es posible un cementerio único. Grandes son todos los reyes, por definición y nacimiento: incluso si alguno no lo quisiese ser, en vano lo querría (hasta las excepciones de otras dinastías las son entre iguales). Pero sensibles lo serán o no, y aquí no se habla de aquella común, plebeya sensibilidad que se expresa con una lágrima en un rincón de los ojos o con un temblor irreprimible de los labios, sino de otra sensibilidad que sólo esta vez, y en este grado, aconteció en la historia del país y no se ha averiguado aún si del mundo: la sensibilidad por incapacidad de soportar la muerte o la simple vista de sus aparatos, accesorios y manifestaciones, sea el dolor de los parientes o las señales mercantiles del luto. Así era este rey. Como todos los reyes, y también los presidentes, tenía que viajar, visitar sus dominios, acariciar a las criaturas que el protocolo previamente escogía para el efecto, recibir las flores que la policía secreta antes había investigado en busca de veneno o bomba, cortar algunas cintas de colores firmes y no tóxicos. Todo esto y aún más hacía el rey de buen grado. Pero en cada viaje sufría mil sufrimientos: muerte, por todas partes muerte, señales de muerte, la punta aguda de un ciprés, el faldón negro de una viuda y, no pocas veces, dolor insoportable, el inesperado cortejo fúnebre que el protocolo imperdonablemente había ignorado o que por retraso o adelanto surgía en la hora más que todas respetable en la que el rey estaba o iba pasando. Cada vez el rey, vuelto a su palacio con ansias, creía morir él mismo. Y fue por tanto padecer los dolores ajenos y por su propia aflicción, por lo que un día que estaba reposando en la terraza más alta del palacio y vio a lo lejos (porque ese día la atmósfera estaba limpia como nunca lo había estado en toda la historia no de aquella dinastía sino de toda aquella civilización) el resplandor de cuatro inconfundibles paredes blancas, tuvo la sencilla idea que vino a ser el cementerio único, central y obligatorio. Para un pueblo que se había habituado, durante milenios, a enterrar a sus muertos prácticamente a la vista de los ojos y de las ventanas, fue una revolución terrible. Pero quien temía a las revoluciones pasó a temer el caos cuando la idea del rey, con aquel paso firme y largo que tienen las ideas, mayormente cuando son reales, llegó más lejos, llegó a lo que los maldicientes designaron como delirio: todos los cementerios del país deberían ser desescombrados de huesos y de restos, fuese cual fuese su grado de descomposición, y todo eso metido en orden en ataúdes nuevos que serían transportados y enterrados en el nuevo cementerio. A esta orden no escapaban siquiera las regias cenizas de los antepasados del soberano: un nuevo panteón sería construido, en estilo quizá inspirado en las antiguas pirámides egipcias, y allí, en su momento, cuando la vida del país volviese al antiguo y aprovechable sosiego, con todos los honores, por la carretera principal del norte siguiendo entre hileras respetuosas de habitantes, irían a dar, por fin última morada, los venerables huesos de todo cuanto había llevado corona encima de la cabeza desde aquel primero que había sabido decir y convencer a los demás de eso con la palabra y la violencia: «Quiero una corona para mi cabeza, hacedla.» Hay quien afirma que esta igualitaria decisión fue lo que más contribuyó a aquietar los ánimos de cuantos se veían despojados de su parte de muertos. Naturalmente también habrá tenido su peso aquella satisfacción tácita de todos los que, por el contrario, consideraban que son un deber aburrido las reglas y tradiciones que hacen de los muertos, por la servidumbre que exigen, seres de transición entre una ya no vida y una todavía no verdadera muerte. De repente, todo el mundo empezó a pensar que la idea del rey era la mejor que jamás había nacido de cabeza humana, que ningún pueblo podía jactarse de tener un rey así, que habiendo determinado el destino que tal rey naciese y reinase allí, al pueblo le tocaba obedecerle, con feliz corazón, y también para comodidad de los muertos, no menos merecedores. La historia de los pueblos tiene momentos de puro júbilo: este momento lo fue, este pueblo lo tuvo. Concluido, finalmente, el cementerio, empezó la gran operación de desenterramiento. En los primeros tiempos fue fácil: los millares de cementerios existentes, entre grandes, medianos y pequeños, estaban también ellos delimitados por muros y, por así decir, en el interior de su perímetro, bastaba cavar hasta la profundidad estipulada de tres metros para mayor seguridad, y sacar todo, metros cúbicos y metros cúbicos de huesos, tablas podridas, cuerpos sueltos desmembrados por las sacudidas de las excavadoras, y después meter los despojos en ataúdes de diferentes tamaños, desde el recién nacido al adulto más corpulento, y en cada uno de ellos colocar una cantidad de huesos o carne, incluso diferentes, incluso dos cráneos y cuatro manos, incluso una minucia de costillas, incluso un seno aún firme y un vientre marchito, incluso, en fin, una simple esquirla o el diente de Buda o el omóplato del santo, o lo que de la sangre de san Genaro faltó en la ampolla milagrosa. Se estableció el principio de que cada parte de un muerto sería un muerto entero, y a esto se adhirieron los participantes en el infinito funeral que de todos los rincones del país se dirigía, minuciosamente, desde las aldeas, pueblos y ciudades, por caminos que se iban haciendo cada vez más anchos, hasta la red general de calzadas y desde allí, por las uniones a propósito construidas, a las carreteras que pasaron a ser llamadas de los muertos. Al principio, como acaba de explicarse, no hubo dificultades. Pero después alguien discurrió, si el mérito de la idea no volvió a ser del precioso monarca del país, que antes de la enérgica disciplina de los cementerios los muertos habían sido enterrados por todas partes, en los montes y en los valles, en los atrios de las iglesias, a la sombra de los árboles, bajo el pavimento de las propias casas donde habían vivido, en cualquier sitio posible, apenas un poco más hondo de lo que discurre, por ejemplo, la punta del arado. Y esto sin hablar de las guerras, de las grandes fosas para millares de cadáveres, en el mundo entero de Asia y Europa y demás continentes, aunque conteniendo quizá menos, pues guerras también había habido, naturalmente, en el reino de este rey y por lo tanto cuerpos enterrados a voleo. Fue, hay que confesarlo, un gran momento de perplejidad. El mismo monarca, si había sido de él la nueva idea, no la calló, porque sencillamente eso le habría sido imposible. Nuevas órdenes se expidieron y, dado que el país no podía ser revuelto de punta a punta, como habían sido revueltos los cementerios, los sabios fueron llamados ante el rey para oír de la real boca la prescripción: inventar rápidamente aparatos capaces de detectar la presencia de cuerpos o restos enterrados, tal como se habían inventado aparatos para encontrar agua o metales. La cuestión era importante, reconocieron los sabios inmediatamente reunidos en seminario. Tres días pasaron discutiendo, y después cada cual se encerró en su laboratorio. Se abrieron otra vez los cofres del Estado, y fue lanzada nueva derrama general. El problema acabó por ser resuelto, pero, como siempre en estos casos, no de una sola vez. A modo de ejemplo, baste citar el caso de aquel sabio que inventó un aparato que daba señales luminosas y sonoras cuando encontraba cuerpos, pero que tenía el defecto capital de no distinguir entre cuerpos vivos y cuerpos muertos. El resultado fue que tal aparato, lógicamente manejado por gente viva, se comportaba como un poseso, gritando y agitando punteros furiosos, dividido por todas las solicitaciones vivas y muertas que lo rodeaban y, finalmente, incapaz de dar una información segura. El país entero se rió del desastrado hombre de ciencia, pero lo honró con loor y premio cuando, meses después, encontró la solución, introduciendo en el aparato una especie de memoria o idea fija: aplicando el oído se conseguía percibir en el interior del mecanismo una voz que repetía sin pausa: «sólo debo encontrar cuerpos muertos o restos, sólo debo encontrar cuerpos muertos, o restos, cuerpos muertos, o restos, o restos…» Afortunadamente, como se verá, aún hubo aquí una equivocación. Apenas el aparato entró en funcionamiento, en seguida se verificó que, esta vez, no distinguía entre los cuerpos humanos y los otros no humanos, pero este nuevo defecto, razón por la que antes fue dicho que afortunadamente, mostró ser un bien: cuando el rey comprendió el peligro del que había escapado, sintió un escalofrío: de hecho toda muerte es muerte, incluso la no humana; de nada servirá quitar de delante de los ojos a los hombres muertos, si continúan por ahí los perros, los caballos y las aves. Y los demás, con excepción quizá de los insectos, que sólo son medio orgánicos (como era convicción muy firme de la ciencia del país y de la época). Entonces fue ordenada la gran investigación, el ciclópeo trabajo que duró años. No quedó ni un palmo de tierra por sondear, hasta en sitios de los que había memoria que habían estado deshabitados por el hombre desde siempre: no escaparon las más altas montañas; no escapó el fondo de los ríos, donde bajo el lodo fueron encontrados millares de ahogados; no escapó el secreto de las raíces, algunas veces enredadas en lo que quedaba de quien, por encima de sí mismo, había querido o había tenido la misma necesidad de savia que el árbol tiene. Tampoco escaparon las carreteras, que fue preciso levantar en muchos sitios y volver a construir. Finalmente, el reino se vio liberado de la muerte. El día que el rey, oficialmente, con su propia boca y voz, declaró que el país se encontraba limpio de muerte (palabras suyas), se decretó que fuese festivo y fiesta nacional. En días como ésos es costumbre que mueran siempre unas cuantas personas más de lo que es norma, por desastres, agresiones, etc., pero el servicio nacional de vida (así había sido denominado) utilizaba medios modernos y rápidos: verificado el óbito, el cuerpo iba inmediatamente por el camino más corto a la gran carretera de los muertos, la cual, necesariamente, había pasado a ser considerada, a todos los efectos, tierra de nadie. Libre de los muertos, el rey entraba en la felicidad. En cuanto al pueblo, tendría que habituarse. La primera costumbre a recuperar vendría a ser la del sosiego, aquel sosiego de la mortalidad natural que permite a las familias estar a salvo de lutos durante años consecutivos, y a veces muchos, a no ser las llamadas familias numerosas. Se puede decir, sin hipérbole, que el tiempo de los traslados fue un tiempo de luto nacional, en el sentido más riguroso de la expresión, una especie de luto que venía de debajo de la tierra. Sonreír, en aquellos dolorosos años, habría sido, para quien osase, una degradación moral: no es propio sonreír cuando un pariente, incluso alejado, incluso primo de primo, está siendo desenterrado de la tumba, entero o en pedazos, o cae desde lo alto, desde la pala de la ex cavadora, dentro del ataúd nuevo, tanto por cada ataúd, como quien rellena moldes de dulces o de ladrillos. Después de aquel larguísimo período durante el cual la expresión fisonómica de las personas había sido corrientemente la de un noble y sereno dolor, volvía la sonrisa, la risa, e incluso la carcajada, o la burla, o el escarnio, y antes la ironía y el humor, volvía todo esto a retomar lo que de señas de vida contiene o de escondida lucha contra la muerte. Pero el sosiego no era sólo el de un espíritu retornado a los carriles de la costumbre, después de la gran colisión, era también el del cuerpo, porque no pueden decir las palabras lo que representó para la población viva el esfuerzo requerido y durante tanto tiempo. No fue sólo la construcción civil, la apertura de carreteras, los puentes, los túneles, los viaductos; no fue sólo la investigación científica, de la que ya ha sido dada una pálida y fragmentaria idea; fue también la industria de las maderas, desde abatir los árboles (bosques y bosques) al corte de tablones, al secado mediante procesos acelerados, al montaje de urnas y ataúdes que exigió la instalación de grandes conjuntos mecánicos para la producción en serie; fue también, como incluso ahora ha quedado apuntado, la reconversión temporal de la industria metalomecánica para satisfacer los pedidos de maquinaria y otros materiales, empezando por los clavos y por las bisagras; fueron los textiles, la pasamanería, para forros y galones; fue la industria de los mármoles y canterías, de repente destripando a su vez la tierra para responder a la exigencia de tantas losas sepulcrales, de tantas cabeceras esculpidas o simples; y pequeñas actividades casi artesanales, como la pintura de letras en negro o en oro, la del esmalte fotográfico, la de la latonería y de la vidriería, la de las flores artificiales, la de las velas y cirios, etc., etc., etc. Pero tal vez el mayor esfuerzo haya sido, y sin él ninguna parte de la obra podría haber salido adelante, el de la industria de transportes. Tampoco sabrán las palabras decir lo que fue ese esfuerzo, desde su punto de origen, la industria de camiones y otros vehículos pesados, forzada a su vez a reconvertirse, a modificar planes de producción, a organizar nuevas cadenas de montaje, hasta la entrega de los ataúdes en el cementerio nuevo: inténtese imaginar la complejidad de la planificación de horarios integrados, los tiempos de desplazamiento y convergencia, la sucesiva entrada de los caudales de tránsito en flujos progresivamente más sobrecargados, todo esto armonizándose con la circulación normal de los vivos, tanto en los días hábiles como en los días festivos, tanto para la distracción como por obligación, y sin olvidar las infraestructuras: restaurantes y albergues a lo largo del camino para que los camioneros se alimentasen y durmiesen, parques de estacionamiento para los grandes camiones, algunas distracciones para alivio de las tensiones del espíritu y del cuerpo, líneas telefónicas, instalaciones de socorros y asistencia, oficinas de reparaciones mecánicas y eléctricas, puestos de abastecimiento de gasóleo, aceite, gasolina, neumáticos, piezas más importantes, etc. Todo esto, como resulta tan fácil de ver, animaba a su vez otras industrias en un circuito de revivificación mutua, generadora de riqueza, al punto de haberse alcanzado, en el nivel más alto de la curva de producción, el pleno empleo. Naturalmente, a ese período siguió una depresión, que además no sorprendió a nadie, pues estaba en las previsiones de los peritos de economía. El efecto negativo de esta depresión vino a ser abundantemente compensado, tal como habían previsto los psicólogos sociales, por el irreprimible deseo de reposo que, alcanzado el punto de saturación ocupacional, empezó a manifestarse en la población. Se entraba realmente en la normalidad. En el centro geométrico del país, abierto a los cuatro vientos principales, está el cementerio. Mucho menos de la cuarta parte de sus cien kilómetros cuadrados fue ocupada por los cuerpos trasladados, y esto llevó a un grupo de matemáticos a pretender demostrar, con cifras en la mano, que el terreno utilizado para la nueva inhumación tendría que ser mucho mayor, teniendo en consideración el número probable de muertos desde el inicio del poblamiento del país, la ocupación media de espacio por cuerpo, incluso descontando a los que, siendo polvo y ceniza, ya no podían ser recuperados. El enigma, si realmente lo era, quedó para entretenimiento de las generaciones, como la cuadratura del círculo o la duplicación del cubo, pues los sabios cultores de las disciplinas ligadas a lo biológico probaron ante el rey que no había quedado en todo el país un solo cuerpo digno de ese nombre por levantar. Tras haber reflexionado profundamente, entre confianza y escepticismo, el rey promulgó un decreto que daba el desacuerdo por cerrado: fue para él argumento decisivo el alivio que pasó a sentir cuando regresó a sus viajes y visitas: si no veía la muerte era porque toda la muerte se había retirado. La ocupación del cementerio, aunque el plano inicial obedeciese a criterios más racionales, se hizo de la periferia hacia el centro. Primero al lado de las puertas y pegado a los muros, después según una curva que empezó por aproximarse a la radial perfecta y se volvió cicloide con el tiempo, por lo demás fase también transitoria sobre cuyo futuro no compete a este relato ocuparse. Pero esta, por así decir, moldura interna, ondulando a lo largo de los muros, aislada por ellos, se reflejó, incluso durante el trabajo de traslado, casi simétricamente, en una forma de correspondencia viva del lado de fuera de los mismos. No se había previsto que esto sucediese, pero no faltó quien afirmase que sólo un tonto no lo habría adivinado. La primera señal, como una pequeñísima espora que iría a convertirse en planta, y ésta en arbusto, en macizo, en bosque cerrado, fue, al lado de una de las puertas secundarias del muro sur, una improvisada tienda para comercio de refrescos y otras bebidas. Incluso restaurados por el camino, los transportistas estimaron encontrar allí nuevo restauro. Después otras pequeñas tiendas de ramos comerciales idénticos o afines se instalaron junto a aquélla y a las demás puertas, y quien las explotaba tuvo que construir allí necesariamente sus casas, primero toscas, caedizas, después de materiales firmes, el ladrillo, la piedra, la teja, para permanecer y durar. Vale la pena observar de paso que desde esas primeras construcciones se distinguieron, a) sutilmente, b) por las muestras de la evidencia, los tenores sociales, si así se puede decir, de los cuatro lados del cuadrado. Como todos los países, tampoco éste estaba uniformemente poblado, ni, a pesar de ser grande la real complacencia, sus habitantes eran socialmente semejantes: había ricos y había pobres, y la distribución de unos y otros obedecía a razones universales: el pobre atrae al rico hasta una distancia eficaz para el rico; a su vez, el rico atrae al pobre, lo que no significa que la eficacia (denominador constante del proceso) opere en provecho del pobre. Si por las razones aplicadas a los vivos, el cementerio, después del traslado general, empezó a compartimentarse por dentro, también empezó a distinguirse por fuera. Casi no sería necesario explicar por qué. Siendo la región de más ricos del país la región del norte, ese lado del cementerio tomó, en su manera monumental de ocupar el espacio, una expresión social opuesta, por ejemplo, a la del lado sur, que precisamente correspondía a la región más miserable. Lo mismo pasaba, en general, en lo referente a los otros lados. Cada cual con su igual. Bien que de una manera menos definida, el lado de fuera acompañaba al lado de dentro. Por ejemplo, las floristas, que rápidamente fueron apareciendo en los cuatro lados del cuadrado, no vendían todas la misma producción: las había que exponían y vendían flores preciosas, criadas en jardines e invernaderos con gran dispendio, otras eran gente modesta que iba a coger las flores espontáneas de los campos en torno. Y quien dice flores dice todo lo demás que allí se fue instalando, como era de prever, decían ahora los funcionarios a los que se les acumulaban los requerimientos y las reclamaciones. No se debe olvidar que el cementerio tenía una administración compleja, presupuesto propio, millares de enterradores. En los primeros tiempos, los funcionarios de las diferentes categorías vivieron en el interior del cuadrado, en la parte central, muy lejos de los visitantes de las sepulturas. Pero en seguida se presentaron los problemas de jerarquía, de abastecimiento, de las escuelas para los niños, de los hospitales, de las maternidades. ¿Qué hacer? ¿Construir una ciudad dentro del cementerio? Sería volver al principio, sin contar que con el paso de los años la ciudad y el cementerio se invadirían mutuamente, penetrando las tumbas en los espacios de las calles o siendo los edificios de las mismas, circulando las calles en torno a las tumbas en busca de terreno para las casas. Sería volver a la antigua promiscuidad, agravada ahora por ocurrir las cosas dentro de un cuadrado de diez kilómetros de lado con pocas salidas al exterior. Hubo entonces que escoger entre una ciudad de vivos rodeada por una ciudad de muertos o, única alternativa, una ciudad de muertos cercada por cuatro ciudades de vivos. Cuando la elección fue formalizada y se hizo claro, aparte de lo demás, que los acompañantes de los cortejos fúnebres no siempre podían hacer inmediatamente el viaje de regreso, muchas veces largo y muy fatigoso, fuese por falta de fuerzas, fuese por no ser capaces de separarse bruscamente de sus seres queridos, las cuatro ciudades exteriores vivieron una urbanización acelerada, por eso mismo caótica. Había pensiones en todas las calles y de todas las categorías, hoteles de una, dos, tres, cuatro, cinco estrellas y lujo, burdeles en cantidad, iglesias de todas las confesiones reconocidas por la ley y algunas clandestinas, tiendas familiares y grandes almacenes, casas innumerables, edificios de oficinas, departamentos públicos, instalaciones municipales varias. Después fueron los transportes colectivos, la vigilancia policíaca, la circulación forzada, el problema del tránsito. Y un cierto grado de delincuencia. Una única ficción se conservaba: mantener a los muertos fuera de la vista de los vivos, y por lo tanto ningún edificio podía tener más de nueve metros de altura. Sin embargo, eso mismo llegó a resolverse más tarde, cuando un arquitecto imaginativo reinventó el huevo de Colón: muros de mayor altura que nueve metros para edificios de mayor altura que nueve metros. Con el correr del tiempo, el muro del cementerio se volvió irreconocible: en vez de la lisa uniformidad inicial prolongada por cuarenta kilómetros, pasó a verse un denticulado irregular, variable también en la intensidad y en la altura, según el lado del muro. Nadie tiene ya memoria de cuándo fue considerado conveniente mandar colocar finalmente los portones del cementerio. El funcionario que había tenido la idea de ahorrar el gasto, había pasado muerto al lado de dentro y ya no podría defender su, en tiempos, buena tesis, insostenible ahora, como él mismo habría tenido la liberalidad de reconocer: habían empezado a circular historias de almas del otro mundo, de fantasmas y apariciones…, ¿qué hacer sino instalar los portones? Cuatro grandes ciudades se interpusieron así entre el reino y el cementerio, cada una vuelta a su punto cardinal, cuatro ciudades inesperadas que habían empezado por llamarse Cementerio Norte, Cementerio Sur, Cementerio Oriente, Cementerio Occidente, pero que después fueron más benignamente bautizadas y denominadas, por orden, Uno, Dos, Tres y Cuatro, visto que habían sido vanas todas las tentativas para atribuirles nombres más poéticos o conmemorativos. Estas cuatro ciudades eran cuatro barreras, cuatro murallas vivas con las que el cementerio se rodeaba y con ellas se protegía. El cementerio representaba cien kilómetros cuadrados de casi silencio y soledad, cercados por el hormiguero exterior de los vivos, por gritos, bocinas, risas, palabras sueltas, ruidos de motores, por el interminable susurro de las células. Llegar al cementerio era ya una aventura. En el interior de las ciudades, con el paso de los años, nadie habría conseguido reconstituir el trazado rectilíneo de las antiguas carreteras. Decir por dónde habían pasado era fácil: habría bastado ponerse en la dirección del portón principal de cada lado. Pero, exceptuando algunos trozos mayores de pavimento reconocible, lo restante se perdía en la confusión de las fincas y de las calles primero improvisadas y después sobrepuestas al primer trazado. Sólo en campo abierto la carretera era aún la carretera de los muertos. Y lo ahora inevitable aconteció, quedando apenas por saberse, en definitiva, quién empezó y cuándo. Una investigación sumaria, hecha más tarde, verificó casos en la propia periferia exterior de la Ciudad Dos, la más pobre de todas, orientada al sur, como ya ha sido dicho: cuerpos enterrados en pequeños patios familiares, debajo de flores vivas que se renovaban todas las primaveras. Por esa misma época, como aquellas grandes invenciones que en varios cerebros irrumpen simultáneamente porque llegó el momento de su maduración, en lugares poco poblados del reino, ciertas personas decidieron, por muchas, diferentes y a veces opuestas razones, enterrar sus muertos allí al lado, en el interior de grutas, al lado de senderos en los bosques o en la ladera abrigada de los montes. La fiscalización andaba por entonces mucho menos activa y abundaban los funcionarios que consentían en dejarse sobornar. El servicio general de estadística informó, de acuerdo con los registros oficiales, que estaba verificándose una acentuada baja de la mortalidad, lo cual, lógicamente, empezó a ponerse en la cuenta de la política sanitaria del gobierno, bajo la suprema autoridad del rey. Las cuatro ciudades del cementerio sintieron las consecuencias del menor flujo de muertos. Ciertos negocios sufrieron perjuicios, hubo no pocas quiebras, algunas fraudulentas, y cuando por fin se reconoció que la real política de salud, por excelente que fuese, no iba camino de conceder la inmortalidad, fue promulgado un decreto ferocísimo para reconducir a la población a la obediencia. No sirvió de mucho: tras una breve llamarada de animación, las ciudades se estancaron y decayeron. Despacio, muy despacio, el reino empezó a poblarse de nuevo de muertos. El gran cementerio central, en fin, recibía apenas cadáveres de las cuatro ciudades circundantes, cada vez más abandonadas, más silenciosas. A esto, sin embargo, el rey ya no asistió. Era muy viejo el rey. Un día, cuando estaba en la terraza más alta del palacio, vio, incluso teniendo ya cansados los ojos, la punta aguda de un ciprés que asomaba por encima de cuatro muros blancos, pudiendo ser tal vez de un patio, y quizá lo fuese, y no de muerte la señal del árbol. Pero hay cosas que se adivinan sin dificultad, sobre todo cuando se llega a ser muy viejo. El rey reunió en su cabeza las noticias y los rumores, lo que le decían y lo que le ocultaban, y entendió que había llegado la hora de comprender. Con un guardia detrás de él, como determinaba el protocolo, bajó al parque del palacio. Arrastrando su manto real, siguió despacio por una avenida que iba a dar al corazón cerrado del bosque. Allí se echó en un claro, sobre las hojas secas, y estando echado miró al guardia que se había arrodillado y dijo antes de morir: «Aquí.» |
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