"La Frontera De Cristal" - читать интересную книгу автора (Fuentes Carlos)

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Viajada, guapa, sofisticada, la capitalina miró sin asombro los rasgos de la ciudad de Campazas. Su plaza central polvorienta y una iglesia humilde pero orgullosa, de paredes deshechas y portada erguida, labrada, proclamante: hasta aquí llegó el barroco, hasta el límite del desierto. Hasta aquí nada más. Mendigos y perros sueltos.

Mercados mágicamente nutridos y bellos, altoparlantes ofreciendo baratas y arrullando boleros. El imperio del refresco: ¿hay un país que consuma mayor cantidad de aguas gaseosas? Humo de cigarrillos negros, ovalados, fuertemente tropicales. Olor de cacahuate garapiñado.

– No te extrañes del aspecto de tu madrina -le iba diciendo don Leonardo como para distraer la atención de la fealdad del pueblo-. Decidió darse una restiradita, tú sabes. Hasta Brasil se fue, con el famoso Pitanguy. Cuando regresó, no la reconocí.

– No la recuerdo muy bien -sonrió Michelina.

– Estuve a punto de devolverla. "Ésta no es mi mujer, de ésta yo no me enamoré…"

– No la puedo comparar- dijo Michelina con un involuntario tono de celo.

Él se rió pero Michelina volvió a pensar en la moda de ayer, en la crinolina que disimulaba el cuerpo y el velo que escondía el rostro, lo hacía misterioso y hasta deseable. Las luces antiguas eran bajas. La vela y el velo… Había demasiadas monjas en la historia de su familia y pocas cosas exaltaban la imaginación de Michelina más que la vocación del encierro voluntario y, una vez dentro, amparada, la liberación de los poderes de la imaginación; a quién querer, a quién desear, a quién rezarle, de qué cosas confesarse… A los doce años, quería encerrarse en algún viejo convento colonial, rezar mucho, azotarse, darse baños de agua fría y rezar más:

Quiero ser siempre niña. Virgencita, ampárame, no me hagas mujer…

El chofer pitó frente a una reja inmensa, de hierro forjado, como ella las había visto en películas sobre Hollywood a la entrada de los estudios, y sí, le dijo el padrino, aquí nuestro barrio lo llaman Disneylandia, la gente de aquí del norte es muy choteadora, pero en alguna parte tenemos que vivir, ahijada, y ahora se necesita protección, ni modo, hay que defenderse y defender lo propio.

– Qué mas diera yo que vivir con las puertas abiertas, como hacíamos antes en el norte. Pero ahora hasta los gringos necesitan guardias armados y perros policías. Ser rico es un pecado.

Antes: la mirada de Michelina divagó de su recuerdo de los conventos coloniales mexicanos y los castillos franceses a la visión real de este conjunto de mansiones amuralladas, mitad fortalezas, mitad mausoleos, mansiones y capiteles griegos, columnas y esbeltas estatuas de dioses con hojas de parra; mezquitas árabes con chorritos de agua y minaretes de yeso; reproducciones de Tara, la plantación de Lo que el viento se llevó, con su pórtico neoclásico. Ni una teja, ni un adobe, sólo mármol, cemento, piedra, yeso y más rejas, rejas detrás de las rejas, dentro de las rejas, hacia las rejas, un laberinto enrejado y el zumbido inaudible de las puertas cocheras abiertas con un hedor de gasolina estancada, orinada involuntariamente por las manadas de Porsches, Mercedes, BMWs que reposaban como mastodontes en las cuevas de los garajes.

La casa de los Barroso era Tudor-Normando, con techos de dos aguas, pizarra azul, mampostería evidente en la fachada y emplomados de colores por doquier. Sólo faltaban la ribera del río Avon en el jardín y la cabeza de Ana Bolena en un baúl.

Se detuvo el Mercedes, el chofer bajó corriendo, era un dado veloz vestido de azul marino y cara de mapache, capaz de abotonarse el saco mientras corría a abrirle la puerta del automóvil al patrón y a la ahijada. Bajaron Michelina y su padrino, éste le dio la mano y la condujo a la entrada de la residencia, se abrió la puerta, doña Lucila Barroso le sonrió a Michelina, don Leonardo exageraba, la señora se veía más vieja que él, abrazó a la muchacha, atrás estaba el muchacho, Marianito, el heredero, que nunca viajaba, que salía muy poco, que ella no conocía, que ya era tiempo de que lo conociera, un muchacho muy retirado, muy serio, muy formal, muy lector, muy dado a refugiarse en el rancho a leer día y noche, ya era tiempo de que saliera un poco, ya había cumplido los veintiún años, esa misma noche la capitalina y el provinciano, la ahijada y el hijo, podrían irse a bailar del otro lado de la frontera, en los Estados Unidos, a media hora de aquí, bailar, conocerse, congeniar, cómo no, no faltaba más…