"El Don Del Águila" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)

VII. ENSOÑANDO JUNTOS

Un día, para aliviar momentáneamente nuestra zozobra, sugerí que deberíamos dedicar todo nuestro tiempo y energía a ensoñar. Tan pronto como hice esta sugerencia me di cuenta de que la lobreguez que me había acosado durante días se alteró radicalmente con sólo desear el cambio. Claramente comprendí entonces que el problema de la Gorda y el mío era que inconscientemente nos habíamos centrado en el temor y la desconfianza, como si fueran las únicas opciones a nuestro alcance. En todo momento, sin embargo, habíamos tenido, sin saberlo conscientemente, la alternativa de centrar nuestra atención deliberadamente en lo opuesto: el misterio, la maravilla de lo que nos sucedía.

Comuniqué a la Gorda mi hallazgo. Ella estuvo de acuerdo en el acto. Al instante se animó, y el paño de su lobreguez se desvaneció en cuestión de segundos.

– ¿Qué tipo de ensoñar propones que debemos hacer? -preguntó.

– ¿Cuántos tipos hay? -dije.

– Podemos ensoñar juntos -replicó-. Mi cuerpo me dice que lo hemos hecho antes. Ya hemos entrado en el ensueño como par. Vas a ver que será facilísimo como lo fue ver juntos.

– Pero no sabemos cuál es el procedimiento para ensoñar juntos -dije.

– Pues tampoco sabíamos cómo ver juntos y sin embargo vimos -dijo-. Estoy segura de que si lo intentamos, podremos hacerlo, porque no hay pasos específicos para todo lo que hace un guerrero. Sólo hay poder personal. Y en este momento lo tenemos.

"Debemos, eso sí, ensoñar desde dos lugares distintos, lo más alejado posible el uno del otro. El que entra en el ensueño primero, espera al otro. Apenas nos encontramos entrecruzamos los brazos y nos adentramos juntos a las profundidades del ensoñar.

Le dije que no tenía idea de cómo esperarla si yo empezaba a ensoñar antes que ella. Ella misma no podía explicar lo que eso implicaba, pero aclaró que esperar al otro ensoñador era lo que Josefina había descrito como "jalarlo". La Gorda había sido jalada dos veces por Josefina.

– La razón por la cual Josefina le llama así es porque uno de los dos tiene que prender al otro del brazo -explicó.

Me enseñó entonces cómo hacerlo. Con su mano izquierda sujetó fuertemente mi antebrazo derecho a la altura del codo. Nuestros antebrazos quedaron entrelazados cuando yo cerré mi mano derecha sobre su codo.

– ¿Cómo se puede hacer eso en ensueño? -pregunté.

Yo, en lo personal, consideraba que ensoñar era uno de los estados más privados que se puedan imaginar.

– No sé cómo, pero te voy a agarrar -dijo la Gorda-. Yo creo que mi cuerpo sabe cómo. Pero mientras más sigamos hablando de esto, más difícil parece ser.

Comenzamos a ensoñar desde dos lugares. Sólo pudimos ponernos de acuerdo a qué hora empezar, puesto que la entrada en el ensueño era imposible de predeterminar. La posibilidad de que yo tuviera que esperar a la Gorda fue algo que me causó una gran ansiedad, y no pude empezar a ensoñar con la facilidad usual. Después de diez o quince minutos de agitación finalmente logré entrar en un estado que yo llamo vigilia en reposo.

Años antes, cuando ya había adquirido cierto grado de experiencia en ensoñar, le pregunté a don Juan si había procedimientos específicos que fuesen comunes para todos. Me dijo que verdaderamente cada ensoñador es singular e independiente. Pero al hablar con la Gorda descubrí tantas similitudes en nuestras experiencias de ensoñar, que aventuré un posible patrón clasificatorio de las diversas etapas.

Vigilia en reposo es el estado preliminar, en el cual los sentidos se aletargan y, sin embargo, uno se halla consciente. En mi caso, yo siempre había percibido en este estado un flujo de luz rojiza, una luz exactamente igual a la que aparece cuándo encara uno el sol con los párpados fuertemente cerrados.

Al segundo estado de ensoñar le llamé vigilia dinámica. En éste, la luz rojiza se disipa así como se desvanece la niebla, y uno se queda viendo una escena, una especie de cuadro, que es estático. Se ve una imagen tridimensional, un tanto congelada: un pasaje, una calle, una casa, una persona, un rostro, o cualquier otra cosa.

Al tercer estado lo denominé atestiguación pasiva. En él, el ensoñador ya no presencia más un aspecto congelado del mundo, sino que es un testigo ocular de un evento tal como ocurre. Es como si la preponderancia de los sentidos visual y auditivo hiciera a este estado del ensoñar una cuestión principalmente de los ojos y los oídos.

En el cuarto estado uno es llevado a actuar, forzado a llevar a cabo acciones, a dar pasos, a aprovechar el máximo del tiempo. Yo llamé a este estado iniciativa dinámica.

Esperarme, como proponía la Gorda, tenía que ver con el segundo y el tercer estado de nuestro ensoñar juntos. Cuando entré en la segunda fase, vigilia dinámica, en una escena de ensoñar vi a don Juan y a varias otras personas, incluyendo a la Gorda cuando era obesa. Antes de que pudiese considerar qué era lo que veía, sentí un tremendo jalón en mi brazo y me di cuenta dé que la Gorda "verdadera" se hallaba a mi lado. Estaba a mi izquierda y había tomado mi antebrazo derecho con su mano izquierda. Claramente sentí cómo alzaba mi mano para que pudiéramos entrecruzar los antebrazos. Después me descubrí en la atestiguación pasiva, el tercer estado del ensoñar. Don Juan me decía que yo tenía que atender a la Gorda y cuidarla de la manera más egoísta: esto es, como si ella fuera parte de mí mismo.

Su juego de palabras me pareció delicioso. Sentí una felicidad sobrenatural por hallarme allí con él y con los otros. Don Juan prosiguió explicando que mi egoísmo podía ser utilizado de muy buen modo, y que ponerle riendas no era imposible.

Había una atmósfera general de camaradería entre toda la gente congregada allí. Todos reían de lo que don Juan me decía, pero sin burlarse. Don Juan añadió que la manera más segura de subyugar el egoísmo era por medio de las actividades cotidianas de nuestras vidas. Mantenía que yo era eficiente en todo lo que hacía porque no tenía a nadie que me hiciera la vida imposible y que no era nada del otro mundo andar derecho si uno anda solo. Si se me diera la tarea de cuidar a la Gorda, sin embargo, mi eficiencia estallaría en cachitos, y para sobrevivir tendría que extender la preocupación egoísta por mí mismo hasta incluir a la Gorda. Sólo ayudándola, don Juan decía con el tono más enfático, yo encontraría las claves para el desempeño de mi verdadera tarea.

La Gorda puso sus obesos brazos alrededor de mi cuello. Don Juan tuvo que dejar de hablar. Reía de tal manera que no podía proseguir. Todos ellos rugían de risa.

Me sentí avergonzado e irritado con la Gorda. Traté de desprenderme de ella, pero sus brazos se hallaban fuertemente enlazados en torno a mi cuello. Con un gesto de manos, don Juan me detuvo. Dijo que el mínimo embarazo que entonces experimentaba no era nada en comparación a lo que me esperaba.

El sonido de las risas era ensordecedor. Me sentí muy feliz, aunque me preocupaba tener que ayudar a la Gorda, ya que ignoraba lo que esto implicaría.

En un momento de mi ensoñar cambié el punto de vista…, o más bien, algo me sacó de la escena y empecé a mirar todo como espectador. Nos hallábamos en una casa del norte de México; podía darme cuenta de esto por el panorama que la rodeaba, el cual me era parcialmente visible. Podía ver montañas a lo lejos. También recordé los atavíos de la casa. Nos hallábamos en un porche tejado, abierto. Parte de la gente estaba sentada en grandes sillones; sin embargo, la mayoría se hallaba de pie o sentada en el suelo. Había dieciséis personas. La Gorda se hallaba a mi lado, frente a don Juan.

Me di cuenta que podía tener dos diferentes percepciones al mismo tiempo. Igualmente podía entrar en la escena del ensoñar y recuperar un sentimiento perdido hacía mucho, o podía presenciar la escena con las emociones y sentimientos de mi vida actual. Gozando me hundía en la escena del ensoñar me sentía seguro y protegido, pero cuando la contemplaba del otro modo me sentía perdido, inseguro, angustiado. No me gustó esa reacción mía, por lo tanto me sumergí en la escena del ensoñar.

Una Gorda obesa preguntó a don Juan, con una voz que podía oírse por encima de la risa de todos, si yo iba a ser su esposo. Hubo un momento de silencio. Don Juan parecía calcular lo que iría a decir. Palmeó la cabeza de la Gorda y dijo que de seguro yo estaría encantado de ser su esposo. La gente reía estrepitosamente. Yo reí con ellos. Mi cuerpo se convulsionó con un disfrute genuino, y sin embargo no creí estar riéndome de la Gorda. No la consideraba una aberrada o una estúpida. Era una niña. Don Juan se volvió hacia mí y dijo que yo tenía que honrar a la Gorda a pesar de cualquier cosa que ella me hiciera, y que debía entrenar mi cuerpo, a través de mi interacción con ella, a sentirse a gusto ante las situaciones más exigentes. Don Juan se dirigió a todo el grupo y dijo que era mucho más fácil comportarse bien bajo condiciones de máxima tensión que ser impecable en circunstancias normales, tales como la interrelación con alguien como la Gorda. Don Juan añadió que bajo ninguna circunstancia yo debía enojarme con la Gorda, porque en realidad ella era mi benefactora: sólo a través de ella podría ser yo capaz de controlar mi egoísmo.

Me hallaba tan completamente inmerso en la escena del ensoñar, que me había olvidado de que estaba ensoñando. Una repentina presión en el brazo me lo recordó. Sentí la presencia de la Gorda junto a mí, pero sin verla. Se hallaba allí sólo como un contacto, una sensación táctil en mi antebrazo. En esto concentré mi atención, alguien me tenía fuertemente agarrado; después la Gorda me materializó como una persona completa, como si estuviera hecha de cuadros sobreimpuestos de una película cinematográfica. La escena de ensoñar se disolvió. En vez de eso, la Gorda y yo nos mirábamos el uno al otro con los antebrazos entrecruzados.

Al unísono, de nuevo concentramos nuestra atención en la escena que habíamos estado presenciando. En ese momento supe, sin duda alguna, que habíamos observado la misma escena. Ahora don Juan decía algo a la Gorda, pero yo no podía oírlo. Mi atención era llevada de un lado a otro entre el tercer estado de ensoñar, contemplación pasiva, y la segunda, vigilia dinámica. En un momento yo estaba con don Juan, con una Gorda obesa y las dieciséis personas, y el siguiente instante me hallaba con la Gorda de siempre contemplando una escena congelada.

Entonces una drástica sacudida en mi cuerpo me condujo a otro nivel más de atención: sentí algo como el chasquido de un trozo seco de madera al romperse, y me encontré en el primer estado de ensoñar, vigilia en reposo. Me hallaba dormido y, no obstante, enteramente consciente. Yo quería permanecer lo más posible en ese estado apacible, pero otra sacudida me hizo despertar al instante. Era el impacto intelectual de haberme dado cuenta de que la Gorda y yo habíamos ensoñado juntos.

Me hallaba más que ansioso por hablar con ella. La Gorda sentía lo mismo. Cuando nos calmamos, le pedí que me describiera todo lo que le había ocurrido en nuestro ensoñar juntos.

– Te estuve esperando un largo rato -dijo-. Una parte de mi creía que te había perdido, pero otra parte pensaba que estabas nervioso y que tenías problemas, así es que esperé.

– ¿Dónde me esperaste, Gorda? -pregunté.

– No sé -respondió-. Sé que ya había salido de la luz rojiza, pero no podía ver nada. Pensándolo bien, no tenía vista, sólo sentía. A lo mejor todavía estaba en la luz rojiza, aunque no era roja. El lugar donde me encontraba tenía un tinte color durazno. Entonces abrí los ojos y allí estabas. Parecía que ya estabas a punto de irte, así es que te agarré del brazo. Entonces miré y vi al nagual Juan Matus, a ti, a mí, y a la otra gente en la casa de Vicente. Tú eras más joven y yo estaba gorda.

La mención de la casa de Vicente me trajo una repentina comprensión. Le dije a la Gorda que una vez, manejando por Zacatecas, en el norte de México, tuve un extraño impulso y fui a visitar a Vicente, uno de los amigos de don Juan. No comprendí entonces que al hacerlo, involuntariamente había cruzado a un dominio excluido. Vicente, como la mujer nagual, pertenecía a otra área, a otro mundo. Entendí en ese momento la razón por la que la Gorda quedara tan atónita cuando le referí esa visita. Conocíamos muy bien a Vicente, quien era tan allegado a nosotros como don Genaro, o quizás más aún. Y sin embargo, los habíamos olvidado, tal como había olvidado a la mujer nagual.

En ese momento la Gorda y yo hicimos una inmensa disgresión. Juntos recordamos que Vicente, Genaro y Silvio Manuel eran amigos de don Juan, sus cohortes. Todos ellos se hallaban unidos por una especie de juramento. La Gorda y yo no podíamos recordar qué era lo que los había unido. Vicente no era indio. Había sido farmacéutico cuando joven. Era el erudito del grupo, el verdadero curandero que mantenía a todos en perfecto estado de salud. Le apasionaba la botánica. Yo no tenía duda alguna de que él sabía de plantas más que cualquier ser humano viviente. La Gorda y yo recordamos que fue Vicente el que daba instrucción a todos, incluyendo a don Juan, acerca, de las plantas medicinales. Tomó un interés especial en Néstor, y todos nosotros pensábamos que Néstor llegaría a ser como él.

– Recordar a Vicente me hace pensar en mí -dijo la Gorda-. Me hace pensar en lo insoportable que he sido. Lo peor que le puede pasar a una mujer es tener hijos, tener agujeros en su cuerpo, y a pesar de eso seguir actuando como una adolescente. Ese era mi problema. Yo quería ser un encanto y estaba vacía. Y ellos me dejaban hacer el ridículo y hasta me ayudaban a hacerlo.

– ¿Quiénes son ellos, Gorda? -le pregunté.

– El nagual y Vicente y toda esa gente que estaba en casa de Vicente cuando me porté como una burra contigo.

La Gorda y yo comprendimos lo mismo al unísono. A la Gorda le era permitido ser insoportable sólo conmigo. Nadie más aguantaba sus necedades, aunque ella las intentaba con todos.

– Vicente sí me aguantaba -dijo la Gorda-. Me llevaba la cuerda. Figúrate que hasta tío le decía. Cuando quise decir tío a Silvio Manuel, casi me despelleja los sobacos con sus manos que parecían garras.

Los dos tratamos de concentrar nuestra atención en Silvio Manuel, pero no pudimos recordar cómo era. Sentíamos su presencia en nuestros recuerdos, pero él no era una persona, era sólo un sentimiento.

Hablamos de nuestra escena de ensoñar y llegamos al acuerdo de que ésta había sido una réplica fiel de lo que en realidad tuvo lugar en nuestras vidas en cierto tiempo, pero nos resultaba imposible recordar cuándo. Sin embargo, yo tenía la extraña seguridad de que efectivamente estuve a cargo de la Gorda como entrenamiento para enfrentar la interacción con la gente. Era imperativo que yo interiorizara un estado de ecuanimidad ante situaciones sociales difíciles, y para esto nadie podía haber sido un mejor entrenador que la Gorda. Los relampagazos de vagos recuerdos que yo tenía de una obesa Gorda surgían de esas circunstancias, porque yo había cumplido las órdenes de don Juan al pie de la letra.

La Gorda dijo que no le había gustado en lo más mínimo la escena de ensoñar. Ella hubiera preferido mirar solamente, pero yo la empujé a que reviviera sus viejos sentimientos, que le eran detestables. Su descontento fue tan intenso que deliberadamente apretó mi brazo para forzarme a concluir nuestra participación en algo que le resultaba tan odioso.

Al día siguiente empezamos otra sesión de ensoñar juntos. Ella la inició en su recámara y yo en mi estudio, pero no ocurrió nada. Quedamos agotados meramente tratando de entrar en el ensueño. Luego, pasaron semanas enteras sin que pudiéramos avanzar lo mínimo. Cada fracaso nos volvía más desesperados y codiciosos.

En vista de nuestra derrota decidí que, por el momento, deberíamos posponer ensoñar juntos y examinar con mayor cuidado los procesos del ensoñar y analizar sus conceptos y procedimientos. En un principio la Gorda no estuvo de acuerdo conmigo. Para ella, la idea de revisar lo que sabíamos de ensoñar reconstituía otra manera de sucumbir a la codicia. Ella prefería nuestros fracasos. Yo persistí hasta que finalmente accedió, más que nada debido a la sensación de que estábamos absolutamente perdidos.

Una noche, lo más casualmente que pudimos, empezamos a discutir lo que debíamos de ensoñar. De inmediato nos fue obvio que había unos temas centrales que en especial don Juan había enfatizado.

Lo primero era el acto mismo, el cual comienza como un estado único de conciencia al que se llega concentrando el residuo consciente que se conserva, aun cuando uno está dormido, en los elementos o los rasgos de los sueños comunes y corrientes.

El residuo consciente, al que don Juan llamaba la segunda atención, es adiestrado a través de ejercicios de no-hacer. La Gorda y yo estuvimos de acuerdo que un auxiliar esencial del ensoñar era un estado de quietud mental, que don Juan había llamado "detener el diálogo interno", o el "no-hacer de hablarse a uno mismo". Para enseñarme cómo lograrlo, don Juan solía hacerme caminar durante kilómetros con los ojos fuera de foco, fijos en un plano unos cuantos grados por encima del horizonte, a fin de realzar la visión periférica. El método fue efectivo por dos razones. Me permitió detener mi diálogo interno después de años de práctica, y entrenó mi atención. Al forzarme a una concentración en la vista periférica, don Juan reforzó mi capacidad de concentrarme, por largos periodos de tiempo, en una sola actividad.

Después, cuando logré controlar mi atención y ya fui capaz de trabajar por horas en cualquier tarea -algo que antes nunca pude hacer-, don Juan me dijo que la mejor manera de entrar en ensueños era concentrándome en el área exacta en la punta del esternón. Dijo que de ese sitio emerge la atención que se requiere para comenzar el ensueño. La energía que necesita uno para moverse en el ensueño surge del área tres o cuatro centímetros bajo el ombligo. A esa energía le llamaba la voluntad, o el poder de seleccionar, de armar. En una mujer, tanto la atención como la energía para ensoñar, se origina en el vientre.

– El ensoñar de una mujer tiene que venir de su vientre porque ése es su centro -dijo la Gorda-. Para que yo pueda empezar a ensoñar o dejar de hacerlo, todo lo que tengo que hacer es fijar la atención en mi vientre. He aprendido a sentirlo por dentro. Veo un destello rojizo por un instante y luego ya estoy fuera.

– ¿Cuánto tiempo te toma llegar a ver esa luz rojiza? -le pregunté.

– Unos cuantos segundos. En el momento en que mi atención está en mi vientre, ya estoy en el ensoñar -continuó-. Nunca batallo, nunca jamás. Así son las mujeres. Para una mujer la parte más difícil es aprender cómo empezar; a mí me llevó un par de años detener mi diálogo interno concentrando mi atención en el vientre. Quizás ésa es la razón por la que una mujer siempre necesita que otro la acicatee.

"El nagual Juan Matus me ponía en la barriga piedras del río, frías y mojadas; para hacerme sentir esa área. O me ponía un peso encima; yo tenía un trozo de plomo que él me consiguió. El nagual me hacía cerrar los ojos y concentrar la atención en el sitio donde yo sentía el peso. Por lo regular me quedaba dormida. Pero eso no lo molestaba. Realmente no importa lo que uno hace en tanto la atención esté en el vientre. Por último aprendí a concentrarme en ese sitio sin tener nada puesto encima. Un día empecé solita a ensoñar. Como siempre, comencé por sentir mi barriga, en el lugar donde el nagual había puesto el peso tantas veces, luego me quedé dormida como siempre, salvo que algo me jaló directo adentro de mi vientre. Vi un destello rojizo y después tuve un sueño de lo más hermoso. Pero tan pronto como quise contárselo al nagual, me di cuenta de que había sido un sueño común y corriente. No había modo de contarle cómo había sido. Del sueño yo sólo sabía que en él me sentí muy feliz y fuerte. El nagual me dijo que yo había ensoñado.

"A partir de ese momento ya nunca más me volvió a poner un peso encima. Me dejó hacer mi ensoñar sin interferir. De vez en cuando me pedía que le contara cómo iban las cosas, y me daba consejos. Así es como se debe de llevar a cabo la instrucción del ensoñar."

La Gorda aseguró que don Juan le había explicado que cualquier cosa puede servir como no-hacer para propiciar el ensoñar, siempre que esto fuerce a la atención a permanecer fija. Por ejemplo, hizo que ella y los demás aprendices contemplaran fijamente hojas y piedras, y alentó a Pablito a que construyera su propio aparato de no-hacer. Pablito empezó con el no-hacer de caminar hacia atrás. El avanzaba echando veloces miradas a los lados para no perder la dirección y para eludir los obstáculos del camino. Yo le di la idea de utilizar un espejo y él expandió la idea construyendo un casco de madera con una armazón exterior de alambre que sostenía dos pequeños espejos, a unos quince centímetros de su cara y a cinco centímetros por debajo del nivel de sus ojos. Los dos espejos no interferían con su visión frontal, y debido al ángulo lateral en el que se hallaban colocados éstos le permitían cubrir todo el campo visual a sus espaldas. Pablito alardeaba de que tenía una visión periférica de 360 grados. Auxiliado por este artefacto, Pablito podía caminar hacia atrás largas distancias, o por largos periodos de tiempo.

La posición que uno elige para hacer el ensoñar también era un tema muy importante.

– No sé por qué el nagual no me explicó desde el mero principio -dijo la Gorda- que para una mujer la mejor posición para empezar es sentarse con las piernas cruzadas y después dejar que el cuerpo caiga como pueda. El nagual me dijo esto un año después de que yo había empezado. Hoy en día, yo tomo asiento en esa posición durante un momento, siento mi vientre, y al instante ya estoy ensoñando.

Al principio, y al igual que la Gorda, yo lo había hecho acostado de espaldas, hasta que un día don Juan me dijo que para obtener mejores resultados debía de sentarme en una esterilla suave y delgada, con las plantas de mis pies puestas juntas y con los muslos tocando la esterilla. Me señaló que, como yo tenía las coyunturas de las caderas algo elásticas, debía de ejercitarlas al máximo, con el fin de llegar a tener los muslos completamente aplanados contra el suelo. Don Juan añadió que si yo llegaba a entrar en el ensoñar sentado en esa posición, mi cuerpo no se deslizaría ni caería a ninguno de los lados, sino que mi tronco se inclinaría hacia adelante y mi frente se apoyaría en mis pies.

Otro tema de enorme significado era la hora de ensoñar. Don Juan nos había dicho que las horas más avanzadas de la noche o las primeras horas de la madrugada eran las mejores.

El explicaba la razón por la cual prefería estas horas como una aplicación práctica del conocimiento de los brujos. Dijo que desde el momento en que uno tiene que hacer su ensoñar dentro de su medio social, uno debe de buscar las mejores condiciones posibles de aislamiento, libres de interferencias. Las interferencias a las que se refería tenían que ver con la "atención" de la gente, y no con su presencia física. Para don Juan era algo fuera de propósito el retirarse del mundo y ocultarse, pues incluso si uno se hallase solo en un lugar aislado y desierto, la interferencia de nuestros prójimos prevalece. La fijeza de su primera atención no puede ser desconectada. Sólo localmente a las horas en las que la mayoría de la gente está dormida uno puede desviar parte de esa fijeza por un breve lapso. En esas horas está adormecida la primera atención de quienes nos rodean.

Esto condujo a don Juan al tema de la segunda atención. El nos explicó que la atención que uno requiere en los inicios del ensoñar tiene que forzarse a permanecer en un determinado detalle de un sueño. Sólo mediante la inmovilización de la atención puede uno convertir en ensueño un sueño ordinario.

Explicó también que al ensoñar uno debe de emplear los mismos compulsivos mecanismos de atención de la vida cotidiana. Nuestra primera atención ha sido entrenada para enfocar los elementos del mundo, compulsivamente y con gran fuerza, a fin de transformar el dominio caótico y amorfo de la percepción en el mundo ordenado de la conciencia.

Don Juan también nos dijo que la segunda atención desempeñaba el papel de un señuelo; la llamó un convocador de oportunidades. Mientras más se la ejercita, mayor es la posibilidad de obtener lo que se desea. Aseveró que también esta es la función de la atención en general, la cual damos de tal forma por sentada en nuestra vida diaria, que jamás la advertimos; si nos pasa un suceso fortuito, hablamos de él en términos de un accidente o de una coincidencia, y no en términos de que nuestra atención hizo que sucediera.

Nuestra discusión de la segunda atención preparó el terreno para otra cuestión crucial, el cuerpo de ensueño. Para poder guiar a la Gorda hacia éste, don Juan le dio la tarea dé inmovilizar su segunda atención lo más firmemente posible en los elementos de la sensación de volar en ensueños.

– ¿Cómo aprendiste a volar en ensueños? -le pregunté-. ¿Te enseñó alguien?

– El nagual Juan Matus fue el que me enseñó en esta tierra -respondió-. Y en el ensueño me enseñó alguien al que nunca pude ver. Sólo era una voz que me iba diciendo lo que había que hacer. El nagual me impuso la tarea de aprender a volar en ensueños y la voz me enseñó cómo hacerlo. Después me llevó años aprender por mí misma a cambiar de mi cuerpo normal, ése que uno puede ver y tocar, a mi cuerpo de ensueño.

– Eso me lo tienes que explicar -le pedí.

– Tú estabas aprendiendo a entrar en tu cuerpo de ensueño cuando ensoñaste que te salías de tu cuerpo -continuó-. Pero tal como yo veo las cosas, el nagual no te dio ninguna tarea específica, así que tú seguiste dándole ahí como te saliera. Por otra parte, a mí se me dio la tarea de utilizar mi cuerpo de ensueño. Las hermanitas tuvieron la misma tarea. En mi caso, una vez tuve un sueño en el que volaba como papalote. Se lo conté al nagual porque me había gustado la sensación de planear. El lo tomó en serio y lo hizo una tarea. Dijo que tan pronto como uno aprende a ensoñar, cualquier sueño que uno puede recordar ya no es un sueño, es ensueño.

"Entonces empecé a tratar de volar cuando ensoñaba. Pero no podía organizarme. Mientras más trataba de influenciar mis ensueños, más difícil se me ponía. Finalmente el nagual me aconsejó que parara de forzarme y que dejara que todo ocurriera por sí mismo. Poco a poquito empecé a volar en los ensueños. Fue entonces cuando una voz me empezó a decir qué hacer. Siempre creí que era una voz de mujer.

"Cuando ya había aprendido a volar perfectamente, el nagual me dijo que tenía que repetir, despierta, todos los movimientos de vuelo que yo aprendí en ensueños. Tú tuviste la misma oportunidad cuando el tigre dientes de sable te enseñaba cómo respirar. Pero nunca te volviste un tigre en ensueños, de modo que propiamente no podías tratar de hacerlo cuando estabas despierto. Pero yo sí aprendí a volar en ensueños. Cambiando mi atención a mi cuerpo de ensueño, podía volar como papalote cuando estaba despierta. Una vez te enseñé mi vuelo porque quería que vieras que yo había aprendido a usar mi cuerpo de ensueño. Pero a ti nunca se te ocurrió de qué se trataba la cosa.

La Gorda se refería a la vez en que me aterró con el incomprensible acto real de elevarse y planear en el aire como un volador. El hecho fue tan extravagante para mí que no pude ni siquiera empezar a entenderlo de una manera lógica. Cómo de costumbre, cuando yo era confrontado por eventos de esa naturaleza, lo puse en la amorfa categoría de "percepciones bajo condiciones de tensión extrema". Yo argumentaba que en casos de tensión severa la percepción podía ser enormemente distorsionada por los sentidos. Mi explicación no explicaba nada pero parecía apaciguar a mi razón.

Le dije a la Gorda que por fuerza debía haber más, en lo que ella llamaba el cambio a su cuerpo de ensueño, que repetir meramente la acción de volar.

Ella lo pensó un rato antes de contestar.

– Yo creo que el nagual te debe haber dicho a ti también -afirmó- que lo único que en verdad cuenta al hacer ese cambio es anclar la segunda atención. El nagual decía que es la atención la que hace al mundo. Tenía sus razones para decirlo. Era el amo de la atención. Supongo que lo dejó a mi cuenta el que yo averiguara que todo lo que necesitaba para cambiar a mi cuerpo de ensueño, era concentrar mi atención en volar. Lo importante era almacenar atención en ensueños, observar todo lo que yo hacia al volar. Esa era la única forma de cultivar mi segunda atención. Una vez que ésta era sólida, con sólo enfocarla levemente en los detalles y en la sensación de volar me producía más ensueños de volar, hasta que por fin para mí era una rutina ensoñar, que me remontaba por los aires.

"En la cuestión de volar, pues, mi segunda atención estaba muy afilada. Cuando el nagual me dio la tarea de cambiarme a mi cuerpo de ensueño; lo que quería hacer era que sintonizara mi segunda atención al estar despierta. Así es como yo lo entiendo. La primera atención, la atención que hace al mundo, nunca puede ser subyugada del todo; sólo se le puede desconectar unos momentos para reemplazarla con la segunda atención, eso es, si el cuerpo la ha almacenado lo suficiente. Naturalmente, ensoñar es una manera de almacenar la segunda atención. De modo que yo diría que para poder cambiarte a tu cuerpo de ensueño, al estar despierto tienes que ensoñar hasta que los ensueños se te salgan por las orejas.

– ¿Puedes entrar en tu cuerpo de ensueño cada vez que quieres? -le pregunté.

– No. No es así de fácil -replicó-. He aprendido a repetir los movimientos y las sensaciones de volar cuando estoy despierta, y sin embargo, no puedo volar cada vez que quiero. Mi cuerpo de ensueño siempre encuentra una barrera. Algunas veces la barrera cede; mi cuerpo es libre en esos momentos y yo puedo volar como si estuviera ensoñando.

Le dije a la Gorda que en mi caso don Juan me dio tres tareas para entrenar mi segunda atención. La primera era encontrar mis manos en mis ensueños. Después me recomendó que escogiera un sitio local, concentrara en él mi atención, y luego hiciera ensoñar en pleno día y averiguara si en verdad podía ir allí. Me sugirió que colocara en aquel sitio a una persona allegada a mi, de preferencia una mujer. Con esto obtendría dos cosas: primero, ella podría percibir cambios sutiles que pudiesen atestiguar que en verdad yo estaba allí en ensueños; y, segundo, ella podría observar detalles minúsculos y particulares del sitio, porque precisamente en ésos se centraría mi segunda atención.

El problema más serio que a este respecto tiene el ensoñador es la fijeza inquebrantable de la segunda atención de detalles que pasarían completamente: desapercibidos en la vida cotidiana, creando, de esa manera, un obstáculo casi invencible para la verificación. Lo que uno busca en ensueños no es aquello a lo que se le prestaría atención en la vida ordinaria.

Don Juan explicó que durante el periodo de aprendizaje uno batalla por inmovilizar la segunda atención. Subsecuentemente, uno tiene que batallar aún más para romper esa misma inmovilización. En ensueños uno tiene que satisfacerse con ojeadas muy breves, con vislumbres pasajeros. Tan pronto como uno enfoca algo, uno pierde control.

La tarea menos generalizada que don Juan me dio, consistía en salir de mi cuerpo. Yo lo había logrado en parte, y por cierto lo consideré siempre como mi único verdadero logro en ensueños. Don Juan partió antes de que yo hubiera perfeccionado la sensación de que podía manejar el mundo de los asuntos diarios mientras ensoñaba. Su partida interrumpió lo que yo pensé iba a ser un inevitable montaje de mi realidad de ensueños sobre el mundo de mi vida diaria.

Para elucidar el control de la segunda atención, don Juan presentó la idea de la voluntad. Dijo que la voluntad podía describirse como el máximo control de la luminosidad del cuerpo en cuanto a campo de energía, o podía describirse como un nivel de pericia, o un estado de ser al que llega abruptamente un guerrero en un momento dado. Se le experimenta como un fuerza que irradia de la parte media del cuerpo después de un momento del silencio más absoluto, o de un momento de terror puro, o de una profunda tristeza; pero no después de un momento de felicidad. La felicidad es demasiado trastornante para permitirle al guerrero la concentración requerida a fin de usar la luminosidad de su cuerpo y convertirla en silencio.

– El nagual me dijo que para un ser humano la tristeza es tan poderosa como el terror -dijo la Gorda-. La tristeza hace que un guerrero derrame lágrimas de sangre. Ambos pueden producir el momento de silencio. O el silencio viene por sí mismo, porque el guerrero lo persigue a lo largo de su vida.

– ¿Tú has llegado a sentir ese momento de silencio? -le pregunté.

– Claro que sí lo he hecho, pero no puedo recordar cómo es -dijo-. Tú y yo lo hemos sentido antes y ninguno de los dos podemos recordar nada de eso. El nagual dijo que es un momento de negrura, un momento aún más silente que el momento de parar y cerrar el diálogo interno. Esa negrura, ese silencio, permite que surja el intento de dirigir la segunda atención, de dominarla, de obligarla a hacer cosas. Por eso se le llama voluntad. El intento y el efecto son la voluntad; el nagual dijo que las dos estaban unidas. Me dijo todo esto cuando yo trataba de aprender a volar en ensueños. El intento de volar produce el efecto de volar.

Le dije que yo ya casi había descartado la posibilidad de llegar a experimentar la voluntad.

– La experimentarás -dijo la Gorda-. El problema es que tú y yo no estamos lo suficiente afilados para saber qué es lo que nos está ocurriendo. No sentimos nuestra voluntad porque pensamos que debería ser algo de lo cual estamos seguros, como el hecho de enojarse, por ejemplo. La voluntad es muy silenciosa, no se nota. La voluntad pertenece al otro yo.

– ¿Cuál otro yo, Gorda? -pregunté.

– Tú sabes de qué estoy hablando -respondió enérgicamente-. Cuando ensoñamos entramos en nuestro otro yo. Ya hemos entrado allí infinitas veces, pero todavía no estamos completos.

Un largo silencio tuvo lugar. Yo me dije que ella tenía razón al decir que aún no estábamos completos. Entendí que con eso ella quería decir que éramos meros aprendices de un arte inagotable. Pero entonces cruzó por mi mente la idea de que a lo mejor ella se refería a otra cosa. No se trataba de un pensamiento racional. En un principio sentí algo como una sensación punzante en mi plexo solar y después tuve la idea de que quizá ella se refería a otra cosa. Luego sentí la respuesta. Me llegó como un solo bloque, una especie de masa. Supe que todo un conjunto se hallaba allí, primero en la punta del esternón y después en mi mente. Mi problema era que no podía desenredar lo que sabía, con rapidez suficiente para verbalizarlo.

La Gorda no interrumpió mis procesos de pensamiento con comentarios o gestos. Estaba perfectamente callada, esperando. Parecía hallarse conectada internamente conmigo a tal punto que no teníamos que decir nada.

Sostuvimos este sentimiento de comunión del uno con el otro durante un momento y después éste nos avasalló a los dos. La Gorda y yo nos calmamos poco a poco. Finalmente, empecé a hablar. No era que yo necesitase reiterar lo que sentimos y supimos en común, lo que necesitaba era reestablecer nuestras bases de discusión. Le dije que yo sabía de qué manera estábamos incompletos, pero que no podía poner en palabras mi conocimiento.

– Hay tantas y tantas cosas que sabemos -dijo-. Y sin embargo, no podemos usar todo eso porque en realidad ignoramos cómo extraerlo de nosotros mismos. Tú ya empezaste a sentir esa presión. Yo la he tenido por años. Sé y al mismo tiempo no sé. La mayor parte del tiempo se me caen las babas y todo lo que digo es pura estupidez.

Yo entendí a qué se refería y lo entendí en un nivel físico. Yo sabía algo absolutamente práctico y evidente de la voluntad y de lo que la Gorda había llamado el otro yo, y, sin embargo, no podía emitir la menor palabra de lo que sabía, no porque fuera reservado o vergonzoso, sino porque ignoraba por dónde comenzar, cómo organizar mi conocimiento.

– La voluntad es un control de la segunda atención al que se le llama el otro yo -dijo la Gorda después de una larga pausa-. A pesar de todo lo que hemos hecho, sólo conocemos un pedacito muy pequeño del otro yo. El nagual dejó a nuestro cargo el que completáramos nuestro conocimiento. Esa es nuestra tarea de recordar.

Se dio un golpe en la frente con la palma de su mano, como si algo hubiera llegado repentinamente a su mente.

– ¡Dios santo! ¡Estamos recordando al otro yo! -exclamó, con su voz casi bordeando la histeria. Después se tranquilizó y habló en un tono más suave-: Evidentemente ya hemos estado allí y la única manera de recordarlo es como lo estamos haciendo, disparando nuestros cuerpos de ensueño mientras ensoñamos juntos.

– ¿Qué quieres decir con eso de disparar nuestros cuerpos de ensueño? -le consulté.

– Tú mismo presenciaste cuando Genaro disparaba su cuerpo de ensueño -dijo-. Sale como si fuera una bala lenta; en realidad se pega y se despega del cuerpo físico con un chasquido fuerte. El nagual decía que el cuerpo de ensueño de Genaro podía hacer la mayor parte de las cosas que nosotros hacemos normalmente; él se dirigía a ti de esa manera para sacudirte. Ahora ya sé qué era lo que buscaban el nagual y Genaro. Querían que recordaras, y para lograrlo Genaro llevaba a cabo hazañas increíbles ante tus mismísimos ojos disparando su cuerpo de ensueño. Pero no sirvió de nada.

– Yo nunca supe que él se hallaba en su cuerpo de ensueño -dije.

– Nunca lo supiste porque no observabas nada -dijo-. Genaro trató de hacértelo saber intentando cosas que el cuerpo de ensueño no puede hacer, como comer, beber, y cosas por el estilo. El nagual me dijo que a Genaro le gustaba bromear contigo diciéndote que iba a cagar y hacer que temblaran las montañas.

– ¿Por qué el cuerpo de ensueño no puede hacer esas cosas? -pregunté.

– Porque el cuerpo de ensueño no puede manejar el intento de comer o de beber -respondió.

– ¿Qué quieres decir con eso, Gorda?

– La gran hazaña de Genaro consistía en que en sus ensueños aprendió el intento de formar su cuerpo físico -explicó-. El terminó lo que tú empezaste a hacer. El podía ensoñar todo su cuerpo de la más perfecta manera. Pero el cuerpo de ensueño tiene un intento diferente del intento del cuerpo físico. Por ejemplo, el cuerpo de ensueño puede atravesar una pared, porque conoce el intento de desaparecer en el aire. El cuerpo físico conoce el intento de comer, pero no el de desaparecer en el aire. Para el cuerpo físico de Genaro, traspasar una pared sería tan imposible como sería comer para su cuerpo de ensueño.

La Gorda calló durante unos instantes como si sopesara lo que acababa de decir. Yo quise esperar antes de formularle más preguntas.

– Genaro había dominado sólo el intento del cuerpo de ensueño -dijo con una voz suave-. Silvio Manuel, por otra parte, era el máximo amo del intento. Ahora ya sé que no podemos recordar su cara porque él no era como cualquier otro.

– ¿Qué te hace decir eso, Gorda? -pregunté.

Ella comenzó a explicarme lo que quería decir, pero no pudo hablar coherentemente. De pronto, sonrió. Sus ojos se iluminaron.

– ¡Ya sé! -exclamó-. El nagual me dijo que Silvio Manuel era el amo del intento porque estaba permanentemente en su otro yo. El era el verdadero jefe. Se hallaba detrás de todo lo que hacía el nagual. En realidad, él fue el que hizo que el nagual se encargara de ti.

Experimenté una aguda incomodidad física al oír a la Gor da decir eso. Casi acabé vomitando y tuve que hacer esfuerzos extraordinarios para ocultárselo. Tuve espasmos de vómito. Le di la espalda. Ella dejó de hablar durante un instante y después procedió como si hubiera decidido ignorar mi estado. Me gritó. Dijo que ése era el momento de aclarar nuestros agravios. Me echó en cara mi resentimiento por lo que ocurrió en la ciudad de México. Añadió que mi rencor no se debía a que ella se hubiese puesto del lado de los otros aprendices en contra mía, sino porque ella los había ayudado a desenmascararme. Le expliqué que todos esos sentimientos se habían desvanecido en mí. Ella continuó inexorable. Sostuvo que a no ser que yo enfrentara esos sentimientos, éstos de alguna manera volverían a mí. Insistió en que mi afiliación con Silvio Manuel era el meollo del asunto.

Yo no podía creer los cambios anímicos por los que pasé al oír sus argumentos. Me convertí en dos personas: una rabiaba, espumeando de la boca; la otra estaba calmada, observando. Tuve un último espasmo doloroso en mi estómago y vomité. No fue la sensación de náusea la que causó el espasmo. Más bien se trataba de una ira incontenible.

Cuando finalmente me calmé me sentí muy avergonzado de mi comportamiento y preocupado de que un incidente de esa naturaleza pudiera volver a ocurrirme en otra ocasión.

– Tan pronto como aceptes tu verdadera naturaleza, estarás libre del furor -dijo la Gorda en un tono impasible.

Quise discutir con ella, pero vi la futilidad que eso implicaba. Además, el ataque de ira había consumido mi energía. Me reí porque de hecho ignoraba qué haría yo en caso de que la Gorda estuviera en lo cierto. Se me ocurrió entonces que desde el momento en que yo había olvidado a la mujer nagual, todo era posible. Sentía una extraña sensación de calor o irritación en la garganta, como si hubiese ingerido comida picante. Tuve una sacudida de alarma corporal justo como si hubiera visto a alguien agazapado a mis espaldas, y en ese momento supe a ciencia cierta algo que un instante antes no sabía. La Gorda tenía razón. Silvio Manuel había estado encargado de mí.

La Gorda rió estentóreamente cuando se lo dije. Añadió que ella también recordaba algo más de Silvio Manuel.

– No me acuerdo de él como persona, como recuerdo a la mujer nagual -continuó-, pero sí me acuerdo de lo que el nagual me dijo de él.

– ¿Qué te dijo? -pregunté.

– Dijo que mientras Silvio Manuel estuvo en esta tierra era como Eligio. Desapareció una vez sin dejar huellas y se fue al otro mundo. Se fue por años, y un día regresó. El nagual decía que Silvio Manuel no recordaba dónde había estado o qué había hecho, pero su cuerpo había cambiado. Había regresado al mundo, pero volvió en su otro yo.

– ¿Qué más te dijo, Gorda? pregunté.

– No me puedo acordar de mas -respondió-. Es como si estuviera viendo a través de la niebla.

Yo estaba seguro de que si nos esforzábamos duramente, averiguaríamos allí mismo quién era Silvio Manuel. Se lo dije.

– El nagual aseguraba que el intento está presente en todo -dijo la Gorda de repente.

– ¿Y eso qué quiere decir? -pregunté.

– No sé -respondió-. Sólo estoy hablando lo que se me viene a la mente. El nagual también dijo que el intento es lo que hace el mundo.

Estaba seguro de haber oído antes eso mismo. Pensé que don Juan debió haberme dicho la misma cosa y que yo la había olvidado.

– ¿Cuándo te habló de eso don Juan? -pregunté.

– No recuerdo cuándo -respondió-. Pero me dijo que la gente, y todas las demás criaturas vivientes, por cierto, es esclava del intento. Estamos en sus garras. Nos hace hacer todo lo que quiere. Nos hace actuar en el mundo. Incluso nos hace morir.

"Me dijo que cuando nos convertimos en guerreros, sin embargo, el intento se vuelve nuestro amigo. Nos deja ser libres por un rato. A veces incluso viene a nosotros, como si por ahí hubiera estado esperándonos. Me dijo que él personalmente sólo era un amigo del intento…, no como Silvio Manuel, que era su amo.

En mí había inmensas presiones de memorias ocultas que pugnaban por salir. Experimenté una tremenda frustración durante unos momentos y después algo en mí cedió. Me tranquilicé. Ya no me interesaba averiguar nada de Silvio Manuel.

La Gorda interpretó mi cambio como un signo de que no nos hallábamos listos para confrontar nuestros recuerdos de Silvio Manuel.

– El nagual nos mostró a todos nosotros lo que él podía hacer con su intento -dijo, abruptamente-. Podía hacer aparecer cosas llamando al intento.

"Me dijo que si yo quería volar, tenía que convocar el intento de volar. Me enseñó entonces cómo él convocaba, y saltó en el aire y se remontó haciendo un círculo, como un papalote gigantesco. O podía hacer que en su mano aparecieran cosas. Me dijo que conocía el intento de muchas cosas y que podía llamar a esas mismas cosas intentándolas. La diferencia entre él y Silvio Manuel era que Silvio Manuel, siendo el amo del intento, conocía el intento de todo.

Le dije que su explicación requería aclaraciones. Ella pareció luchar por arreglar las palabras en su mente.

– Yo aprendí el intento de volar -dijo-, repitiendo todas las sensaciones que había tenido volando en mis ensueños. Esto fue solamente un ejemplo. El nagual había aprendido en vida el intento de cientos de cosas. Pero Silvio Manuel se fue a la fuente misma. La penetró. No tuvo que aprender el intento de nada. Era uno con el intento. El problema era que ya no tenía más deseos, porque el intento no tiene deseos por sí mismo, así es que tenía que depender del nagual para la voluntad. En otras palabras, Silvio Manuel podía hacer todo lo que el nagual quería. El nagual dirigía el intento de Silvio Manuel. Pero como el nagual tampoco tenía deseos, la mayor parte del tiempo no hacían nada.