"El Don Del Águila" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)SEGUNDA PARTE: EL ARTE DE ENSOÑARVI. Perder la forma humana Unos cuantos meses después, tras ayudar a todos a reubicarse en diferentes partes de México, la Gorda estableció su residencia en Arizona. Empezamos entonces a desentrañar la parte más misteriosa y más honda de nuestro aprendizaje. En un principio nuestra relación fue más bien tensa. Me resultaba muy difícil rebasar mis sentimientos sobre la manera como nos habíamos despedido en la Alameda. Aunque la Gorda sabía dónde estaban establecidos los demás, nunca me dijo nada. Ella comprendía que era superfluo para mí estar enterado de las actividades de ellos. En la superficie todo parecía marchar bien entre la Gorda y yo. No obstante, yo retenía un amargo resentimiento porque se había aunado a los demás en contra mía. Nunca lo expresé, pero allí estaba. La ayudé e hice todo lo que pude por ella como si nada hubiera ocurrido, pero eso se encontraba bajo la rúbrica de la impecabilidad. Era mi deber, y, por cumplirlo, alegremente habría marchado hacia la muerte. Con todo propósito me concentré en guiarla y entrenarla en las complejidades de la moderna vida urbana; incluso estaba aprendiendo inglés. Sus progresos eran fenomenales. Tres meses transcurrieron sin que casi nos diéramos cuenta. Pero un día, cuando me hallaba en Los Ángeles, desperté muy temprano en la mañana con una intolerable presión en mi cabeza. No era un dolor de cabeza; más bien se trataba de un peso muy intenso en los oídos. También lo sentí en los párpados y en el paladar. Me hallaba febril, pero el calor sólo moraba en mi cabeza. Hice un débil intento por sentarme. Por mi mente pasó la idea de que era víctima de un derrame cerebral. Mi primera reacción fue pedir ayuda, pero de alguna manera logré serenarme y traté de subyugar mi temor. Después de un rato la presión de mi cabeza empezó a disminuir, pero también empezó a deslizarse hacia la garganta. Boqueé en busca de aire, carraspeando y tosiendo durante un tiempo; después la presión descendió lentamente hacia mi pecho, a mi estomago, a la ingle, a las piernas, y hasta los pies, por donde finalmente abandonó mi cuerpo. Lo que me había ocurrido, fuese lo que fuese, se llevó dos horas en desplegarse. Durante esas dos agotadoras horas era como si algo que se hallaba dentro de mi cuerpo en verdad se desplazara hacia abajo, saliendo de mí. Imaginé una alfombra que se enrolla. Otra imagen que se me ocurrió fue la de una burbuja que se movía dentro de la cavidad de mi cuerpo. Prescindí de esa imagen en favor de la primera, porque el sentimiento era de algo que se enrollaba. Al igual que una alfombra que es enrollada, la presión se volvía cada vez más pesada, cada vez más dolorosa, conforme descendía. Las dos áreas en las que el dolor fue agudísimo eran las rodillas y los pies, especialmente el pie derecho, que siguió caliente media hora después de que todo el dolor y la presión habían desaparecido. La Gorda, cuando hubo oído mi recuento, dijo que esta vez, con toda seguridad, había perdido mi forma humana, que me había deshecho de todos mis salvaguardas, o la mayoría de ellos. Tenía razón. Sin saber cómo, e incluso sin darme cuenta de cómo ocurrió, me encontré en un estado anímico sumamente desconocido. Me sentía desapegado de todo, sin prejuicios. No me importaba más lo que la Gorda me había hecho. No era cuestión de que yo hubiera perdonado su conducta reprobable. Era como si nunca hubiese habido traición alguna. No había rencor abierto o encubierto en mí, hacia la Gorda o hacia cualquiera. Lo que sentía no era una indiferencia voluntaria, o negligencia; tampoco se trataba de una enajenación o del deseo de la soledad. Más bien era un extraño sentimiento de lejanía, una capacidad de sumergirme en el momento actual sin tener pensamiento alguno. Las acciones de la gente ya no me afectaban, porque yo no tenía ninguna expectativa. La fuerza que gobernaba mi vida era una extraña paz. Sentí que de alguna manera había adoptado uno de los conceptos de la vida del guerrero: el desapego. La Gorda me aseguró que yo había hecho algo más que adoptarlo: en realidad lo había encarnado. Don Juan y yo tuvimos largas discusiones acerca de la posibilidad de que algún día me ocurriera exactamente eso. El siempre me recalcó que el desapego no significaba sabiduría automática, pero que, no obstante, era una ventaja ya que permitía al guerrero detenerse momentáneamente para reconsiderar las situaciones para volver a sopesar las posibilidades. Sin embargo, para poder usar consistente y correctamente ese momento extra, don Juan dijo que el guerrero tenía que luchar insobornablemente durante toda una vida. Yo me había desesperado al creer que jamás llegaría a experimentar ese sentimiento. Hasta donde yo podía determinar, no había cómo improvisarlo. Para mí había sido inútil pensar en sus beneficios, o racionalizar las posibilidades de su advenimiento. Durante los años en que conocí a don Juan experimenté por cierto una disminución uniforme de mis lazos personales con el mundo; pero esto ocurrió en un plano intelectual; en mi vida de todos los días seguí sin cambiar hasta el momento en que perdí la forma humana. Especulé con la Gorda que el concepto de perder la forma humana se refería a una reacción corporal que el aprendiz tiene cuando alcanza cierto nivel en el curso de su entrenamiento. Sea como fuese, extrañamente, el resultado final de perder la forma humana, para la Gorda y para mí, consistió no sólo en llegar a la buscada y ansiada condición de desapego, sino también la ejecución completa de nuestra elusiva tarea de recordar. Y, nuevamente en este caso, el intelecto desempeñó una parte mínima. Una noche, la Gorda y yo discutíamos una película. Había ido a un cine pornográfico y yo estaba ansioso por oír su descripción. No le gustó nada la película. Sostuvo que se trataba de una experiencia debilitante, porque ser un guerrero implicaba llevar una austera vida de celibato total, como el nagual Juan Matus. Le dije que estaba completamente seguro de que a don Juan le gustaban las mujeres y que no era célibe, y que eso me parecía encantador. – ¡Estás loco! -exclamó con un timbre de diversión en su voz-. El nagual era un guerrero perfecto. No estaba apretado en ninguna red de sensualidad. Quería saber por qué pensaba yo que don Juan no era célibe. Le referí un incidente que tuvo lugar en Arizona al principio de mi aprendizaje. Un día me hallaba descansando en casa de don Juan, después de una caminata agotadora. Don Juan parecía hallarse extrañamente nervioso. A cada rato se ponía en pie para mirar por la puerta. Parecía esperar a alguien. De pronto, bastante abruptamente, me dijo que un auto acababa de llegar al recodo del camino y que se dirigía a la casa. Dijo que se trataba de una muchacha, una amiga suya, que le traía unas cobijas. Yo nunca había visto a don Juan tan penoso. Me dio una inmensa tristeza verlo indispuesto al punto que no sabía qué hacer. Pensé que quizá no quería que yo conociera a la chica. Le sugerí que yo podía esconderme, pero no había dónde ocultarme en el cuarto, así es que él me hizo acostar en el suelo y me cubrió con un petate. Oí el sonido del motor de un auto que era apagado y después, por las rendijas del petate, vi a una muchacha parada junto a la puerta. Era alta, delgada, y muy joven. Pensé que era hermosa. Don Juan le decía algo con voz baja e íntima. Después se dio la vuelta y me señaló. – Carlos está escondido bajo el petate -le dijo a la muchacha con voz clara y fuerte-. Salúdalo. La muchacha me agitó la mano y me saludó con la sonrisa más amistosa del mundo. Me sentí estúpido y molesto porque don Juan me colocaba en esa situación tan avergonzante. Me pareció terriblemente obvio que don Juan trataba de aliviar su nerviosidad, o peor aún, que estaba luciéndose frente a mí. Cuando la muchacha se fue, irritado le pedí una explicación a don Juan. El, cándidamente, admitió que había perdido el control porque mis pies estaban al descubierto y no supo qué otra cosa hacer. Cuando escuché esto, toda la maniobra se me volvió clara; don Juan me había estado presumiendo con su amiguita. Era imposible que yo hubiese tenido descubiertos los pies porque éstos se hallaban comprimidos bajo mis muslos. Reí con aire de conocedor, y don Juan se sintió obligado a explicar que le gustaban las mujeres: esa muchacha en especial. Nunca olvidé ese incidente. Don Juan jamás lo discutió. Cada vez que yo lo traía a colación, él me obligaba a callar. Me pregunté siempre, de una manera casi obsesiva, quién sería esa chica. Tenía esperanzas de que algún día ésta pudiese buscarme después de haber leído mis libros. La Gorda se puso muy agitada. Caminaba de un lado al otro de la habitación mientras yo hablaba. Estaba a punto de llorar. Imaginé todo tipo de intrincadas relaciones que pudieran ser pertinentes. Pensé que la Gorda era posesiva y reaccionaba como una mujer que es amenazada por otra mujer. – ¿Estás celosa, Gorda? -le pregunté. – No seas idiota -dijo, irritada-. Soy una guerrera sin forro. Los celos o la envidia ya no existen en mí. Le pregunté entonces algo que me habían dicho los Genaros: que la Gorda era la mujer del nagual. Su, voz bajó tanto que apenas podía oírla. – Yo creo que sí -dijo, y con una mirada vaga tomó asiento en la cama-. Tengo la sensación de que lo era. Pero no sé cómo podía haberlo sido. En esta vida, el nagual Juan Matus era para mí lo que era para ti. No era un hombre. Era el nagual. No tenía interés en el sexo. Le aseguré haber escuchado a don Juan expresar su cariño por esa muchacha. – ¿Dijo que tenía relaciones sexuales con ella? -preguntó la Gorda. – No, nunca, pero eso era obvio por la manera como hablaba -le dije. – A ti te gustaría que el nagual fuera como tú, ¿verdad? -afirmó, con una mueca-. El nagual era un guerrero impecable. Yo creía tener la razón y no necesitaba reexaminar mi opinión. Sólo para darle por su lado a la Gorda dije que posiblemente la muchacha era una aprendiz de don Juan y no su amante. Hubo una larga pausa. Lo que yo mismo dije tuvo un efecto perturbador en mí. Hasta ese momento nunca había pensado en esa posibilidad. Me había encerrado en un prejuicio, sin permitirme la posibilidad de revisarlo. La Gorda me pidió que describiera a esa joven. No pude hacerlo. En realidad no me había fijado en sus rasgos. Había estado tan molesto, tan avergonzado, que no pude examinarla en detalle. Pareció que ella también fue afectada por lo anómalo de la situación y salió apresuradamente de la casa. La Gorda dijo que, sin ninguna razón lógica, creía que esa joven era una figura clave en la vida del nagual. Su aseveración nos llevó a hablar de los amigos de don Juan que conocíamos. Durante horas luchamos por recuperar toda la información que teníamos de sus relaciones. Le conté las distintas veces que don Juan me había llevado a participar en ceremonias de peyote. Le describí a todos los que habían. No reconoció a ninguno de ellos. Me di cuenta que posiblemente yo conocía más gente asociada con don Juan que ella. Pero algo en mi relato desenlazó en ella el recuerdo que una vez había visto a una joven llevar al nagual y a Genaro en un pequeño auto blanco. La muchacha dejó a los dos a la puerta de la casa y fijó a la Gorda con una mirada penetrante antes de irse. La Gorda pensó que esa joven era alguien que había recogido al nagual y a Genaro en la carretera. Recordé entonces que aquel día en casa de don Juan, yo también pude ver un pequeño Volkswagen blanco que se alejaba. Mencioné otro incidente que tenía que ver con uno de los amigos de don Juan, un hombre que una vez me dio unas plantas de peyote en el mercado de una ciudad del norte de México. El también me había obsesionado durante años. Se llamaba Vicente. Al escuchar el nombre, la Gorda reaccionó como si le hubieran tocado un nervio. Su voz se volvió chillante. Me pidió que le repitiera el nombre y que describiera al individuo. De nuevo, no pude ofrecer ninguna descripción. Sólo lo había visto una vez por unos cuantos minutos, hacía más de diez años. La Gorda y yo pasamos un periodo en el que casi estábamos enojados, no el uno con el otro, sino con aquello que nos tenía aprisionados. El incidente final que precipitó el despliegue de nuestros recuerdos llegó un día en que yo tenía un resfrío y una fiebre muy alta. Me había quedado en cama, dormitando intermitentemente, mientras los pensamientos vagabundeaban sin rumbo por mi mente. Todo el día había estado, en mi cabeza la melodía de una vieja canción mexicana. En un momento me descubrí soñando que alguien la tocaba en una guitarra. Me quejé de la monotonía y la persona ante la que yo protestaba, fuese quien fuese, me dio con la guitarra en el estómago. Salté hacia atrás, para evitar el golpe, y me pegué en la cabeza contra la pared. Desperté. No había sido un sueño muy vívido, sólo la melodía había sido hechizante. No podía desvanecer el sonido de la guitarra: continuaba recorriendo mi mente. Me quedé medio despierto, escuchando la tonada. Parecía como si estuviese entrando en un estado de En tanto iba de un lado al otro, la imagen que tenía en la mente comenzó a disolverse, pero no en un olvido apacible, como me hubiera gustado, sino en un recuerdo completo e intrincado. Recordé que una vez me hallaba sentado en unos costales de trigo o cebada almacenados en un granero. La joven cantaba la vieja canción que había invadido mi mente, y tocaba una guitarra. Cuando yo me burlé de su manera dé tocar, ella me golpeó levemente en las costillas con el asiento de la guitarra. Había más gente sentada allí conmigo, estaba la Gorda y dos hombres. Yo conocía muy bien a esos hombres, pero aún no podía recordar quién era la joven. Lo intenté, pero me pareció imposible. Me recosté nuevamente, empapado en sudor frío. Quería descansar unos momentos antes de quitarme la piyama mojada. Cuando apoyé mi cabeza en un almohadón mi memoria pareció aclararse aún más y entonces supe quién tocaba la guitarra. Era la mujer nagual, el ser más importante sobre la faz de la tierra para la Gorda y para mí. Se trataba del análogo femenino del nagual; no era ni su esposa ni su mujer, sino su contraparte. Tenía la serenidad y la autoridad de un verdadero jefe. Y siendo mujer, nos nutría. No me atreví a presionar excesivamente a mi memoria. Intuitivamente sabía que no tenía la fuerza para resistir la totalidad del recuerdo. Me detuve en un nivel de sentimientos abstractos. Supe que ella era la encarnación del afecto más puro, más desinteresado y profundo: Sería justo decir que la Gorda y yo amábamos a la mujer nagual más que a la vida misma. ¿Qué demonios nos pudo haber ocurrido para olvidarla? Esa noche, mientras yacía en cama, llegué a agitarme tanto que temí por mi propia vida. Empecé a canturrear algunas palabras que se convirtieron en una guía para mí. Y sólo después de haberme calmado pude recordar que las palabras que había estado repitiendo una y otra vez también eran, un recuerdo que esa noche me había llegado; el recuerdo de una fórmula, una encantación para hacerme sortear torbellinos, como el que acababa de reexperimentar. La fórmula tenía dos versos más, que en ese momento me resultaron incomprensibles: El hallarme enfermo y febril bien pudo haberme servido como una especie de amortiguador; pudo haber sido suficiente para desviar el impacto de lo que yo había hecho, o más bien, de lo que me había acontecido, puesto que intencionalmente yo no había hecho nada. Hasta esa noche, de haberse examinado mi inventario dé experiencias, yo habría podido dar fe de la continuidad de mi existencia. Los recuerdos nebulosos que tenía de la Gorda, o el presentimiento de haber vivido en aquella casa, en cierta manera constituían amenazas a mi continuidad, pero todo eso no era nada comparado con la acción de haber recordado a la mujer nagual. No tanto a causa de la emoción que ese recuerdo trajo consigo, sino por el hecho de haberla olvidado, y no de la manera como uno olvida un nombre o una tonada. De ella no había habido nada en mi mente hasta el momento de la revelación. ¡Nada! En aquel momento algo llegó a mí, o algo se desprendió de mí, y de súbito yo estaba recordando a una importantísima persona que, desde mi punto de vista consciente y experiencial, yo jamás había conocido. Tuve que esperar dos días hasta que llegara la Gorda para poder contarle mi recuerdo. Al instante en que le describí a la mujer nagual, la Gorda la recordó: de alguna manera su ser consciente dependía del mío. – ¡Esa muchacha que vi en el cochecito blanco era la mujer nagual! -exclamó la Gorda-. Ella regresó a mí y yo no pude recordarla. Escuché sus palabras y comprendí su significado, pero a mi mente le llevó un largo rato poder concentrarse en lo que había dicho. Mi atención titubeaba, era como si en realidad se hubiese colocado frente a mis ojos una luz que se iba apagando. Tuve la sensación de que si no detenía esa disminución, yo moriría. Repentinamente sentí una convulsión y supe que había juntado dos partes de mí mismo que se hallaban escondidas; me di cuenta que la joven que había visto en la casa de don Juan era la mujer nagual. En ese momento de cataclismo emocional, la Gorda no me sirvió de ayuda. Lloraba sin inhibiciones. La conmoción emocional de recordar a la mujer nagual había sido traumática para ella. – ¿Cómo pude olvidarla? -suspiró la Gorda. Percibí un destello de suspicacia en sus ojos cuando la Gorda me encaró. – Tú no tenías idea de que existía, ¿verdad? -me preguntó. Bajo cualquier otra circunstancia habría creído que su pregunta era impertinente, insultante, pero yo también me preguntaba lo mismo. Se me había ocurrido que la Gorda podía saber más de lo que me había revelado. – No tenía ni la menor idea -dije-. Pero, ¿y tú? ¿Sabías que existía, Gorda? Su rostro tenía tal expresión de inocencia y perplejidad que mis dudas se desvanecieron. – No -respondió-. No hasta hoy día. Ahora sé por cierto que yo me sentaba con ella y con el nagual Juan Matus en esa banca de la plaza de Oaxaca. Siempre recordé que hacíamos eso, y también recordaba sus facciones, pero pensaba que lo había soñado. Ya lo sabía todo, y sin embargo no sabía nada. Pero ¿por qué creí que era un sueño? Tuve un momento de pánico, después, la perfecta certeza física de que cuando la Gorda hablaba, en alguna parte de mi cuerpo se abría un canal. Repentinamente supe que yo también solía sentarme en esa banca con don Juan y la mujer nagual. Recordé entonces una sensación que había experimentado en cada una de esas ocasiones. Era una sensación de satisfacción física, de felicidad, plenitud, que resultarían imposibles de imaginar. Para mí don Juan y la mujer nagual eran seres perfectos: hallarme en compañía de ellos en verdad era mi gran fortuna. Una y otra vez, sentado en la banca, flanqueado por los seres más exquisitos de la tierra, experimenté quizás el pináculo de mis sentimientos humanos. En una ocasión le dije a don Juan, y en verdad lo creía, que en ese momento querría morir, para así poder conservar ese sentimiento de plenitud puro, intacto, libre de desorden. Le conté a la Gorda lo que había recordado. Quedamos silenciosos unos momentos y después el impulso de nuestros recuerdos nos arrastró peligrosamente hacia la tristeza, hacia la desesperación incluso. Tuve que ejercer el control más extraordinario para sujetar mis emociones y no llorar. La Gorda sollozaba, cubriendo su rostro con el antebrazo. Después nos calmamos. La Gorda me miró fijamente. Supe lo que pensaba. Era como si leyera las preguntas en sus ojos. Eran las mismas interrogantes que me habían obsesionado por días. ¿Quién era la mujer nagual? ¿Dónde la habíamos conocido? ¿En dónde encajaba? ¿La conocían los otros aprendices también? Me hallaba a punto de formular mis preguntas cuando la Gorda me lo impidió. – Realmente no lo sé -dijo con rapidez, adelantándose a la pregunta-. Creía que tú me lo dirías. No sé por qué, pero creo que tú puedes decirme cuál es cuál. Ella contaba conmigo y yo con ella. Reímos ante la ironía de la situación. Le pedí que me refiriera todo lo que sabía de la mujer nagual. La Gorda se esforzó por decir algo dos o tres veces pero no pudo organizar sus pensamientos. – Realmente no sé por dónde empezar -dijo-. Lo único que sé es que yo la quería. Le dije que yo tenía la misma sensación. Una tristeza sobrenatural me atrapaba cada vez que pensaba en la mujer nagual. Conforme hablaba, mi cuerpo se empezó a sacudir. – Tú y yo la queríamos -dijo la Gorda-. No sé por qué estoy diciendo esto, pero sí sé que nosotros éramos de ella. La presioné para que se explicara más, pero no me pudo aclarar por qué lo había dicho. Hablaba nerviosamente, tratando de ampliar la descripción de sus sentimientos. No pude prestarle más atención. Sentí un aleteo en mi plexo solar. Un vago recuerdo de la mujer nagual comenzó a adquirir forma. Urgí a la Gorda a que continuara hablando, le dije que se repitiera si ya no tenía nada más que decir, pero que no se detuviera. El sonido de su voz era como un conducto hacia otra dimensión, hacia otro tipo de tiempo. Era como si la sangre se agolpara en mi cuerpo con una presión insólita. Sentí un cosquilleo, y luego tuve un recuerdo corporal. Supe en mi cuerpo que la mujer nagual era el ser que completaba al nagual. Le proporcionaba paz, plenitud, una sensación de estar protegido, de estar a salvo. Le dije a la Gorda que había tenido la clara percepción de que la mujer nagual era la compañera de don Juan. La Gorda me miró, estupefacta. Lentamente negó con la cabeza. – No tenía nada que ver con el nagual Juan Matus, idiota -dijo, con un tono de autoridad final-. Era de ti. Por eso tú y yo le pertenecíamos. La Gorda y yo nos miramos el uno al otro. Yo estaba seguro de que involuntariamente ella expresaba pensamientos que racionalmente no le decían nada. – ¿Qué quieres decir con que era de mí, Gorda? -le pregunté después de una larga pausa. – Era tu compañero -dijo-. Ustedes dos formaban un equipo. Y yo estaba bajo su custodia. Y ella te encargó que algún día me llevaras a la libertad y me dejaras en sus manos. Le supliqué a la Gorda que me dijera todo lo que sabía, pero no parecía saber nada más. Me sentí agotado. – ¿A dónde se fue? -preguntó la Gorda repentinamente-, eso es lo que no me puedo imaginar. Estaba contigo, no con el nagual. Debería estar aquí, con nosotros. En ese momento la Gorda tuvo otro ataque de desconfianza y temor. Me acusó de esconder a la mujer nagual en Los Ángeles. Traté de desahogar sus aprensiones. Me sorprendí hablándole como si fuera una niña. Ella me escuchó al parecer con una atención completa; sin embargo, sus ojos se hallaban vacíos, desenfocados. Se me ocurrió entonces que estaba utilizando el sonido de mi voz así como yo había usado el de ella, como un conducto. Seguí hablando hasta que acabé con todo lo que tenía que decir dentro de los límites del tema. Algo extraño tuvo lugar entonces, y me descubrí escuchando a medias el sonido de mi propia voz. Le hablaba a la Gorda involuntariamente. Las palabras que parecían haber estado embotelladas dentro de mí, libres ahora, alcanzaron niveles indescriptibles de absurdidad. Hablé y hablé hasta que un recuerdo hizo que me detuviera. Una vez, en la banca de Oaxaca, don Juan nos habló, a la mujer nagual y a mí, de una persona cuya presencia había sintetizado para él todo lo que se podía esperar del compañerismo humano. Se trataba de una mujer que había sido para él lo que la mujer nagual era para mí: una compañera, una contraparte. Ella lo dejó, así como la mujer nagual me había dejado. Pero lo que él sentía por ella no había cambiado y se avivaba con la melancolía que ciertos poemas le evocaban. Con el mismo recuerdo aclaré que la mujer nagual era la que me surtía de libros de poemas. Tenía cantidades de ellos en la cajuela de su auto. A instancias suyas yo le leía poemas a don Juan. De repente fue tan claro el recuerdo de la mujer nagual sentada conmigo en la banca, que involuntariamente aspiré una bocanada de aire y mi pecho se hinchó. Tomó posesión de mí una opresiva sensación de pérdida. Me doblé con un dolor desgarrador en el omóplato derecho. Había algo más que yo sabía era un recuerdo que una parte mía se rehusaba a liberar. Me adherí a lo que me quedaba de mi salvaguarda de intelectualidad, como el único medio de recuperar la ecuanimidad. Me dije una y otra vez que la Gorda y yo habíamos estado operando todo el tiempo en dos planos distintos. Ella recordaba mucho más que yo, pero no era inquisitiva. No había sido entrenada para formular preguntas a otros o a sí misma. Pero luego me asaltó la idea de que yo no me hallaba en mejores condiciones; seguía siendo tan torpe como don Juan dijo que lo era. Nunca había olvidado que le leía poesía a don Juan, y sin embargo jamás se me ocurrió considerar el hecho de que yo nunca he poseído un libro de poesía española, ni jamás he llevado uno en mi auto. La Gorda me sacó de mis cavilaciones. Se hallaba casi histérica. Me gritó que la mujer nagual tenía que hallarse en alguna parte muy cercana a nosotros. Creía que así como a ella y a mí se nos había encargado que nos encontráramos el uno al otro, a la mujer nagual se le había encomendado hallarnos a nosotros. La fuerza de su razonamiento casi me convenció. Sin embargo, algo en mí sabía que esto no era así. Ese era el recuerdo que yacía dentro de mí, y que no me atrevía a sacar a la superficie. Quise iniciar un debate con la Gorda, pero no había ningún motivo para hacerlo; mi salvaguarda de intelecto y de palabras era insuficiente para absorber el impacto de haber recordado a la mujer nagual. El efecto era aplastante para mí, más devastador que, incluso, el temor de morir. – La mujer nagual está hundida en alguna parte -dijo la Gorda, mansamente-. Probablemente está con la espalda contra la pared y nosotros no hacemos nada para ayudarla. – ¡No, no! -grité-. La mujer nagual ya no está aquí. Exactamente no supe por qué dije eso, y sin embargo sabía que era verdad. Nos hundimos durante unos momentos en unas profundidades de melancolía que sería imposible de dilucidar racionalmente. Por primera vez, en lo que yo conozco de mí mismo sentí una verdadera e infinita tristeza, una temible sensación de estar incompleto. En alguna parte de mí existía una herida que había sido abierta de nuevo. Esta vez no podía, como lo había hecho tantas otras veces, refugiarme detrás de un velo de misterio y de incertidumbre. No saber había sido una bendición para mí. Durante unos instantes me descubrí deslizándome peligrosamente hacia el desaliento. La Gorda me detuvo. – Un guerrero es alguien que busca la libertad -me dijo en el oído-. La tristeza no es libertad. Tenemos que quitárnosla de encima. Tener un sentido de desapego, como había dicho don Juan, implica tener una pausa momentánea para reconsiderar las situaciones. En lo más hondo de mi tristeza comprendí lo que él quería decir. Ya tenía el desapego, ahora me correspondía luchar por usar correctamente esa pausa. No podría decir si mi volición entró en acción, pero de repente toda mi tristeza se desvaneció; era como si nunca hubiese existido. La velocidad de mi cambio y lo completo que fue, me alarmó. – ¡Ahora ya estás donde yo estoy! -exclamó la Gorda cuando le describí lo que había ocurrido-. Después de tantos años aún no he podido aprender a manejar la ausencia de forma. Me deslizo irremediablemente de un sentimiento a otro en un instante. Como no tengo forma, podía ayudar a las hermanitas, pero por eso mismo ellas me tenían en sus manos. Cualquiera de ellas era lo suficientemente fuerte para mecerme de un lado al otro. "El problema es que yo perdí mi forma humana antes que tú. Si tú y yo la hubiéramos perdido juntos, nos habríamos podido ayudar el uno al otro; pero como fueron las cosas, yo correteaba de arriba abajo como alma en pena. Esa aseveración suya de no tener forma siempre me había parecido espuria. A mi entender, perder la forma humana tenía que incluir una consistencia de carácter, que se hallaba, a juzgar por los altibajos emocionales de la Gorda, más allá de su alcance. A causa de esto, la había juzgado áspera e injustamente. Habiendo perdido ya la forma humana, me hallaba ahora en posición de comprender que dicha condición es un perjuicio a la sobriedad y a la discreción. No aporta ninguna fortaleza emocional automática. Un aspecto del desapego, la capacidad de quedar inmerso en lo que uno se encuentre haciendo, naturalmente se extiende a todo lo que se hace, incluso ser inconsistente y totalmente mezquino. La ventaja de no tener forma es la capacidad de detenerse un momento, si es que se tiene autodisciplina y valor. Por fin la conducta pasada de la Gorda se volvió comprensible para mí. No había tenido forma durante años, pero carecía de la autodisciplina requerida. Por ello había estado a merced de drásticos cambios y de discrepancias increíbles entre sus acciones y sus propósitos. En los días subsiguientes, la Gorda y yo reunimos toda nuestra fuerza emocional y tratamos de conjurar otros recuerdos, pero ya no parecía haber ninguno más. Me hallaba de nuevo donde estuve antes de empezar a recordar. Intuía que, enterrado en mí, de alguna manera debería de haber mucho más, pero no encontraba manera de llegar a ello. En mi mente no existían ni los más vagos atisbos de cualquier otro recuerdo. La Gorda y yo pasamos por un periodo de tremenda confusión y de dudas. En nuestro caso, no tener forma significaba ser asolados por la peor desconfianza imaginable. Sentimos que éramos como ratas de laboratorio en manos de don Juan, una persona que al parecer nos era muy familiar, pero de la cual en realidad ignorábamos todo. Nos retroalimentamos el uno al otro con dudas y temores. La cuestión más seria por supuesto era la mujer nagual. Cuando concentrábamos nuestra atención en ella, el recuerdo se volvía tan agudo que rebasaba nuestra comprensión el que la hubiéramos olvidado. Esto nos permitía una y otra vez especular qué era lo que nos había hecho don Juan en realidad. Muy fácilmente estas conjeturas nos conducían a la sensación de que habíamos sido usados. Nos enfurecía la inevitable conclusión de que don Juan nos había engañado, nos había dejado desamparados y desconocidos para nosotros mismos. Cuando la rabia se agotó, el temor empezó a cernirse sobre nosotros; ahora nos enfrentaba la terrible posibilidad de que no habíamos aún descubierto todo el daño que don Juan nos había hecho. |
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