"El Lado Activo Del Infinito" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)INTRODUCCIÓN Este libro es una colección de los sucesos memorables de mi vida. Los coleccioné siguiendo la recomendación de don Juan Matus, un chamán yaqui de México, el cual como maestro se esforzó durante trece años en hacerme accesible el Don Juan me reveló con el paso del tiempo que los chamanes del México antiguo habían concebido esta colección de sucesos memorables como una auténtica estratagema para remover reservas de energía que existen dentro del ser. Explicaban que estas reservas estaban compuestas de energía que tiene origen en el cuerpo mismo y que es desplazada por las circunstancias de nuestra vida cotidiana hasta quedar fuera del alcance. En ese sentido, esta colección de sucesos memorables era para don Juan, y para los chamanes de su linaje, el medio para El requisito previo para esta colección era el acto genuino, llevado a cabo con todo el ser, de reunir la suma total de las emociones y las comprensiones de uno, sin dejar nada omiso. Según don Juan, los chamanes de su linaje estaban convencidos de que la colección de sucesos memorables era el vehículo para el ajuste emocional y energético necesario para aventurarse, en términos de percepción, a lo desconocido. Don Juan describió la meta total del conocimiento chamánico que él manejaba como la preparación para enfrentarse al Estábamos don Juan y yo conversando una tarde bajo su ramada, una estructura abierta construida de varas delgadas de bambú. Parecía un pórtico con techo que protegía un poco del sol, pero no de la lluvia. Había unas cajas fuertes y pequeñas, de esas que se utilizan para envíos de carga, que servían de bancas. Sus etiquetas de carga estaban desteñidas y parecían ser más de adorno que de identificación. Yo estaba sentado sobre una de ellas. Estaba reclinado con la espalda contra la pared frontal de la casa. Don Juan permanecía sentado en otra caja, reclinado contra una de las varas que servían de soporte a la ramada. Yo acababa de llegar hacía cinco minutos. Había sido un viaje en coche de todo un día, en un clima húmedo y caluroso. Estaba nervioso, inquieto y sudado. Don Juan empezó a hablarme en cuanto me encontré cómodamente sentado sobre la caja. Con una amplia sonrisa, me comentó que la gente gorda casi nunca sabe combatir la gordura. La sonrisa que jugaba en sus labios me daba la impresión de que no se estaba haciendo el chistoso. Me estaba indicando, de la manera más indirecta y directa a la vez, que yo estaba gordo. Me puse tan nervioso que volqué la caja en que estaba sentado y mi espalda golpeó con fuerza la delgada pared de la casa. El impacto sacudió la casa hasta sus cimientos. Don Juan me echó una mirada inquisitiva, pero en vez de preguntarme si estaba bien, me aseguró que no había dañado la casa. Entonces, en tono muy comunicativo, me explicó que esa casa era una vivienda provisional, que en realidad él vivía en otra parte. Cuando le pregunté dónde vivía, se me quedó mirando. No era una mirada de enojo; era más bien para disuadir preguntas inoportunas. No comprendí lo que quería. Estaba a punto de volver a hacer la misma pregunta cuando me detuvo. – Aquí no se hacen preguntas de esa naturaleza -me dijo con firmeza-. Pregunta lo que quieras de procedimientos o de ideas. Cuando esté listo para decirte dónde vivo, si es que sucede alguna vez, te lo diré sin que me lo preguntes. Instantáneamente me sentí rechazado. Sin querer, me enrojecí. Estaba completamente ofendido. La risotada de don Juan empeoró mi disgusto. No sólo me había rechazado, me había insultado y luego se había reído de mí. – Vivo aquí temporalmente -prosiguió, sin prestar atención a mi mal humor-, porque éste es un centro mágico. La verdad es que vivo aquí por ti. Su declaración me desconcertó. No lo podía creer. Pensé que lo decía para consolarme, para que no siguiera yo tan enojado. – ¿De veras, vive usted aquí por mí? -le pregunté finalmente sin poder contener mi curiosidad. – Sí -me dijo en tono sereno-. Te tengo que preparar. Eres como yo. Voy a repetirte lo que te he dicho anteriormente: la búsqueda de cada nagual o líder de cada generación de chamanes, consiste en encontrar un nuevo hombre o mujer, que, como él mismo, revele una doble estructura energética: yo vi esa característica en ti cuando estábamos en la estación de autobuses de Nogales. Cuando Sus palabras me agitaron profundamente. Hacía un instante estaba enojado, y ahora quería llorar. Continuó, diciendo que quería iniciarme, respaldado por la fuerza de la región donde vivía, un centro de fuertes reacciones y emociones, en algo que los chamanes llamaban Don Juan vivía en aquel tiempo en el estado de Sonora, al norte de México, a unos ciento veinte kilómetros de la ciudad de Guaymas. Yo siempre lo visitaba allí bajo los auspicios de llevar a cabo mi trabajo de campo. – ¿Necesito entrar en estado de guerra, don Juan? -le pregunté, sinceramente preocupado, luego de oírle decir que el preocuparme por la guerra era algo que yo necesitaría algún día. Ya había aprendido a tomar todo lo que me decía con la mayor seriedad. – Puedes apostar lo que quieras -me contestó con una sonrisa-. Cuando hayas absorbido todo lo que hay aquí, me iré. No tenía base para dudar de lo que me decía, pero no podía concebir que don Juan viviera en ninguna otra parte. Formaba un conjunto total con todo lo que lo rodeaba. Su casa, sin embargo, sí parecía ser provisional. Era una choza típica de los granjeros yaquis, construida de adobe, de techo plano de paja; consistía de una habitación grande que servía para comer y dormir, y de una cocina sin techo. – Es muy difícil tratar con gente gorda -dijo. Parecía ser una frase incongruente, pero no lo era. Don Juan estaba simplemente volviendo al tema que había introducido antes de que yo lo interrumpiera con el golpe de mi espalda contra la casa. – Hace un momento, golpeaste mi casa como una de esas bolas de demolición -me dijo sacudiendo la cabeza de lado a lado-. ¡Qué impacto! Un impacto digno de un hombre robusto. Tenía la inquietud de que me hablaba como alguien que ya no quiere lidiar con uno. Inmediatamente me puse a la defensiva. Me escuchó, con una sonrisita, mientras yo daba frenéticas explicaciones diciendo que mi peso era normal para mi estructura ósea. – Claro -concedió en tono de broma-. Tienes huesos grandes. Seguramente te podrías echar otros veinte kilos fácilmente y nadie, te aseguro, nadie lo notaría. Yo no lo notaría. Su sonrisa burlona me indicaba que definitivamente yo estaba rechoncho. Me preguntó entonces sobre mi salud en general y yo seguí hablando desesperadamente para desviar otros comentarios sobre mi peso. Él mismo cambió de tema. – ¿Cómo van tus excentricidades y aberraciones? -me preguntó con cara impávida. Como idiota, le respondí que marchaban bien. «Excentricidades y aberraciones» era el nombre que él le había dado a mi afán de coleccionista. En aquel momento, había vuelto con nuevo fervor a hacer algo que había disfrutado toda mi vida: coleccionar lo que fuera. Coleccionaba revistas, timbres, discos, parafernales de la Segun da Guerra Mundial como dagas, yelmos, banderas, etc. – Lo único que le puedo contar de mis aberraciones, don Juan, es que estoy tratando de vender mis colecciones -dije con aire de un mártir a quien obligan a hacer algo odioso. – Ser coleccionista no es tan malo -dijo como si verdaderamente lo creyera-. El quid del asunto no es que sea coleccionista, sino lo que uno colecciona. Tú eres coleccionista de porquerías, de cosas sin valor que te aprisionan como lo hace tu perro. No puedes irte cuando quieras si tienes que andar cuidando a tu mascota, o si tienes que preocuparte por lo que va a pasar con tus colecciones si no estás allí para cuidarlas. – Pero, créamelo, sí ando buscando quien las compre -protesté. – No, no; no pienses que te estoy acusando -me contestó-. Incluso, me gusta tu espíritu de coleccionista. Lo que no me gusta son tus colecciones, eso es todo. Me gustaría, sin embargo, utilizar tu ojo de coleccionista. Quisiera proponerte que hagas una colección que valga la pena. Don Juan hizo una breve pausa. Parecía que buscaba la palabra adecuada; o era quizás una vacilación dramática, bien calculada. Me clavó con una mirada profunda y penetrante. – Cada guerrero, obligatoriamente, colecciona material para un álbum especial -siguió don Juan-, un álbum que revela la personalidad del guerrero, un álbum que es testigo de las circunstancias de su vida. – ¿Por qué le llama a esto una colección, don Juan? -le pregunté en tono alterado-. ¿O incluso, un álbum? – Porque es ambas cosas -me respondió-. Pero sobre todo, es como un álbum de retratos hechos de recuerdos, retratos que surgen al recordar sucesos memorables. – ¿Son esos sucesos memorables dignos del recuerdo de alguna manera especial? – Son memorables porque tienen un significado especial en la vida de uno -dijo-. Lo que te propongo es que hagas tu álbum, incluyendo en él un recuento completo de los sucesos que han tenido un significado profundo para ti. – Cada suceso de mi vida ha tenido un significado profundo para mí, don Juan -dije agresivamente, y al instante sentí el impacto de mi propia pomposidad. – No es cierto -me dijo sonriendo, aparentemente gozando inmensamente mi reacción-. Todo suceso en tu vida no ha tenido un significado profundo. Hay unos cuantos, sin embargo, que considero capaces de haber cambiado algo para ti, de haberte iluminado el camino. Por lo general, los sucesos que cambian nuestro curso son asuntos impersonales, y a la vez extremadamente personales. – No quiero ser necio, don Juan, pero créame, todo lo que me ha sucedido cabe en esa definición -dije, sabiendo muy bien que mentía. En seguida, después de haber pronunciado esa frase, quise disculparme, pero don Juan no me prestó atención. Era como si yo no hubiera dicho nada. – No pienses en este álbum en términos de banalidades, o en términos de un refrito trivial de las experiencias de tu vida -me dijo. Respiré profundamente, cerré los ojos e intenté calmar mi mente. Me estaba hablando frenéticamente a mí mismo acerca de mi dilema: en verdad, no me gustaba nada visitar a don Juan. Ante su presencia me sentía amenazado. Me atacaba verbalmente y no dejaba lugar para demostrarle lo que yo valía. Detestaba sentirme humillado cada vez que abría la boca; detestaba pasar por imbécil. Pero había otra voz dentro de mí, una voz que me llegaba desde una mayor profundidad, más distante, más débil. En medio de los ataques de diálogo familiar, me oí decir que era demasiado tarde para regresar. Pero no era en verdad mi voz o mis pensamientos lo que experimentaba; era, mejor dicho, como una voz desconocida que decía que me había metido ya muy profundamente en el mundo de don Juan y que lo necesitaba más que el aire mismo. – Di lo que quieras -parecía decir-, pero si no fueras el egomaniático que eres, no estarías tan avergonzado. – Ésa es la voz de tu otra mente -dijo don Juan, como si estuviera escuchando o leyéndome los pensamientos. Mi cuerpo dio un salto involuntario. Mi susto fue tan intenso que me vinieron lágrimas a los ojos. Le confesé a don Juan la confusión de mi estado. – Tu conflicto es muy natural -dijo-. Y créeme. No lo exacerbo tanto. No soy así. Tengo algunas historias que contarte de lo que mi maestro, el nagual Julián, me hacía. Lo detestaba desde el fondo de mi ser. Yo era muy joven, y veía cómo lo adoraban las mujeres, se le entregaban como nada, y cuando yo quería saludarlas se volvían hacia mí como leonas, listas para arrancarme la cabeza. Me odiaban y lo amaban. ¿Cómo crees que me sentía? – ¿Cómo resolvió ese conflicto, don Juan? -pregunté con algo más que interés. – No resolví nada -declaró- Eso, el conflicto o lo que fuera, era el resultado de la batalla entre mis dos mentes. Cada uno de nosotros, como seres humanos, tenemos dos mentes. Una es totalmente nuestra, y es como una voz débil que siempre nos trae orden, propósito, sencillez. La otra mente es la Mi fijación sobre mis propias concatenaciones mentales era tan intensa que se me fue por completo de lo que me decía don Juan. Podía claramente recordar cada una de sus palabras, pero no tenían sentido alguno. Don Juan, muy calmadamente, y con la mirada fija en mis ojos, repitió lo que acababa de decir. Yo todavía era incapaz de aprehender lo que quería decir. No podía enfocarme en sus palabras. – Por alguna extraña razón, don Juan, no puedo enfocarme en lo que me está diciendo -le dije. – Comprendo perfectamente -me dijo sonriendo abiertamente- y tú también lo comprenderás, y a la vez resolverás el conflicto de que si me quieres o no, el día en que dejes de ser el yo-yo centro del mundo. »Entretanto -continuó-, dejemos el tema de las dos mentes y regresemos a la idea de preparar tu álbum de sucesos memorables. Debo añadir que tal álbum es un ejercicio de disciplina e imparcialidad. Considera este álbum como un acto de guerra. La afirmación de don Juan -que mi conflicto de querer o no querer verlo iba a terminar cuando abandonara mi egocentrismo- no era solución para mí. De hecho, la afirmación me enfadó más; mi frustración creció. Y cuando le oí decir que el álbum era un acto de guerra, lo ataqué con todo mi veneno. – La idea de que ésta es una colección de sucesos es ya bastante difícil de comprender -le dije en tono de protesta-, pero además, el llamarle un álbum y decir que tal álbum es un acto de guerra es demasiado. Es demasiado oscuro. Eso hace que la metáfora pierda su significado. – ¡Qué raro! Para mí es lo opuesto -contestó don Juan con mucha calma-. Que tal álbum sea un acto de guerra tiene todo el significado del mundo para mí. No quisiera que mi álbum de sucesos memorables fuera ninguna otra cosa que un acto de guerra. Quería seguir con mi opinión y explicarle que sí comprendía la idea de un álbum de sucesos memorables. A lo que me oponía era a la manera confusa en que me lo describía. En aquellos tiempos, me consideraba un defensor de la claridad y del funcionalismo en el uso del lenguaje. Don Juan no hizo ningún comentario sobre mi humor bélico. Simplemente asintió como si estuviera totalmente de acuerdo conmigo. Después de un rato, o se me había acabado toda la energía, o me llegó una tremenda oleada. De pronto, sin ningún esfuerzo por parte mía, me di cuenta de lo inútil de mis arranques. Me sentí terriblemente avergonzado. – ¿Qué cosa se apodera de mí para comportarme de tal manera? -le pregunté a don Juan muy sinceramente. Me encontraba, en aquel instante, totalmente confuso. Estaba tan aturdido por mi realización que sin ninguna voluntad por mi parte, empecé a llorar. – No te preocupes por detalles absurdos -me dijo don Juan para tranquilizarme-. Cada uno de nosotros, hombre o mujer, es así. – ¿Quiere usted decir, don Juan, que somos mezquinos y contradictorios por naturaleza? – No, no somos mezquinos y contradictorios por naturaleza -contestó-. Nuestras mezquindades y contradicciones son, más bien, el resultado de un conflicto trascendental que nos afecta a cada uno de nosotros, pero del cual sólo los chamanes tienen dolorosa y desesperadamente conciencia; el conflicto entre nuestras dos mentes. Don Juan me escudriñó; sus ojos eran negros como dos pedazos de carbón. – Me habla y me habla de las dos mentes -le dije-, pero mi cerebro no guarda lo que me está diciendo. ¿Por qué? – Ya sabrás el porqué en su debido momento -dijo-. Por ahora, basta que te repita lo que te he dicho anteriormente acerca de nuestras dos mentes. Una es nuestra mente verdadera, el producto de las experiencias de nuestra vida, la que raras veces habla porque ha sido vencida y sometida a la oscuridad. La otra, la mente que usamos a diario para todo lo que hacemos, es la – Creo que el quid del asunto es que el concepto de que la mente es una Don Juan no hizo ningún comentario a lo que había dicho. Continuó con su explicación sobre las dos mentes como si no hubiera dicho nada. – Resolver el conflicto entre las dos mentes es una cuestión de – ¿Quiere usted decir, don Juan, que los chamanes siempre consiguen todo lo que quieren, aunque sea algo mezquino y arbitrario? -le pregunté. – No, no es eso lo que quiero decir. Se puede llamar al Don Juan hizo una pausa; entonces volvió al tema del álbum. – Mi propio álbum, siendo acto de guerra, exigió una selección de muchísimo cuidado -dijo-. Es ahora una colección precisa de los momentos inolvidables de mi vida, y de todo lo que me condujo a ellos. He concentrado en él, todo lo que fue y lo que será significativo para mí. A mi parecer, el álbum de un guerrero es algo muy concreto, algo tan acertado que acaba con todo. No tenía yo ninguna idea de lo que don Juan quería, y a la vez, lo comprendía a la perfección. Me aconsejó que me sentara solo y dejara que mis pensamientos, ideas y recuerdos me llegaran libremente. Recomendó que hiciera un esfuerzo por dejar que mi voz interior hablara y me dijera qué seleccionar. Don Juan me dijo entonces que me metiera en la casa y me acostara sobre una cama que había allí. Estaba construida de cajas de madera y docenas de costales que me servían de colchón. Me dolía todo el cuerpo, pero cuando me acosté sobre aquella cama, me sentí verdaderamente cómodo. Tomé sus sugerencias a pecho y empecé a pensar acerca de mi pasado, buscando sucesos que me habían marcado. Muy pronto me di cuenta de que mi aseveración de que cada suceso de mi vida había tenido significado era una tontería. Al tratar de recordar, me di cuenta de que ni sabía dónde empezar. Cruzaban por mi mente interminables recuerdos y pensamientos disociados acerca de sucesos, pero no podía decidir si habían sido significativos para mí. Mi impresión era que nada había tenido ninguna importancia. Parecía que había pasado la vida como cadáver, con la facultad de caminar y hablar, pero sin poder sentir nada. Sin la menor concentración para seguir con el tema ni llevarlo más allá de un débil intento, lo dejé y me dormí. – ¿Tuviste éxito? -me preguntó don Juan al despertarme algunas horas después. En vez de estar tranquilo después de haber dormido y descansado, estaba de nuevo bélico y malhumorado. – ¡No, no tuve ningún éxito! -ladré. – ¿Oíste esa voz desde las profundidades de tu ser? -me preguntó. – Creo que sí -mentí. – ¿Qué te dijo? – No me puedo acordar -murmuré – Ah, has regresado a tu mente cotidiana -me dijo y me dio un golpecito en la espalda-. Tu mente de todos los días se ha apoderado nuevamente de ti. Vamos a relajarla hablando de tu colección de sucesos memorables. Debo decirte que la selección de lo que vas a incluir en tu álbum no es cosa fácil. Es por esa razón que dije que hacer este álbum es un acto de guerra. Tienes que re-hacerte diez veces para saber qué seleccionar. Comprendí claramente entonces, aunque fuera durante sólo un segundo, que tenía dos mentes; sin embargo, el pensamiento fue tan vago que se me fue instantáneamente. Lo que quedó era la simple sensación de no poder cumplir con el requisito de don Juan. Pero en vez de elegantemente aceptar mi incapacidad, permití que se convirtiera en algo amenazador. Mi gran impulso en aquel tiempo era el de siempre quedar bien. Ser incompetente equivalía a ser perdedor, algo que me era totalmente intolerable. Como no sabía cómo responder al desafío de don Juan, hice lo único que sí sabía hacer: me enojé. – Tengo que pensar mucho más acerca de esto, don Juan -le dije-. Tengo que darle tiempo a mi mente para que se acostumbre a la idea. – Por supuesto, por supuesto -me aseguró don Juan-. Toma el tiempo que quieras, pero apresúrate. No se dijo nada más del asunto. Ya en casa, me olvidé por completo, hasta que un día, de pronto, en medio de una charla a la que asistía, el comando imperioso de buscar los sucesos memorables de mi vida me sobrevino como un golpe corporal, un espasmo nervioso que me sacudió de la cabeza a los pies. Empecé a trabajar en serio. Me tomó meses revisar experiencias de mi vida que creía significativas para mí. Sin embargo, al examinar mi colección, me di cuenta de que se trataba de ideas sin sentido alguno. Los sucesos que recordaba eran vagos puntos de referencia que recordaba de manera abstracta. Otra vez, tuve la sospecha inquietante de que me habían criado para actuar sin jamás sentir nada. Uno de los sucesos más vagos que recordé, y que quería hacer memorable a cualquier costo, fue el día en que supe que me habían admitido a la escuela de estudios superiores de UCLA. Pero por más que trataba, no me acordaba qué estaba haciendo ese día. No tenía nada fuera de común o interesante aparte de la idea de que quería que fuera memorable. El ingresar en el programa de estudios superiores debería haberme hecho sentir orgulloso o feliz, pero no fue así. Otra muestra de mi colección fue el día en que casi contraje matrimonio con Kay Condor. Su apellido no era en verdad Condor, pero se lo había cambiado porque quería ser actriz. Su paso a la fama era que se parecía a Carole Lombard. Ese día me era memorable no tanto por los sucesos que se llevaron a cabo, sino porque ella era bella y quería casarse conmigo. Me llevaba una cabeza de altura, lo cual la hacía de lo más interesante. Me encantaba la idea de casarme con una mujer alta en una iglesia. Me alquilé un traje de frac, gris. Los pantalones me quedaban demasiado anchos para mi estatura. No eran de campana; simplemente eran anchos y me molestaban terriblemente. Otra cosa que me molestaba era que las mangas de la camisa color rosa que había comprado para la ceremonia eran demasiado largas, sobrándoles unos diez centímetros; tenía que ajustármelas con unas gomas. Fuera de eso, todo iba perfectamente hasta el momento en que los invitados y yo nos enteramos de que Kay Condor se había arrepentido y no iba a aparecer. Como jovencita bien educada, me mandó una carta de disculpa por un mensajero que llegó en motocicleta. Escribió que, como no creía en el divorcio, no se podía comprometer con alguien que no compartía del todo sus perspectivas sobre la vida. Me recordó que siempre me reía cuando pronunciaba el nombre «Condor», lo cual revelaba la falta de respeto que guardaba para su persona. Dijo que había hablado del asunto con su madre. Ambas me querían muchísimo, pero no lo suficiente para que formara parte de aquella familia. Añadió que, valiente y sagazmente, todos teníamos que enfrentarnos a nuestras pérdidas. Mi mente estaba paralizada. Cuando traté de recordar ese día, no me acordaba si me sentí horriblemente humillado por haberme quedado allí delante de toda esa gente con ese traje de frac gris de pantalones anchos, o si me sentí mal porque Kay Condor no se casó conmigo. Éstos eran los únicos dos sucesos que era capaz de ver aisladamente y con claridad. Eran ejemplos pobres, pero después de machacar, había logrado adornarlos como cuentos de aceptación filosófica. Me consideré un ser sin verdaderos sentimientos, alguien que solamente tiene una visión intelectual acerca de todo. Tomando las metáforas de don Juan como modelo, hasta construí una propia: un ser que vive su vida de forma indirecta en términos de lo que debería ser. Creía, por ejemplo, que el día que me admitieron a la escuela de estudios superiores de UCLA, debería haber sido un día memorable. Como no lo fue, hice lo mejor que pude para imbuirlo de una importancia que estaba lejos de sentir. Algo semejante pasó con el día que casi me casé con Kay Condor. Debía haber sido un día devastador para mí pero no lo fue. Al momento de recordarlo, supe que no había nada allí e hice lo que pude para construir lo que debería haber sentido. En la siguiente visita que hice a la casa de don Juan, le presenté en cuanto llegué mis dos muestras de sucesos memorables. – Éstas son puras tonterías -declaró-. Nada de esto sirve. Estas historias están ligadas exclusivamente a ti como persona que piensa, siente, llora o no siente nada. Los sucesos memorables del álbum del chamán son asuntos que aguantan la prueba del tiempo porque no tienen nada que ver con él, y sin embargo, él está en medio de ellos. Siempre estará en medio de ellos, por lo que dure su vida y quizá más allá, aunque no de manera del todo personal. Sus palabras me desanimaron, me dejaron del todo derrotado. En esos días, yo sinceramente pensaba que don Juan era un viejo intransigente que encontraba un deleite especial en hacerme sentir imbécil. Me recordaba a un maestro artesano que había conocido en la fundación de un escultor donde trabajaba mientras estudiaba en una escuela de arte. El maestro criticaba y encontraba fallas en todo lo que hacían sus aprendices avanzados, y exigía que corrigieran su obra según sus recomendaciones. Los aprendices se daban vuelta fingiendo hacer las correcciones. Recuerdo el deleite del maestro cuando, al presentarle la misma obra, decía: «Ahora sí tienes algo que vale». – No te sientas mal -dijo don Juan sacándome de mis recuerdos-. Durante mis tiempos estaba en las mismas. Durante años, no sólo no sabía qué seleccionar, sino que pensaba que no tenía experiencias de dónde seleccionar. Parecía que nada me había pasado nunca. Claro que todo me había pasado, pero en mi esfuerzo de defender la idea de mí mismo, no tenía ni el tiempo ni la inclinación para darme cuenta de nada. – ¿Me puede decir, don Juan, específicamente, qué tienen de malo mis historias? Ya sé que no son nada, pero el resto de mi vida es exactamente igual. – Voy a repetirte esto -me dijo-. Las historias del álbum del guerrero no son personales. Tu historia del día en que te admitieron a la escuela no es más que una afirmación de ti mismo en el centro de todo. Sientes, no sientes; te das cuenta, no te das cuenta. ¿Entiendes? Toda la historia tiene que ver contigo. – ¿Cómo puede ser de otra forma, don Juan? -le pregunté. – En el otro cuento, casi llegas a lo que quiero, pero lo das vuelta y lo conviertes en algo en extremo personal. Ya sé que puedes añadir más detalles, pero esos detalles no son nada más que una extensión de tu persona. – Sinceramente, no entiendo lo que quiere usted, don Juan -protesté-. Cada historia vista a través de los ojos del testigo, tiene que ser a fuerza, personal. – Claro, claro, por supuesto -me dijo sonriendo, disfrutando como siempre de mi confusión-. Pero en ese caso, no son historias para el álbum de un guerrero. Son historias con otros propósitos. Los sucesos memorables que buscamos tienen el toque oscuro de lo impersonal. Ese toque los impregna. No sé cómo explicártelo de otra forma. En aquel momento creí tener un momento de inspiración y creí que comprendía lo que él quería decir con «el toque oscuro de lo impersonal». Creí que se refería a algo un poco mórbido. Eso es lo que significaba para mí la oscuridad. Le relaté entonces una historia de mi niñez. Uno de mis primos mayores estaba en la escuela de medicina. Era interno y un día me llevó al depósito de cadáveres. Me aseguró que un joven tenía que ver a los muertos porque formaba parte de la educación de uno; demostraba lo transitorio de la vida. Continuó arengándome para convencerme que fuera. Cuanto más hablaba de la poca importancia que teníamos como muertos, más despertaba mi curiosidad. Nunca había visto un cadáver. Finalmente, mi curiosidad por presenciar uno me venció y fui con él. Me mostró varios cadáveres y logró asustarme por completo. No les vi nada de educativo ni esclarecedor. Eran, francamente, la cosa más aterradora que había visto jamás. Mientras me hablaba, seguía consultando su reloj como si esperara a alguien en cualquier momento. Obviamente, quería que me quedara en el depósito más tiempo de lo que permitían mis fuerzas. Siendo la criatura competitiva que era, creí que estaba poniendo a prueba mi resistencia, mi hombría. Apreté los dientes y decidí aguantarme hasta el final. El final llegó de maneras que nunca hubiera soñado. Un cadáver que estaba cubierto con una sábana, se movió con un fuerte estertor sobre la mesa de mármol donde yacían los otros, como si se preparara para levantarse. Hizo un ruido como de eructo, tan terrible que me pasó por el cuerpo como una ráfaga de fuego, y que quedará en mi recuerdo para siempre. Mi primo, el médico, el científico, me explicó que era el cadáver de un hombre que había muerto de tuberculosis, y que sus pulmones habían sido comidos por bacilos que dejaron enormes agujeros llenos de aire, y que en casos como ése, cuando el aire cambiaba de temperatura, forzaba al cuerpo a sentarse o, por lo menos, a sufrir convulsiones. – No, todavía no llegas -dijo don Juan sacudiendo la cabeza-. Ésta es simplemente una historia acerca de tu susto. A mí también me hubiera asustado; sin embargo, un susto como ése no ilumina el camino. Pero tengo curiosidad de saber qué te pasó. – Eché gritos como un loco -le dije-. Mi primo me llamó cobarde, cagueta por esconder mi cara contra su pecho y por enfermarme del estómago y vomitar encima de él. Estaba definitivamente metido en las hileras mórbidas de mi vida. Recordé otra historia acerca de un chico de dieciséis años que conocí en la preparatoria, que sufría de una enfermedad de las glándulas, y como resultado creció a una altura gigantesca. Su corazón, sin embargo, no creció al mismo paso y un día se murió de un ataque cardíaco. Fui con otro chico a la mortuoria de pura curiosidad mórbida. El empresario de pompas fúnebres, que era quizá más mórbido que nosotros dos juntos, abrió la puerta de atrás y nos dejó pasar. Nos mostró su obra maestra. Había puesto al gigantesco muchacho, que medía más de dos metros y treinta centímetros, en un ataúd de una persona normal, cortándole las piernas. Nos mostró cómo las había dispuesto: el chico llevaba las piernas en sus brazos como dos trofeos. El susto que experimenté fue semejante al que había experimentado de niño en el depósito de cadáveres, pero este nuevo susto no era una reacción física, sino una reacción de repugnancia psicológica. – Casi, casi -dijo don Juan-. Pero tu historia es todavía demasiado personal. Es horrenda. Me enferma, pero veo grandes posibilidades. Don Juan y yo nos reímos del horror que se encuentra en las situaciones de la vida cotidiana. A estas alturas me había perdido sin esperanza alguna en las hileras mórbidas que había atrapado y liberado. Le conté la historia de mi mejor amigo, Roy Oríndeoro. En realidad, tenía un apellido polaco, pero sus amigos le llamaban Oríndeoro porque lo que tocaba se volvía oro; era un maravilloso hombre de negocios. Su don para los negocios lo hizo super-ambicioso. Quería ser el hombre más rico del mundo. Pero se dio cuenta de que había demasiada competencia. Según él, trabajando solo no podía competir, digamos, con el líder de una secta islámica que en aquel tiempo, era remunerado con su peso en oro cada año. El líder engordaba todo lo que podía antes de que lo pesaran. Entonces decidió limitarse a ser el hombre más rico de los Estados Unidos. La competencia en este sector era feroz. Se limitó aún más: quizá podría ser el hombre más rico de California. Era también demasiado tarde para eso. Finalmente, a pesar de sus cadenas de pizzerías y heladerías, perdió la esperanza de poder hacerle competencia a las familias establecidas que ya se habían apoderado de California. Se contentó con ser el hombre más rico de Woodland Hills, un barrio en las afueras de Los Ángeles donde él vivía. Pero desdichadamente, a unos cuantos pasos de su casa vivía el señor Marsh, el dueño de unas fábricas de colchones de primera calidad, que eran de fama nacional, y que era más rico de lo que uno pudiera imaginarse. La frustración de Roy no tenía límites. Su impulso para lograrlo todo era tan intenso que, finalmente, le falló la salud. Un día, se murió de un aneurisma en el cerebro. Como consecuencia, su muerte me condujo una tercera vez a una casa mortuoria. La mujer de Roy me rogó, como era su mejor amigo, que me asegurara que el cadáver fuera bien vestido. Llegué al mortuorio y un secretario me hizo entrar a las salas interiores. Al momento preciso de mi llegada, el director trabajaba sobre una alta mesa con tapa de mármol; estaba empujando con fuerza los extremos del labio superior del cadáver (que estaba ya en estado de rigidez cadavérica), con sus dedos índice y meñique de la mano derecha, mientras mantenía el dedo mayor contra la palma. Una sonrisa grotesca apareció en la cara muerta de Roy, al tiempo que el director dio media vuelta hacia mí, diciendo en tono servil: «Espero que encuentre todo esto satisfactorio, señor». La mujer de Roy (nunca se sabrá si de veras lo quería o no), decidió enterrarlo con toda la pompa chillona posible ya que, según ella, su vida lo merecía. Había comprado un ataúd muy caro, hecho a la orden, que parecía cabina de teléfono público; la idea la había sacado de una película. Roy iba a ser enterrado sentado, como si estuviera haciendo una llamada telefónica de negocios. No me quedé a la ceremonia. Salí sintiendo una reacción violenta, entre impotencia y furia, ese tipo de furia que no encuentra desahogo. – ¡Pero qué mórbido estás hoy! -comentó don Juan, riéndose-. Sin embargo, a pesar de eso, o quizás a causa de eso, casi, casi estás por llegar. Lo estás tocando. Siempre me maravillaba el cambio de humor que experimentaba cada vez que iba a ver a don Juan. Siempre llegaba sombrío y malhumorado, lleno de auto-afirmaciones y de dudas. Después de un rato, mi estado de ánimo cambiaba misteriosamente, y me volvía más abierto, por grados, hasta llegar a estar tan tranquilo como nunca. Sin embargo, mi nuevo humor seguía metido en mi antiguo vocabulario. Tenía la costumbre de hablar como una persona totalmente insatisfecha, que se contenía de quejarse en voz alta, pero cuyas interminables quejas estaban implícitas en cada vuelta de la conversación. – ¿Puede darme algún ejemplo de un suceso memorable de su álbum, don Juan? -pregunté con mi acostumbrado tono quejumbroso-. Si supiera qué pautas busca usted, a lo mejor se me viene algo. Como va la cosa, estoy chiflando en la loma. – No te expliques tanto -dijo don Juan con una mirada dura-. Los chamanes dicen que en cada explicación hay una disculpa escondida. Así es que cuando estás explicando por qué no puedes hacer esto o aquello, lo que estás haciendo en verdad es disculpándote por tus flaquezas, con la esperanza de que el que te escucha tendrá la bondad de comprenderlas. Mi maniobra más útil al ser atacado era siempre de desactivarme, es decir, no escuchar a mis detractores. Don Juan, sin embargo, tenía la desagradable habilidad de atrapar cada pizca de mi atención. No importaba cómo me atacara, ni qué dijera, siempre me tenía clavado a cada una de sus palabras. En esta ocasión, lo que estaba diciendo de mí no me complacía para nada, porque era la pura verdad. Le evadí la mirada. Me sentí como siempre, derrotado, pero era una derrota peculiar esta vez. No me molestaba tanto como si hubiera ocurrido en el mundo de la vida cotidiana, o al momento de haber llegado a su casa. Después de un largo silencio, me volvió a dirigir la palabra. – Voy a hacer algo mejor que simplemente darte un ejemplo de un suceso memorable de mi álbum -dijo-. Voy a darte un suceso memorable tomado de tu propia vida, uno que de seguro debería estar en tu colección. O más bien diría, que si yo fuera tú, créemelo que lo incluiría en mi colección de sucesos memorables. Creía que estaba bromeando y me reí como imbécil. – Esto no es cuestión de risa -dijo en voz tajante- Esto va en serio. Me contaste una vez una historia que cabe a la perfección. – ¿Qué historia fue ésa, don Juan? – La historia de «figuras frente al espejo» -dijo-. Cuéntamela de nuevo. Pero cuéntamela con todo el detalle que puedas recordar. Empecé a contarle la historia de nuevo, superficialmente. Me detuvo y exigió una narrativa detallada y cuidadosa, empezando desde el principio; pero mi versión no lo satisfizo. – Vamos a hacer una caminata -me propuso-. Cuando caminas, eres mucho más acertado que cuando estás sentado. Créeme, no es una idea ociosa el caminar de un lado a otro cuando tratas de relatar algo. Habíamos estado sentados, como lo hacíamos de costumbre durante el día, debajo de la ramada. Había caído en un hábito: cuando me sentaba allí, siempre lo hacía en el mismo lugar, con la espalda contra la pared. Don Juan se sentaba aquí y allá bajo la ramada, pero nunca en el mismo lugar. Salimos a caminar a la peor hora, al mediodía. Me puso un sombrero viejísimo de paja, como siempre lo hacía cuando salíamos al rayo del sol. Durante largo tiempo, caminamos en silencio. Hacía todo lo posible para recordar todos los detalles de la historia. Eran las dos o tres de la tarde cuando nos sentamos a la sombra de unos altos arbustos y volví a contar toda la historia. Años antes, cuando estudiaba escultura en una escuela de bellas artes en Italia, tenía un amigo íntimo, un escocés que estudiaba arte para prepararse para ser crítico de arte. Lo que me venía a la mente más vívidamente al recordarlo, y tenía que ver con la historia que contaba, era la idea tan rimbombante que tenía de él mismo; se creía erudito, artesano, lujurioso y libertino: un verdadero hombre renacentista. Sí era libertino, pero lo lujurioso era algo que estaba en total contradicción con su persona huesuda, seca y seria. Era un seguidor vicario del filósofo inglés Bertrand Russell y soñaba con aplicar los principios del positivismo lógico a la crítica del arte. El hecho de ser el escolar y artesano más completo era quizá su mayor fantasía porque siempre andaba con dilaciones; su némesis era el trabajo. Su cuestionable especialización no era la crítica del arte, sino su conocimiento personal de todas las prostitutas de los burdeles locales, que abundaban. Las largas y descriptivas anécdotas que me daba (para tenerme, según él, al tanto de las cosas maravillosas que hacía en el mundo de su especialización) eran un deleite. No me sorprendió entonces para nada, que un día llegara a mi apartamento, todo agitado, casi ahogándose, y me dijera que algo extraordinario le había ocurrido y quería compartirlo conmigo. – Vamos, chico, esto lo tienes que ver por ti mismo -me dijo todo emocionado con el acento de Oxford que siempre afectaba cuando hablaba conmigo. Se paseaba por la habitación agitadamente-. Es dificilísimo describirlo, pero vamos, es algo que vas a apreciar por toda tu vida. Caramba, la impresión, vamos, te va a quedar para siempre. Comprendes, chico, te hago un regalo, un regalo maravilloso que te va a durar toda una vida. ¿Comprendes? Lo que yo comprendía era que él era un escocés histérico. Pero siempre me gustaba llevarle la coba y acompañarlo. Nunca lo había lamentado. – Cálmate, cálmate, Eddie -dije-. ¿Qué estás diciendo? Me contó que había estado en un burdel donde había encontrado una mujer increíble que hacía algo insólito que ella llamaba: «Figuras ante un espejo». Me aseguró repetidas veces, casi tartamudeando, que no podía perderme este acontecimiento. – Vamos, de la plata no te preocupes -dijo, sabiendo bien que yo nunca tenía-. Ya te pagué la entrada. Sólo tienes que acompañarme. Madame Ludmila te va a mostrar sus «Figuras ante un espejo». ¡Coño, qué maravilla! En un ataque de risa incontrolable, Eddie hasta mostró su mala dentadura, la cual normalmente encubría tras una sonrisa de labios apretados. – Te digo: ¡Coño, es increíble! Mi curiosidad aumentaba minuto por minuto. Estaba más que dispuesto a participar en este nuevo deleite. Eddie me llevó en su coche a las afueras de la ciudad. Nos detuvimos delante de un edificio polvoriento y viejo; las paredes descascaradas. Tenía el aire de haber sido en algún momento, un hotel, y ahora era un edificio de apartamentos. Podía ver los restos de un anuncio de hotel que parecía haber sido arrancado a pedazos. En la fachada del edificio, había filas de sencillos balcones sucios llenos de macetas o con alfombras puestas a secar, tiradas sobre las rejas. En la entrada estaban dos hombres morenos, de aspecto dudoso; llevaban zapatos negros y puntiagudos que parecían quedarles demasiado chicos. Recibieron a Eddie efusivamente. Tenían ojos negros, furtivos y amenazadores. Los dos llevaban trajes brillosos azul claro, que les venían demasiado entallados. Uno de ellos le abrió la puerta a Eddie. A mí, ni me miraron. Subimos dos tramos de escaleras desvencijadas que en un tiempo habrían sido lujosas. Eddie iba adelante caminando a lo largo de un corredor vacío tipo hotel, con puertas en ambos lados. Todas las puertas estaban pintadas del mismo color verde oscuro aceitunado. Cada puerta llevaba un número de latón, oscurecido por el tiempo, casi invisible contra la madera pintada. Eddie se detuvo delante de una de las puertas. Observé el número 112. Tocó repetidas veces. La puerta se abrió y una mujer baja, redonda y de pelo oxigenado nos invitó a entrar sin pronunciar ni una palabra. Llevaba una bata roja de seda, con plumas en las anchas mangas y zapatillas adornadas con bolas de piel. Una vez que entramos a un pequeño corredor, y cerró ella la puerta, saludó a Eddie en un inglés de horrendo acento. – Eddie le dio la mano, y luego muy galán, se la besó. Se comportaba como si estuviera totalmente tranquilo, sin embargo le notaba gestos inconscientes de nerviosismo. – ¿Cómo se encuentra hoy, Madame Ludmila? -le dijo, intentando hacerse el americano y arruinándolo. Nunca descubrí por qué se hacía el americano cuando estaba haciendo negocios en esas casas de mala vida. Sospechaba que lo hacía porque los americanos corrían la fama de tener dinero, y así podía él establecerse con la fama de un americano rico. Eddie se volvió hacia mí y dijo en su fingido acento americano: – Mira, chico; aquí te dejo en manos de esta muchacha. Me sonó tan falso, tan extraño a mis oídos, que me reí en voz alta. Madame Ludmila no parecía para nada perturbada al oír mi carcajada. Eddie volvió a besarle la mano y se fue. – ¿Tú parlas englés, mi nene? -me gritó como si estuviera sordo-. Te ves ejipto, o torco, quizás. Le afirmé a Madame Ludmila que ni era ni lo uno ni lo otro y que sí hablaba inglés. Me preguntó luego si estaba de humor para ver sus «figuras ante un espejo». No sabía qué decir. Moví mi cabeza afirmativamente. – Te dar bono spectácolo -me aseguró-. «Figuras ante un espejo» es sólo excitar, preparar. Cuando estés caluroso, díceme que pare. Desde el corredor donde estábamos, entramos en un cuarto siniestro y oscuro. Las ventanas estaban cubiertas con pesadas cortinas. Había focos de bajo voltaje en unas lámparas que colgaban de la pared. Los focos tenían forma de tubos y salían de la pared misma en ángulo recto. Había un sinnúmero de objetos por todas partes; muebles pequeños con cajones, mesas y sillas antiguas; un escritorio de tapa redonda contra la pared, lleno hasta arriba de papeles, lápices, reglas y no menos de una docena de tijeras. Madame Ludmila me hizo sentar sobre una butaca vieja. – La cama en otra sala, amor -dijo apuntando al otro lado del cuarto-. Ésta es mi antisala. Aquí, dar spectácolo, calor, presto. Se quitó la bata roja, se quitó las zapatillas con una ligera patada y abrió las puertas dobles de dos armarios que estaban el uno junto al otro contra la pared. En cada puerta interior había un espejo de cuerpo entero. – Y alora, la música, nene -dijo Madame Ludmila, y le dio cuerda a una Vitrola que parecía nueva de lo brillosa que estaba. Puso un disco. La música era una melodía hechizante que me recordaba a una marcha de circo-. Y ahora, mi spectácolo -dijo, y empezó a dar vueltas al compás de la melodía hechizante. La piel del cuerpo de Madame Ludmila era tersa en su mayor parte, y extraordinariamente blanca, aunque no era joven. Era una cuarentona de años plenos y bien vividos. Tenía un poco de barriga y le colgaban sus pechos voluminosos. La piel de la cara también le colgaba en una papada. Tenía una nariz pequeña y labios rojos muy pintados. Llevaba muchísimo rímel negro. Me recordaba al prototipo de la prostituta envejecida. Sin embargo, tenía un aire de niña, un abandono y una confianza juvenil, una dulzura que me sacudía. – Y ahora: «Figuras ante un espejo» -anunció Madame Ludmila mientras continuaba la música-. ¡Pierna, pierna, pierna! -dijo, dando una patada en el aire con una pierna y luego la otra al compás de la música. Tenía la mano derecha encima de la cabeza como una niña que se siente insegura de hacer bien los movimientos. – ¡Vuelta, vuelta, vuelta! -dijo dando de vueltas como un trompo-. ¡Culo, culo, culo! -dijo luego, mostrándome su trasero desnudo como bailarina de cancán. Repitió la secuencia una y otra vez hasta que la música empezó a perderse al acabársele la cuerda a la Vitrola. Tuve la sensación de que Madame Ludmila iba dando vueltas a la distancia, volviéndose más y más pequeña a medida que la música se perdía. Una desesperanza y una soledad cuya existencia no conocía en mí, salió a la superficie desde lo más profundo de mi ser y me impulsó a levantarme y salir corriendo del cuarto; a bajar las escaleras como un loco, a salir corriendo del edificio, a la calle. Eddie estaba de pie junto a la puerta, conversando con los dos hombres de trajes azulclaro brillosos. Al verme correr así, empezó a reírse estrepitosamente. – Dime, muchacho, ¿no te pareció una bomba? -dijo, todavía aparentando ser americano-. «Figuras ante un espejo es sólo excitación, preparar…» ¡Qué cosa! ¡Qué cosa! La primera vez que le mencioné la historia a don Juan, le había dicho que me había afectado profundamente la melodía hechizante y la vieja prostituta dando vueltas torpemente al compás de la música. Y que también me había afectado darme cuenta de cuán insensible era mi amigo. Cuando terminé de recontar mi historia a don Juan, sentados allí en las colinas de la cordillera de Sonora, estaba temblando, misteriosamente afectado por algo indefinido. – Esa historia -dijo don Juan- debe estar en tu álbum de sucesos memorables. Tu amigo, sin tener ninguna idea de lo que estaba haciendo, te dio, como él mismo dijo, algo que te va a durar toda una vida. – Yo la veo simplemente como una historia triste, don Juan, pero eso es todo -declaré. – Cierto, es una historia triste, igual que tus otras historias -contestó don Juan-, pero lo que la hace diferente y memorable es que nos afecta a cada uno de nosotros como seres humanos, no sólo a ti, como en tus otros cuentos. ¿No ves? Como Madame Ludmila, cada uno de nosotros, joven o viejo, de una manera u otra, está haciendo figuras ante un espejo. Haz cuenta de lo que sabes de la gente. Piensa en cualquier ser humano sobre esta tierra, y sabrás sin duda alguna, que no importa quién sea, o lo que piensen de ellos mismos, o lo que hagan, el resultado de sus acciones es siempre el mismo: insensatas figuras ante un espejo. |
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