"Viaje A Ixtlán" - читать интересную книгу автора (Castaneda Carlos)PRIMERA PARTE: "PARAR EL MUNDO"I. LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA – ENTIENDO que usted conoce mucho de plantas, señor -dije al anciano indígena frente a mí. Un amigo mío acababa de ponernos en contacto para luego salir de la habitación, y nos habíamos presentado el uno al otro. El viejo me había dicho que se llamaba Juan Matus. – ¿Te dijo eso tu amigo? -preguntó casualmente. – Sí, en efecto. – Corto plantas, o mejor dicho ellas me dejan que las corte -dijo con suavidad. Estábamos en la sala de espera de una terminal de autobuses en Arizona. Le pregunté con mucha formalidad: – ¿Me permitiría el caballero hacerle algunas preguntas? Me miró inquisitivamente. – Soy un caballero sin caballo -dijo con una gran sonrisa, y luego añadió-: Ya te dije que mi nombre es Juan Matus. Me gustó su sonrisa. Pensé que, obviamente, era un hombre capaz de apreciar la franqueza, y decidí lanzarle con audacia una petición. Le dije que me interesaba reunir y estudiar plantas medicinales. Dije que mi interés especial eran los usos del cacto alucinógeno llamado peyote, que yo había estudiado con detalle en la Universidad en Los Ángeles. Mi presentación me pareció muy seria. La hice con gran sobriedad y me sonó perfectamente verosímil. El anciano meneó despacio la cabeza y yo, animado por su silencio, añadí que sin duda ambos sacaríamos provecho de juntarnos a hablar del peyote. En ese momento alzó la cabeza y me miró de lleno a los ojos. Fue una mirada formidable. Pero no era amenazante ni aterradora en modo alguno. Fue una mirada que me atravesó. Inmediatamente se me trabó la lengua y no pude proseguir mis peroratas. Ése fue el final de nuestro encuentro. Pero al irse dejó un rastro de esperanza. Dijo que tal vez pudiera yo visitarlo algún día en su casa. Resulta difícil valorar el efecto de la mirada de don Juan si mi inventario de experiencias personales no se relaciona de alguna manera con la peculiaridad de aquel evento. Cuando empecé a estudiar antropología era ya un experto en "hallar el modo". Años antes había dejado mi hogar y eso significaba, según mi evaluación, que era capaz de cuidarme solo. Cada vez que sufría un desaire podía, por lo general, ganarme a la gente con halagos, hacer concesiones, argumentar, enojarme, o si nada resultaba me ponía chillón y quejumbroso; en otras palabras, siempre había algo que yo me sabía capaz de hacer bajo las circunstancias dadas, y jamás en mi vida había hallado un ser humano que detuviera mi impulso tan veloz y definitivamente como don Juan aquella tarde. Pero no era sólo cuestión de quedarme sin palabras; en otras ocasiones me había sido imposible decir nada a mi oponente a causa de algún respeto inherente que yo le tenía, pero mi ira o frustración se manifestaban en mis pensamientos. La mirada de don Juan, en cambio, me atontó hasta el punto de impedirme pensar con coherencia. Aquella mirada estupenda me llenó de curiosidad, y decidí buscarlo. Me preparé durante seis meses, tras ese primer encuentro, leyendo sobre los usos del peyote entre los indios americanos, y especialmente sobre el culto del peyote entre los indios de la planicie. Me familiaricé con todas las obras a mi disposición y cuando me sentí preparado regresé a Arizona. Hallé su casa tras largas y cansadas inquisiciones entre los indios locales. Empezaba la tarde cuando llegué y me estacioné enfrente. Lo vi sentado en un cajón de leche. Pareció reconocerme y me saludó cuando bajé del coche. Intercambiamos cortesías sociales durante un rato y luego, en términos llanos, confesé haber sido muy engañoso con él la primera vez que nos vimos. Había alardeado de mis grandes conocimientos sobre el peyote, cuando en realidad no sabía nada al respecto. Se me quedó mirando. Sus ojos eran muy amables. Le dije que durante seis meses había estado leyendo con el fin de prepararme para nuestro encuentro, y que ahora sí sabía mucho más. Rió. Obviamente, había algo en mis palabras que le parecía chistoso. Se reía de mí, y yo me sentí algo confuso y ofendido. Pareció notar mi desazón y me aseguró que, pese a mis buenas intenciones, no había en realidad ningún modo de prepararme para nuestro encuentro. Me pregunté si sería conveniente preguntarle si esa frase tenía algún sentido oculto, pero no lo hice; sin embargo, él parecía estar a tono con mi sentir y procedió a explicar a qué se refería. Dijo que mis esfuerzos le recordaban un cuento sobre cierta gente que, en otro tiempo, un rey había perseguido y matado. Dijo que en el cuento los perseguidos sólo se distinguían de los perseguidores en que los primeros insistían en pronunciar ciertas palabras de un modo peculiar, propio solamente de ellos; esa falla, por supuesto, los delataba. El rey cerró los caminos en puntos críticos, donde un oficial pedía a todos los que pasaban pronunciar una palabra clave. Quienes la pronunciaban igual que el rey conservaban la vida, pero quienes no podían eran muertos en el acto. El meollo del cuento es que cierto día un joven decidió prepararse para pasar la barrera aprendiendo a pronunciar la palabra de prueba en la forma en que al rey le gustaba. Don Juan dijo, con ancha sonrisa, que de hecho el joven tardó "seis meses" en aprenderse la pronunciación. Y luego vino el día de la gran prueba; el joven, con mucha confianza, se acercó a la barrera y esperó que el oficial le pidiese pronunciar la palabra. En ese punto, don Juan interrumpió muy dramáticamente su relato y me miró. Su pausa era muy estudiada y me pareció algo cursi, pero seguí el juego. Yo había oído antes la trama del cuento. Tenía que ver con los judíos en Alemania y con la forma en que podía saberse quién era judío por la pronunciación de ciertas palabras. También conocía el remate del chiste: el joven era atrapado porque el oficial olvidaba la palabra clave y le pedía pronunciar otra, muy similar, pero que el joven no había aprendido a decir correctamente. Don Juan parecía esperar que yo preguntara qué había sucedido, de modo que lo hice. – ¿Qué le pasó? -pregunté, tratando de sonar ingenuo e interesado en la historia. – El joven, que era todo un zorro -dijo él-, se dio cuenta de que el oficial había olvidado la palabra clave, y antes de que le pidieran decir cualquier otra, confesó que se había preparado durante seis meses. Hizo otra pausa y me miró con un brillo malicioso en los ojos. Esta vez me había cambiado la partida. La confesión del joven era un nuevo elemento, y yo ya no sabía cómo acabaría el relato. – Bueno, ¿qué pasó entonces? -pregunté con verdadero interés. – Lo mataron en el acto, por supuesto -dijo él y estalló en una risotada. Me gustó mucho la forma en que había atrapado mi interés; sobre todo, me agradó cómo había ligado el cuento con mi propio caso. De hecho, parecía haberlo construido a mi medida. Se burlaba de mí con mucho arte y sutileza. Reí junto con él. Después le dije que, por más estupideces que yo dijera, me interesaba realmente aprender algo sobre las plantas. – A mí me gusta caminar mucho -dijo. Pensé que cambiaba deliberadamente el tema de la conversación para evitar responderme. No quise antagonizarlo con mi insistencia. Me preguntó si me gustaría acompañarlo a una corta caminata por el desierto. Le dije con entusiasmo que me encantaría caminar en el desierto. – Esto no es un paseo de campo -dijo en tono de advertencia. Contesté que tenía deseos muy serios de trabajar con él. Dije que necesitaba información, cualquier tipo de información, sobre los usos de las hierbas medicinales, y que estaba dispuesto a pagarle su tiempo y su esfuerzo. – Estaría usted trabajando para mí -dije-. Y le pagaré un sueldo. – ¿Qué tanto me pagarías? -preguntó. Detecté en su voz un matiz de codicia. – Lo que a usted le parezca apropiado -dije. – Págame mi tiempo… con tu tiempo -dijo él. Pensé que era un tipo de lo más peculiar. Declaré no entender a qué se refería. Repuso que no había nada qué decir acerca de las plantas, de modo que no podía ni pensar en aceptar mi dinero. Me miró penetrantemente. – ¿Qué haces en tu bolsillo? -preguntó, frunciendo el entrecejo-. ¿Estás jugando con tu pito? Se refería a que yo tomaba notas en un cuaderno diminuto, dentro de los enormes bolsillos de mi rompevientos. Cuando le dije lo que hacía, rió de buena gana. Expliqué que no deseaba molestarlo escribiendo frente a él. – Si quieres escribir, escribe -dijo-. No me molestas. Caminamos por el desierto en torno hasta que casi era de noche. No me mostró ninguna planta ni habló de ellas para nada. Nos detuvimos un momento a descansar junto a unos arbustos grandes. – Las plantas son cosas muy peculiares -dijo sin mirarme-. Están vivas y sienten. En el momento mismo en que hizo tal afirmación, una fuerte racha de viento sacudió el chaparral desértico en nuestro derredor. Los arbustos produjeron un ruido crujiente. – ¿Oyes? -me preguntó, poniéndose la mano izquierda junto a la oreja como para escuchar mejor-. Las hojas y el viento están de acuerdo conmigo. Reí. El amigo que nos puso en contacto ya me había advertido que tuviera cuidado porque el viejo era muy excéntrico. Pensé que el "acuerdo con las hojas" era una de sus excentricidades. Caminamos un rato más, pero siguió sin mostrarme plantas, y tampoco cortó ninguna. Simplemente caminaba con vivacidad entre los arbustos, tocándolos suavemente. Luego se detuvo para sentarse en una roca y me dijo que descansara y mirase alrededor. Insistí en hablar. Una vez más le hice saber que tenía muchos deseos de aprender cosas de las plantas, especialmente del peyote. Le supliqué que se convirtiera en informante mío a cambio de alguna recompensa monetaria. – No tienes que pagarme -dijo-. Puedes preguntarme lo que quieras. Te diré lo que sé y luego te diré qué se puede hacer con eso. Me preguntó si estaba de acuerdo con el arreglo. Yo me hallaba deleitado. Luego añadió una frase críptica: – A lo mejor no hay nada que aprender de las plantas, porque no hay nada que decir de ellas. No comprendí lo que había dicho ni a qué se refería. – ¿Cómo dice usted? -pregunté. Repitió su afirmación tres veces, y luego toda la zona se estremeció con el rugido de un aeroplano de la Fuerza Aérea que pasó volando bajo. – ¡Ya ves! El mundo está de acuerdo conmigo -dijo, llevándose la mano izquierda al oído. Me resultaba muy divertido. Su risa era contagiosa. – ¿Es usted de Arizona, don Juan? -pregunté, en un esfuerzo por mantener la conversación centrada en la posibilidad de que fuera mi informante. Me miró y asintió con la cabeza. Sus ojos parecían fatigados. Se veía el blanco debajo de las pupilas. – ¿Nació usted en esta localidad? Asintió de nuevo sin responderme. Parecía un gesto afirmativo, pero también el asentimiento nervioso de alguien que está pensando. – ¿Y tú de dónde eres? -preguntó. – Vengo de Sudamérica -dije. – Es grande ese sitio. ¿Vienes de todo él? Sus ojos me miraban, penetrantes de nuevo. Empecé a explicar las circunstancias de mi nacimiento, pero me interrumpió. – En esto nos parecemos -dijo-. Yo ahora vivo aquí, pero en realidad soy un yaqui de Sonora. – ¡No me diga! Yo soy de… No me dejó terminar. – Ya sé, ya sé -dijo-. Tú eres quien eres, de donde eres, igual que yo soy un yaqui de Sonora. Sus ojos relucían y su risa era extremadamente inquietante. Me hizo sentir como si me hubiera atrapado en una mentira. Experimenté una peculiar sensación de culpa. Tuve el sentimiento de que él conocía algo que yo no sabía o no quería decir. Mi extraña incomodidad creció. Debe haberla advertido, porque se puso en pie y me preguntó si quería ir a comer en una fonda del pueblo. Caminar de regreso a su casa, y luego el viaje en coche al pueblo, me hizo sentirme mejor, pero no me hallaba completamente relajado. De algún modo me sentía amenazado, aunque no podía precisar el motivo. En la fonda, quise invitarle a una cerveza. Dijo que nunca bebía, ni siquiera cerveza. Reí para mis adentros. No le creía; el amigo que nos puso en contacto me había dicho qué "el viejo andaba perdido de borracho casi todo el tiempo". En realidad no me importaba que me mintiera diciendo que no bebía. Me agradaba; había algo muy tranquilizante en su persona. Debí haber tenido una expresión de duda en el rostro, pues él pasó a explicar que de joven le daba por la bebida, pero que un buen día la había dejado. – La gente casi nunca se da cuenta de que podemos cortar cualquier cosa de nuestras vidas en cualquier momento, así nomás -chasqueó los dedos. – ¿Piensa usted que uno puede dejar de fumar o de beber así de fácil? -pregunté. – ¡Seguro! -dijo con gran convicción-. El cigarro y la bebida no son nada. Nada en absoluto si queremos dejarlos. En ese mismo instante, el agua que hervía en la cafetera hizo un ruido fuerte y vivaz. – ¡Oye! -exclamó don Juan, con un brillo en los ojos-. El agua hirviendo está de acuerdo conmigo. Luego añadió, tras una pausa: – Uno puede recibir acuerdos de todo lo que lo rodea. En ese momento crucial, la cafetera produjo un gorgoteo verdaderamente obsceno. Don Juan miró la cafetera y dijo suavemente: "Gracias"; asintió con la cabeza y luego estalló en carcajadas. Me desconcerté. Su risa era un poco demasiado fuerte, pero yo me divertía genuinamente con todo aquello. Mi primera sesión propiamente dicha con mi "informante" llegó entonces a su fin. Se despidió en la puerta de la fonda. Le dije que tenía que visitar a unos amigos, y que me gustaría verlo de nuevo a fines de la semana siguiente. – ¿Cuándo estará usted en su casa? -pregunté. Me escudriñó. – Cuando vengas -repuso. – No sé exactamente cuándo pueda venir. – Pues ven y no te preocupes. – ¿Y si usted no está? – Allí estaré -dijo, sonriendo, y se alejó. Corrí tras él y le pregunté si podría llevar conmigo una cámara para tomar fotos suyas y de su casa. – Eso está fuera de cuestión -dijo con el entrecejo fruncido. – ¿Y una grabadora? ¿Le molestaría? – Me temo que tampoco de eso hay posibilidad. Me molesté y empecé a agitarme. Dije que no veía ningún motivo lógico para su rechazo. Don Juan movió la cabeza en sentido negativo. Olvídalo -dijo con fuerza-. Y si todavía quieres verme, no vuelvas a mencionarlo. Presenté una débil queja final. Dije que las fotos y las grabaciones eran indispensables para mi trabajo. Él respondió que sólo una cosa era indispensable para todo lo que hacíamos. La llamó "el espíritu". – No se puede prescindir del espíritu -dijo-. Y tú no lo tienes. Preocúpate de eso y no de tus fotos. – ¿A qué se…? Me interrumpió con un ademán y retrocedió algunos pasos. – No te olvides de volver -dijo con suavidad, y agitó la mano en despedida. |
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