"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)XIVEugenio se sirvió el vaso de vino que tenía frente a su cubierto y lo tomó en dos tragos, mientras con su mano izquierda movía el cochecito de la niña, para que no se impacientase. En esta actitud vio Martín a su padre al entrar en el comedor lleno de luz a mediodía. Adela seguía a Martín con la fuente de la comida, que dejó en el centro de la mesa. Eugenio chasqueó los labios después de beber y miró a su hijo. – Martín, tengo que hablarte. – ¿A mí? Martín, moreno de todo el verano sobre su moreno natural, con sombras oscuras en el bigote y las patillas, el cabello tieso creciendo sobre las orejas y la frente, flaco, con los hundidos ojos brillantes, parecía sobresaltado. – Apártate, Martín. No puedo aguantar tu olor. Es que tengo ganas de vomitar ahora mismo… Allí, tu sitio está al otro extremo de la mesa… ¡Dios, qué mortificación estar preñada y tener que aguantar en casa al hijo de otra que le apesta a una! – Coño, calla ya con los olores, Adela. Si éste no sólo está limpio, sino hasta desgastado con tanta agua de mar… Eh, chiquita. No llores tú, coño, que estás con papá, preciosa… Adela, esta niña necesita su biberón. – Después le doy la papilla, Eugenio. Primero vamos a comer nosotros. Yo me muero de hambre con mi embarazo. Esta vez es varón, Eugenio… Qué desgracia no poder criar a la niña ahora, pero si es varón lo doy todo por bien empleado. Adela sirvió los platos y Martín mientras tanto se tranquilizó. Le pareció que era completamente imposible el que su padre adivinase las muchas cosas que bullían en su imaginación, el entusiasmo y también la repugnancia secreta que le inspiraba el proyecto de aquella noche. Desde hacía tres días Martín no pensaba en otra cosa que en lo que aquella noche había que realizar. Desde hacía tres días era como si el verano hubiese comenzado de nuevo. Hubo un momento en que el verano empezó a temblar como la llama de una vela que se apaga, pero resurgió con toda su fuerza en los tres últimos días. Todo coincidió en aquel resurgimiento: el sol cayendo de nuevo sobre el mar y los pedregales después de unos días nublados y lluviosos y aquella animación de Carlos y Anita al recibir a Martín cuando llegó a la playa. Aquel primer día de sol fue también el primero en que Carlos se bañó en el mar ya con su brazo limpio de escayola y sano, aunque un poco torpe aún de movimientos. Anita desde aquel día fue otra vez la Anita del verano anterior. Y Martín tenía la sensación, a veces, de que el invierno que había separado los dos veranos no había existido nunca. Así eran los Corsi. Nunca podía estar seguro de sus reacciones. Tampoco podía estar Martín seguro de sus propias reacciones frente a ellos. Cuando Anita le dijo aquella mañana en la playa que entre los dos -Martín y Anita- debían ayudar a Carlos a ejercitar su brazo, Martín, que tanto había deseado el alejamiento de la muchacha, se sintió ganado por ella. Y cuando Carlos le echó el brazo por el hombro un rato después y le dijo casi al oído que Anita era magnífica, mucho mejor de lo que ellos creían y que más tarde la misma Anita revelaría un gran secreto a Martín, Martín en vez de sentir envidia notó que un contento generoso le desbordaba el alma. Carlos y Anita estaban unidos de nuevo, pero no excluían a Martín de aquella unión. Ahora vivía pendiente de aquel secreto de Anita. Ella, teatral y romántica siempre, le había hecho jurar no revelar jamás aquel secreto, ni antes de que se realizase el proyecto de venganza, ni después, ni siquiera en la hora de su muerte. Martín se hubiese reído, pero se sentía demasiado alterado aquellos días para reírse. Y después de haber jurado aquel secreto tuvo miedo de que notase Frufrú en su cara que le sucedía algo extraño. Frufrú no notó nada. Aquellos días estaba muy contenta con la nueva amistad que notaba entre Carlos y Anita y no se fijaba en Martín. Tampoco Adela y Eugenio se habían molestado en mirar la cara del muchacho. Y aunque se hubieran fijado, ¿qué novedad podrían encontrar ellos en la expresión tensa y reconcentrada del muchacho?. Martín siempre estaba metido en sus pensamientos. A veces le parecía imposible haber sido tan niño alguna vez como para que Eugenio hubiera contado en su vida como la persona a quien quería admirar y que debía regir su destino. Eugenio no era ahora para él más que una especie de maniquí de hombre fuerte y sano dominado por su mujer -otro maniquí- a los que Martín veía como a través de una niebla. Y de pronto la niebla se disipó. – Sí, chico, tengo que hablarte porque he recibido carta de doña María. A Martín se le pusieron encendidas las orejas. Un moscardón que tropezaba contra los cristales de la ventana del comedor, le parecía al muchacho que tropezaba contra su propio cráneo. – ¿Doña María? -preguntó débilmente. – Coño, sí, doña María, tu abuela, que pareces atontado. Adela intervino. Tenía en su regazo a la niña y la pequeña con los grandes ojos verdes fijos en la comida de su madre, consolaba su hambre y sus ganas de llorar con el chupete. – Tú tienes la culpa, Eugenio, ¡a ver! Le llamas doña María a esa finolis de tu primera suegra… ¿Por qué no le llamas abuela como le llamas a mi madre? ¿O es que es menos señora mi madre? Si le hubieras llamado abuela a esa doña María, hasta el alelado de tu hijo hubiera entendido. Los duros latidos del corazón de Martín fueron cediendo poco a poco. – ¿Qué quiere la abuela? Todavía falta mucho para empezar el curso. – ¡Caramba, que falta mucho, dice!… Dos meses te has tirado aquí de vacaciones comiendo a todo comer y apestándome las sábanas de tu cama. – Coño, Adela, que te calles, déjame hablar con mi hijo… No se trata de eso, hombre, tu abuela está contenta de que sigas aquí hasta finales de septiembre. Es que me pide consejo porque se le ha presentado un comprador para el solar que tiene en Alicante. Y como tú eres el que va a heredar los cuatro cuartos de tus abuelos, pues la mujer quiere que yo le diga si me parece bien que se remedie con esta venta o si me parece que ese solar puede valer más el día de mañana y sería mejor no venderlo y reservarlo para ti. – Que lo vendan y se dejen de tanta pamplina. Que den de comer al nieto y no me lo manden muerto de hambre los veranos. Y tú, tanto si venden como si no venden, diles que no les mandas una perra más, Eugenio. Menudo gasto tenemos con éste en las vacaciones, nos ha fastidiado… Calla, calla tú, bonita. Ahora comerás tú, cielo, ahora te da mamá unas patatas aplastaditas y un biberón. – Bueno, Martín, di lo que te parezca. Yo no sé qué decirle a doña María. A lo mejor ese terreno tiene una mina dentro y aunque ahora parece que no vale nada sería una pena haberlo vendido. – La abuela dijo siempre que si encontraba comprador para el solar lo vendería. Yo no tengo nada que decir, papá. De pronto le llegó a Martin la imagen de su abuela tan vivida, tan cercana, que se estremeció. Nunca recordaba a su abuela los veranos. Durante los veranos no recordaba a nadie: pero la abuela existía. Se llamaba doña María como la mujer de don Clemente y como la mujer de don Clemente vestía de negro, pero eran muy distintas. Ahora le parecía asombroso a Martín haber preferido este Eugenio colorado, grueso -este año estaba grueso lo mismo que Adela estaba gruesa- y tosco, a doña María y al abuelo Martín. En aquel momento se dio cuenta que la abuela, tan lejana y tan olvidada, estaba más cerca de él que su padre. – Coño, no te quedes con esa cara de pasmarote pensando si quieres o no quieres que tu abuela venda el solar. Martin se encogió de hombros. – Eugenio, escríbele que venda, caray. Que le den de comer a éste y que te quiten la carga a ti. ¿No le quieren tanto los abuelos? ¡Ojalá se lo lleven de veraneo a San Sebastián el año que viene! – Coño, Adela, ¿qué te estorba a ti el muchacho? Este verano a ver cómo hubiéramos ido al cine si él no llega a estar aquí. – Eso es culpa del gurrumino del capitán. ¿Quién le mete a prohibir que duerman los asistentes en casas de sus oficiales? – Ya sabes por qué duermen este año los asistentes en el cuartel, coño. Y ya sabes que no quiero hablar delante de nadie de este asunto. La niña comenzó a llorar. Adela la dejó en brazos de Eugenio y fue a la cocina a prepararle su papilla. Desde la cocina siguió discutiendo con su marido. Martín, callado, comió su ración de patatas y huevos duros. Otra vez con sus pensamientos lejos de aquel comedor, lejos de los lloros de la niña y de las voces de sus padres, lejos del hule manchado de comida, de su vaso de vino y de las moscas. Cada vez que se hablaba de aquella orden del capitán de la Batería, que tanto había perjudicado a Martín impidiéndole acompañar a sus amigos los domingos por la noche al cine de Beniteca, pues tenía que quedarse en casa para cuidar de la niña, cada vez que se hablaba de eso, Martín se sentía desasosegado. Martín por lo general no atendía a las conversaciones de su padre con Adela, pero cuando se trató a principios de verano del asunto aquel de los domingos por la noche y de que él tenía que quedarse en casa; cuando preguntó a su padre si no era posible que algún domingo al menos se quedase Cirilo y recibió la áspera respuesta de la orden del capitán; y cuando a la segunda pregunta suya del porqué de aquella orden recibió la contestación de que por nada que a Martín le importase, desde entonces, cada vez que oía rozar aquel asunto en las conversaciones de sus padres, se interesaba. Era como una especie de rompecabezas que nunca terminaba de formar. Frases recogidas desde el jardín a través de la ventana abierta; una conversación de Adela con la lavandera mientras él desayunaba; quizá el rompecabezas no podía interesarle tanto como la inquietud de Carlos por los ruidos nocturnos, ni como el misterio de Anita revelado tan recientemente, aquel misterio terrible de venganza calculada por ella en secreto. Pero era un misterio de todas maneras aquella orden del capitán. «¡Coño! -había dicho un día Eugenio a Adela-. Si se supiera de cierto se formaría un tribunal de honor para expulsar a ese individuo del ejército. El capitán no quiere ni habladurías, por eso ha dado la orden general para todos los asistentes.» Y Adela había dicho a la mujer que iba a lavar: «Mi marido dice que si él creyera lo del mariquita le daría una pistola para que se suicidase». Estas frases le parecía a Martín algunas veces que encajaban unas con otras. Otras veces le parecía que no tenían nada que ver. Porque al oír la palabra «mariquita» Martín pensaba inmediatamente en el desgraciado «Malvaloca», aquel joven estrambótico que se asomaba a la ventana cerca de casa de sus abuelos, metido en un quimono parecido al de Adela y con los ojos pintados. Cuando «Malvaloca» salía a la calle los chiquillos le tiraban piedras y le llamaban mariquita. Ningún soldado tenía el más mínimo parecido con «Malvaloca», así que en realidad era imposible juntar la frase de Adela con la de Eugenio, aunque al principio hubiera intentado hacerlo. No era un misterio tan interesante como para comentárselo a Carlos, por ejemplo. Carlos, tan obsesionado con los ruidos nocturnos, hasta se habría reído de Martín por escuchar estupideces en las que intervenía una mujer tan vulgar como Adela. Pero el caso era que si se olvidaba de ello fuera de casa, allí, cuando se hablaba del asistente y de la prohibición del capitán, se sentía desasosegado. – Bueno, Martín. Entonces yo le digo a doña María que haga lo que sea más conveniente para ella y para don Martín y que no se preocupe por lo que pueda pasar o no pasar más adelante. ¿De acuerdo? Martín despertó de su abstracción y vio que un puñado de moscas se posaban en las rebañaduras de miel de su plato de postre. La pequeña Adelita, después de haber tomado su papilla, chupaba ahora golosamente un biberón, recostada en el regazo de Adela. La comida había terminado. – Me parece bien, papá. A mí me da igual… ¿Puedo levantarme de la mesa? – Hala, vete por ahí, coño. No duermes la siesta nunca, ¿verdad, chaval? Cuando salió al calor de fuera, cuando le dio en los ojos el hervor del mar y el brillo de las dunas, aquella conversación con su padre se le olvidó por completo. Su larga sombra corría doblada en el suelo y en la tapia de la finca del inglés cada vez más aprisa, cada vez más libre, como el mismo Martín, que al llegar al portillo de la finca era un ser sin recuerdos de abuelas ni de abuelos, de hermanas pequeñas lloronas e incomprensibles, ni de oscuros misterios rumiados tantas veces durante los horribles domingos del verano. Aquel día era un martes y según Anita aquella noche la luna estaría en su plenitud. Por este detalle Anita había escogido este martes para que fuese distinto de todos los días del verano. Martín tuvo que tirar de la cuerda de la campanilla. Era una manía de Paco en aquel verano la de cerrar siempre el portillo. Todos los días tenía que levantarse de su siesta para abrir la puerta de la finca cuando Martín llamaba. Salía con su escaso cabello canoso alborotado sobre la calva, una camiseta y sobre ella los pantalones metidos apresuradamente. Martín ya no se molestaba en pedirle a Paco que al día siguiente tuviese abierto el portillo. Sabía que era inútil. Casi sin saludarle, subió hacia la casa entre el calor que ahogaba las voces de los pájaros a los que se adivinaba protegiéndose en lo más hondo y oscuro de las ramas. El fresco de los días anteriores había diezmado el gran ejército de las chicharras del mes de julio, pero algunas supervivientes raspaban con fuerza en el tremendo mediodía y Martín tuvo otra vez la sensación de que el verano acababa de empezar. Los Corsi estaban en la leonera. Anita, boca abajo sobre el diván de Carlos, hojeaba una vieja revista cuando Martín entró, y Carlos se apartó de la gramola para saludarle con una efusión poco corriente. – Teníamos ganas de que vinieras, Martín. Tenemos ganas de que este día pase de una vez. Es un día muy largo. Anita levantó la vista. – Ahora comprende Carlos por qué no quise yo tenerle al corriente de lo que tramaba hasta el último momento. Tanto Carlos como tú lo hubieseis estropeado todo. Martín dio la espalda a Anita acercándose a la ventana. Con aquella extraña voz medio ronca, medio atiplada que le salía cuando menos lo hubiese deseado, preguntó si seguían decididos los otros a realizar todo lo que habían pensado. – ¿Cómo si seguimos decididos? Claro que sí. Y pobre de ti si te nos rajas a última hora. Pobre de ti como se te escape una palabra. Martín se volvió con el ceño fruncido. – Ni me rajo ni soy capaz Anita alzó las cejas. – ¿Son secretos de don Clemente? – No. – Uf, pues haces bien en no decírnoslos. No nos pueden importar nada tus secretos. Sólo nos importa lo de esta noche, ¿verdad, Carlos? Martín se dirigió a Carlos. – Hoy me dijo mi padre que había recibido una carta de doña María y me llevé un susto tremendo creyendo que era una carta de la mujer de don Clemente. Pero era una carta de mi abuela. Carlos sonrió y Anita se echó a reír nerviosamente, levantándose del diván y luego sentándose en él con las manos cruzadas detrás de la cabeza. – ¿No os parece magnífico lo de esta noche, chicos? ¿No os parece que sólo por eso tiene una razón de ser este verano? Martín se sentó junto a Anita en el diván. Pero no la miraba a ella. No miraba tampoco a Carlos, seguía con aquella actitud pensativa de los primeros momentos. – Yo lo que no puedo comprender es cómo has podido esperar tanto tiempo, Anita. Más de un mes esperando, fingiendo. Viendo la desesperación de Carlos, animando a ese viejo… Eso es lo que no puedo comprender. Anita cogió la cara de Martín en sus manos y la volvió hacia ella. Martín vio sus ojos feroces, su sonrisa y al mismo tiempo su ceño. – Oye, pescador, ¿sabes que tienes bigote? Es feísima esa sombra de vello negro, parece sucio. Estáis buenos Carlos y tú, y tú y Carlos… Dos chicos con barba y bigote que nunca entienden nada. ¿Cómo iba a vengarme antes de que Carlos estuviese bueno? ¿Cómo iba a exponerme a que ese tipo le hiciese algo? ¿Y cómo iba a decíroslo a vosotros que sólo de saberlo tres días estáis ya más nerviosos que flanes? Carlos se acercó a su hermana. – Ahora en serio, Ana. Dímelo. ¿No has subido nunca de noche a la torre? ¿No has oído los ruidos que yo he oído tantas veces? Una de aquellas noches abrí la puerta de tu cuarto y estabas dormida en tu cama sin enterarte de nada. Sin embargo, Ana, no eran carreras de ratas lo que yo he oído este verano. Una noche oí sobre mi cabeza un estornudo. – Sería Frufrú la que estornudaba en su cuarto. Todas esas historias tuyas me parecen muy idiotas. – Anita, Carlos ha estado preocupado de veras. Yo lo sé. – ¿En serio? ¿Has vuelto a oír esos ruidos desde que te quitaron la escayola? – No. Pero es porque duermo sin despertarme. Estoy seguro de que los oí otras veces. No me mires así, estoy seguro, Ana. Anita suspiró y pidió a Carlos que pusiese en la gramola aquel vals, – Si hoy sale todo bien, si Martín responde a lo que yo le he enseñado y si no se entera nadie… Si todo sale bien, chicos míos, descubriremos todo lo demás después. Os aseguro que descubriremos lo que hay en la torre si es que hay algo. Vosotros solos no sois capaces de nada, ya lo veo. Sin mí no valéis nada. Pero los tres juntos somos invencibles. Sí, tontos míos, invencibles. Ven a bailar este vals conmigo, Carlos, luego pondrás un fox lento de esos buenos para bailarlo con Martín… ¡Mira que si Martín no nos hubiese encontrado! Pobre Martín… No sabrías luchar, Martín, ni sabrías bailar… Mira cómo me lleva Carlos. Te he enseñado a bailar. Te he enseñado todo lo que vale la pena de saber en este mundo. Si eres mi esclavo demuéstralo esta noche, Martín. De Carlos estoy segura, pero a ti me hace falta probarte. Ahora bailaré contigo, Martín. |
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