"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)

XVI

La alcoba estaba oscura, íntima. La cuna de la niña junto a la gran cama matrimonial, las cortinas corridas sobre la ventana entornada, el olor de los cuerpos flotando en el aire cálido. Eugenio, a media voz para no despertar a la criatura, le explicó a Adela que el problema del asistente se iba a resolver en seguida, ya que al oficial sospechoso le habían concedido el traslado.

– ¿Y para qué quiero yo al asistente en casa? Los domingos te empeñarás en darle permiso, como siempre, y sólo hay cine los domingos por la noche. ¿Para qué lo quiero otros días durmiendo en casa? ¿Para ensuciar sábanas? Lo que tengo que coger es una criada desde que nazca el niño. Y antes también. Claro que como vendrá mamá como el año pasado, mientras esté ella no hace falta y si tú no trajeses los veranos a Martín otro gallo nos cantaría. Mi mamá viene cargada de regalos y no es gravosa, pero ése se nos come todo lo que tenemos en la despensa y más si le dejamos.

– Coño, es mi hijo. Si no tuviera los abuelos tendrías que aguantarte con él invierno y verano. Poco te estorba a ti el chaval. Todo el día está corriendo por el campo con sus amigos.

– A ver si te da un disgusto con la sinvergüenza de la niña esa, que tú eres muy cándido, Eugenio.

– Yo no tengo por qué llevarme disgustos. Si fuera una mujer.. Pero es un hombre, Adela. Los hombres son libres. Si la chica se deja manosear, mejor para él, coño.

– Tú le estás malcriando. Yo no me quiero meter, pero aunque te dije treinta veces que se escapó anoche de casa, ni le reñiste ni le diste una buena bofetada. Es que no le dijiste nada, y como si no me creyeses. Y yo no soy idiota para no saber que se marchó. Se acostó bueno y sano y amaneció con un ojo negro y una herida en la ceja. El idiota cree que estamos tan convencidos de que se hizo eso durmiendo.

– Mujer, eso tiene gracia, coño. Yo no me quiero dar por enterado de si ha salido a la playa por la noche a pelearse con sus amigos o no. Está en la edad de hacer esas cosas. Es de machos. Lo único que no perdonaría a un hombre es que fuera un blando o un afeminado, coño. Eso es lo que yo no perdonaría, pero si sale de noche para pelearse yo prefiero no enterarme. Eso es sano.

– Todo es sano, todo está bien en tu hijo de tu alma. En cambio a mi Adelita no la quieres porque es hembra, la infeliz. No la quieres, Eugenio, no la quieres.

– No digas disparates, coño. Y no llores… Ejem, no llores, mujer…

A pesar de los temores de Martín, en su casa no hubo más consecuencias, al verle con el ojo hinchado y oscuro, que algunas puyas de Adela sobre la peligrosa manera de dormir que tenía. A Martín estas chanzas le parecieron inofensivas y creyó más conveniente hacerse el distraído y no contestar a ellas, ya que Eugenio tampoco hizo caso. Anita y Carlos, en cambio, le recibieron en la playa al día siguiente como se recibe a un héroe de la guerra y por la tarde Frufrú le preguntó:

– ¿Te has dado un golpe, ñiño?

Martín dijo que sí y Frufrú no indagó más. Aquella tarde estaba Frufrú sentada en el balancín con una carpeta sobre las rodillas chupando la punta de un lápiz y escribiendo.

– Frufrú -dijo Carlos mirándola desde lejos con ternura-, está preparando la cuenta que le manda todas las semanas a papá.

– ¿Tu padre exige una cuenta cada semana?

– Papá -dijo Anita- preferiría que jamás le mandase Frufrú cuenta alguna, pero ella se empeña en hacerlo. Cada semana le explica detalladamente lo que debemos en el pueblo y a la semana siguiente escribe: «tanto de la cuenta anterior; ahora detallo lo de esta semana». El año pasado papá mandaba giros de cuando en cuando, pero este verano no ha mandado nada y Frufrú está preocupadísima aunque aquí todo el mundo nos fía. El año pasado papá no sólo pagó, sino que dio muy buenas propinas. Nosotros somos más optimistas que Frufrú y suponemos que este año hará lo mismo.

– Vosotros coméis muy bien. Coméis mucho mejor que en mi casa.

Martín lo dijo pensativo, asombrado de que se pudiese vivir a crédito todo un verano, espléndidamente.

– No comemos muy bien, pescador. Frufrú a veces nos dice que se vuelve loca para darnos de comer. Carmen no quiere venderle todos los pollos de su gallinero y la carne es difícil de encontrar y no se la dan a crédito, y como nosotros nunca tenemos arregladas las cartillas de racionamiento, todo tiene que comprarlo Frufrú de estraperlo. Sólo hay un estraperlista que le fía y es el más caro de todos y con todo esto Frufrú se vuelve loca y a veces da más vueltas por la casa que una gallina. A veces papá manda paquetes de cosas ricas cuando va a Portugal, pero…

Estaba hablando Carlos, pero Anita le tapó la boca y no le dejó seguir.

– Es muy aburrido hablar de eso. Hoy Frufrú está haciendo pan con la harina que le trajeron la semana pasada y nos va a dar unos bollos de pan hechos por ella y miel para la merienda. Te chuparás los dedos, Martín.

A Martín, con estas conversaciones íntimas, con aquella armonía que se había creado entre Anita, Carlos y él, con el entusiasmo de bañarse nuevamente en el solarium los tres juntos, se le olvidaron por completo los remordimientos que había notado después de pegar a don Clemente. Cuando estaba con Anita y Carlos hasta se olvidaba por completo de que don Clemente existía. No había denunciado el médico la paliza de los muchachos, y a Martín le constaba que Eugenio no sabía una palabra del asunto. Sólo existía de nuevo el gran sol, la playa, el faro, las alambradas de la Batería brillando a lo lejos, los caminos entre pedregales velados por la neblina del calor, el día atravesado por lejanos toques de corneta que indicaban las horas. Y entre el calor, los caminos y la playa, ellos tres, Anita, Carlos y Martín, dueños del mundo otra vez, rejuvenecidos durante dos días.

Al tercer día se metieron a la hora del calor en la leonera de Carlos para poner discos y bailar. Aquel verano Martín había aprendido a bailar tan bien como Carlos. Cuando Anita empezó a enseñarle, Martín se había sentido un poco ridículo. Pero ni Anita ni Carlos notaron su desconcierto y aquella sensación pasó. Ahora a Martín le gustaba bailar tanto como a ellos. Fue en el momento de entrar en aquel cuarto y cuando Anita estaba diciendo:

– Es una lata. Aunque hace calor ya no hace ese calor de verdad, ese calor que a uno le achicharra y le gusta tanto en julio y en agosto…

Estaba diciendo esto cuando oyeron sobre sus cabezas el estrépito de un mueble que cae con un golpe sordo y clarísimo. Carlos puso la mano en el hombro de su hermana y señaló hacia el techo. Martín también quedó quieto, escuchando, aunque no se oyó nada más.

Anita frunció el ceño.

– No hay duda de que ha sido arriba. Y como sólo hay una habitación en el otro piso que es la de la torre, tiene que haber alguien allí. Las ratas no pueden producir un ruido así.

– ¿Lo ves, Ana? Estos ruidos son los que me han inquietado a mí. Nunca he oído uno tan fuerte como ése, pero estaba seguro.

– ¿Tú oías esos ruidos y Martín lo sabía y no habéis averiguado la causa aún? ¡Es extraordinario!… Ahora mismo vamos a saber qué pasa ahí arriba. Ya sé que no hay llave, no pongas esa cara, Carlos. Pero si no hay otro remedio subiremos por el tejado hasta la ventana, Martín y yo. Tú no, Carlos. No quiero que te rompas otro brazo o que te lastimes.

Después de indicar sus propósitos, Anita empezó a inventar su plan. Lo primero de todo, dijo ella, intentarían abrir la puerta de la torre, si encontraban en la casa un hacha para romperla, pero si no, había que pensar desde luego, en la ventana. Anita dijo que era mejor asomarse por la ventana de la fachada delantera y no por aquella de detrás que tenía rota una reja. La primera era más accesible porque al borde del tejadillo, bajo ella, existía un canalón para el agua, donde podían apoyarse los pies parando una caída. Si se hacían bien las cosas, naturalmente, todo sería fácil.

Fue muy divertido dedicarse luego a buscar el hacha o una barra de hierro -como decía Anita- por toda la casa. Pero no encontraron nada de esto. Carlos dijo que quería él subir al tejado de todas maneras o bien que subiera Martín únicamente, o si Anita se empeñaba en acompañarle que fuera Martín quien se arriesgase a mirar por la ventana. Anita dijo que ella había tomado el mando del asunto, que Carlos se quedaría vigilando la ventana trasera por si intentaba alguien salir por allí, pero que vigilaría desde la finca y que Martín la acompañaría al tejado, pero que sólo confiaba en sí misma para mirar por la ventana.

– Además -agregó-, si Martín me da la mano desde lo alto de la vertiente del tejado y nos caemos los dos, Martín correrá más peligro ya que caerá de cabeza y yo de pie.

Este último argumento convenció a Carlos, y después de este prólogo emprendieron la aventura. De la subida al tejado Martín no recordó luego más que confusas imágenes de Anita y de sus propias manos mientras gateaba otra vez por el estrecho valle entre los dos tejadillos, como el día en que se había caído Carlos. Luego la imagen de Anita sentada a caballo sobre la cima del tejadillo delantero cuando llegó junto a la pared de la torre. Y también aquella sensación de miedo que Martín sintió en la figura erguida de Anita. Un miedo que Martín recogió como un aparato receptor recoge una onda, aunque sabía perfectamente que Anita no iba a confesar aquel miedo y que incluso se hubiese muerto antes de decirlo.

Anita tardaba tanto en decidirse a bajar por el tejadillo de delante de la ventana que la vieron desde abajo, no sólo Frufrú, sino Carmen y Martín oyó los gritos de las mujeres. Anita entonces volvió al refugio de la vertiente entre los dos tejados agazapándose junto a Martín y empezó a reírse un poco temblorosa.

– Carmen tiene una llave de la torre. Me la ha enseñado con grandes aspavientos señalándome la ventana y corriendo hacía dentro de la casa. ¿Tú crees que la tenía antes o que la ha encontrado hoy?

– Estoy oyendo gritar a Carlos.

Se asomaron Martín y Anita al tejadillo de la parte posterior en la misma postura en que Martín había visto cómo Carlos cogía aquella reja que se partió, y cómo resbaló tejado abajo a principios de verano. Ahora parecía pequeño allá abajo saltando, señalando la ventana y haciendo bocina con las manos para gritar algo en lo que Anita y Martín entendieron la palabra hombre.

Anita dijo que tenía que bajar y subir a la torre por las escaleras, que allí pasaba algo interesante. Martín tuvo la idea de pensar que podía ser que si la llave había aparecido, fuera Paco el guarda el que estuviese haciendo limpieza por fin en aquella habitación. Pero Anita no le hacía caso. Iba gateando delante del chico en la retirada y fue ella la primera en agarrar la peligrosa rama del pino y subir al árbol. Martín la siguió felizmente y unos minutos más tarde, arañados y sucios, se encontraron abajo. Carlos ya no estaba en su puesto de guardia. Anita echó a correr y Martín la siguió al fresco interior de la casa hasta la escalera. Desde el primer peldaño oyeron la voz de Frufrú, algo temblorosa pero llena de autoridad. Y los dos se detuvieron a escucharla un segundo.

– ¡Navaja, no!… ¡Que se vaya ese hombre horrible!… No importa que sea su difunto esposo, Carmen. No creo en los fantasmas.

Anita y Martín se miraron y empezaban a subir de nuevo cuando salió Carlos excitado asomándose por la barandilla y gritó:

– ¡Tenía yo razón! Subid en seguida. A ver si me haces caso otra vez, Ana.

Y con la misma rapidez con que había salido desapareció dentro de la habitación de la torre, casi al mismo tiempo que ellos llegaban.

La puerta estaba abierta de par en par y en el interior entre los muebles antiguos de Mr. Pyne, Carmen, toda llorosa, con una enorme navaja en la mano en actitud de tendérsela a Frufrú. Y Frufrú cerca de Carlos y de la puerta, con una mano delante de Carlos protegiéndole y cerca de la ventana de la parte trasera -abierta de par en par, sin más protección que aquellas rejas con la mella de la que había roto Carlos- estaba un hombrecito pequeño con cejas espesas y expresión de estupidez y de desconfianza. Un hombre que no hacía más que mirar hacia aquella navaja que Carmen enseñaba a Frufrú, pero que al asomar Anita por la puerta, seguida de Martín, se volvió hacia ellos abriendo la boca y pasándose la lengua por los labios.

Carlos alargó la mano y cogió la navaja que le tendía Carmen a Frufrú. Luego la cerró con un clip fuerte, especial, mientras miraba de reojo a los otros dos muchachos, y la guardó en su bolsillo.

El hombre aquel con la gran boca entreabierta, pálido con una palidez de encierro en su cara, no decía una palabra ni hacía gesto alguno.

– ¡Es bueno! -gimió Carmen-, es bueno mi Damián… La navaja sólo la abrió como defensa… Es más manso que un cordero mi Damián. Miren, miren ustedes todos esos barcos que él ha tallado con maderitas de nada para entretenerse en el encierro. ¡Ha sufrido tanto el pobrecito! ¡Por Dios y por la Virgen, no me lo denuncien! Miren que tienen entre las manos la vida de un hombre.

Damián hizo un rápido e inesperado gesto de huida tratando de salir por el hueco que quedaba entre las rejas, entre aquella reja rota por el peso de Carlos. Camen dio un grito y le agarró por la camisa. Inmediatamente acudieron a sujetarle también Carlos, Anita y Martín.

– No sea tonto, hombre -dijo Carlos cuando le tuvieron seguro, mientras el hombre jadeaba-. No le haremos nada. ¿Ve? Se ha roto toda la camisa con ese trozo de reja rota… ¡Anda!… Esta reja estaba limada… Fíjate, Martín. Por eso me di yo el tortazo.

– ¡Por Dios y por la Virgen, doña Frufrú! -estaba gritando Carmen-. Dígale usted al señorito Martín que no le cuente nada a su padre. Dígaselo, que a usted le hará caso. No denuncien a mi Damián, por lo que más quieran en la vida.

– Martín es un niño bueno. Martin no dice nada. Que el hombre horrible se vaya ahora mismo y nosotros no sabremos nada.

Carmen casi se arrodilló delante de Frufrú y no lo hizo del todo porque Frufrú lo impidió con gran trabajo.

– No puede irse, doña Frufrú. Me lo cogerán. Creen que ha muerto. Pero si lo ve alguien del pueblo…

Empezó a llorar y sacó de su bolsillo un gran pañuelo oscuro. Frufrú lo mismo atendía a Carmen que miraba con reproche a Anita, ocupada en inspeccionar toda la habitación.

– Nadie del pueblo sabe que vive. Por eso no lo hemos dejado en nuestra casa, sino aquí metido, para que no lo viera nadie. Sólo sabemos que vive, mi padre y yo. Hasta en invierno nos daba miedo tenerle en casa porque a veces viene la guardia civil a ver si todo está tranquilo…

Damián entonces hizo el ademán de que le cortaban el cuello, produciendo un chasquido con la lengua que llamó la atención de todos sobre él y sonriendo después de una manera tan espantosa que Martín sintió que se le ponía la carne de gallina.

Frufrú suspiró profundamente. Anita volvió a mirar aquellos barquitos tallados a navaja que adornaban todos los muebles de la habitación. Habían extendido un colchón en el suelo, donde debía de dormir Damián, y en un rincón estaba un cubo con tapadera que olía a demonios. Era una verdadera celda de presidio aquella habitación. Frufrú hizo señas a Anita de que se estuviese quieta y luego se volvió a Carmen.

– Yo quisiera saber si este hombre horrible ha estado siempre escondido en la torre. ¿El año pasado fuimos tan felices teniéndole encima?

– El año pasado no señora -Carmen se sonó ruidosamente-, el año pasado no sabíamos nada de él. Apareció este invierno el pobrecito y lo escondimos. Nadie le vio en el pueblo. Ni el «Torcío», que es su primo y viene por aquí muchas veces, sabe nada. Ni la tierra se ha enterado, doña Frufrú.

– Se parece al «Torcío», de verdad -susurró Anita al oído de Martín.

– Cuando vinieron ustedes este verano pensé que como a esta habitación no entraban y nadie se atrevería a hacer un registro en esta casa estando ustedes dentro, pues que aquí estaba más seguro. Algún día ha estado en casa, pero como los señoritos van allí cuando quieren a buscar a mi padre y se meten por todas partes, pensamos que era mejor que estuviera aquí lo más posible. Por las noches, cuando dormían ustedes, salía un rato por el bosque el infeliz, y luego, algunas veces entraba en casa con nosotros y se quedaba allí hasta la madrugada. No sabe doña Frufrú lo que hemos sufrido y los sudores que yo he pasado subiéndole la comida al pobre. Usted, doña Frufrú, que es tan buena, tenga compasión de él y no me lo eche…

Otra vez Damián chasqueó la lengua e hizo el ademán de cortar su propio cuello. Frufrú se estremeció. Pero al mismo tiempo parecía tan serena, erguida sobre sus zapatitos rojos, sobre su falda hueca, con todos sus adornos y sus pulseras, que inspiraba confianza. De pronto ordenó:

– Ñiños, vamos abajo. A mi cuarto, en seguida. Luego hablaremos.

No había manera de desobedecerla. Frufrú señaló la escalera y vio bajar uno detrás de otro a los tres chicos. Luego lanzó ella una rápida y nerviosa mirada a la habitación, encajó la puerta al salir y corrió escaleras abajo.

Martín no pensaba nada en aquellos momentos. Los acontecimientos le desbordaban y le producían un entusiasmo que notaba también en Anita y Carlos.

– He dicho que a mi cuarto, ñiños -ordenó Frufrú.

– ¿Qué más da si hablamos en mi leonera, Frufrú?

– ¡A mi cuarto!

Una vez allí supieron el motivo de que Frufrú les hubiera obligado a entrar en aquella habitación. El motivo era una cómoda pesadísima. Cuando Frufrú cerró la puerta con llave obligó a los chicos a correr aquel mueble hasta que tapó la puerta. Los chicos la obedecieron con aquel entusiasmo que sentían y se quedaron muy sorprendidos al ver que Frufrú, después de realizada esta operación, se sentaba en su silloncito, sacaba del escote su pañuelo de encaje aplicándolo a la cara y empezaba a llorar.

– Ñiños míos, qué hombre horrible… ¿Cómo ha podido estar casada Carmen con ese hombre horrible?

Para Martín era un espectáculo tragicómico ver el derrumbamiento de Frufrú. Carlos y Anita trataron de consolarla con besos, pero ella, de pronto, señaló a la ventana y hubo que cerrarla dando la luz eléctrica, para verse las caras y para que Frufrú se tranquilizase un poco. Martín entonces le contó a Frufrú que durante la guerra, en casa de sus abuelos, habían escondido muchos huidos, pero que toda la familia lo sabía y no pasaba nada. Eran huidos distintos de éste, pero huidos de todas maneras. Y los pobres no hacían ningún daño. Estaban agradecidos. Y su abuela -dijo Martín-, le había dicho a don Narciso el médico que también estaba dispuesta a esconder al hijo de don Narciso si el hijo de don Narciso aparecía y le buscaban. Y el hijo de don Narciso era un huido parecido al marido de Carmen.

A pesar de toda la perorata de Martín que Frufrú escuchó mordiendo su pañuelito, Frufrú gritó cuando Carlos se acercó a la cómoda creyendo que la vieja estaba ya suficientemente tranquila como para descorrer el mueble.

Unos minutos más tarde empezó a llamar Carmen a la puerta diciendo que Damián ya no estaba en la casa, sino con su padre en el pabellón de los guardas y que por Dios y por la Virgen le abriera doña Frufrú para hablar con ella. Como nadie contestaba a Carmen, la mujer tomó la costumbre de llamar a la puerta a intervalos regulares, hasta que Anita le gritó que salían en seguida y que les esperase en la cocina.

Frufrú decía que no y que no con la cabeza, pero Anita se acercó a ella, la besó otra vez y le dijo que si Frufrú no tenía hambre ella tenía un hambre horrible y los chicos tenían un hambre horrible también. Frufrú miró las caras de Martín y de Carlos que asentían a todo lo que Anita iba diciendo y suspiró más convencida.

– Además, Frufrú, no pretenderás que nosotros seamos prisioneros ahora y que hagamos pipí en un cubo, como Damián. ¿Verdad que no, guapa?

Frufrú dijo que no y todos comprendieron que aceptaba la apertura de la puerta. Los tres chicos se aplicaron a descorrer la cómoda de nuevo y a veces se tenían que parar de risa. Nunca olvidó Martín ni las caras de espanto que ponía Frufrú en aquel momento, ni las carcajadas de Carlos y de Anita.