"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)

IV

Una cosa es dormir después de una tensión de alegría y de la temblorosa ligereza de una amenaza que se esfuma, dormir con un cansancio que estira los miembros y los relaja luego y otra cosa es despertar en el sofoco del sol de colores, teniendo la impresión de que se emerge del fondo de una pesadilla.

Aún no hacía demasiado calor, incluso una brisa ligera estremecía la superficie del ramaje rojizo de los pinos. Un piar de pájaros al sol, un mundo azul.

Martín bajó despacio hasta el piso. Escuchó el silencio y algún ruido lejano en el jardincillo delantero. La cocina estaba solitaria con el fregadero lleno de platos sucios. Las moscas nadaban en el sol y Martín tuvo que sacudirlas cuando se acercó a la mesa a buscar en el cajón unos mendrugos de pan. En un cesto, en el rincón, había tomates. Martín cogió dos de aquellos tomates y los deslizó en sus bolsillos, que se hincharon como los de un ladrón. Un trozo de papel de estraza con manchas grasientas le sirvió a Martín como bolsa para guardar un puñado de sal, y con todo este botín se escapó por la puerta trasera y se encontró en las dunas.

A pesar de aquel frío malestar en el estómago sentía hambre, como siempre, y los tomates con sal fueron engullidos nerviosamente.

«El miedo. ¿Qué es el miedo? Nada, una tontería.»

Martín, sentado en la playa mientras limpiaba sus dedos y su boca en el pañuelo, se vio de cuatro años o quizá menos, como una figurilla insignificante, moreno, con los ojitos relucientes. La abuela lo estaba peinando -volvía el olor del agua de colonia- y ni le hablaba de la vacuna, sino de que después de salir de casa de don Narciso el médico, la abuela y el niño irían juntitos a dar un paseo. Pero aquel Martín pequeño pensaba en la vacuna. La vacuna, para aquel Martín, era algo terrible, algo más espantoso que los fantasmas que se inventaba por la noche. Tenía su pundonor, sin embargo. Cierto que había gritado aquella noche y que la abuela -a escondidas del abuelo Martín- se había metido en su cama, estrechándolo contra su corazón para tranquilizarle. Pero la abuela no sabía que los gritos del niño provenían del profundo espanto que le causaba la palabra vacuna. La abuela no sabía nada mientras peinaba al niño antes de bajar a casa del médico. Y Martín le dijo de repente:

– ¡Uf! ¿Sabes lo que es el miedo?… Pues el miedo no es nada. Unas cosquillitas frías en el estómago, eso es el miedo. Nada más.

Y lo dijo temblando. Martín recordaba claramente la cara pensativa de la abuela, al mirarle.

El miedo no es nada, pero a veces viene, se introduce contra toda razón. Si uno es nervioso el miedo se presenta -esas cosquillas, esa arena fría en el estómago- cuando menos se espera, quizá cuando el motivo de nuestro valor se ha ido, sin saber por qué. Martín, la noche antes, no había tenido miedo alguno a la paliza prometida por el padre. Y ahora tenía miedo a esta paliza que no había llegado a tiempo y que flotaba, como una especie de nube de tormenta cargada de rayos y malaventuranzas, sobre su vida. Más que el miedo físico, era un temor diluido al que no resultaba posible hacer frente, una especie de presentimiento del espanto. Y Martín se daba cuenta -con los dientes apretados- de que ese miedo era una tontería.

Cogió su cabeza entre las manos durante un rato y luego suspiró y se levantó, estirándose. La playa estaba solitaria como siempre, aún era agradable el calor del sol. ¿Dormirían hasta muy tarde aquellos chicos en la finca del inglés? Nunca los había visto en la playa. Y sin embargo había oído sus silbidos. Habían aparecido súbitamente la tarde anterior y súbitamente habían desaparecido. Podía creerse aquella mañana que no eran seres de carne y hueso como los demás.

La finca del inglés tenía un largo muro que bordeaba las dunas siguiendo la misma línea de la valla trasera de casa de Martín y prolongando esta línea hacia el faro. Martín siguió el senderillo entre las dunas y el muro hasta llegar al portillo de la finca -la puerta principal estaba al otro lado, en la carretera, como sabía bien Martín-. El portillo estaba abierto. Martín, sin atreverse a entrar, estuvo un rato curioseando desde fuera. La finca subía un poco en un camino ancho entre el viejo pinar, hasta la casa que se veía de costado. Era una casa pintada de rojo, pero cuya pintura no había sido renovada en mucho tiempo. Parecía grande y baja. Martín vio los tejados de color sucio, una ventana enrejada y sobre dos vertientes de tejados una torrecilla. A la casa la abrigaban los pinos.

Cerca de aquella puerta trasera donde estaba Martín, dentro de la finca y pegada al muro, había otra casita pequeña; la de los guardas. En otras ocasiones Martín se había fijado en el pequeño hilo de humo que subía desde la chimenea de esta casita por encima del muro.

Pasaban los minutos y Martín no se movía. Algunos gorriones corrían por el suelo, se levantaban volando y se perseguían entre las ramas de los pinos más próximos. Martín los miraba con una especie de estupor, desde la puerta.

Oyó el chirriar de una carretilla y por la esquina de la casa grande vio aparecer al viejo guarda que la arrastraba. Antes de darse cuenta de lo que hacía se encontró corriendo hacia la playa como si le persiguiesen. Con un esfuerzo de voluntad se tranquilizó y volvió, poco a poco, en dirección a la finca. Esta vez se quedó entre las dunas, sin embargo. Se echó allí con la mirada fija en aquella puerta, acechando una posible salida de sus amigos. Estuvo tanto rato allí, tumbado al sol, que le dolieron los ojos y se sintió mareado. Terminó descorazonado, levantándose vacilante como un borracho y marchando hacia otro lugar de la playa más lejano e igualmente vacío. Al fin hizo todo lo contrario de lo que deseaba: echó a andar playa adelante y recorrió los kilómetros que le separaban de Beniteca, alejándose cada vez más de la finca del inglés.

En la playa de Beniteca estuvo mirando las barcas de los pescadores y los sombrajos de hoja de palma que eran el refugio de los bañistas del pueblo. Bajo uno de aquellos sombrajos dos señoras vestidas de punta en blanco y calzadas con zapatos de lona, hacían labores de ganchillo y vigilaban a unos niños que jugaban a su alrededor.

Martín pensó que era hora de volverse. Aparentemente era el mismo de todos los días, miraba detenidamente las cosas; mientras se iba tocaba las barcas junto a las que pasaba, deteniendo un poco la palma de la mano en la rugosidad de la madera y de la pintura. Pero no se estaba fijando como otras veces en las formas y en los colores o en la falta de color de los objetos.

Encontró a un viejo remendando redes y se paró a mirarlo. Era un viejo muy flaco, con una gorra astrosa que le protegía del sol. Levantó los ojos hacia Martín -al notar la sombra del muchacho- y le sonrió. Tenía unos ojos muy serenos, muy oscuros y serenos aquel viejo. Martín se sintió confiado.

– Oiga, por favor, estoy buscando a unos amigos… ¿Conoce usted a unos chicos que viven en la casa del inglés? Un chico y una chica.

– ¿Son amigos tuyos? Sí, los he visto.

– ¿Hoy?

– No, hoy no. Algunas veces pasan por aquí. Han venido alguna tarde cuando arrastramos la pesca. Son ingleses también, ¿no?

– No, no creo… No sé.

– Antes venía Mr. Pyne. Mr. Pyne fue el primer extranjero que vino por aquí. Hace más de veinte años que se hizo la casa. Sí, más de veinte años, pongamos cerca de treinta y quedaremos mejor. Pasó aquí un montón de años viviendo con la señora. A veces se iban de viaje, pero luego volvían. Muchas veces tenían invitados. Yo mismo les surtí de pesca muchas veces. Todo el mundo conocía a míster Pyne por aquí. Después no venía más que a temporadas, por lo general en invierno. Por entero teníamos aquí a míster Pyne y a la señora casi siempre y desde luego a los invitados… Pero desde el treinta y seis no volvieron. La guerra, ¿sabes? De todas maneras siempre dieron razones a los guardas, por ellos me enteré yo que este año Mr. Pyne había alquilado la casa… Serán buenas gentes las que la tienen siendo amigas de Mr. Pyne. Mi yerno les vende pescado a los guardas para ellos. La chica es algo estrafalaria, como todas ellas.

– ¿Hay más chicas?

– Digo que como todas las extranjeras. Aunque ésta habla muy bien la condenada, parece una gitana si uno se descuida. Serán parientes de Mr. Pyne, digo yo. Si tú eres su amigo, tú lo sabrás.

Martín no dijo nada. Quedó un rato mirando cómo el viejo remendaba la red. Después, algo reconfortado el corazón con este testimonio de la presencia de los Corsi, se fue arenas adelante, hasta el lugar donde estaba la casa, y se dio un largo baño de mar. Estuvo remoloneando un rato, aun después de haber oído el toque para la comida en la Batería. No se decidía a entrar en su casa. Al fin, cuando estuvo seguro de que el padre habría llegado hacía rato, se decidió a entrar. Sofocado se metió en el comedor en penumbra y alcanzó su sitio en la mesa, pretendiendo pasar desapercibido.

– Qué, ¿dónde te has metido? Adela no te ha visto en toda la mañana. Ya habrás estado en casa de esos diablos de al lado.

– No.

– Como los vuelvas a meter aquí te deslomo, ¿entiendes?

– Sí.

– Tú amenazas, Eugenio, pero no cumples.

– Adela, calla, coño. Tampoco quiero que Martín esté pegado a tus faldas todo el día. Una cosa es que yo no haga de niñera y otra que él se espabile por su cuenta. Ahora, que… me parece que si nos descuidamos, éste se espabila demasiado.

– Si te parece bien que se vaya con ésos desde que amanece Dios…

– Martín es un hombre, no es como si fuera una chica que, entonces, pobre de él si saliera a la puerta de la calle sin permiso. Entonces tú mandarías, Adela, y yo a callar. Pero un hombre es cosa distinta. A mí, si anda con esos diablos por ahí, con tal de que no nos den quejas, no me importa. Eso sí, la casa es sagrada, Martín. Aquí no ponen los pies esos gitanos, ¿entendido?

– Sí.

– Dicen que esa muchacha es una perdida, Eugenio. Cualquier día la rapan y la meten en el cuartelillo… A ver si aparece con una barriga y le echan la culpa al nene.

– Que la cuide su madre, coño. Yo no tengo nada que ver, ni tú tampoco.

– Pues mira que la madre… Yo no la he visto, pero dicen que está loca y que va como vestida de carnaval y que los chiquillos del pueblo le tiran piedras cuando aparece por allí. Ahora creo que la tienen encerrada. Será por eso por lo que viven aquí, por la loca. Yo digo que los debían de expulsar, Eugenio. Ésos son rojos.

– No, mujer. Esta mañana me informaron. El padre es un cónsul de negros, de un país de esos del demonio, no me acuerdo cuál. Parece que tiene buenas amistades en Madrid y que durante la guerra salvó gente. Pero es posible que la mujer esté loca y que por eso hayan alquilado la casa del inglés. Los chicos algo de chalados tienen, ¿eh, Martín? De buena te libraste ayer, chaval… Si no me sujetan te hago tiras.

– Sí, ríete. Todavía éste cree que hace gracia. Aquí la única que lo paga soy yo, que me he quedado sin mi perfume y sin el dinero que me costó y sin el frasco de mi juego de tocador… Y los polvos desperdiciados. ¡A ver si me pega una enfermedad la asquerosa esa por haber usado mi borla!

«De manera que el miedo es siempre una cosa tonta.» Esto lo pensaba Martín al subir a la azotea para la siesta. El padre hasta había estado de mejor humor que otros días. Martín se había enterado de una cosa que le turbaba: sus amigos tenían una madre loca. Quizás, a pesar de toda su alegría, Anita y Carlos eran desgraciados. Quién sabe si la loca les perseguiría con gritos por toda la casa. Quizá se asomaría a las ventanas enrejadas de la finca, sacudiendo los barrotes en las noches de luna.

Los pinos del inglés estaban llenos de calor y cantos de chicharras cuando los miró desde la azotea. Su alcoba era el centro de un ardiente arco-iris lleno de sofoco y vacío a la vez.

Martín se echó en la cama notando que empezaba a sudar. Seguía sintiendo como un resentimiento oscuro y triste que ya no era miedo a paliza alguna, sino algo así como si tuviese demasiado llena el alma y le desbordara anegando y diluyendo aquella alegría de la tarde anterior. Horrorizado se dio cuenta de que ni siquiera recordaba cómo eran aquellos chicos, los Corsi. Quizá no los volvería a ver jamás. Sólo recordaba sus siluetas a caballo en lo alto del muro, pero aquellas figuras ahora no tenían cara.

Habían venido a ver la casa, lo dijeron claramente. Y ya la habían visto. Llegaron y desaparecieron. Hablaban en francés, muy de prisa, fingiendo que el francés era alemán. Martín no entendió todo lo que ellos decían en francés, pero entendió muchas cosas y le había parecido que utilizaban este idioma para insultarse, especialmente para insultarse. Subieron hasta esta misma habitación de las ventanas de colores. Los dibujos de Martín no les interesaron, y ahora sus dibujos le parecían a Martín como algo muy ajeno a su vida, algo de otros tiempos. Querían ver la casa y lo tocaron todo como hacen los monos. Después desaparecieron.

Por la puerta entraba una lengua de sol blanca e hirviente que se mezclaba al ambiente coloreado. Las chicharras cantaban dentro de la cabeza de Martín. Su cuerpo humedecido por el sudor olía vagamente a peces recién cogidos en la red. Tenía un brazo bajo su nariz y respiraba aquel olor.

En aquel momento se oyó un largo y claro silbido. Una pausa y otro silbido más.

Dando saltos -se quemaba los pies descalzos en los ladrillos- corrió Martín hasta aquel borde de la azotea, junto al poste de la luz. Ellos estaban allá abajo, en un claro entre los árboles de la finca del inglés, y le hacían señas con los brazos. Tal vez creían que no los estaba viendo. Carlos volvió a meterse los dedos en la boca y volvió a silbar. Martín les hizo señas, a su vez, de que esperasen.

Batió un récord de velocidad al meterse las sandalias y la camisa. Ellos seguían abajo, esperando. Estaban impacientes, se les notaba en la manera de moverse, de señalar hacia el poste de la luz. Martín comprendió.

Se deslizó por aquel palo de la luz hasta el jardín, junto a la cocina. De un salto alcanzó con las manos el borde del muro y sujetándose como pudo con el vientre, con las sandalias, logró trepar. Esta vez fue Martín quien se encontró allá arriba, quien saltó a la otra finca un minuto más tarde. Cayó mal con las manos y las rodillas en tierra, pero se sacudió sin notar apenas las gotitas de sangre que brotaban de sus arañazos.

Carlos y Anita anduvieron alrededor suyo mirándole con curiosidad, haciéndole volverse en todas direcciones para contemplarle a gusto de ellos.

– ¿Qué te dije, Carlos? No es cobarde martín pescador.

– ¿Por qué no voy a hacer lo que vosotros?

Se miraron y se rieron y después Anita le condujo a un lugar del muro lleno de huecos como escalerillas cavadas, por donde se podía subir perfectamente.

– Esta parte que da a la finca es mucho más alta que el otro lado del jardín. Por aquí se puede salir, pero conviene que entres por la puerta.

– ¿Por qué le enseñas? Todavía no sabemos si nos quedaremos con él.

– Mala bestia. Este Carlos es una bestia sucia. Siempre tiene celos… Ven, martín pescador.

– ¿Me habéis acechado algunas veces subiéndoos al muro?

No le contestaron, le estaban mirando fijamente y al fin Carlos le dijo que habían pensado en llevarle con ellos aquella tarde a pescar lagartos en el pedregal.

– ¿Qué habéis hecho por la mañana? ¿No os bañáis?

– Martín pescador, eres tonto, ya lo creo que nos bañamos. Solemos ir bajo el faro a bañarnos. No somos tan perezosos como tú. Pero esta mañana Carlos ha estado muy malito. Salimos anoche con los pescadores y Carlos, el pobrecito, se puso verde y estuvo vomitando todo el rato en la barca. Esta mañana hemos tenido que acostarle y darle aire encima. No se puede salir con niños.

– Vamos -dijo Carlos-, vamos a los lagartos. ¿Has comido lagarto asado, pescador? Algunos se comen. Tengo que preguntar qué lagartos se comen, pero tú puedes probar el que pesquemos hoy y así sabremos si hacen daño o no. Primero los asaremos bien entre las piedras. Te prometo que estarán riquísimos.

– No le hagas caso. Está celoso.

Martín miraba alternativamente la cara de los hermanos. De pronto le pareció que Anita estaba preocupada. Se alejaba un poco entre los pinos y tomaba la actitud de escuchar como si llegase algún sonido desde la casa oculta en la espesura.

– ¿Pasa algo?

– Nada… Sólo que tenemos que tener cuidado. Vamos a bordear el muro hasta el portón de la carretera. Por nada del mundo debe saber nadie que has entrado aquí esta tarde, Martín -dijo Anita-. Por nada del mundo.

– Jura, pescador, que no lo dirás a nadie.

Martín pensó en la loca. Había algo en la actitud de los hermanos que no le parecía completamente serio. Pero pensó en la loca.

– No tengo necesidad de jurar. Si queréis vuelvo a saltar el muro y os espero en la carretera.

Pero Anita ya había comenzado una marcha al estilo de un indio de película que avanza con sigilo hacia el campo enemigo. Carlos la imitó siguiéndola. Martín también, aunque con menos precauciones y bastante desconcertado. Casi no se oía el rumor de sus pasos sobre la pinocha. Durante un momento Martín pensó quedarse atrás, marcharse. Pero se dio cuenta de que no podía hacerlo. Así llegaron hasta el portón de la carretera, que estaba entreabierto. Desde la puerta subía una avenida ancha para automóviles, pero hacía un recodo y la casa no se veía. Martín iba unos diez pasos detrás de ellos. Cuando salió a la carretera, Anita y Carlos, uno a cada lado de la puerta, dieron un grito y empezaron a aplaudir.

– ¡Bien, martín pescador! Te contratamos. Te admitimos en la compañía -dijo Anita-. Tú también puedes ser un comparsa de nuestro teatro.

Martín estaba parado con una media sonrisa de decepción. Carlos cruzó la carretera a grandes zancadas internándose en el pedregal. Anita miraba a Martín con curiosidad y con ironía. Cuando menos lo esperaba el muchacho le dio un afilado pellizco en el brazo y le dijo:

– ¡Espabila!

Ella también echó a correr. Martín vaciló un momento. Luego, con el alma revuelta, siguió a los dos hermanos.