"La Insolación" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)VINo podía separarse de los Corsi. No podía ni pensar en un día sin ellos. Los Corsi, a veces, le desesperaban, pero no podía tomárselo en cuenta. Una tarde los Corsi no llamaron y Martín se aventuró a entrar en la finca. Frufrú le indicó vagamente que buscase a los chicos en el pinar. Martín se hartó de aquella búsqueda, oyó sus cuchicheos y sus risas como en los primeros días de Beniteca, cuando le acechaban. Espoleado, siguió llamando y buscando, y una y otra vez intentó renunciar, aburrido y exasperado por la habilidad que ellos demostraban en esconderse. Pero una y utra vez corría cuando creía ver el vestido de Anita o la cabeza de Carlos entre los troncos de los pinos. Más de una hora tuvieron a Martín practicando este juego de buscarles y cuando aparecieron de pronto, chillando a espaldas suyas, fingieron gran sorpresa al verle. Martín intentó enfadarse y Anita se encogió de hombros. – Martín pescador, ésta es nuestra casa. Hacemos lo que queremos y si no te gusta puedes no aparecer más. Martín pensó muy seriamente en no aparecer más -Pero mientras lo pensaba no se iba de allí de junto a ellos-. Se despidió con aire digno al terminar la tarde sintiendo que la garganta le dolía y con el ceño fruncido al despedirse. Al día siguiente, apenas despertó, pudo oír que le llamaban ya desde detrás de la casa, junto al portillo. Antes que ningún día. Se le olvidó todo su enfado. Martín a veces era agudo, se hacía a sí mismo observaciones sobre sus amigos y comprendía que con un poco de habilidad podría esgrimir algunas armas contra ellos. Por ejemplo, tenía en sus manos el buen humor de Carlos y de Anita con sus críticas hacia la manera de recitar de ellos. Anita en esto se mostraba tan incauta, tan ingenua, que casi inspiraba compasión. Pero exceptuando la última vez, Martín repitió siempre la opinión que creía verdadera, cuando le preguntaban: Anita recitaba mal y Carlos recitaba bien, aunque Anita tuviese una vocación decidida de actriz y Carlos no tuviese vocación de nada. Otras cosas supo Martín en su trato con los Corsi y pasó por ellas. Supo que la cultura de sus amigos tenía grandes lagunas y era confusísima sobre casi todo. Carlos no presumía gran cosa en cuanto a sabiduría, pero Anita, además de ignorante en muchas materias, era pedantísima y siempre cortaba a Martín diciéndole que él era un chico pueblerino y sólo había visto el mundo por un agujero. Martín, a pesar de que nunca se había creído un sabio, se irritaba. Llegó a gritar la tarde en que discutieron sobre los Pirineos, que Anita aseguraba eran franceses en su totalidad. Y Carlos, por principio y como si todo aquello estuviese muy lejos de él y de su interés particular, ayudaba siempre a Anita en las discusiones. – Si Anita lo dice… De literatura francesa los Corsi tenían ideas generales y sabían poesías y trozos de obras clásicas de memoria, pero de literatura española, aparte de que habían existido Cervantes y Lope de Vega, no sabían más. ¿Y de Historia? Sólo sabían la historia de la Revolución Francesa a grandes trazos. La conquista de América contada por ellos era una historia de facinerosos españoles capitaneados por un inteligente italiano, Quizá si hubieran estado siempre discutiendo Martín habría terminado por no poderlos soportar -lo pensaba a solas algunas veces-, pero en general lo que hacían los tres era vivir juntos los días de sol -todos los días como un largo día con ¡as interrupciones de la noche, de las horas de las comidas y de los domingos por la mañana-, y la felicidad de estar juntos los tres era algo casi tangible, a pesar de las pequeñas y grandes amarguras de Martín. Alguna vez Martín quiso iniciar con ellos una conversación sobre pintura. Intentó explicarles que para él la pintura era tanto como para Anita la profesión de actriz. Pero este tema cayó en el vacío. Anita se ofendía si Martín intentaba lucirse en un terreno en que ella no tenía opiniones seguras. Recordaba apenas nombres de pintores como Rubens, Leonardo, Goya y Velazquez, y además de irritarse por ia hermosa confusión en que envolvían estos nombres tanto Anita como Carlos, a Martín se le cayó el alma a los pies el día en que Anita le enseñó una caja vacía de bombones con una «obra de arte» en la tapa, que para los dos Corsi significaba nada menos que la representación de lo más profundo del alma española. La obra de arte era un cromo de una bailarina andaluza con traje de volantes y flor en el moño, taconeando sobre un tablado y con un fondo en el que aparecía la Torre del Oro a un lado y al otro una guitarra, todo en los colorines más chillones que se pudieran imaginar. Ah, pero todo eso quedaba a un lado. Casi no había tiempo más que para disfrutar del baño de la mañana, del incendio blanco del mediodía, de las correrías de la tarde hasta que las primeras estrellas y el toque de retreta en la Batería anunciaban a Martín que tenía que volver a casa. Casi no había tiempo de hablar ni de preguntarse cosas unos a otros. El universo de Martín giraba en aquel sol de Beniteca y en aquellos tres personajes: Carlos, Anita y también Frufrú, pues resultaba importante Frufrú en las tardes en que se quedaban a merendar con ella después de una representación de Era un universo que giraba a toda velocidad casi sin tiempo de reflexionar sobre él. A veces, Eugenio y Adela le preguntaban a Martín sobre los Corsi; si era verdad, por ejemplo, que la «mamá» de aquellos chicos estaba en tratamiento psiquiátrico. O si sabía ya qué parentesco unía a los Corsi con Mr. Pyne, el inglés dueño de la finca. O si era cierto que el padre de los chicos era diplomático y qué cargo tenía y también que si eran ricos los Corsi o no eran ricos, si eran españoles o eran sudamericanos y si era verdad que «la mamá» era alemana como había dicho Carlos en el pueblo una vez. Adela, por conducto de la mujer que le lavaba la ropa, supo que Carmen, la guardesa de la finca del inglés, opinaba que la señora era francesa y no alemana. Pero Carmen la guardesa no era mujer que hablase mucho con nadie. Casi no se trataba con la gente del pueblo, pues ni ella ni su padre eran naturales de allí y además, según la lavandera de Adela, tenían mucho que callar aquellos guardas desde la guerra. El marido de Carmen, según explicó Eugenio, había sido rojo como un tomate y más valía que hubiese muerto en guerra, pues se le achacaban varios asesinatos durante la revolución. Quizá por no remover historias era por lo que el viejo guarda y su hija trataban lo menos posible a la gente del pueblo. Y Martín no sabía nada. Permanecía en su casa el tiempo justo de las comidas y casi no veía a Eugenio ni Adela. Ni aun en el momento en que los miraba, cuando ellos le estaban hablando, Martín los veía. A sus preguntas sobre los Corsi contestaba siempre un «no sé» tan entontecido, que Eugenio sacaba a veces sus «coños» más feroces. – Déjalo, Eugenio, el nene se aprovecha, hace bien. Ojalá pudiera comer yo las galletas inglesas que le dan ahí. Ayer tenía dos en los bolsillos del pantalón. Más valdría que alguna vez se acordase de que estoy embarazada y me trajese algo. Adela hacía distinciones en la comida. Aunque sólo eran tres personas en la casa, Eugenio y ella se sobrealimentaban con respecto a Martín, pues Martín, según opinión de Adela, merendaba ya en casa de los Corsi, y Eugenio y ella tenían que conformarse con lo que hubiera. Estas explicaciones no las daba Adela delante de Eugenio, sino sólo para Martín y sin que el chico se las hubiera pedido. Martín tenía la sospecha de que su padre no se había dado cuenta que cuando Adela preparaba patatas con carne -y esto sólo un ejemplo entre muchos-, en el plato de Martín sólo se servían patatas y cuando había tortillas, la tortilla de Martín era de color blanco y no tenía sabor porque estaba hecha con las claras que le sobraban a Adela de las yemas que se batía a media mañana con leche condensada, para reconfortarse en su embarazo. Martín pensaba estas cosas, pero la verdad era que no tenía tiempo que perder en meditarlas. Sólo quería salir corriendo de su casa y reunirse con los Corsi. Por las noches estaba tan cansado que no necesitaban mandarle a la cama. Con el último bocado de la cena se despedía y subía a su azotea a dormir. Una noche, Eugenio le dio la noticia que le hizo vacilar, con la boca dolorosamente entreabierta, con los ojos espantados, como si le hubiesen disparado una carga de perdigones en el pecho. – Te quedan tres días de vacaciones, chaval. Mejor dicho: te quedan dos días; mañana, miércoles, y el jueves. El viernes, con la fresca del amanecer, sales para Alicante. Te vas a ir con Juan el recadero en la camioneta. No quiere cobrarme por el viaje, pero te daré dinero para la fonda, en Murcia, porque el hombre desvía el camino y pasa la noche allí. Adela te preparará la comida en un paquete. El sábado llegas a Alicante. Tu abuelo, cuando vea los colores que llevas, se va a poner contento. – Las clases no empiezan hasta octubre, papá. – Coño, ¿y a cuántos de septiembre crees que estamos? El viernes es día veinte ya… Bueno, alegra la cara. El año que viene te volveremos a traer. Si es que seguimos aquí, claro. Y si no, vienes adonde estemos. Vaya, parece que no te ha tratado mal Adela, ¿eh? Buena pena te da marcharte. No le parecía posible. Eso era. No le parecía posible. Lo explicó a sus amigos a la mañana siguiente en el «solarium», y la respuesta de Anita le desmoralizó. – ¡Uy, qué suerte!… Papá, en cambio, no ha avisado cuándo viene a buscarnos. ¡Qué envidia, Martín! Tenemos que escribir a papá, Carlos. – ¿No te acuerdas lo que dijo cuando nos suspendieron? Dijo que a lo mejor nos enviaba un profesor este invierno a la finca y que no nos sacaba de aquí. – Ah, no hagas caso. Papá no es capaz de estar separado de nosotros tanto tiempo, el pobrecito. Lo que pasa es que no sabe aún si Peggy quiere que nos quedemos en Madrid este invierno o si quiere que vayamos a Lisboa, y por eso no tiene el piso alquilado aún. – ¿Peggy es vuestra madre? Porque Martín ya sabía, con toda seguridad, que Frufrú no era la madre de sus amigos. Y esto era lo único cierto que sabía de ellos. – ¿Es que te importa algo a ti si Peggy es nuestra madre o no lo es? Carlos al imitar el tono desagradable de Anita era más desagradable que la misma Anita cuando quería serlo. Martín se puso encarnado de furia y de rabia. Sin decir una palabra más se tiró al mar y nadó contra corriente rodeando la barrera de las rocas. Se alejó cegado por el agua salada y por las lágrimas y se encontró en casa de su padre más temprano que nunca, aquel mediodía. Temblando de hambre esperó un rato larguísimo entre el calor coloreado de su cuarto a que le llamasen para comer. Y durante la comida, haciendo un esfuerzo, le dijo a Eugenio que le gustaría ir a la Batería con él, aquel último día al menos. – ¿Es que te has peleado con «ésos», nene? – No. Eugenio miró hacia Adela y luego dijo a Martín que ya vería si al día siguiente podía llevarle. Aquella tarde imposible. Estaba el comandante revisando la instrucción de los artilleros y tenía demasiado quehacer para ocuparse del chico. Martín estuvo un rato en su cuarto durante la siesta diciéndose que estaba harto de aquellos necios de los Corsi y que se alegraba de perderlos de vista de una vez para siempre. Al mismo tiempo estaba tenso esperando oír la llamada de ellos. La llamada no llegó y, al fin, Martín tuvo que claudicar y se fue a buscarlos a la finca. Estaban «ensayando» en la leonera de Carlos. Eso es lo que les pasaba. Por qué Martín sintió paz al entrar en la habitación de sus amigos, por qué se sintió aliviado de no haber ido a la Batería y de estar allí viendo las mismas cosas, los mismos gestos que había visto tantas veces a los Corsi, era cosa que no podía explicarse. Anita interrumpió la representación y dijo que iban a empezar otra vez ya que estaba Martín para verlos. Aunque no estaban envueltos en sábanas como otras veces, movían las manos con el mismo hieratismo y Aníta dijo con la voz de siempre su eterno – Este Martín se está volviendo inteligente. Sí, muy inteligente este pescador nuestro. – Si quieres, Ana, lo hacemos otra vez. – Ah, no. Hoy nada más, Carlos. Hoy quiero pedirle a Frufrú que nos haga una buena merienda. Estoy muerta de hambre. Martín sabía todo. Sabía que para los Corsi lo importante eran ellos mismos, sus propias opiniones, su propio deseo de las cosas. Martín sólo contaba cuando era él la diversión, la compañía, el aplauso que necesitaban. Martín sabía todo eso aquella tarde y sin embargo la tarde se le iba de prisa, de prisa, corta. Se le escapó de entre los dedos. Y la mañana siguiente se escapó también como agua que fluye, se fue sin sentir. Sólo la comida del mediodía se hizo larga y angustiosa hasta que llegó el silbido de los Corsi anunciando que ellos querían correr por el campo en aquella siesta. A la mitad de la tarde volvieron a la finca -y qué de prisa se iba ahora la luz, qué de prisa venía el rosa, el verde de la tarde, el primer lucero a temblar sobre los pinos-, seguía haciendo calor. Aunque habían pasado unos días más frescos ahora había vuelto el calor en una subida inesperada y después de la merienda los chicos buscaron la frescura relativa del pinar en el principio de la noche. Martín se encontró enredado en una conversación insustancial con sus amigos, dominando las ganas de decirles: «mañana me voy, antes de que os despertéis salgo de Beniteca». Dominaba ese deseo porque ellos sabían muy bien su marcha y no comentaban para nada la partida de Martín. Lo más real era la sensación de sus tres cuerpos, sentados los tres sobre la pinocha, cerca de las luces de la casa y protegidos al mismo tiempo en la negrura de los pinos. Había una tensión entre ellos, como una débil corriente eléctrica que imantaba todas las palabras y convertía las palabras absurdas sobre cualquier cosa en misteriosas palabras creadas sólo para los tres. Todos oyeron el toque de retreta a lo lejos. Quedaron un instante en silencio. Martín ya iniciaba un movimiento para ponerse en pie, cuando notó la mano de Carlos -una palma ligeramente áspera con una presión fuerte y segura que a Martín le causó la emoción más inexplicable y violenta- apoyada en su muslo. – Espera. Espera un poco. Ahora irás a despedirte de Frufrú. Le llevaron a la cocina, donde estaba Frufrú con Carmen la guardesa -aquella mujer de cara triste sobre un cuerpo deformado cubierto por un vestido negro- y Frufrú le pareció algo muy familiar a Martín con sus pulseras y sus colorines, su pelo teñido y los saltitos que daba al andar. Aquella noche Frufrú llevaba un traje azul claro, cinturón y sandalias, haciendo juego, de oro brillante. – Ah, pescador, yo no me despido, mi ñiño. Cualquier día tú vienes a vernos adonde estemos. Sólo volveríamos a Beniteca si la guerra sigue, eso ha dicho Corsi. Pero ¿cómo va a seguir esa matanza? No quedaría gente en el mundo. Pero yo no me despido, dame un besito, ñiño. ¿No quieres? Bueno, eres tímido… – Salta por el muro -dijo Anita-. ¿Para qué vamos a dar la vuelta por el camino? Salta por el muro. Atravesaron el pinar lleno de sombras y claridades con el nacimiento de la luna. Carlos iba silbando «La cumparsita» y Anita trataba de imitarle sin conseguirlo. Martín sólo iba atento al crujir de la pinocha bajo sus sandalias. Les dio la mano al llegar junto al muro lleno de luna y luego no se decidía a moverse. Anita se acercó, cogió delicadamente la cara de Martín entre sus manos y le dio un ligero beso en los labios. Nunca se habían besado. Luego Anita se apartó y se acercó Carlos y le cogió por los hombros con una ligera presión amistosa. – Bésale, Carlos -ordenó Anita. Carlos se inclinó y le besó, duramente, en la boca. Después Martín no supo nada. No supo cómo había escalado el muro ni dónde estaba cuando al fin oyó el grito de su padre llamándole. Estaba sencillamente en su jardín, al pie del muro, acurrucado entre las matas de geranios y con un latir de corazón que le parecía como un presentimiento de la muerte, el ahogo de la muerte. Se levantó al fin acudiendo a aquella llamada que partía desde la ventana del comedor. Iba andando y le parecía que el universo estaba invertido, que tenía la tierra sobre su cabeza y que pisaba nubes. De esta manera entró en su casa. |
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