"La Llamada" - читать интересную книгу автора (Laforet Carmen)

CAPITULO II

HACIA las doce de la noche zarpó el barco de carga, con rumbo a otros puertos, antes de emprender la ruta directa hacia América. Don Juan vio alejarse las luces del puerto, agruparse el humilde brillo de la ciudad hasta parecer, en la lejanía, como un puñado de estrellas. Súbitamente aquellas estrellas desaparecieron en la noche y don Juan tuvo frío.

Despacio se acercó a su camarote. Lo compartía con un hombre joven cuya cara estaba cruzada por una gran cicatriz, A don Juan, el primer día de conocerlo, aquel hombre le había inspirado recelo. Ahora ya estaba acostumbrado a su presencia, y pensaba que, incluso, al término del largo viaje, llegaría hasta a cobrarle afecto. El hombre de la cicatriz no se había acostado. Don Juan abrió el ventanillo porque hacía demasiado calor en contraste con el aire de la cubierta. No pudo dormir en mucho rato.

No sabía si había hecho bien visitando a Mercedes. Al pronto ella se negaba a acordarse del caballero. Luego se echó a llorar al saber que su tío y su hermana habían muerto.

– Entre todos me destrozaron la vida, don Juan, pero no les guardo rencor.

Mercedes, según calculaba el caballero, no debía tener aún cincuenta años. Su voz conservaba un encanto especial, y no podía decirse que fuera una mujer extraordinariamente envejecida. Su cara, al menos en aquella penumbra del cuartito en que don Juan la vio, casi no tenía arrugas, o no tenía ninguna… Pero algo terrible había pasado por ella. De aquella especie de princesilla esbelta, nerviosa, no quedaba nada. Era una mujer fondona, descuidada, sin peinar un cabello que ya no era rubio, con las uñas sucias, partidas, y un insoportable olor a cocina que parecía venir de su bata llena de manchas y que ahogaba la atmósfera de la habitación. En un momento determinado, don Juan vio que le faltaba un diente. Ella se dio cuenta de la mirada del caballero.

– Fue una bofetada de mi marido…

– ¿Qué dices, hija?

– Que mi marido me partió el diente, en una discusión, y hubo que sacarlo… ¡Je, je!…

Cosas de la vida. A esto me condujeron mis tíos cuando se empeñaron en torcer mi vocación. ¿Qué le parece?

Don Juan no sabía qué contestar.

– ¿Cómo te casaste?

– Por la Iglesia.

Don Juan quedó desconcertado.

– Ya lo supongo, pero…

– Sí; yo era bonita, yo tenía talento, pero desde que mi tío nos retiró la pensión, mi madre y yo nos moríamos de hambre, además yo estaba como quien dice encerrada. Mi marido terminaba entonces el servicio militar. Tenía buen tipo. Nos engañó… Me engañó a mí. A mi madre lo mismo le daba; quería deshacerse de mí y vivir con María Rosa… Ahora me acuerdo que hubo una sola persona que dijera que mi boda era un disparate. Fue la suegra de María Rosa. Pero yo pensé que era cosa interesada, para que su hijo no tuviera que cargar con mi madre, y me entraron más ganas de hacerlo. Mi novio hablaba de que tenía tierras por aquí… Y las tenía, ya lo creo… Pero todo desapareció. Mi madre me decía que el cariño me vendría con los hijos. Tuvimos hijos, pero el cariño no ha venido… ¡Je, je!…

¡Qué cariño ni qué cuerno! No nos podemos ver… Cuando tengo dinero y hay teatro me escapo al teatro… Entonces él me muele las costillas… Porque yo no he perdido mis aficiones… Y aún les daría ciento y raya a muchas recitando… ¿Quiere escucharme?

La pregunta fue hecha con una pasión conmovedora. Don Juan asintió. Entonces Mercedes se puso de pie. Abrió los brazos, y echando la cabeza atrás, cerró los ojos. Don Juan tuvo ganas de llorar. Creía que los años le habían quitado la facultad de conmoverse, pero aquella mujer le dio una inmensa lástima. A pesar del silbido que se escapaba a veces entre sus dientes, la voz tenía un raro encanto. Quizá, en efecto, años atrás tuvo talento.

Llamaron a la puerta. Mercedes no hizo el menor caso.

– ¡Abra, madre!

– Debe ser tu hija – indicó tímidamente don Juan, porque la voz era la de una chiquilla.

Mercedes frunció el ceño. Luego se encogió de hombros, y, en efecto, al abrir la puerta entró una chiquilla como de quince años, feúcha, descarada.

– No habrá preparado la comida de padre, ¿verdad? Se interrumpió con súbita timidez al advertir a don Juan.

– Mi hija… Don Juan Roses, un caballero como ves. Algo de lo que tú no tienes ni idea…

Don Juan, en otros tiempos, era como mi padre.

Don Juan no protestó de la exageración. Mientras la chiquilla desaparecía en la cocina en busca de unos alimentos – que, en efecto, no estaban preparados, y que según don Juan comprendió deberían llevarse al padre, al lugar donde trabajaba-, Mercedes dio explicaciones.

– Es la última de las siete… Sólo quedan ella y el mayor. Los otros murieron uno a uno.

Dios hizo ese favor…

Don Juan había visto muchas cosas en su vida y no era hombre capaz de asustarse demasiado, pero aquella tranquilidad de Mercedes hablando de sus hijos muertos le estremeció. Pensó en su propia hija, que tenía la misma edad de Mercedes, que había sido educada con los mismos principios que ella… Hasta le parecía que habían ido al mismo colegio… ¿Podría hablar así su hija, aun después de una vida como la que Mercedes había llevado? Don Juan confiaba en que no. Mercedes no hizo una sola pregunta a don Juan sobre su antigua amiga Carmen, la hija del caballero. Así, don Juan no le dijo que vivía en América desde muchos años atrás. Que él iba ahora a morir a su lado, rodeado del cariño de ella y de los nietos… Mercedes tampoco preguntó por los dos hijos de don Juan, y así, don Juan no le dijo que habían muerto, y también su nieto Juanito, que ya era un muchacho al empezar la guerra… Don Juan no pudo hablar de sus queridos fantasmas, y escuchó en cambio una historia sórdida y muchas quejas de boca de aquella mujer. La consoló como pudo y le dio dinero. Cuando se iba a marchar, Mercedes le preguntó de pronto por los hijos de María Rosa.

– No viven en Barcelona… Sólo una hija, que está casada… ¡Ah!, la que vive aún es la suegra.

– ¿Doña Eloísa, la que se opuso a mi boda?…

– Sí. Vive con Lolita, la hija de María Rosa.

– Déme la dirección, don Juan.

Don Juan se la dio con unos vagos remordimientos. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

– Doña Eloísa me quería bien…

– Sí, es una pobre mujer… Una buena mujer… Pero no está en situación de ayudarte.

– No le voy a pedir ayuda. En todo caso la ayudaría yo a ella, si la miserable nieta no la cuida bien…

Don Juan se convenció de que, en efecto, la cabeza de Mercedes no regía del todo.

– No, hija, no le hace falta eso tampoco. Viven modestamente, pero no necesitan ayuda…

– Ni yo se la voy a dar… Sólo a doña Eloísa… Esa santa…

Ahora don Juan, en su camarote, empezó a pensar en esta doña Eloísa, en quien nunca se había fijado, aunque la vio mil veces. Era pequeñita y prodigiosamente arrugada, aunque debía ser más joven que él mismo… Se había ido arrugando y encogiendo con los años aquella buena señora, sin que nadie se diera cuenta. Nunca había sido guapa, ni lista, ni más o menos buena que mil mujeres de su tipo dedicadas a su casa, a sus hijos, más bien sosainas y silenciosas. Y la pobre perturbada Mercedes, que se enfurecía o lloraba al recuerdo de su hermana, tenía una sonrisa a la evocación de esta viejecilla y decía que era santa…

¡En fin!… Don Juan cerró los ojos. El ruido del mar lo fue durmiendo. Debajo de sus párpados cerrados aún quedaba el recuerdo de las luces de la ciudad al alejarse. Al fin se perdieron en su sueño.

Las luces de la pequeña ciudad seguían brillando, sin embargo, reflejándose en el mar negro y tranquilo, que llevaba al sueño de sus casas un acompasado rumor de olas.

Siguieron brillando hasta el amanecer, y entonces nuevamente, al salir el sol, fueron sustituidas por el brillo de su luz reflejándose en todas sus ventanas. Mercedes no durmió en toda la noche.

¡Había recitado tan bien! Hacía años que no recitaba delante de nadie… A veces, sí, a veces, cuando a la atardecida no hay nadie, salía a las afueras, y en una roca, sobre el mar, abría los brazos, como Berta Singerman en una fotografía que ella había visto. La última vez que hizo esto recibió una pedrada… Unos chiquillos, escondidos, la acechaban… Desde entonces no volvió.

Pero aquel día… ¿Qué había dicho don Juan?

– "Sí, hija, aún tendrías éxito en Barcelona… Lo haces mejor que muchas."

Su marido dormía a su lado, con una pesada respiración bien conocida; apenas separada de la cama de ellos, la hija, en un catre. Y en torno no había más que oscuridad, aire pesado, y el tictac de un enorme y viejo despertador que llamaría a las cinco, para que el hombre se levantase.

Mercedes deseó con locura ver un retrato suyo, en que aparecía con un lindo escote, unas flores, unas gasas blancas alrededor. Había sido preciosa. Aún lo era.

– Una buena peluquería, un buen masajista… ¡Je, je!… Todavía podría dar yo mucha guerra… Don Juan me ha dicho que me conservo asombrosamente joven… El pobre viejo…

Casi a punto de hacerme el amor olvidándose de que puedo ser su hija… Sí; casi ha estado a punto.

La idea la regocijaba. No sólo don Juan, sino muchos, muchos… Si ella apareciera bien vestida, declamando… Aún tenía aquellas gasas blancas, aquellas flores artificiales que adornaban su vestido en su fotografía preferida.

Triunfar… Tenerles a todos a sus pies. Luego, rechazarles, como una reina.

No podía estarse quieta. Hizo un gesto brusco y dio en la cara a su marido, despertándole.

El hombre tuvo un sobresalto.

– ¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Qué hora es?

– Nada… ¿Qué dirías si me fuera a ver a mi familia de Barcelona? Me han invitado…

– ¿Qué dices?… ¡Cuernos! Vete adonde quieras; mientras más lejos mejor… Y no fastidies…

"Me iré – pensó Mercedes-. Me iré."

Este sencillo pensamiento le volvía joven el corazón, le hacía llorar, como a un preso a quien abren la cárcel.

– Me iré.

Tenía dinero. Don Juan le había dado bastante dinero. Se teñiría el pelo, se cuidaría las manos, se perfumaría… Triunfaría.

– Doña Eloísa me ayudará… Sí, doña Eloísa… Ya no se acordaba bien de cómo era doña Eloísa; pero era una señora muy buena. De eso estaba segura. Había mediado muchas veces para que sus tíos la perdonaran… El día de su boda lloró… La ayudaría. Durante todos los días que siguieron, continuó Mercedes aferrada al recuerdo de la vieja señora.

Este recuerdo le daba ánimo para preparar su viaje. Consiguió un salvoconducto; secretamente se cosió un traje nuevo… Con una botella de agua oxigenada se tiñó los cabellos, y se los quemó. El marido se dio a todos los diablos y la golpeó.

– "¿Que te vas con tu familia?… ¡Vete con tu familia de una vez!… Hace veinticinco años que oigo esa murga. A ver si desapareces un buen día y nos dejas vivir."

Mercedes compró un billete de tercera clase, y se fue sin despedirse. Sin saber por qué, lloró mucho cuando el tren arrancó de la estación. Luego se fue serenando.

El viaje fue incómodo. Casi insufrible. En aquella época los trenes iban abarrotados, no se encontraba nada para comer en las estaciones. Nadie se fijaba en aquella mujer aunque era tan extraña, con su cabello quemado y teñido, y por todo equipaje una cesta, que vigilaba con el mayor esmero.

Tuvo que hacer dos transbordos; casi se quedó helada una noche, aunque aún no era época de frío. Cuando llegó a Barcelona vio con desesperación que su traje nuevo estaba manchado de hollín, así como su cara y sus manos. Eran las ocho de la mañana. Se sentía entumecida, tímida. Entró en un bar, y pidió un café.

Al pronto miraba hacia todos lados, recelosa. Pensaba que iba a encontrar alguien que la reconociese. Que la iban a interrogar. Nadie le decía nada, y concluyó tomando su brebaje hirviente con una satisfacción extraña. No comprendía cómo no había tenido arrestos, en tantos años, para hacer lo que estaba haciendo ahora. Se sentía libre, inocente. Una colegiala en vacaciones.

Se puso en camino un rato más tarde. Tenía que buscar la casa de su sobrina, la casa de doña Eloísa, y era muy difícil orientarse en aquella ciudad que ella creía conocer tan bien pero que le daba la impresión de haber crecido, de haberse complicado monstruosamente.

Se sentó en un tranvía con aire de reina. Había olvidado ya la negrura de su cara y sus manos… Y se había equivocado de línea.

Dio mil vueltas, anduvo, preguntó… Al fin encontró la casa. La portera la miró con desconfianza.

– ¿A doña Eloísa busca?… ¡Ah, bueno!…

En la puerta del piso tuvo que aguantar la inspección de una criada, que al cabo, con un "¡Espere!" le cerró la puerta y la dejó esperando allí, en el rellano de la escalera.

Unos minutos después la puerta se abrió y en su marco apareció una viejecita vestida de negro. La viejecita tenía el cabello plateado, sujeto en un moño. Aunque Mercedes no recordaba ya la cara de doña Eloísa, supuso en seguida que era ella.

– Pero, ¿no me conoce? ¿No me conoce?…

Se tiró a sus brazos, antes de que la anciana tuviera tiempo de retroceder. Porque doña Eloísa veía algo muy raro. Una mujer con el cabello rojizo, quemado, vestida de verde, con una cara completamente llena de tiznones, donde relucían unos ojos verdes también. Doña Eloísa temió deshacerse en aquel impetuoso abrazo.

– Hija… ¿No te habrás equivocado?… Ahora no recuerdo…

– Soy Mercedes, la hermana de María Rosa.

– ¡Dios mío!… Pasa.

Mercedes siguió a la señora a lo largo de un pasillo oscuro. Luego se abrió una puerta y apareció una alegre habitación, y una alegre galería de cristales donde cantaban en su jaula dos canarios y se abrían flores en macetas. Una mujer joven, de cara severa, daba su papilla a un niño de un año, que no quería tomarla. Se volvió, y sus ojos se abrieron con cierto espanto, luego con irritación, al ver a su abuela seguida de aquel esperpento.

– Hija, Lolita… Aquí tienes a tu tía Mercedes, que acaba de llegar.

– ¿A mi tía?… ¿Qué tía?

– La única hermana de tu madre.

Lolita se limpió la mano en una servilleta y luego la tendió a Mercedes.

– Perdone. Nunca había oído hablar de usted. Cayó un silencio penoso. Un silencio que sólo interrumpían los pájaros con sus gorjeos.

Mercedes se había derrumbado en una silla del comedor. Porque aquella habitación era un comedor muy bonito, abierto por una puerta corrediza a la amplia galería, donde estaba Lolita con su niño, y que estaba amueblada como un simpático cuarto de estar.

Mercedes miraba los cuadros de las paredes, el frutero del aparador, las blancas cortinas de la galería.

– ¡Dios mío! ¡Qué felicidad estar aquí!

Esta exclamación no encontró eco. Otra vez un silencio extraordinario volvió a caer sobre las mujeres, durante un minuto lo menos.