"Cinco relatos sobre la falta de sustancia" - читать интересную книгу автора (Pombo Álvaro)

Un relato corto [1]

Había dos chicos -los dos chicos peores en el curso- que eran muy amigos. Se sentaban en el refectorio en la misma mesa de Agustín. Siempre se les veía juntos. Uno era un poco más alto que el otro. Y Agustín lo vio todo.

Pues estos dos chicos no le tenían ningún amor a la Santísima Virgen. Y lo peor es que uno -el que era un año menor que el otro- incluso era congregante. Se sentaban juntos en todas las clases. Los dos eran ocurrentes, los dos eran graciosos pero no eran estudiosos. Agustín, en cambio, era estudioso y sudoroso. La otra diferencia invisible -o visible solamente al trasluz de la rutina colegial que identificaba a todos los de un curso como «del curso» pura y simplemente- era la de dónde venía cada cual. Agustín, que venía de Mochil y que era el único hijo de unos labriegos algo ricos, pasó a ser «uno de pueblo» en el colegio de los padres jesuitas. Los dos chicos que no amaban a la Santísima Virgen venían, un poco más sencillamente de los apellidos, del dinero, de la despreocupación de sus casas. Visto junto a otros chicos de su edad era Agustín extrañamente parvo y consciente de sí mismo, ralo y guipón y cuentero, como se es en Mochil, sin él mismo, a pesar de su constante preocupación por sí mismo, darse cuenta.

Un jueves por la tarde, a la hora de visitas, habían venido sus dos tías -las dos hermanas de su madre- a verle. A Agustín le gustaban esas visitas de los jueves, con el placer añadido de oír su nombre voceado por los altavoces de todos los patios del colegio. Solían traerle una caja de pasteles y contaban siempre interminablemente cosas de Mochil.

Las tías estaban muy pequeñas al fondo de la sala de visitas, sentadas en las sillas que quedan a la derecha del trono del Sagrado Corazón de Jesús. La sala de visitas ocupa toda la planta baja del edificio antiguo del colegio. Era una sala larga, adornada con palmeras y azulejos verde oscuro y había que hablar callando para que todo de punta a punta no se oyera. Las tías se veían, como de costumbre, cargadas de paquetes. Las dos iguales, con sus zapatos de tacón bajo y las piernas gordas. Y decía la tía Consuelo cuando entró Agustín: «¡Hija, si es que estoy matada de toda la mañana de compras! ¡Y que no he podido encontrar la percalina que quería la Luisa! ¡Si es que no la había más que en azul y ella dice que en azul que no, que hace triste! Porque es que -añadía la tía Consuelo- como se ha puesto ahora a las incubadoras dice que no gana para vestidos y quiere ver a ver si con unas batitas pues se arregla!»

Estas historias sin fin sobre las compras y los usos de la gente de Mochil y lo cansadísimas que estaban sus dos tías, entretenían a Agustín que, en cualquier caso, odiaba los jueves (a excepción de la paella del mediodía) teniendo que estarse en el patio sin hacer nada hasta la siete que era el cine. Y luego los pasteles que traían las tías. «Para que te los comas en el cine, hijo, que te estás quedando en los huesos.» Agustín no se comía los pasteles en el cine sino en el retrete, un poco por no tener que repartir y otro poco por no pasar la vergüenza de explicar quiénes eran las tías que le traían pasteles (cosa que avergonzaba a Agustín casi tanto como sus pies planos). Allí estaban sus dos tías, las dos con un abrigo igual, las dos iguales. Tan inconfundiblemente mochileñas como él mismo. Reverentes en aquella sala de visitas del colegio que a las tías, como al propio Agustín, parecía el colmo de la solemnidad y el buen tono.

– ¡Ya estudiarás, eh, ya estudiarás, que no te quieren los jesuitas si no estudias! -decía la tía Consuelo.

– ¿Quién, éste? ¿Este estudiar? -replicaba invariablemente la tía Manolita, que tenía, en Mochil, fama de picara-. ¡Éste de eso nada! ¡Si se le ve la cara ya de sinvergüenza!

Y Agustín se reía con la tía Manolita, sabiendo que jamás de los jamases sacaba él menos de notable o sobresaliente en todas. Y se reía porque aquel desequilibrio enunciado, en su pura posibilidad, le reflejaba como un espejo ambiguamente halagador, como súbitamente disfrazándole de bandolero o pirata. Aquel día las tías se estuvieron hasta un poco pasada la hora de visitas y cuando ya se iban y Agustín las despedía a la puerta con su caja de pasteles en la mano, se paro delante de la entrada del colegio un gran coche negro, polvoriento del polvo blanquecino de los caminos que unen las fincas de Castilla la Vieja.

– ¡Que te los comas, eh, que te los comas! -estaba diciendo la tía Consuelo-. ¡Pero te los comes tú, eh! ¡No los vayas a dar!

– ¿Quién, éste? ¿Este darlos? -replicaba la tía Manolita-. ¡Estás tú buena! ¡Éste dar, ni las gracias! ¡Bribón, que no das ni las gracias ni a nosotras!

– Muchas gracias, tía -contestaba Agustín forzadamente.

Del coche negro bajó el chófer, que corre a abrir la puerta de atrás y que la abre gorra en mano. Y del coche salió una pierna larga -más larga que otras piernas-, luego otra pierna igual y por fin la cabecita rubia de una señora muy enseñorada que decía: «Te esperas, Manolo, un poco… a ver si todavía les puedo ver a los chicos…» Y que dejaba la frase suspendida en el aire y se volvía hacia el grupo de Agustín, sus tías y el portero del colegio, Marcial, añadiendo: «… porque ya no sé si va a ser hora, ¿qué hora es, Manolo?»

El grupo contempló silenciosamente a la recién aparecida y la recién aparecida avanzó unos pasos.

– ¿Son ustedes del colegio? -preguntó mágicamente.

– ¡Sí, señora! -contestó la tía Manolita, que tenía mucho mundo-. ¡Vamos, nosotras dos, no! ¡Pero aquí mi sobrino sí que es!

– ¿Ah, sí? -exclamó la recién aparecida, contemplando a Agustín como asombrada.

Era alta, más alta que Agustín, y más joven de lo que parecía a distancia. Y olía a algo nunca olido, tenue y fresco que no era agua de colonia. Tenía un guante puesto y otro sin poner cogido con la mano enguantada, y la otra mano, la desnuda, era blanca o azul, como una mano en un cuadro que hace un gesto cuyo significado en el cuadro no se explica.

– ¿Y crees tú que me dejarán ver a mis chicos ahora que no es hora? -preguntó dulce e implacablemente la dama. Agustín se quedó de una pieza.

– ¡Anda, contéstale a esta señora, Agustín! -intervino la tía Manolita-. ¡No te quedes así!

Y viendo que Agustín seguía tieso y mudo, añadió por su cuenta:

– ¡Sí, señora, sí que la dejarán, que lo diga aquí el portero!

La dama dirige ahora su atención levísima hacia Marcial. Agustín observó que sus dos tías, el portero, el chófer y él mismo, formaban un semicírculo absorto en torno a la dama.

– ¿Entonces, qué cree usted? -preguntó ésta ahora como a punto de llorar.

Y se detuvo luego como esperando a que alguien tomara la iniciativa por ella. Iba vestida de negro. «De luto», pensó para sus adentros Agustín.

– ¡Manolita, que perdemos el coche! -exclamó en este punto la tía Consuelo, dando una espantada. La dama enlutada o desvalida les miró a todos como quien trata de localizar un punto muy lejano en el horizonte. La agitación de la tía Consuelo se transmitió a la tía Manolita.

– ¡Pues sí que es verdad, que son casi las seis, y nosotras aquí como bobas! Nosotras nos tenemos que ir, que perdemos el coche de línea, ¿sabe usted? -explicó dirigiéndose a la dama encantada.

– ¿Ah sí? Adiós, adiós -decía la dama.

Y vagamente tendía su mano derecha hacia las tías y hacia Agustín y su caja de pasteles. La tía Manolita consideró oportuno explicar las cosas un poco.

– ¡Ay no, que éste se queda aquí, en prisión! ¡Dile tú, dile a esta señora a dónde tiene que ir, tú que conoces el colegio!

Por fin se fueron las tías. Agustín se retrasó un poco despidiéndose y la señora entró en el colegio. Se detuvo en el recibidor, que era oscuro y alto con la garita de la portería a un lado, de cristales, y dentro el aparato de la centralita de los teléfonos de todo el colegio, que traqueteaba a ratos o se encendía sola, como con vida propia. El portero no estaba cuando entró Agustín de despedir a sus tías. Y la figura de la señora se veía de pie en medio del recibidor, muy alta. Agustín se detuvo junto a ella sin decir nada.

– ¿Y tú en qué clase estás? -preguntó la señora.

– Yo en quinto -dijo Agustín.

– ¡Ah, pues entonces tienes que conocer a mis chicos…!

– No sé -dijo Agustín admirado.

Aquella dama alta olía a cosa nunca olida. Un perfume fresco y delgado. Era muy delgada. Después de lo anterior no pareció dispuesta a inventar nuevos tópicos. Los dos se miraron en silencio.

– Si quiere usted pasar a sentarse… -aventuró Agustín. Y señaló la puerta de la sala de visitas que entreabría justo enfrente de la garita del portero.

– ¿Sí? No sé… ¿Tú crees que nos encontrarán? A lo mejor luego no nos encuentran…

Hablaba bajo, muy suave, como en misa, velada y rubia como un jardín. Agustín respondió decidido:

– ¡Sí que nos encontrarán! ¿No ve usted que se lo dice el portero?

Y entraron los dos en la sala de visitas, oscura como la capilla a esas horas, con un resol que entraba despacio por los ventanales altos, con vidrieras, y que se quedaba en halos sobre las sillas como en las estampas de apariciones, arrobado.

– Siéntese usted aquí… si quiere -dijo Agustín señalando una silla. Y la señora se sentó como posándose. Hubo una pausa. Por fin dijo la señora:

– ¿Y tú, tú también eres interno?

– ¿Quién, yo? Yo sí. Sí, señora.

La señora sonrió de repente. Ahora que sin abrir la boca, sólo con los labios. Luego se borró la sonrisa, pero no del todo, que se quedó empezada por las mejillas, como en el sombreado de un dibujo. Y Agustín pensó detalladamente; ahora digo algo a ver si empujo un poco hacia afuera la sonrisa borrosa. Y dijo:

– Aquí, ¿sabe usted?, somos la mayoría internos y luego hay los mediopensionistas, que desayunan y comen en el colegio, pero duermen en sus casas, y luego hay los que vienen, o sea, los que viven fuera del todo y vienen solamente a las clases…

– ¿Ah, sí?

– Sí. Pero esos no vienen los domingos… Aunque a lo mejor vienen algunos por las mañanas a los partidos. Pero ya luego se van por las tardes…

Hubo otra pausa. La señora parecía fascinada. Y Agustín prosiguió.

– Nosotros somos los verdaderos del colegio. O sea, los que estamos aquí internos también como sus hijos… -Agustín había aventurado cuidadosamente esta última frase. La dama no parecía dispuesta a añadir nada más. Y Agustín explicó:

– Lo que tiene estar interno es que es un rollo. Siempre igual, siempre igual todo… ahora que eso es lo que forma, ¿eh? Un colegio es como una vida en pequeño.

En esto, «dos chicos» de la señora entraron en la sala de visitas. Y eran los dos de la mesa de Agustín. Los dos que no amaban a la Santísima Virgen. «Hola», dijeron. Parecía una figurita de porcelana al adelantarse, ladeando la cabeza, ofreciendo a los dos chicos la mejilla derecha. Los dos chicos la besaron por turno. Olía al olor nunca olido, un olor tenue que no era agua de colonia. Ni olor de jabón.

– ¡Estáis hechos unos cochinos en este colegio! -dijo la señora. Y añadió volviéndose levemente hacia el sitio de Agustín: ¡Este chico me ha estado contando cosas interesantísimas de la vida del colegio!

– Es de nuestro curso dijo el chico más alto de los dos. Agustín se levantó.

– Bueno, yo me voy.

La señora le tendió la mano.

– Muchísimas gracias por todo lo que me ayudaste.

Agustín salió con su caja de pasteles en la mano. Deseó verse en seguida lejos de aquel sitio. Cuando Agustín dejó la sala de visitas era ya casi de noche. Se había pasado la hora de la merienda. En los pasillos de arriba se oía ya el barullo de la cola del cine (la sala de actos estaba en el segundo piso). Agustín salió al patio vacío. Atardecía muy de prisa como un aroma olvidándose. Agustín deseó de pronto regresar y volver a ver a aquella señora lejana, oír de nuevo aquel: «este chico ha estado contándome cosas interesantísimas». De pronto se avergonzó de su caja de pasteles. Sintió una confusa rabia de sí mismo y sus tías, de que fueran como eran y no de otro modo, de «ese modo» que la señora huida era y que no era, por supuesto, ningún modo preciso de ser, pero que tampoco era -ni podía ser- a partir de ahora sencillamente ya nada en absoluto. Un «ese otro modo» evocado sin relleno alguno por el aroma, ya no olfatible, pensable aún, sin embargo, con la claridad y distinción con que pueden en ciertas ocasiones pensarse los objetos de la agujereante memoria. Nostalgia. Un grupo de primaria pasó a lo lejos voceando. Agustín no subió al cine esta tarde. Paseó patio arriba y abajo entre la luz empobrecida, olvidándose, hasta que salieron los cursos del cine y se oyó la campanada de la cena. Entonces se encaminó hacia el comedor lentamente. La cena no solía durar mucho los jueves, porque la mayoría de los chicos, habiendo comistrajeado cosas durante todo el día, tenían poca gana a la hora de la cena. Al salir, Agustín se acercó al mayor de los dos chicos.

– ¿Era tu madre esa señora? -preguntó.

– Sí -contestó el chico un poco secamente. Y se fue corredor abajo.

Aquella noche Agustín dio vueltas y más vueltas en su cama, sin dormirse, en busca del aroma de la señora encantada.

El padre espiritual lo decía siempre: «Más vale prevenir que curar.» Y prevenía acostumbrando a sus dirigidos a proporcionarles información secreta. Este hombre temía el mal -todos los males, uno por uno y todos en conjunto día y noche. E imaginaba el mal entrando en tromba en los colegios, viniendo del infierno y de las calles, pasando de matute entre los libros, los pensamientos y los bocadillos como una simiente. Era un miedo mortal, miedo invencible. Y prevenía el mal husmeándolo y preguntando, casi inconscientemente, a unos colegiales acerca de otros hasta ser su cabeza una gran plaza cruzada por todas las direcciones y todos los instintos indiferenciados, posibles e imposibles. Un gran mapa sin sitios, mudo y guiñante. «Más vale prevenir que curar», repetía siempre.

Agustín no olvidó a la señora (aunque tampoco puede decirse que la recordara de ningún modo preciso). En realidad apenas recordaba de ella otra cosa que la emoción de haberse visto hablando con ella sin saber bien de qué y la frase: «Este chico ha estado contándome cosas interesantísimas.» Esta frase flotaba como un corcho en la memoria de Agustín -o en su presente- sin hundirse nunca, estándose ahí con esa tenacidad ligera de los corchos en el agua. Recordaba sus manos -aunque no se las podía figurar- y los guantes negros que la dama alisaba de cuando en cuando. Y el olor. El olor que se repetía, sin relleno, en su conciencia, casi únicamente mediante predicados negativos: ni fuerte, ni parecido a otros olores, ni de agua de colonia, ni incisivo, ni oloroso, ni olfatible. Al final Agustín acabó asociándolo al aroma muy pálido de la tarde invernal, a una confusa sensación de melancolía y nostalgia.

Agustín era edil de estudios. Lo había sido desde cuarto y seguía siéndolo. Aquella tarde de finales de mayo no hubo historia porque don Fernando telefoneó diciendo que estaba indispuesto (don Fernando era auxiliar del Instituto Nacional e intercalaba clases de Historia en el colegio de los padres jesuitas). Faltaba poco para los exámenes y el curso entero se quedó en el estudio repasando. El inspector tuvo que salir a algo. Y Agustín se quedó al cargo de la clase. A Agustín le gustaba ese oficio. Subirse a la tarima y sentarse allí en lo alto sin estudiar, viendo las nucas de los otros chicos como hacen los inspectores.

Aquel día desde un principio ya fue algo mal. Hubo risitas y tonterías por la parte de la cola donde se sentaban los chicos de la señora no-olfatible. Era un grupo, siempre los mismos, burlón y divertido, que Agustín envidiaba, y despreciaba, y confundía, y temía.

– ¡Apunto al que hable! -anunció Agustín muy serio desde la tarima. Una rara sensación de ridículo le invadió al decirlo. En realidad nadie hablaba. Había solamente un sofoco de risitas y gente volviendo la cabeza hacia la cola.

– ¡Apunto al que hable! -repitió Agustín poniéndose en pie.

Al ponerse en pie vio qué era todo el asunto. El chico más alto de los dos -uno de los dos que no amaban a la Santísima Virgen – arrastraba desde su pupitre, entre los pupitres, pasillo arriba, un ratón muerto. Lo arrastraba con un hilo atado a la patita.

– ¡Éste no habla, macho, que está muerto! -dijo el chico más alto de los dos en voz algo alta. La clase entera rompió a reír a carcajadas, y por la puerta, que estaba abierta, entró el padre prefecto. Agustín dio el nombre del chico más alto de los dos.

Aquella noche, a la hora de la cena, el chico más alto de los dos miraba a Agustín fijamente y le dijo:

– ¿Tú es que eres imbécil o qué es lo que eres? ¿A qué tienes que dar nombres de nadie? Además, yo no hablaba, que se estaban riendo todos.

– Tú sí hablabas -dijo Agustín sombríamente.

– ¿Sabes lo que te digo? -dijo entonces el chico más alto de los dos, el hijo de la señora encantada, deshecha-: ¡Pues que eres gilipollas!

Los otros de la mesa se reían tan fuerte que tuvo que venir el inspector a callarlos. A Agustín le cegó aquello. Y lo que sabía de antemano y tenía guardado como una foto obscena en la memoria, le ocupó de pronto toda la conciencia como un borbotón de sangre.

– Tú no te preocupes, Agustín, no te preocupes -dijo el padre espiritual-, que tú no has hecho más que cumplir con tu deber. Además -añadió el padre espiritual-, no me coge de sorpresa. Quien no es amante de la Santísima Virgen no puede ser bueno.

Agustín se enteró de todo a los dos días. Fue una curiosa sensación de vértigo. Una emoción grande y doble. Saber que mientras todos los demás tenían que figurarse el asunto e inventar motivos, él sabía. Hubo varias versiones. Y ninguna -pensaba Agustín- realmente correcta. Y mucha indignación. El chico de la señora encantada y su amigo eran muy populares en el colegio. Agustín se volvió sombra esos días. Luego perdió todo importancia de repente cuando el fin de curso se echó encima con los exámenes. Agustín tuvo las notas que esperaba. Y por fin una mañana, a últimos de junio, se despidió de los padres profesores y del padre espiritual -quien, por cierto, había procurado evitar a Agustín a partir de la conversación aquélla, un poco como si se avergonzara de que le encontraran hablando con él a solas- y se encaminó con su maleta hacia la plaza donde paraba el coche de línea de las doce que pasa por Mochil. El mismo coche de línea que toman siempre la tía Manolita y la tía Consuelo. Agustín acaba de cumplir dieciséis años.