"Cinco relatos sobre la falta de sustancia" - читать интересную книгу автора (Pombo Álvaro)«Sugar-daddy» Después de aquello -y el propio Manuel prefería aludir de este modo abreviado y abstracto a su relación con el muchacho- se encerró durante muchos años. El miedo se volvió madriguera y le arropaba en un complejo sistema de prudencias, disfraces, ambigüedades, silencio. Entre Manuel y sus semejantes se abrió el miedo a sus semejantes como una distancia impura. El miedo sustituyó al respeto como el impudor sustituye a veces a la desnudez confiada o a la ternura. A distancia -y un poco como se piensa en el hotel de unas vacaciones organizadas con un año de anticipación- Manuel pensaba en Dios (o en algo parecido) con la curiosidad no muy profunda del viajero que cuenta con que la novedad de un sitio nuevo se convertirá automáticamente en perspectiva de todas sus perspectivas. Cambió de lugar, de empleo, de aspecto. Envejeció y una paz abstracta donde no figuraba el deseo satisfecho sino sólo el deseo evitado, le cubrió como una gran masa de agua. El miedo se le volvió inconsciencia con los años, voluntad pura y simple de ser lo mínimo posible, un ciudadano, un El truco del presente es muy fácil de hacer. Se aprende en una tarde. Lo hace cualquier ilusionista que de verdad se empeñe en aprenderlo. Uno llama a lo anterior «ahora» y a lo posterior «ahora» y a eso se atiene. Se atiene, quiero decir, a la verdad de Perogrullo, de que lo que de algún modo no es «ahora» no «es» ahora y no pincha ni corta. Esto, no obstante, algunas veces se olvidaba Manuel de hacer el truco (porque los trucos, lo mismo que los rezos, son actos que transfiguran o alteran perspectivas [naturales] y la habilidad de efectuarlos es, por definición, caediza y se entumece o se olvida si no se rehace continuamente o no se hace bien), y cuando se olvidaba Manuel de hacer el truco se esforzaba, sin darse cuenta, en deshacerlo, procurando distinguir repeticiones, configuraciones, direcciones, cosas parecidas, donde hubiera debido ver y haber solamente uno y el mismo ahora sin distingos. Descubrir a veces una repetición estructural cualquiera en la monotonía de su vida (paradójicamente lo monótono no aparece como identidad ante la conciencia, sino como diversidad pura, como insignificancia) le regocijaba durante semanas. Este regocijo, que era como verse poseído por una alegría irreprimible, actuaba casi al tiempo de aparecer como timbre de alarma (Manuel solía recordar en esas ocasiones que ya los pitagóricos le habían prevenido explícitamente contra eso) y Manuel regresaba dulcemente a su casa, a su «ahora», que a fuerza de ser en general siempre lo mismo era siempre variado y no tenía nombre o rostro alguno. Se encontraron una tarde en Hyde Park. Hacía quince años del terror aquel que había cambiado su vida por completo. Manuel tenía cuarenta y cinco. Había aprendido a aburrirse y consideraba esta sabiduría con el orgullo que otros ponen en haber aprendido a dominarse, o a jugar bien al ajedrez. Pensaba con una cierta piedad desdeñosa -porque el miedo, la distancia, se le había vuelto falta de respeto- en esos homosexuales de su edad que veía al anochecer ir y venir entre los árboles, muy ajustados los pantalones claros, en vano intento de procurarse una silueta joven, traicionados, al caminar, por la rigidez sin gracia de los años. Algunas veces se detenía a hablar con ellos o le detenían ellos para hablarle y adoptaba sin querer (pero invariablemente) un tono ligeramente superior y casi burlón para dejarlos luego languideciendo hasta bien entrada la noche en los bancos de los paseos o merodeando en torno a los retretes públicos, como animales tímidos que se enzarzan, de pronto, en sus selvas imaginarias. Manuel se consideraba a salvo de estas cosas y ello le envanecía un poco como puede envanecer a un donjuán el recuento interior de sus conquistas. Los muchachos que veía en la calle (y a quienes dirigía en ocasiones la palabra brevemente con cualquier pretexto) era, habiendo abandonado quince años atrás por imposible todo intento de dar con un compañero permanente, modulaciones agridulces de su nostalgia, de la impresión afectiva de toda una vida. Desearlos y temerlos era, para Manuel, todo uno, aunque lo que deseaba y temía era (en cuanto objeto) cada vez menos claro, menos divisible en partes, menos pensable en términos concretos. Lo más concreto que Manuel llegaba a concebir a este respecto era que los demás (los prójimos, los conocidos, los adolescentes de sus nostalgias) se vuelven espalda descubierta tan pronto como nos acercamos íntimamente a ellos. Enamorarse de alguien -pensaba Manuel confusamente-, vivir con alguien, incluso interesarse seriamente por alguien, es perder la perspectiva frontal del «ahora mismo» de Manuel ante sí mismo en cada instante y dar lugar a que crezcan, además de los ojos propios que me miran, sin entenderme pero sin juzgarme, en la conciencia o el espejo, otros ojos injustos y vivaces que trasplantan su malestar al mío y me confunden. Y Manuel se regocijaba sentado solo en su piso, de espalda a la pared, ante la ilusión de haber eliminado toda posible espalda. «Nadie piensa en mí o cuenta conmigo, nadie me mira, nadie habla de mí o existe a mi espalda. Estoy a salvo.» Iba con frecuencia a los museos de pintura (esa era su otra distracción, aparte el cine de los domingos y los paseos) a ver siempre los mismos cuadros; cuadros no muy grandes, de estancias o de rostros o de objetos donde fuera posible verlo todo a la vez y de una sola vez. Evitaba cuidadosamente la música (incluso la música popular, fácil, de moda, que nos asalta en las calles y en los bares), porque la música es más parecida a la conciencia (ajena) que los cuadros. Aquella tarde en Hyde Park el otoño brillaba todo a un tiempo. Todo el parque a la vez (con todo lo que había en él) parecía reflejarse, sin antes ni después, en una lámina niquelada y marítima. Manuel había disfrutado mucho paseando alrededor del parque, observando las uves de las estelas de los patos agrandarse en la superficie cobriza del Serpentine y los chiquillos, absortos, pescando. Una acelerada alegría le había envuelto al ver cómo uno de ellos capturaba una carpa saltona. De pronto se sintió infinitamente locuaz y seguro de sí mismo y habló al muchacho silencioso que estaba a su lado. Hablaron durante mucho rato y que el muchacho le acompañara a su piso más tarde no parecía una contradicción o un descuido, sino una prolongación de la aparente confianza sin atrases, sin futuros, del resplandeciente otoño objetivo. Ya en el piso, Manuel hizo la cena para los dos y mientras cenaban, algo que el muchacho dijo -o quizá nada en concreto, sólo la pura presencia del muchacho alterando el vacío habitual de la estancia y formando parte de ella por el mero hecho de haber entrado en ella- le hizo pensar que había dado por casualidad con un semejante. Después de cenar, como un automatismo ligeramente cómico, sintió deseo de acariciar al muchacho. Se sintió excitado, invadido por una expectación que parecía precisa en la medida en que hacía referencia a un objeto preciso y en la medida en que era sexual y que era imprecisa en la medida en que no deseaba en realidad Manuel que el muchacho correspondiera a su inclinación en modo alguno. La inmediatez de su deseo -comprobó Manuel casi sorprendiéndose de la habilidad con que había aprendido su conciencia a desdoblarse instantáneamente en espectador y espectáculo- no era la que viene de desear objetos reales sino objetos posibles o inventados. Como un adolescente, de pronto no deseó ser correspondido sino masturbarse. Si el muchacho hubiera hecho ademán de irse entonces le hubiera dejado irse en paz. Deseó incluso que se fuera y cerrar así la tarde como se cierra un paréntesis. Pero el muchacho se quedó mucho rato aún, silencioso al final, pensativo como el propio Manuel, alcanzable. A última hora Manuel dijo: «Es ya tarde. Quédate aquí si quieres esta noche.» Y el muchacho, quien de pronto parecía haber contado de antemano con la invitación, accedió a quedarse. El piso era pequeño. Un cuarto de baño y dos habitaciones, una de las cuales, la mayor, Manuel usaba como cuarto de estar. Ahí hacía sus guisos en una cocinilla eléctrica. Y ahí, además de un par de sillones, había un camastro pequeño que Manuel usaba a veces para echar la siesta. En la otra habitación había un armario ropero grande y una cama de matrimonio. El muchacho le siguió al dormitorio y los dos se desnudaron a la vez en silencio sin mirarse, con una cierta torpeza, que era (visto desde fuera) a la vez solemne y cómica. Luego Manuel se volvió, y al ver desnudo al muchacho se acercó a él y le acarició con la indecisión de un escolar que descubre la sexualidad del cuerpo propio -como un dato-, acariciando el cuerpo de un compañero. Se acostaron juntos por fin, y antes de quedarse dormido Manuel tenía la sensación de haber regresado a algún sitio. Durmió mal, agitado, despertándose varias veces. Temiendo verse envuelto, una vez más, en algo irreparable, contempló a la luz de la lamparilla eléctrica aquel cuerpo desconocido, acurrucado junto a él. Vivamente en su memoria escenas de quince años atrás, todo aquel medrosamente seleccionado sistema de imágenes y miedos en que «aquello» consistía. La violencia de sus deseos de entonces, los celos, la grotesca crueldad del desenlace. La hiriente vanidad del muchacho, su belleza un poco femenina. La propia vanidad de Manuel que le había hecho creer que dominaba la situación justo hasta el instante mismo en que la situación le dominó por completo. Sin apagar la lamparilla, contemplando el cuerpo delgado, anónimo, del muchacho dotado de la gracia sosa de los adolescentes altos, le venció el sueño. A la mañana siguiente despertó con el tiempo justo para llegar a la oficina. Se despidieron con unas cuantas frases triviales. Manuel respiró aliviado. Este alivio no duró mucho tiempo, sin embargo. La oficina ese día parecía haber cesado de ser el refugio monótono que era normalmente. Temía que el muchacho volviera. Temía que sus propios deseos de la noche anterior volvieran. Trabajó con dificultad, distraído. «Te veo raro, Manuel», le dijo una de las secretarias, una chica algunos años mayor que él con quien mantenía, por pura inercia, una relación relativamente estable, aunque (tal y como Manuel veía las cosas) estrictamente insuficiente para ambos y, por supuesto, tan asexuada como fuera posible. La fidelidad -si es que era fidelidad- de esa mujer le había conmovido en ocasiones. Su curiosidad o su interés le irritó en ésta. «Estoy bien. Déjame. Tengo mucho trabajo.» Solían almorzar juntos o tomar una cerveza después de la oficina. Manuel evitaba (generalmente con éxito) hablar de sí mismo y, de ordinario, los incidentes cotidianos de la oficina proporcionaban material de conversación abundante. En una ocasión Manuel había caído enfermo de una mala gripe y la chica se había presentado sin avisar en su piso con medio kilo de limones y un bote de sopa de pescado. A Manuel, profundamente incómodo al principio al verla ahí parada frente a él en la escalera, le hizo gracia luego la situación; por lo soso y por lo casto y por lo muy de puntillas que iba de una habitación a otra la pobre mujer, acostándose vestida dos noches seguidas en el camastro del cuarto de estar y encendiendo la luz cada vez que le oía toser al otro lado del tabique. A partir de la gripe -sin haber sucedido, en realidad, o haber dicho ninguno de los dos nada preciso- la situación se había ido inclinando hacia una especie de noviazgo cansino. Rara vez se encontraban en días de fiesta. Manuel, con ansiedad algo anticuada que le hacía sonreír cuando aparecía, se decía a sí mismo que, después de todo, no hacía más que comportarse «como un caballero». Tenía, sin embargo, la impresión de que la chica había dado a entender a las compañeras que Manuel y ella eran amantes. Y en la medida en que esto era parte integrante de su «normalidad» y su disfraz no le disgustaba del todo. Aquel día evitó coincidir con ella a la hora del almuerzo. Memorias de la noche anterior se reproducían una y otra vez, impersonales, nimbadas de esa copiosa energía unívoca de los dibujos obscenos de las paredes de los retretes. Hacía ya años desde que urgencia semejante a ésta se hubiera presentado a Manuel. Y su intensidad le alarmó. Le tranquilizó el final de la jornada de trabajo. Se sentía cansado y, sin embargo, permaneció aún una hora más en la oficina ordenando sus papeles. Cuando dejó la oficina eran ya las siete. Había llovido intermitentemente durante todo el día. Ahora una transparencia purpúrea desrealizaba, agigantando como templos, los bloques de oficinas. La City se vacía muy de prisa a esas horas, a borbotones, como una acequia. Manuel alzó los ojos y vio un callejón de cielo, pulido y muy pálido; decidió regresar a pie a su casa. Se detendría a cenar, como solía hacer en días laborales, en un café no lejos del piso. Siempre hacía ese recorrido a pie, muy de prisa, cuando un incidente cualquiera le preocupaba. Regresar exhausto, cenar, desplomarse en el lecho. Dormir. Extender el «ahora» -las cinco o seis horas que van de la salida de la oficina hasta el sueño- tenazmente ante sí como un plano muy elemental de su vida. Como el único plano. Al cabo de un par de kilómetros se detuvo en un bar a tomar una cerveza. «Estoy cansado -pensó mientras bebía-. Estoy muy cansado. Estoy a salvo.» Pidió otra cerveza y tomó asiento en una mesa cerca de un grupo ruidoso. «No ha sucedido nada.» Trató de recordar al muchacho y recordaba únicamente los dibujos obscenos. Trató de recordar qué le había hecho la tarde anterior descuidar su guardia de ese modo y sintió solamente una profunda, húmeda, hiriente compasión por sí mismo. Alguien a su lado le dirigió súbitamente la palabra y respondió en castellano, sobresaltado. Dejó el bar inmediatamente después. Al acercarse a su barrio era ya entrada la noche. El barrio tenía esa familiaridad íntima y desierta de los barrios residenciales del centro de Londres. Una intimidad abstracta, como una bola encendida por dentro sobre cuya superficie resbala sin abarcarla jamás la mirada. La lluvia había traído inquietud marítima al atardecer. Era alrededor como la noche de un puerto. El paso un poco precipitado de los transeúntes como enajenados en la figuración agreste de objetivos inaccesibles. El parpadeo de los semáforos, automóviles que se detenían por un instante junto a él como vidas, parejas recogidas muy juntas en el leve resplandor interior de los vehículos. Poco a poco, sin embargo, la ciudad parecía irse apaciguando en torno suyo. El cansancio le apaciguaba como había previsto. El cansancio le traía a casa como una embriaguez subterránea. Su casa: en aquella ciudad conocida y ajena. Entre la ciudad y su conciencia había un hiato que impedía que coincidieran del todo las imágenes. «De la misma manera -pensó Manuel- que entre mi vida y las vidas ajenas hay un desnivel que impide que coincidan las perspectivas.» No se reconocía en nada o en nadie y nadie le reconocía. No le reconocían ni siquiera en las tiendas que frecuentaba habitualmente, apenas ya le reconocían como español sus compatriotas. Algo en Manuel, a pura fuerza de ocultarse, algo en él desafiaba profundamente la memoria. Esa noche particular, este pensamiento que le había regocijado otras veces le oprimió, vaciándole, como nos oprime una muerte. El muchacho le esperaba a la entrada. – Hola -dijo-. He vuelto. Manuel le hizo entrar. – ¿A qué has vuelto? -preguntó desplomándose en uno de los sillones. Le dolían los pies. Deseaba arrodillarse delante del muchacho, abrazarle, acariciarle muy despacio. Permaneció inmóvil. El muchacho se sentó frente a él en el suelo. – A nada -dijo-. A verte. – Me acordé de ti durante todo el día -dijo Manuel sin querer. ¿O deseaba decirlo? Más tarde había de preguntarse cómo es posible que la precaución, el miedo de quince años se vuelvan insustanciales, innecesarios de pronto. – Yo también -dijo el muchacho. Su vida en común se canalizó muy de prisa en los millares de aspectos en que consistía el ritual de la vida de Manuel. Esta fácil absorción del muchacho en sus hábitos le fascinó y esa fascinación casi sustituía o casi era más importante para Manuel que los juegos sexuales acerca de los cuales (o acerca de la satisfacción que producían al muchacho) se sentía Manuel con frecuencia inseguro. El asentimiento acrítico del muchacho, en cambio, parecía legitimar todo lo demás, sus ritos de cuarentón solitario, que muchas veces habían parecido al propio Manuel innecesarios o ridículos (pero a la vez imprescindibles para su serenidad), confiriéndoles una seriedad casi pública y como un cierto propósito más allá del capricho privado y la manía. Que lo privado necesite de una como legitimidad le había parecido siempre a Manuel tan indiscutible como sorprendente. Le gustaba pensar, en su soledad, que sus costumbres, sus hábitos higiénicos o alimenticios no eran por completo rarezas. Tan profunda había llegado a ser la voluntad de identificación de Manuel, que deseaba sentirse como los demás precisamente en aquellos detalles que los demás, -en el curso ordinario de la vida, tenían menos ocasión de advertirlo. Como si tratara de compensar lo que Manuel consideraba relativa singularidad en sus inclinaciones sexuales mediante una especie de conformidad en los actos moralmente indiferentes. Pensar que se vestía y se cortaba el pelo como la inmensa mayoría de los hombres de su edad, le parecía a Manuel un tributo a la comunidad imposible y le tranquilizaba cada vez que, a pesar de todas sus cautelas, le traicionaba la primavera o la cerveza o sus nervios y le intranquilizaban los adolescentes que veía en las calles. Y el muchacho era casi tan poco llamativo como la pasión de Manuel visible. Por eso le pareció desde un principio que había encontrado a un semejante. La limpieza del piso una vez por semana, las comidas en común con un vaso de vino al almuerzo los domingos, el lavado de la vajilla inmediatamente después de cada comida, el disponer las cosas ordenadamente de vuelta a sus sitios, todo ello cobraba con la espontánea aquiescencia del muchacho una nueva solidez, grata al tacto, y todo lo que hasta la fecha se había definido sólo negativamente, cobraba ahora una inteligibilidad nueva, un resplandor que no provenía -pensaba Manuel- de la satisfacción de un instante y que no era sólo bienestar sino de muy lejos, de las cosas mismas, como si el rito por sí mismo y por sí solo tuviera pleno sentido. Manuel empezó a olvidar, cada vez con más naturalidad, hacer a cada rato el truco del presente y el tiempo empezó a parecerle de verdad tiempo, empezó a impacientarse cuando las horas de oficina se alargaban y alegrarse de que hubiera días de fiesta y a recordar minuciosamente lo que habían almorzado el domingo anterior y a acordarse de comprar una botella de vino de buena marca o un pastel de chocolate para el domingo siguiente. Incluso alquiló una televisión. Y no se perdían programa. Los dos salían temprano por las mañanas y regresaban separadamente hacia las siete de la tarde. Cenaban y se sentaban a ver la televisión. Y se acostaban puntualmente a las diez y media después de las noticias. Era un muchacho tranquilo con súbitos accesos de melancolía, y Manuel se acostumbró poco a poco a él, a la compañía, como se hace uno a una chaqueta vieja desenterrada un día de limpieza del armario. Habían acordado muy al principio -en realidad Manuel lo había hablado todo, el muchacho había escuchado, sonreído, asentido- que la relación sería provisional y que el amor -eso que Manuel llamaba «amor» subrayándolo cada vez irónicamente (con una ironía que era como un tic)- no era parte del arreglo. Y estaba tan absorto Manuel en la nueva dinamicidad de su vida, que parecía, sin haber cambiado en nada, haberse puesto en movimiento, en forma, que apenas registraba las pequeñas impaciencias, las obstinaciones del muchacho, o la diferencia de edad. «Yo no puedo mantenerte», solía repetir Manuel, con insistencia innecesaria al principio, puesto que el muchacho ganaba casi tanto como el propio Manuel, de camarero en un hotel elegante, y absurda (mecánica) al final. «No espero gran cosa de ti porque no te voy a dar gran cosa. Yo te convido al cine. Puedes vivir aquí, si quieres. Y eso ahorras.» El muchacho se había reído al oír eso. Y al reírse había parecido mucho más sabio y entero y adulto que Manuel que en aquel momento recordaba a un niño solitario que no sabe bien cómo jugar con sus juguetes. «Aquí nadie mantiene a nadie, Manolito», decía a veces el chaval. Y dejaba cinco libras semanales en el bote de las monedas de la luz y el gas. Otras veces decía Manuel (en parte porque la frase le parecía ingeniosa y en parte porque el distanciamiento antiguo era como un vestigio, una huella petrificada en las rocas): «No cuento con que me seas fiel. La fidelidad conyugal es virtud de ricos. Virtud de quienes tienen algo que perder.» Un día el muchacho había llorado al oírlo. Es difícil decir si las lágrimas venían sólo de rabia de oír la dichosa frase por millonésima vez o de la humillación o la incomprensión que envolvía. Gimiendo sordamente durante mucho rato, descabalado y como reviejo de repente, con la cabeza oculta entre los brazos. Manuel se asustó horriblemente. En ese momento sintió vergüenza de sí mismo y se le ocurrió -quizá en esa ocasión por primera vez- que a pesar de todos los aspectos del asunto que podían aducirse en sentido contrario, el muchacho, a su manera seria de hermanillo más joven pero más sabio, le amaba. Manuel rechaza siempre esa idea como un mal pensamiento. «Es imposible que esté enamorado de mí o que me quiera realmente -decía entre sí-. No hay deseo, atracción espontánea, entre nosotros. No puede haberlo por más que yo me empeñe o él se empeñe. Sólo hay costumbre, rutina, como en un matrimonio.» Le parecía a Manuel que la falta de deseo sexual preciso o continuo o, por absurdo que parezca, heterosexual, determinaba una como falta de realidad en su relación. (Quiere decirse que qué es lo que se hace con los objetos sexuales que uno elige e incluso qué sea lo sexualmente deseable es en gran parte fruto de la imitación y el aprendizaje. Y le parecía a Manuel que su sexualidad besucona y como repartida por todo el cuerpo en lugar de fijada específica y exclusivamente en los órganos sexuales, era indisculpablemente infantil e insuficiente. Estaba convencido de que al muchacho tenía por fuerza que gustarle «hacer otras cosas», imitar quizá las acrobacias, las metáforas corporales, en apariencia archisatisfactorias, de las escenas de amor de las películas.) Manuel calculaba siempre la intensidad de los deseos ajenos por la vacilante y ambigua (aunque quizá, sin advertirlo él mismo, perfectamente adecuada) intensidad de los propios, sin descontar, como hubiera debido en cada caso concreto, el hecho de que sus deseos se habían desfondado con los años, habían casi perdido (sin perder, en cuanto intensidad, vigencia) su explícita referencia a objetos. Sin embargo, otras veces, habiendo despertado antes que el muchacho, sentía a su espalda la presión cálida, confiada, del durmiente, ondulado junto a él con la graciosa ondulación del sueño, y veía, al volverse, los labios llenos del muchacho, el pelo lacio pegado a la cara muy cerca de los labios y le invadía esa paz sosa y completa del lecho compartido que parece sobrepujar todo entendimiento. Manuel cambió mucho en poco tiempo y, en la oficina, su amiga, naturalmente, advirtió el cambio y confundió el sentido de ese cambio. Creyó que por fin Manuel había entrado en barrena y que el amor -o esa especie de apaciguamiento mutuo y de confianza que puede ser amor de sobra si no anda uno ofuscado con falsas imágenes románticas del asunto- había prendido por fin en el corazón cauteloso y vacío de su compañero de almuerzos. Y se emperejilaba la pobre mujer un poquillo más que de costumbre esos días como para hacer juego al cambio de ánimo de Manuel. Y el caso es que Manuel se sentía de verdad transportado y locuaz y hasta más joven que de joven. Y durante los almuerzos, en lugar de hablar de la oficina hablaban de Dios (o cosa parecida), porque Manuel estaba entusiasmado -por una vez sin reservas-y todo entusiasmo es, por definición, teológico, aunque haga referencia a una bobada, a una corbata nueva, a una puesta de sol o a un chaval melancólico y alto de dieciocho años. Así es que se enganchaba ella, sin comerlo ni beberlo, en el transporte de Manuel, que no era bobo pero que tampoco era cosa de otro mundo. «Dios es la perspectiva de todas las perspectivas», iba diciendo Manuel, mientras elegían uno de entre los cinco platos combinados, de cincuenta y cinco peniques, del menú. «Lo que se dice de la conciencia, o se decía -puntualizaba Manuel, porque el entusiasmo le había atraído una locuacidad algo puntillosa-, que la conciencia es imagen de Dios, quiere decir que a última hora, en última instancia, la conciencia puede salirse de su sitio, de su perspectiva, y verlo todo a un tiempo, ver en perspectiva todas las perspectivas reales y posibles. Y descansar en paz. Y eso es Dios. Eso es exactamente lo que quiere decir que "conoceremos", entonces, en Dios, "como ahora somos conocidos". Y ahí está la paz sin añadidos, el truco de todos los trucos, la gracia, la comicidad absoluta. El amor sin punto y aparte.» Su amiga oía estas cosas un poco como la música de fondo del restaurante donde iban a almorzar. Sólo que más fuerte, punteando sus suposiciones o sus propios deseos. Lo que la chica oyó, de hecho, es que por fin aquel pelmazo (que a ella le parecía encantador) decía que sí a todo. Y le parecían las referencias (algo vagas, porque Manuel se había olvidado bastante de sus Letras) a Platón y a Plotino y a que si la Belleza es un trascendental peculiarísimo, sólo el modo un poco cursi de entrarle a un cuarentón el sobresalto de haberse enamorado de su amiga más antigua. Así es que una tarde de un sábado, envuelta todavía en el tararí y el remolino conceptual de la víspera, se armó de valor y se pintó los labios y se fue en autobús a ver a Manuel a su casa. Y allí encontró a Manuel y al muchacho sentados muy serios en los dos sillones del cuarto de estar viendo Acabaron de ver los tres juntos la película, sin mirarse ni hablarse. Y luego merendaron, todavía con la televisión en marcha, en la penumbra, hablando de que engordan más las mermeladas que la miel y, por así decir, del tiempo (atmosférico). Y de alguna manera -quizá porque la chica en el fondo había esperado siempre una cosa semejante, o porque ya era viejecilla y había visto mucho mundo, o porque las situaciones más raras o más inesperadas pierden, una vez en medio de ellas, su rareza o porque, en realidad, quería mucho a Manuel-, lo que quedaba de la tarde pasó agradablemente, sin preguntas ni respuestas, riéndose los tres, al final, con un programa cómico. Al ir a despedirse, la chica preguntó al muchacho «¿Vienes?» Y el muchacho respondió: «No. Yo vivo aquí.» La acompañaron los dos al autobús de vuelta. Se despidieron alegremente. Manuel -contra lo que él mismo esperaba- no sintió esa noche o a la mañana siguiente, al ir a la oficina, miedo alguno. El miedo se había deshecho como se deshace la ilusión de un ilusionista al descubrir (o creer que se descubre) la verdadera perspectiva, el truco. Almorzaron juntos como de costumbre. Y quedaron, ya ese mismo lunes, en ir juntos los tres al cine el domingo siguiente. Las cosas cambiaron también en casa esa semana. El muchacho se mostraba mucho más bien humorado, menos melancólico que de costumbre. Como si la llegada de un tercero hubiera, por sí sola, disipado el humor repetitivo y cerrado que (sin poderlo evitar ninguno de los dos) presidía a veces sus veladas. «No sabía que conocías a esa chica -dijo el muchacho-. Es muy simpática.» Y Manuel se sorprendió a sí mismo dando detalles de una relación mucho más personal y más compleja y profunda (al menos desde su punto de vista) de lo que en realidad había sido. Al dar esos detalles, Manuel se sintió de pronto mejorado (quizá curado) de una enfermedad crónica -una enfermedad sin nombre que él mismo nunca había llamado enfermedad, sino sencillamente «mi manera de vivir». «No veo qué le encontráis de divertido a esta película -gruñó Manuel al salir del cine los tres juntos el domingo siguiente-. A mí me parece un plomo.» Manuel había esperado con ansiedad ese encuentro. Y la ansiedad de la espera se le volvió irritación cuando llegó el momento de encontrarse. Y le irritó además que el muchacho hablara copiosamente de sí mismo y que contara anécdotas del hotel que no solía contarle a él solo o que contaba solamente por encima. – Ahí tendrás amigos, en el hotel, me figuro yo. No vas a estar siempre como este pelma -dijo la chica dando un empujoncillo cariñoso a Manuel. – Hombre, claro, tengo amigos. Todo el mundo tiene amigos -respondió el muchacho. A Manuel le había herido tontamente lo de «pelma». Eso fue antes del cine. Luego tuvo que separarse Manuel un momento de los dos para hacer la cola de las entradas. Tardó un rato. Y ellos se quedaron hablando a una media distancia que se les veía bien sin oír lo que decían. Al regresar con las entradas y verlos juntos charlando como de toda la vida, le pareció a Manuel que hablaban de él. O le pareció, al menos, que no querían hablar con él de lo que hablaban porque (le pareció) que cambiaban de conversación al acercarse. Al día siguiente, al encontrarse en la oficina, la mujer le saludó diciendo: «Hola, No volvieron a reunirse los tres. Quizá fue debido a este brusco cambio de una relación que entretenía al muchacho, o sencillamente al hecho de que la vida de Manuel, al efectuar deliberadamente este brusco corte, había recobrado la monotonía enfermiza, que había sido invisible para el muchacho hasta entonces, el caso es que el muchacho empezó a mostrarse inquieto los días festivos. Todo siguió igual (todo había sido siempre igual) y a la vez todo cambió sin más explicaciones. Manuel vio desfondarse la situación como se desfonda un chiste o una frase ingeniosa en una reunión cuando alguien se ha distraído o ha perdido el hilo y hace que se repita la frase en cuestión varias veces. El coro de carcajadas no se repite ya y la frase flota sola como un objeto incongruo excesivamente explicado o iluminado que uno se avergüenza de pronto de sostener en las dos manos y desearía depositar sobre una mesita o retirar precipitadamente. Manuel comenzó a sospechar (en realidad sin fundamento alguno) que el muchacho y su compañera de oficina se veían a su espalda. Suprimió rigurosamente toda referencia a cualquiera de los dos en presencia del otro. Y esta supresión ensombreció su relación con ambos. Luego dejó de salir a almorzar con su compañera y pensó -avergonzándose al pensarlo de lo injusto, inadecuado y trivial de su pensamiento-: «Todas las mujeres son iguales.» El muchacho se sintió de pronto muy cansado, confundido, harto. Llevaban poco más de un año juntos. Llevaban cuatro o cinco meses completamente solos. Parecía muchísimo tiempo. Alzó los ojos. Su compañero, ahora de espaldas, se afanaba preparando las cosas del té. Se sintió una vez más arrasado por la ternura sin palabras que le había sostenido, atrapándole, durante los últimos meses. Había contado con que su relación con Manuel -a quien no sabía ya si amaba o no amaba- se iluminaría, sin dejar de ser lo que era, con la entrada en escena de la muchacha. Había contado con salvar a Manuel entre los dos, porque Manuel le parecía un enfermo, un náufrago. Sintió un nudo en la garganta. «Tengo que irme de aquí», se había repetido a sí mismo muchas veces sin atreverse ni siquiera a pensar que pondría en ejecución ese pensamiento. «Es la última vez», pensó ahora y dijo en voz alta: – Te has confundido en todo. Nos hemos confundido. Lo siento mucho. – Me he confundido, ¿eh? -la voz de Manuel pareció venir de muy lejos, monótona, milenaria, ritual, como el fragmento de un diálogo entre interlocutores abstractos-. Ahora lo veo todo claro -repitió obstinadamente-. Hubiera debido verlo desde un principio. – Tú nunca has visto nada claro, Manuel. -Pronunciar el nombre del compañero le conmovió de nuevo y añadió secamente, como una excusa-: Además no hay nada claro. El muchacho se levantó al decir eso. Hacía frío en la habitación. Anduvo unos pasos hacia la puerta del piso. Atardecer de un domingo londinense, en noviembre inmóvil, húmedo. El muchacho tenía aún el abrigo puesto. Habían paseado juntos, como de costumbre, esa tarde. Resplandece un poco a la luz de la estufa eléctrica la porcelana del juego de té comprado a piezas sueltas, las cucharillas, un florero vacío, el cristal de la reproducción de un cuadro holandés que a Manuel le gustaba. El fin es sólo un elemento formal de la acción humana, una variación más, cualitativamente idéntica a todas las anteriores. Que una acción determinada acabe no quita ni pone. – ¿A dónde vas? -preguntó Manuel. La voz era ahora tenue, atemorizada y, a la vez, obstinada. La voz de alguien que cree tener razón y que prefiere perderlo todo a dar su brazo a torcer. Una voz sosa y plana como el dibujo de un mecanismo muy sencillo. El muchacho se detuvo sin volverse. La soledad impura de su compañero, a su espalda, le hacía sentirse mareado, casi como a punto de vomitar. – A comprar cigarrillos -dijo por fin. La puerta del piso se cerró lentamente. Manuel volvió a sus preparativos inútiles como quien se alza las solapas del abrigo. Hubo por un instante la falta del muchacho en la habitación como una súplica. Luego fue como una silueta que se desdibuja. |
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