"Cinco relatos sobre la falta de sustancia" - читать интересную книгу автора (Pombo Álvaro)El cambio Claridad lluviosa de la tarde encharcada en las luces de neón del cielo. Después de la lluvia ha crecido la noche transparente y vacua. Don Gerardo regresa a su casa. Es un cura gordo que se revuelve con dificultad en el asiento de su Seat 600. Conduce muy prudentemente, muy por la derecha. Sujetando rígidamente el volante con ambas manos. Es su primer automóvil y aún faltan muchos kilómetros para los mil kilómetros y salir del «en rodaje». Quizá no salga nunca de esos sesenta por hora. Sesenta por hora es prisa de sobra. Mucha más prisa -piensa don Gerardo- de la que yo tengo o tendré nunca. No hay que cometer imprudencias. Imprudencias: éste es un tiempo imprudente. Don Gerardo se dice a sí mismo la palabra «imprudente», en voz alta, como un conjuro. Todos ellos aceleran en vez de frenar ante el peligro. Latiguillos, frases, medias frases, rostros de la reunión que acaba de dejar van y vienen. Cambio. Imprudencias arrítmicas de este tiempo sin centro. La juventud no posee el secreto, no sabe irse transmutando lentamente en lo otro, en lo nuevo, dando tiempo al tiempo. Devora lo nuevo de un bocado y no digiere nada. Además no hay nada realmente nuevo. Sólo las apariencias cambian, la realidad, la verdad es inmutable. La juventud sólo consume su impaciencia. Al llegar a este punto se le pone a don Gerardo un viejo «sin embargo» en la boca del estómago. Y vuelve a sentirse una vez más como se ha sentido toda la tarde en la reunión de los sacerdotes de la diócesis: confuso, fuera de lugar, ofendido, agredido, irritado, inquieto, culpable ante esta nueva retórica gesticulante, imprudente. Y todo ello se le repite una vez más como una comida pesada. Todo «ello» que es agresivo, indefinible, variable y vagamente repleto de alusiones personales como una pesadilla. «Transustanciación» -piensa don Gerardo-. Ahora se nos dice a cada paso que «sustancia» no significa para nosotros lo que significaba para los teólogos de Trento. ¿Es solamente una cuestión de nombres? ¿Son las cosas mismas diversas también? ¿Qué se quiere decir cuando se nos dice que no entendíamos el antiguo lenguaje? ¡Claro que no lo entendíamos! ¡Claro que no he sabido yo nunca -ni yo ni casi nadie- en qué sentido preciso la palabra «transustanciación» explicaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía! Para eso precisamente estaban los doctores de la Santa Madre Iglesia. «No me preguntéis a mí que soy ignorante. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.» Pero nunca llegaban las cosas a tanto que fuera preciso ir a consultar a los doctores. Siempre se salía del paso con lo que uno recordaba. Y siempre había fórmulas. Y la gente estaba satisfecha con que hubiera con saber que había -en algún sitio de la Iglesia, en Roma quizá, en los monasterios de benedictinos, en los dominicos, en las Universidades pontificias-, doctores siempre a mano. No, no entendíamos el antiguo lenguaje mucho más o mucho mejor que el nuevo, si es que hay uno. Pero lo usábamos con facilidad y casi con sabiduría, como un sistema monetario que ahora súbitamente ha quedado fuera de circulación. Es una noche alta y suave tras la lluvia. Falta poco para llegar. Una curva, la última, y los faros alzan, fantasmal e instantánea, la blanca masa de los muros del jardín del convento. Doscientos metros más adelante se ve la casa que don Gerardo ocupa con su madre. Don Gerardo se acerca a ella. Para a un lado del bordillo y desciende pesadamente del coche. Es una casa rectangular, blanca, de dos pisos. Los negativos de las hojas de una parra virgen que cubre parte de la entrada y casi todo el ala este del edificio, se agitan ligeramente en el vacío aire nocturno. Un ave oculta no muy lejos, en cualquier parte de la noche, emite su buido aviso. Don Gerardo vive en el piso de arriba con su madre, con su inaudible madre que nunca pregunta nada o desea nada, que nunca ha alterado nada y que desde siempre, desde tan lejos como don Gerardo recuerda, rellena las intenciones del hijo como esa pieza muy simple de un rompecabezas que inmediatamente situamos en el lugar adecuado. El jardinero del convento y su mujer viven en la planta baja. Una enemistad de diecisiete años -los diecisiete años que don Gerardo lleva de capellán de las monjas-. Don Gerardo no sabría, a estas alturas, decir como empezó: es tan familiar, tan cotidiana cómo decir misa o leer su breviario. «Edifica, Señor, en nosotros un corazón nuevo.» ¡Ay, Señor! -suspira don Gerardo cada vez que tiene lugar uno de los millares de incidentes de esa relación insoluble con sus vecinos de abajo-. Una molestia familiar que periódicamente, agudamente, se reproduce y sordamente permanece como fondo de su existencia monótona. Quizá la timidez de don Gerardo o la no-comunicativa personalidad de su madre tiene la culpa. O quizá la mezcla impremeditada de un – Son unos de estos jipis como les llaman -anuncia señalando con un tirón de la cabeza a los muchachos desaparecidos- que se han metido en lo de la playa. – ¿En el pinar? -pregunta don Gerardo. Porque el pinar es casi su corazón, su sitio, el único sitio donde sin entenderse ni hablarse, sin hacerse preguntas ni sorprenderse a sí mismo con respuestas, con la paz sosa de su corazón dejado al olor de los pinos, al rumor de la playa, a la gravidez del aire y la luz sobre los párpados cerrados, se duerme a veces un ratito don Gerardo. Ahí se siente menos gordo, más transparente, menos avergonzado o agobiado por sus ternuras difusas como malos pensamientos. – En la parte que queda encima misma de la garita -prosigue tenazmente la Matilde. La garita en cuestión es una de carabineros. Don Gerardo sabe de sobra el sitio. Ese sitio, además del pinar, es parte invariable de su paseo vespertino. Y sin saber por qué, al oír a la Matilde, don Gerardo se alegra. Matilde desusadamente comunicativa. Agresivamente de tú por tú en su «usted» y su «don Gerardo». – Les he dejado que se lleven el agua en la garrafa nuestra, la vacía; luego Remigio me la arma a mí, a ver si no la vemos más. Les dije que ahí no se pueden quedar. Éstos se toman el mundo por montera. Dicen que sólo unos días yo allá películas, con decírselo a mi marido, yo allá penas. ¡Y vaya pelos que se traen, yo los tengo por lo que los tengo, usted perdone don Gerardo, pero es que una sabe lo que es la vida, y lo hablan como usted y como yo el español, los esos…! – Serán españoles -dice don Gerardo por decir algo. – ¡Ésos, qué van a ser, aquí no hay de eso! ¡Ésos, cualquier cosa! Matilde excitada y locuaz. Don Gerardo se retira, ofendiendo a la Matilde, como es natural, una vez más al hacerlo. Don Gerardo sube a su casa. Desayuna. Entra en su despachito. Desde la ventana de su despachito – de lóbregos muebles tallados, negros, grandes se ven las copas redondas del pinar y luego, a la vez, el mar inmóvil, alto; inmóvil sí, al borde de los pinos. A don Gerardo le gusta sentarse ahí a la ventana a ver eso. Sencillamente a verlo hasta que cambia, como una melodía que cambia muy poco. Parece un mar eterno. Pasa la mañana. Mañana es día de Instituto. Don Gerardo prepara sus clases meticulosamente. Inútilmente. Su asignatura no es problema para nadie. Se asiste porque queda justo antes de la clase de matemáticas y hay tiempo para copiar los problemas. Tiempo para reírse y preguntar al cura si besarse es pecado mortal o si significan lo mismo «circuncisión» y «epifanía». Luego comen los dos, su madre y él, lo mismo su madre que él, una pescadilla y ensalada. Don Gerardo lleva años a régimen. Una pera y café solo por las mañanas. La pescadilla y la ensalada y fruta del tiempo a la comida. Una tortilla a la francesa y un puré de patata y zanahoria por las noches. Reuma además de la gordura o a causa de su herencia o de su edad; que no es, después de todo, mucha. Algunos días se toma un par de «soberanos» -los días de Instituto- que invariablemente le exaltan y le sientan mal. Soy gordo de nacimiento. Llega la hora de la bendición. Las monjitas cantan, arrebujadas y viejecillas. Maliciosas sin querer, de buena familia casi todas. Durante diecisiete años. ¿Qué jóvenes parecen canturreando, cascadas! Después de la bendición -que siempre se eterniza- vuelve hoy don Gerardo a casa. Suprimir su paseo habitual al pinar -que por ningún motivo preciso don Gerardo ha decidido suprimir esta tarde- le inquieta como un sacrificio o como una privación mínima, pero visiblemente innecesaria, inútil, visiblemente invisible a ojos de quien sea. A ojos de Dios. «Como un niño al pecho de su madre está mi alma ante Ti.» Al llegar a su casa, don Gerardo se encuentra con los dos muchachos de la garrafa de Matilde. – Hemos estado llamando y como no contestaba nadie… ¿podemos dejar aquí la garrafa? – La garrafa -repite don Gerardo. – Nos la dejó ella ayer para llevar el agua. Ahora tenemos una nuestra. Le dice usted que muchas gracias. Son muy jóvenes los dos. La barba mal crecida les aniña ferozmente el rostro como disfrazados de lobos. Van disfrazados, piensa don Gerardo, contemplándoles. Sus vestimentas azules, brillantes, brillan con la inconsistencia de las nubes lejanas. Recuerdan -por no sé qué motivo- las estampas de un libro de cuentos. – Pues muchas gracias -dice don Gerardo sosteniendo la garrafa con ambas manos. Don Gerardo está a punto de detenerlos un instante, pero los dos muchachos se alejan ya hacia el pinar verde oscuro, cohibidos o sencillamente olvidados del cura y la garrafa. Don Gerardo entra lentamente en casa, entre dos luces, perplejo. Brilla en lo alto, como un hilo de voz, el mar inmóvil de la noche. Don Gerardo pone en marcha su Seat 600. Es el día siguiente por la mañana. Hoy son sus dos clases de religión en el Instituto. Se comprometió a darlas seis años atrás y ahora para dejarlas no hay pretexto alguno. Y más vale así, piensa don Gerardo, sin atreverse a ofrecer a Dios ese sacrificio; su indignidad, como se ofrece la grandeza de nuestras grandes obras a quien se ama. En una de sus vueltas la carretera pasa a cosa de un kilómetro del pinar. Uno de los muchachos de la víspera está al auto-stop. Don Gerardo detiene el coche, que se cala, porque don Gerardo conduce todavía muy a trompicones. Don Gerardo ve los pies sucios, descalzos, limpios del muchacho. – Voy sólo hasta Valerna -dice el muchacho-. ¿Me puede usted llevar hasta ahí? – Ahí voy yo también -dice don Gerardo-. Suba, suba. El muchacho se acomoda junto a don Gerardo. Don Gerardo, antes de arrancar, le ofrece un cigarrillo que el muchacho acepta. Apenas hablan durante el viaje. Sin advertirlo, don Gerardo conduce un poco más de prisa que de costumbre. El muchacho permanece muy quieto en su asiento, con las manos sobre las rodillas. De cuando en cuando don Gerardo mira de reojo a su acompañante. Ya se ven las primeras casas de Valerna y don Gerardo pregunta: – ¿Dónde quiere usted que le deje? Yo voy casi hasta el centro. – Aquí… me puede dejar usted aquí mismo. Don Gerardo se alegra de esto. Había estado agobiándole un poco la idea de entrar en Valerna (¡qué sitio tan pequeño es Valerna!) con el muchacho al lado, como el Lazarillo de Tormes. Don Gerardo reduce la velocidad, se detiene el Seat 600. Es un día muy claro de sol invernizo, vaharme Sol en los zarzales. Don Gerardo se escucha a sí mismo diciendo: – Yo vuelvo de vuelta a las dos… Si usted quiere aprovechar el viaje. El muchacho duda. Una sonrisa tranquila ilumina el feroz rostro aniñado del muchacho lejanísimo. – Pues muchas gracias. No sé, ya veré a ver. Muchas gracias de todos modos. El automóvil arranca de nuevo. Don Gerardo conduce el coche calle Mayor abajo hacia el Instituto. Ahora conduce despacísimo como si fuera posible retrasar la hora de esas clases o dilatar imaginariamente lo indefinido, lo instantáneo del instante de su viaje con el muchacho. Suda don Gerardo. Entra en la plaza del Instituto. Aparca el coche a un lado. Evita cuidadosamente aparcar en el sitio libre de doña Mercedes. O en el sitio libre de don Bernardo, el secretario, el de matemáticas. O demasiado cerca del sitio donde dejan los chicos sus bicicletas. ¿Me estará esperando a las dos? El Instituto es un edificio cuadrangular de ladrillo rojo con dos claustros, cada uno de ellos con una fuente mohosa permanentemente atascada en el centro. La fachada tiene una torre cuadrada en el centro con un reloj que marca las horas a su aire y que invariablemente inquieta a don Gerardo no coincidiendo con su reloj de pulsera. Porque sólo viene al Instituto dos veces por semana, porque religión es una asignatura tonta, una «María», y porque si llegara tarde sería lo mismo que si llegara demasiado pronto, don Gerardo llega siempre agitado y puntualísimo al Instituto. Cuando entra en el aula hay, como de costumbre, un barullo pre-clase de matemáticas que, como de costumbre, sólo se aplaca a medias cuando él entra. Como a un misterio de limón y menta le contemplan los niños de la primera filia con redondos pares de ojos previamente núbiles. Hay siempre dos o tres que le hacen preguntas después que las clases, y don Gerardo teme más esas preguntas que la clase misma. Además, teme cada vez que el motivo de las preguntas dichosas -que siempre se alargan o cuyas respuestas siempre se le alargan a don Gerardo, invariablemente incapaz en esas ocasiones de pensar claro o de prisa o hablar rápido- sea correrse matemáticas más bien que entender la religión. ¿Quién desea a los quince años -piensa don Gerardo en sus días tristes- de verdad saber qué significa la palabra Dios o sus sinónimos? Sólo eso se desea cuando la luz es poca y atardece. La fila de las primeras caras de la primera fila indefinidas, pánfilas, curiosas, le pone los nervios de punta. Y el hablique sin pausa, el mosconeo de un habla que no cesa que es fondo de todos los fondos de su clase. ¡Dios mío, qué tendrán que hablar continuamente! -piensa don Gerardo en misa algunas veces-. Bienaventurados aquellos que caminan por inmaculados caminos que caminan a lo largo de la ley del Señor. Haz que entienda tus mandamientos Haz, Señor, que sea yo capaz de pensar en tus maravillas. De mi alma que encorva la tristeza, levántame con tu palabra. Apártame de las sendas de las mentiras y enséñame cosas dulcemente. Porque yo elegí el camino de la verdad, Señor, yo elegí la verdad a todo trance. Hice mías tus leyes y tus fuerzas. Estoy perdido estoy atado a tus mandamientos. Oh Señor, no permitas que se confunda tu siervo. Tu inútil inútil inútil siervo. Don Gerardo se acuesta y se duerme de un tirón esa noche. Ahora es el día siguiente. Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre. Y cada vez que hagáis esto hacedlo sencillamente en memoria mía. No te recuerdo, Señor. Lo he olvidado todo. Las monjitas vienen de dos en dos. Veladas. Y se arrodillan. Quizá en estos diecisiete años han cambiado, se han odiado, se han enamorado o se han muerto. Siempre parece que hay las mismas treinta y cinco. Rezan a coro todas las mañanitas y, porque no fueron nunca monjas místicas sino de la enseñanza, todas las mañanitas suena su coro al coro de la tabla de multiplicar. Nunca ha tenido don Gerardo nada que ver con ellas. Sirve el Pan de Vida por las mañanas y permanece al margen hasta la bendición y el rosario de la tarde. Parece que fue ayer cuando llegaron don Gerardo y su madre. Parece que fue ayer cuando era niño y se quería ir del pueblo al seminario porque en el seminario se era al menos un poco más que el hijo gordo de un labriego pobre y flaco. A veces el cielo se vuelve de menta muy clara como un árbol. Hoy es uno de esos días. Don Gerardo se sienta a desayunar. – Estamos sin agua, Gerardo -dice su madre al ponerle delante la taza de café solo. Sin agua. Siempre es lo mismo. Ellos y los jardineros reciben el agua del depósito de las monjas. La llave de paso está en la cocina de los jardineros. En realidad no hay motivo alguno para cerrar nunca esa llave, pero como se trata de una instalación anticuada y el suministro de agua es relativamente limitado en esa región y Matilde es indeciblemente amiga de baños y fregados; «a mí me gusta oírla al agua a chorros -dice-, que corra como loca y no esta miseria de aquí de esas tacañas…» (porque Matilde mantiene a todo trance que las monjitas son de puño en rostro, y que millones tienen y las joyas de las arcas), por eso Matilde ha hecho que se instale un tanque en la cocina, que tiene siempre lleno «para tener un extra en previsión», y con frecuencia se olvida o hace que se olvida, una vez lleno el tanquecillo, de volver a abrir la llave de paso que conduce el agua al piso del cura y de su madre. – Ahora le diré al bajar, madre. ¡Qué extraña humillación es ésta! -piensa don Gerardo casi animándose, divirtiéndose casi al pensarlo, este tener que pedir por favor a Matilde que no se olvide abrir la llave de paso de nuestra agua y qué extraña es, sobre todo, la humillación de saber que pueda ella, si le da la gana, cerrarla y esperarse a que baje el cura, más distante que nunca al acercarse, a pedir por favor que abra ella el agua para que suba al segundo piso de la casa. Es tan compleja la humillación que casi no parece ya serlo. Parece casi un ejercicio oscuro, abstracto, literario, en humillaciones, paciencias y virtudes. Parece un juego casi, un modo irreal de ser y estar a prueba justo en la medida en que es tan vigorosamente real como las lágrimas de picar cebolla. Al bajar se acerca a la puerta de Matilde y sacude una vez, con cierta firmeza, la aldabilla. Como era de esperar tiene que esperarse un buen rato. Relee la placa de la puerta. «Remigio Velarde. Jardinero-Técnico Horticultor.» Vuelve por fin a llamar otra vez y dice, sintiéndose, como mil veces antes que ésta, ridículo al decirlo en voz alta: «Soy don Gerardo.» Matilde se oye adentro. – Ya voy, ya voy -vocea. Se oye el chancleteo hembra de la Matilde. Abre la puerta. Tufo de jabón de tocador o lo que sea. Se ve la cabeza de Matilde envuelta en una toalla, el tinte corrido de la cara blanca que los ojos negros pesadamente perturban. – Haría usted el favor… -empieza don Gerardo, como otras veces de abrir la llave de paso que estamos sin agua. Matilde no contesta en seguida. Siempre se calla lo primero en esas ocasiones y mira muy despacio a quien le habla. Es un buen truco, y Matilde lo sabe de sobra. Es el truco de sus días de mal norte, cuando el tedio se le encarama tripa arriba como una gran rata. – ¿El agua? ¿Qué agua? ¿Que se ha cortao el agua? ¡Pues bien!. – La llave de paso, que a lo mejor se olvidó usted de abrirla como la otra vez. – ¡Ah, la llave de paso! ¡Haberlo dicho! ¡Será que se me olvidó con las prisas! Don Gerardo sale a la calle y piensa: «Esta tarde iré de paseo al pinar.» Laureles del mediodía marítimo imitan la levedad del cielo. Pero esta tarde don Gerardo se queda en casa hasta que pasa, como un malestar, la hora de su paseo. Y cuando por fin sale -pasear es, entre otras cosas, para don Gerardo «prescripción facultativa»- no va hacia el pinar, hacia el verdor rumoreante, oscuro, de las dunas, sino hacia el otro lado que es sin fisonomía porque los sitios de playa cobran fisonomía en función de la playa. Atardecer del día siguiente. Don Gerardo paseando hacia el pinar. «Por poco tiempo aún está la luz en medio de vosotros. Caminad mientras tenéis luz para que no os sorprendan las tinieblas, porque el que camina en tinieblas no sabe dónde va. Mientras tenéis luz creed en la luz para que seáis hijos de la luz.» Camina lentamente. El abultado bulto de su sombra se le adelanta. Todas las cosas se vuelven hacia el fin. La arena del sendero, entre las dunas, se ha vuelto secreta entre la hierba. Don Gerardo tropieza con algo en el suelo y se detiene. Piensa: ya es tarde para volver. El pinar se alza no mucho más de doscientos metros frente a él, y los troncos delgados entrecruzándose tejen -por un instante- una red en el aire nocturno. Don Gerardo aspira profundamente el aire salitroso. El viento, peces o pájaros vespertinos surcan aéreos ojos de las agujas secas. Todo el pinar a intervalos se estremece y varía. Ahora la red sumiéndose en las aguas nocturnas. El mar no dice nada, no significa nada, no recuerda nada. Todo deshaciéndose para siempre en su incontable pérdida. Don Gerardo recorre los doscientos metros restantes y entra en el bosquecillo. El pinar se alza sobre un lomo saliente que por un lado se inclina hacia el convento y la vivienda de don Gerardo y por otro, bruscamente, clareándose a corros, hacia la playa. Ahí suelen venir de merienda en los veranos los cochecillos de Valerna. Don Gerardo no suele llegar en su paseo vespertino hasta tan lejos. Se ve la garita de los carabineros. Don Gerardo recuerda ahora la última visita que hizo a esa garita. Había cagadas recientes y olor a mierda seca y a ortigas. El suelo de terrazo roto a corros, una ventana era sólo un boquete y la otra, la que da al poniente, tenía todos sus cristales. La ventana que da al poniente tiene ahora un reflejo rojo. Por dentro era un cuarto grande. Justo al lado de la puerta había un ortigal grande. Hay una cocina con dos placas y él se sentó ahí en medio, de media anqueta, sobre la cocina derruida a fumar un pitillo y se le hizo un roto la sotana. – Hola. Don Gerardo se vuelve asustado. Uno de los muchachos, pero no el de la víspera, se le ha venido encima por la espalda. Lleva una especie de saco al hombro. Otra figura justo detrás de él. – Buenas… tardes. Me dieron ustedes un susto. – Y usted a nosotros. – Es el que me cogió el otro día -dice la segunda figura. – Vine dando un paseo. Al decir esto don Gerardo tiene la sensación de estar inventando una disculpa. Queda sólo un gajo de sol al fondo. Transparencia del aire. Don Gerardo se tranquiliza de pronto. Entran los tres en la garita. Uno de los muchachos enciende una vela. – Siéntese usted, está usted en su casa. Don Gerardo se sienta. Ya no hay gajo de sol. La noche es tierna como una melodía difícil de construir, alegre como una enorme melodía que no se oye bien porque las voces tapan la luz del fondo de ese ritmo. Los pinos tapan lo poco que queda de la luz de la tarde. No pasa nada. Durante una hora o cosa así se están los tres sentados en el suelo de la garita. Y yo supongo que hablarán o no hablarán. Algo se dice, yo supongo. Pero no hace falta consignarlo. El caso es que al cabo de una hora don Gerardo les deja. Y vuelve casi a brincos a casa. Todo está apagado. Los jardineros tienen la tele puesta. La madre de don Gerardo estará en la cocina. Don Gerardo sube a su piso. Besa en la frente a su madre como todas las noches. Y se acuesta. Antes de dormirse sostiene el breviario sin leerlo con las dos manos sobre el pecho, como muerto. Y dice: Dios mío, Dios mío. O una frase parecida. A la mañana siguiente don Gerardo dice misa. Y después de leer el Evangelio, antes del Credo, sin ser costumbre, ni venir a cuento, predica lo siguiente: «Hermanitas: Nosotros somos como niños y niñas al pecho de su madre. Aunque seamos viejos no somos nunca viejos, porque el dolor ajeno y la alegría ajena es cosa nuestra. Y será nuestra hasta la muerte. Conmigo, alegraos conmigo dulcemente, porque el pecho de Dios y el templo de Dios es infinito. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz se comadrea en todo el universo. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz es el secreto de la libertad del hombre. Porque la libertad y la cruz son uno y lo mismo. Hermanitas; alegraos conmigo con el júbilo de vuestras más secretas lágrimas.» La madre superiora es una madre de media edad, y hecha a rarezas, viniendo como viene de una ilustre familia guipuzcoana. Sería de sobra a estas alturas madre provincial si no se hubiera decidido que trabaja demasiado y le conviene un poco de descanso. Superiora ahora meramente de estas ancianitas. Pero las rarezas a que ella está hecha son rarezas todas de gente de su clase, extravagancias finas y pudientes. Y laicas todas. En la iglesia, a la madre Superiora le gustan las cosas algo sosas y muy muertas, como el color de los trajes de sus primas que exactamente saben que negro o verde oscuro es lo elegante por la tarde. Así es que semejante sermón de sopetón la volcaniza un tanto y la irrita. ¿Quién se creerá éste que es, fray Luis de Granada? A las monjitas ancianas -por lo menos a dos que son amigas y tienen latas secretas de bizcochos escondidas debajo de las camas- el sermoncillo, en cambio, les divierte. Y aunque por puro sacrificio y disciplina se arrodillan separadas a opuestos extremos del primer banco de la primera fila, ahora se miran de reojo, y sin hablarse deciden las dos hacerle un feo al director espiritual, un cursi, un ordinario y un pelma, que invariablemente las confiesa, y confesar las dos de hoy en adelante con don Gerardo, el capellán. La madre superiora, por su parte, decide hablarle a don Gerardo esa misma mañana acerca de fondos y de formas en sermones de misas de las ocho. Pero justo esa mañana tiene ella que salir a una cosa del señor obispo. Y don Gerardo vuelve a casa a desayunar intacto. Su madre le mira fijamente, mientras pela la pera y bebe, haciendo, como todos los días, una mueca de asco al tragarse el café negro sin azúcar. Don Gerardo al salir habla a la Matilde, que está barriendo a la puerta. – Buenos días, Matilde. – Buenos días, don Gerardo. Don Gerardo se para un poquito y la Matilde se le viene con la palabra encima. – Que digo yo que hoy en día, don Gerardo, no sabe una a que atenerse. – No, pues no, no se sabe. – Ahora que se sabe más de lo que creen algunos que se sabe, porque los hay como las ranas, ¡el culo al aire que la cabeza la arrebujan, pero vaya si se ve el culo, vaya si se ve! El carácter siniestramente simbólico de casi todo lo que Matilde dice -o implica- divierte en general a don Gerardo. Incluso cuando el simbolismo es pura agresión personal (no como en esta ocasión esta mañana, piensa don Gerardo, porque esta mañana particular don Gerardo no piensa en agresiones) el simbolismo de la Matilde -por sí solo, aunque le duela- le divierte. Después de un rato, don Gerardo se va. Y llega la tarde. Y don Gerardo pasea hacia el pinar. Y otra vez se sientan los tres en la garita. Pero como don Gerardo ha ido más temprano esta tarde todavía hay luz. Y ahí los dos jóvenes le miran curiosamente, afectuosamente, y sobre todo el joven a quien don Gerardo había recogido el día de la clase del Instituto. Don Gerardo no sabe alemán -ni yo tampoco-, pero lo que sucede se dice en alemán, así -Rilke lo dice así-: « – ¿Qué? ¿De paseo, don Gerardo? – Pues sí, a dar un paseo. – Que digo yo que siguen ésos en el pinar y no tienen por qué, porque vaya pelos que se traen, ¿usted los ha visto? Lo que es hoy en día una no sabe qué es pollo y qué es gallina, porque es que no se sabe ¿no le parece a usted? – Pues… sí -dice don Gerardo, divirtiéndose, pero a la vez sabiendo que se juega el tipo sin saber por qué lo sabe ni a qué, en concreto, hace referencia su sabiduría-. Tiene usted razón, Matilde. Hoy en día ni fu ni fa. Pausa. ¿Por qué va y viene al pinar don Gerardo? Porque don Gerardo ha dado ese paseo ininterrumpidamente todas las tardes desde que hace diecisiete años vino de capellán de las monjas. Ahora parece, sin embargo, que a esa costumbre se superpone otro motivo. Ahora parece que don Gerardo va de paseo al pinar como era su costumbre, pero en concreto, además, a ver a los dos muchachos o a uno de ellos. Sucede, empero, que saberlo -lo que se dice saberlo- no se sabe. Podemos, ¿qué duda cabe?, inventar un motivo como puede inventarlo la Matilde -como de hecho la Matilde está ya inventándolo o lo ha inventado desde el principio de los siglos- para deshacer a don Gerardo, a quien odia con ese odio puro y simple con que odian las Matildes de este mundo. Pero eso sería una invención y no un dato. No hay por qué suponer que don Gerardo ha concebido una súbita pasión -definidamente sexual- por estos dos muchachos o por uno de ellos. Eso sería mucho suponer Fábulas que lo suponen todo -o demasiado- son fábulas sin gracia y sin sustancia. Fábulas que lo suponen todo -o demasiado- no pueden ser certeras. De don Gerardo no sabemos más -hasta la fecha-, ni la Matilde, ni el lector, ni yo, que lo que se ha visto o dicho hasta la fecha. Y como no sé más, a eso me atengo. Al lector habrá que contentarle con consignar lo que es visible (inmediata o mediatamente). Don Gerardo se libra por fin de la Matilde, que le sigue con la vista hasta que la pesada figura del sacerdote desaparece de la vista de Matilde -haciendo, al desaparecer, que Matilde se sienta como si le robaran algo o la privaran de un capricho. (Quiere decirse, pues, que la perversidad de don Gerardo, su escapatoria, es en este caso perfectamente natural y debida a la naturaleza del espacio o a las leyes que rigen nuestra percepción de objetos en espacios tridimensionales.) Es ese, sin embargo, un mal estado para estar la Matilde. Malo es que a la Matilde se le excite con cosas que ni del todo se le enseñan ni del todo se le ocultan. Porque la Matilde a su manera brutal es muy zahorí, y a su manera indeciblemente absurda, tan quiere saber la verdad a todo trance como lo desea un poeta o un sabio. No se trata aquí de achicar o despreciar a la Matilde. Se trata de no dar a la figura de Matilde más importancia de la que en realidad tiene -o tendrá- en este relato o en la vida. Quiere decirse, pues, que lo que durante diecisiete años no ha sorprendido u ocupado la imaginación de Matilde, a saber: el paseo vespertino de don Gerardo va a ocuparla, de ahora en adelante, porque la presencia de los dos muchachos barbudamente jóvenes en la garita del pinar, viniendo de vez en cuando a buscar agua, vestidos de ese modo provocante, ha disparado en Matilde lo que todo el mundo sabe. Así es que el sentido del paseo de don Gerardo -su carácter figurado, además de real- proviene en parte de una cosa que le pasa a la Matilde -¡que diecisiete son los años ya que está hasta el gorro del utensilio del marido!- y en parte de una cosa que nos pasa a nosotros, al lector y a mí, a saber: que nos gustaría dejar caer este relato hacia su sino con toda sencillez, siguiendo el hilo fácil de un desenlace perfectamente previsible desde un principio. Pero sucede que don Gerardo, sencillamente, va una vez más al pinar. Se sienta un rato a charlar con los muchachos -que invariablemente están ahí- y se retira luego de vuelta a casa con toda sencillez. La verdad es que no hablan gran cosa. Porque los tres se han acostumbrado a estar juntos. Así es que cada uno de los tres está a lo suyo. Don Gerardo fuma su pitillo y los dos muchachos hacen lo que sea. Hasta que llega el momento de irse y don Gerardo se va. Durante una semana o dos semanas, o tres las cosas siguen así. Al cabo, por ejemplo, de tres semanas don Gerardo ya no va al pinar con angustia o regresa jubiloso a casa. Va con gesto ordinario al pinar y vuelve con gesto ordinario a casa. Quiere decirse, pues, que don Gerardo se ha acostumbrado a esa costumbre. Una cosa don Gerardo evita: pensar que un día irá al pinar y no estarán ya ahí los dos muchachos. Don Gerardo -habiendo evitado y evitando ese pensamiento- piensa, en cambio, en lo que hará después de que ese acontecimiento tenga lugar. Tan da por descontado que eso tendrá lugar, que puede a la torera saltárselo y enfrentarse con la idea siguiente, que es la idea de una soledad más grande de la cual nada puede pensarse. Y don Gerardo piensa, a la vez, que cuando esa soledad llegue se la ofrecerá a Dios. Hace falta ser don Gerardo para pensar así: quiero decir que hace falta tener la clase de grandeza de ánimo que don Gerardo tiene. En cualquier caso así vive día tras día. Pero la grandeza de ánimo, que enfrenta por sí sola y en carne viva sus difíciles, ha de enfrentar también dificultades que ella misma no genera. Dificultad ajena -menos difícil de enfrentar que la propia, pero acaso más mortal (quiero decir que lleva consigo, de ordinario, la estricta y precisa defunción del magnánimo). Me refiero concretamente al hecho de que la Matilde ha empezado ya a fijarse en don Gerardo. Y ha declarado guerra a muerte. – Que digo, don Gerardo, que qué le parece a usted de hoy en día, porque, vamos, hace falta verlo para creerlo lo que se ve hoy en día… Don Gerardo en este punto y en esta mañana particular se permite -quizá por primera vez en su vida- contradecir a la Matilde, o por lo menos hacer un jueguecillo inocente de palabras. – Hará falta también creerlo para verlo, Matilde, ¿no le parece a usted? Cosa que a la Matilde suena, por no se sabe qué motivo -quizá porque la frase lejanísimamente suena a desafío-, a cosa herética, a cura ateo o comunista o marica. El caso es que la Matilde se queda por un instante sin saber qué decir. Emoción, a lo mejor, de la contradicción y el combate la entrompan la garganta. – ¿Ah, sí? -dice por fin-. Pues yo no estoy de acuerdo. Don Gerardo retrocede inmediatamente. ¿Hace bien o hace mal? ¿Hay que dar la batalla siempre o sólo a veces? ¿Cómo hay que darla y cuánto dura -cuánto tiempo tiene que durar- ese gesto terrible, humano y sobrehumano, de la suerte o a muerte? Don Gerardo no lo sabe, esa es la verdad. Pero pocos lo saben, así es que no hay por qué reprocharle el que no lo sepa. Don Gerardo dice una cosa cualquiera y se retira. Al día siguiente es domingo. Y la misa está llena. Don Gerardo predica un sermoncillo sobre la caridad. «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» es el tema. Don Gerardo lo expone mal, muy mal. No expone ninguna de las maravillosas implicaciones simbólicas de esa frase. Ni tampoco se sirve del texto paralelo: «No me elegisteis vosotros a Mí, sino que os elegí yo a vosotros.» Texto en que el amor, metafóricamente, alcanza la más pura, alta y generosa expresión de Sí que ha conocido el hombre. Definitivamente escuchar este sermoncillo dominical de don Gerardo no merece la pena. Pero el caso -lo único esencial y que hace al caso- es que se trata de un sermón sobre el amor, cosa que nos preocupa a todos y tanto a la Matilde como a don Gerardo, como al lector, como a mí. No se sabe por qué ese día la iglesia parece más de bote en bote que nunca. Y la Matilde más visible y más comulgante que nunca. Y sus primas del pueblo, que han venido a pasar el domingo con ella. O varios del pueblo de Matilde, también ricos de pueblo. Y la madre de la Matilde, la del supermercado del futuro. Sumidos todos en oración, en éxtasis o en odio. (O sencillamente sumidos en el torpor mortal del mal pensar y el ser falso.) Termina la misa. Y vuelve a casa don Gerardo. Nada sucede. Abajo almuerzan todos los Matildes, ruidosamente, con la tele puesta. La madre de don Gerardo, en el piso de arriba, ese día habla un poquito. – Gerardo, tuve carta de Teresina (Teresina es la hermana de la madre de don Gerardo) y me dicen que están bien. – Le das recuerdos de mi parte cuando escribas. Don Gerardo se detiene mucho esa mañana en todo. Tarda mucho en todo. Tarda tanto que parece que ha perdido la fuerza. Y la ha perdido. La está perdiendo a cántaros y a chorros, porque le ocupa Dios. ¿Pero cómo le ocupa Dios? ¿Y qué Dios es ese? ¿Es ese el mismo Dios en cuya memoria dice don Gerardo todas las mañanas: Este es mi Cuerpo y mi Sangre? Porque quizá hay dos dioses. Ahora hablando en serio: hay millares de dioses y no porque cada hombre tenga el suyo -eso sería una idea repulsivamente barata y fácil de pensar-, sino porque Dios es Ser y ser es -si se es- a miles, millones y billones. ¿Me estoy equivocando? No, no me estoy equivocando. Yo sólo me equivoco cuando me da la gana. (Mejorando lo presente y con perdón de los presentes.) Oh Dios, perdóname -piensa don Gerardo toda esta mañana-, porque aunque no he querido ser como Tú, he querido ser digno de Ti. Y no he sabido. Ahora una indecible corriente me embaraza, que no es amor por Ti, ni es amor tuyo, pero que Tú entiendes, porque Tú eres Dios y entiendes la grandeza del hombre hecho a Tu imagen. Don Gerardo vuelve una vez más al pinar esa tarde. La luz dormía en las orillas de la hierba brumosa como todos los niños que coleccionaban conchas y se alegrarán de sus inmerecidos premios. |
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