"Historias Conversadas" - читать интересную книгу автора (Camín Héctor Aguilar)El camarada VadilloAntes de que lo tomaran preso en 1968, el escritor José Revueltas vivió dos meses clandestino en la casa de Arturo Cantú, a unos pasos de la glorieta Mariscal Sucre, en la ciudad de México. Esa glorieta se ha ido hoy de nuestra ciudad pero no de nuestra memoria, que vuelve nostálgicamente a ella y la recobra verde, casi negra, de tantos árboles y jardineras, con sus escaleras de granito y sus leones de bronce protectores de la paz gritona de los niños. Una dicha vacuna y materna reinaba dentro del perímetro floral de la glorieta, separándola así, como a nosotros el 68 y a Revueltas su trenza de sueños para el futuro, de la verdad violenta y reaccionaria del mundo. Arturo Cantú trabajaba en Sana tigre vas a correr rocas a ver gitanas Si ponemos aparte la mesura norteña del alma de Cantú, diestra en la irónica frecuentación de los abismos, es difícil saber por qué Revueltas escogió su casona para refugio. Indiciado como reo peligroso desde la toma militar de la Universidad, en septiembre de aquel 68, y buscado por todas las policías de la capital, acaso Revueltas sólo quiso poner en práctica la lunática sabiduría policíaca de aquel cuento de Poe, según el cual el mejor sitio para esconder algo es el que todos pueden ver. Lo cierto es que la casona de Cantú vivió su clandestinaje revueltiano del más aparatoso y visible de los modos. El pequeño estudio donde se instaló Revueltas, que Cantú había acondicionado sobre el garaje, en un rincón profundo de la casa, llegó a ser el más frecuentado escondite de la historia moderna de México, una especie de santuario laico por el que desfilaban los líderes prófugos del movimiento estudiantil igual que los periodistas extranjeros ansiosos de una entrevista con el escritor perseguido, renovado gurú de la disidencia mexicana. El corazón aventurero de Revueltas había empalmado sin esfuerzo con el trasfondo anárquico de la marea juvenil de los sesentas, aquella loca y brusca necesidad de sacudirse que purgó las entrañas inmóviles del milagro mexicano, anunciando su término. Al amparo de la permisiva y tolerante presencia de Revueltas, las más extravagantes necesidades personales de miembros del movimiento eran satisfechas en el refugio de Cantú. Su hospitalaria clandestinidad empezó a serlo por igual para reuniones políticas del más alto nivel y para urgencias amorosas de parejas que pedían posada, en busca de un catre desvencijado donde cumplir el mandato lujoso de sus cuerpos. Antes de dos semanas, dormían regularmente en casa de Cantú, además de Revueltas, cuatro o cinco inquilinos trashumantes, cuyos rostros y atuendos cambiaban cada noche, a diferencia de su efectiva estrategia de ocupación, que ampliaba su dominio día con día: pasaban de la sala a las recámaras, de la timidez a la familiaridad y de la presencia ocasional a la invasión sistemática. Pasadas tres semanas de inútil resistencia, la familia de Cantú optó por retirarse del sitio y esperar en Monterrey, mil kilómetros al norte de la ciudad de México, una solución providencial a la extraña tarea que les había asignado la historia. Una vez desplazados del campo los únicos representantes de la normalidad, la casona rindió sus torreones a la incandescencia social de la hora y celebró sin pudor sus libertades caprichosas, guiadas por el ánimo festivo de Revueltas, y por el genio elocuente que dominaba su espíritu. Trabajaba todo el día, hablando y escribiendo sin parar: dando entrevistas o calentando discusiones, escribiendo manifiestos o volantes, artículos para los periódicos o cartas para compañeros a los que otros compañeros verían durante el día, y llevando un cuidadoso registro, en su libreta de taquigrafía, de lo que otros hablaban, sugerían o proponían. De modo que, hablando o escribiendo, pasaba todo el día dando salida a la corriente continua de las palabras que eran el verdadero fluido de su cerebro proteico, capaz de todos los tonos, a la vez bullente y ordenado, juguetón y solemne, teórico y narrativo, volcado por igual sobre sí mismo y sobre la vasta solicitación de lo real. A las ocho de la noche, libre de su rutina, Cantú volvía del periódico a la casa tomada, compraba una botella de tequila en la licorería cercana y se disponía, con Revueltas y la gente que hubiera, al único ritual invariable del día: beber y conversar sin agenda hasta las once de la noche, hora en que Revueltas, con rigor calvinista de reloj suizo o comandante en batalla, daba por clausurada la tertulia y se retiraba a teclear las últimas ocurrencias sintácticas de su duende infatigable. Revueltas era entonces un mito viviente, el escritor mexicano más próximo a los candores de nuestra imaginación libertaria. Tenía cincuenta y cuatro años, y era a nuestros ojos la encarnación quintaesenciada de un gran autor maduro, forjado a contracorriente. Había luchado y perdido solo todas las batallas de la heterodoxia y la libertad que hubiéramos podido desear, como parte de nuestro destino en la tierra. Por decisiones del gobierno, había sufrido miserias y cárceles en castigo de su militancia comunista. Pero dentro de la jaula del comunismo mexicano, había pagado también con calumnias, expulsiones y ostracismo su continua inclinación a la herejía. En los años cuarenta, por censuras y miserias de sus compañeros de partido -el Partido Comunista Mexicano, al que perteneció toda su vida y especialmente los años en que no formó en sus filas- había retirado de la circulación una obra de teatro, El timbre único y terrible de su voz, se había impuesto tanto a la exclusión política gubernamental como a la ortodoxia inquisitorial de sus camaradas, y nos había enseñado a mirar, en los sesentas, el paisaje desolado y profundo de su obra. Mi generación leyó erróneamente esa obra como una extensión puntual del personaje que admiraba, el José Revueltas que había encontrado en el 68 -tarde y solo otra vez, cuando sus contemporáneos buscaban ya la consagración o la rutina- una nueva ocasión de probar sus anhelos contra las fuerzas petrificadas de lo establecido y de echar sobre la mesa su eterna apuesta juvenil y heterodoxa por el cambio, la vida y la revolución. Pero había otras cosas en esa voz, el eco quebrado de un mundo antiguo que a nosotros, en verdad, nos era desconocido, con su dolor religioso y su rara búsqueda laica del absoluto en el bosque de fantasmas que, según Novalis, pobló el cielo del hombre a la muerte de Dios. Gracias a ese malentendido, yo, como muchos otros, tuve entonces frente a Revueltas la delirante pasión personal que no he vuelto a tener por otro escritor: la necesidad casi física de conocerlo y estar junto a él, oírlo, saludarlo, mirarlo de cerca, tener su autógrafo, guardar la servilleta donde hubiera garabateado, mientras hablaba o escuchaba. Así que en cuanto supe -por indiscreción de Adolfo Peralta, el precoz trotskista y filósofo de Atasta (Campeche)- que Cantú guardaba en su casa ese tesoro, desplegué la estrategia cansina que al final me condujo por vez primera y única a la presencia sagrada de Revueltas. Consistió esa estrategia en la más ridícula de las astucias. A saber: Yo era colaborador de las páginas culturales de Cantú no dijo nada las dos primeras veces, así que a la tercera busqué la forma de mejorar mi ingeniería y opté por desatar conversaciones interminables, sobre cualquier cosa, una cuadra antes de llegar a mi bajada. Podía así tener un pretexto y prolongar mi acompañamiento de Cantú hasta su propia parada, situación que acercaría el momento en que Cantú dijera: "Hombre, por cierto: ya que estamos aquí a un paso de mi casa y en mi casa, como sabes, está Revueltas, ¿por qué no vienes a conocerlo?" Recuerdo haber iniciado, a este propósito, una conversación sobre Volví a la semana siguiente a desplegar mi pobre ingeniería, y dos veces inventé en la esquina donde debía bajarme, conversaciones que lo impidieran. Seguí de largo y bajé con Cantú en la esquina que a él le tocaba sin que Cantú dijera lo que debía decir, aunque mirara con esa mirada inteligente y risueña, prematuramente adulta, que había bajo su frente generosa, como entendiendo a la perfección la maniobra y dejándola durar, en una burla norteña de la cortesía laboriosa del altiplano. La cuarta o quinta vez que puse en práctica mi estrategia, traté de meter a Cantú en una conversación sobre la pertinencia para México de las disquisiciones de Naphta y Settembrini en – Tú lo que quieres es ver a Revueltas, ¿verdad? – Sí -le dije. – Pues por ahí hubieras empezado -me dijo. -Para qué tantas vueltas metafísicas en autobús. Fue así, humillado y feliz, como llegué -cargando, a manera de tributo, la botella obligatoria de tequila y dos refrescos de uva- a la mesa donde esperaba Revueltas, circundado, con menos veneración de la que me pareció merecida y más naturalidad de la que me pareció respetuosa, por una pareja de estudiantes que se acariciaban sin cesar, y por Roberto Escudero, el dirigente estudiantil de la facultad de Filosofía y Letras con quien habría de compartir años después una pasión por Malcolm Lowry. Revueltas esperaba con ansia estudiantil la llegada de Arturo y su sacramento nocturno, de manera que, al encontrarnos, me sorprendió sobre todo la fruición graciosa y juguetona del ánimo con que recibió la botella de tequila, ese gozo llano y terrenal en un monstruo al que suponía imponente y terrible, casi sagrado en su majestad sobrehumana. Tomó él mismo la botella entre sus manos, la sacó de su bolsa arrugada de papel de estrasa, como un niño que pela un caramelo, con gesto tan trivial y proclive a la dicha que ganó de inmediato mi adhesión democrática. – En el caso de que Dios exista, compañero -me dijo, pulsando y agradeciendo, frente a mis ojos, la botella que yo había puesto en sus manos- debe haber hecho el agave del que sale el tequila con la única intención de acercarnos a su causa. Porque Dios, compañero, si existe, habita un lugar sagrado en alguna parte de la vida que el tequila nos da. De manera que funge usted esta noche como el emisario de aquel dios mineral que buscaba nuestro poeta Jorge Cuesta en su Era un tequila blanco y su blancura añadía luminosidad a las palabras de Revueltas, que tenían para mí la transparencia del mismo Dios a que aludían. – Hablas de Dios como si hubieras dormido con él, Pepe -le dijo Roberto Escudero, con tono sacrílego que hizo reír a Revueltas. – ¿No habíamos quedado en que Dios no existe? – No existe -dijo Revueltas. -Pero en caso de existir, vive en una esquina del tequila. – ¿Pero existe o no existe, Pepe? -preguntó la muchacha, que acariciaba la melena de su novio sobre su regazo. – No existe, compañera -dijo Revueltas, empezando a escanciar el tequila en los vasos que había traído Cantú. -Pero hay que darle el chance metafísico de que exista. Si su noción existe en nuestras cabezas, algo existe ya de él. Que lo hayamos imaginado es ya la prueba de que no podemos descartarlo, sin descartar a la vez lo que sí existe, a saber: la idea de su existencia en nuestra cabeza. Salud. – Explícales la apuesta de Pascal -dijo Cantú, luego del religioso primer sorbo. -Y luego cuéntanos la tuya. – En eso de la apuesta yo creo que me chingué al compañero Pascal -dijo Revueltas, jalándose varias veces la risueña barbita de chivo, veteada de canas, que se había dejado. -Lo aceptaría hasta el más mocho de los escolásticos. Verán ustedes, compañeros: Pascal inventó una apuesta muy práctica y muy francesa, muy acomodaticia pues, y muy inteligente, como son los cabrones franceses. Dijo: No discutamos si Dios existe. Exista o no, nos conviene desde el punto de vista lógico apostar a que sí existe. ¿Por qué? Muy fácil: porque si Dios no existe, no se pierde nada apostando a que existe, igual nos vamos todos al limbo, al éter, a la inexistencia, a la nada. Pero si existe, compañeros, ah, entonces haber apostado a su favor nos permite ganar la vida eterna. De modo que lo racional, decía Pascal, es apostar a la existencia de Dios, porque en esa apuesta llevamos todo que ganar y nada que perder. Muy chingón el Pascal. Pero, claro, como es natural, en cuanto los teólogos vieron el cinismo chingón y aprovechado de la apuesta de Pascal, sintieron que perdían la chamba y se le vinieron encima. Le dijeron: "Su apuesta no se vale, compañero. Las cosas de Dios no son de apuesta, sino de fe. Si usted apuesta a Dios por cálculo matemático y acierta, su triunfo no tendrá valor ante los ojos de Dios, porque su encuentro con él no habrá sido fruto de la fe sino, en el mejor de los casos, de la razón, y en el peor, habrá sido fruto del interés y la conveniencia". Con lo cual se chingaron al compañero Pascal, que era un gran matemático, pero sobre todo era un gran creyente atormentado por las dudas. Quería creer y para hacerlo sin mala conciencia abstracta, inventó su argumento de la apuesta. Yo he inventado una apuesta que se chinga a los teólogos por un doble carril: porque salva su seudoargumento de la buena fe y porque es una apuesta atea. Yo apuesto, compañeros, a que el compañero Dios no existe. Y no tengo en esa apuesta, como quería Pascal, nada que perder y todo que ganar. ¿Por qué? Porque si Dios no existe, no pierdo nada, ni siquiera la desilusión de haber pensado que existía. Pero si Dios existe, digo, en el remoto caso de que Dios exista, habrá de saber en su infinita y simultánea sabiduría, que ahí abajo, en ese mundo pinche que él concibió, anduvo un pobre diablo llamado José Revueltas que creyó de buena fe, con todas y cada una de sus fibras, que Dios A petición del propio Revueltas, Cantú informó de las noticias frescas que traía del periódico. No las recuerdo con precisión, pero tenían que ver con los ecos de la llamada Manifestación del Silencio que hizo caminar a cientos de miles de jóvenes por las calles de la ciudad, sin proferir un grito, una consigna, un sonido. – Es la manifestación que ha durado más -dijo Revueltas. – La del 27 de agosto fue más grande -dijo Escudero. -Los contingentes tardaron en entrar al Zócalo cuatro horas. – De acuerdo, compañero -dijo Revueltas. -Pero yo no hablo del tiempo físico, ni del tamaño aritmético de la manifestación. Yo hablo del tiempo real, de la duración – Cuéntanos de tu cita con Henestrosa -dijo Cantú, que gozaba como ninguno las ocurrencias de Revueltas y las tenía puestas en su corazón como un catálogo de amores. -Para que entendamos "esta cosa del tiempo", como tú le dices. – Mi experiencia del tiempo -accedió sin remilgos Revueltas- se resume en aquella anécdota alcohólica que me recordó hace poco un amigo. Dice este amigo que estaba yo solo, ido, muy callado, en la barra de la cantina Contó entonces Roberto Escudero su perplejidad por el hecho de que la memoria pudiera recorrer en instantes lo que en la realidad había tardado horas en suceder, y el modo como se despertaba a veces, en la noche, con la impresión de haber vivido un siglo desde que, dos meses atrás, había empezado el movimiento estudiantil del que era dirigente. – Se debe a la falta de rutina -observó Cantú. -La vida transcurre rápida cuando los días se parecen a sí mismos y lenta cuando está llena de novedades y aventuras. Decimos de alguien que anda de peripecia en peripecia: "Vive demasiado rápido". En realidad es al revés: su vida dura más que la del sedentario. Vive, como se dice, dos o tres veces lo que el sedentario y recuerda, por tanto, dos o tres veces más. Si la memoria es el metro del tiempo, el aventurero tiene almacenados más metros de tiempo transcurrido en su cabeza, por decirlo así. – Pero la memoria es una señora con voluntad propia -dijo Revueltas. -Recuerda sólo lo que quiere recordar. En cierto sentido, es el politburó de nuestra alma. Continuamente está borrando a Trotski de la historia. O, para el caso mexicano, a Agustín de Iturbide. Aquí hay algunos intelectuales, como Octavio Paz, muy querido y muy abusado don Octavio, que se horrorizan mucho del borrón de Trotski de la historia soviética. Pero nosotros los mexicanos hemos borrado nada menos que a Iturbide y quién sabe cómo le hacemos para que en la historia de la Independencia mexicana no aparezca, salvo como villano, el que la culminó de hecho, que fue Iturbide. Es como si los soviéticos hubieran borrado a Lenin, no a Trotski. Lo que quiero decir, en todo caso, es que una condición universal de la memoria es borrar lo que no le conviene. Yo siempre que pienso en eso y en el compañero Freud, recuerdo al compañero Luis Arenal. – ¿El cuñado de Siqueiros? -precisó Cantú. – El que asaltó con Siqueiros la casa de Trotski en Coyoacán -asintió Revueltas. – ¿Y eso qué tiene que ver con la memoria? -dijo el muchacho, que seguía recostado en su aguantadora militante. -En todo caso, tiene que ver con el cabrón de Stalin. – Tiene que ver también con la memoria, compañero -dijo Revueltas, condescendiendo. – Fue una chingadera -dijo el muchacho, que trascendía trotskismo por todos los poros que le cerraba el acné. – Digamos que media chingadera, compañero -dijo Revueltas. -Porque sólo cumplieron la mitad de su propósito, que era doble: ametrallar la casa y matar a Trotski. Ametrallaron la casa, pero no mataron a Trotski, lo que en buenas matemáticas no da una, sino media chingadera. – Fueron chingaderas de cualquier modo -se empeñó el muchacho, recostando su furia adicional sobre el regazo apacible que lo sostenía en la vida. – ¿Pero qué pasó con Luis Arenal? -preguntó Cantú. – Sí, con Luis Arenal -dijo Revueltas, volviendo del rodeo mayéutico en que se había demorado. -Pasó esto: durante dos años traté de que este mudo que era Luis Arenal me hablara del asalto con Siqueiros a la casa de Trotski. Que me contara completa su media chingadera, ¿verdad? Traté de confesarlo por todos los medios. Lo llevé a comer, a beber, a bailar, lo invité al burdel de – Tenemos tiempo hoy -dijo Cantú. – Es una – Las – Existen, a la manera de la Revolución Mexicana, que fue una – Será una – Tanto como nos friega, al menos a mí, la – Si la cuentas de nuevo, puedo aprenderla otra vez -dijo Cantú. – Es una historia prohibida del comunismo mexicano -dijo Revueltas. -Ustedes deben saber que el comunismo mexicano está lleno como nadie de trotskis e iturbides. Hemos callado casi tanto como hemos hecho. – ¿Cómo es la historia? -preguntó la muchacha, que seguía acariciando a su trotskista con intención de cualquier cosa, menos de borrarlo de su historia. – Cómo – ¿Dónde conociste a Vadillo? -dijo Cantú. – En el potro del tormento de las juventudes comunistas de los años treinta -dijo Revueltas. -Principios de los treintas. Salíamos juntos a misiones del Partido, que entonces tenía una fuerte presencia en ciertas zonas rurales, particularmente en Veracruz. Salíamos a cada rato. A organizar una huelga, a llevar un mensaje – Pero Stalin ya había tomado el poder en la URSS -reprochó el joven trotskista. – Pero no en nuestras cabezas, compañero -dijo Revueltas, divertido más que irritado por los rigores del tribunal que, sin saber cómo, ya tenía enfrente. -Y el Stalin de que habla usted no había tomado el poder ni siquiera dentro del propio Stalin. Le estoy hablando del año 34, sólo cinco después del – ¿Pero qué pasaba aquí? -dijo Cantú, devolviendo a Revueltas a su historia. – Aquí había sucedido ya una revolución -dijo Revueltas. -Y en nosotros, los jóvenes comunistas, había unas ganas incontrolables de prolongar la Revolución Mexicana. Habíamos nacido una generación después, como quien dice. El – ¿En Monterrey? -preguntó Cantú. – En Monterrey -dijo Revueltas. -En 1934. Según el Partido estaba a punto de darse ahí una insurrección popular obrera. Y, naturalmente, nos mandaron al camarada Vadillo y a mí. Allá fuimos a dar llenos de ganas, con la modesta consigna de atraer la insurrección hacia el Partido. Lo que había era un grupo de colonos molestos porque los habían desalojado del margen del río Santa Catarina, donde se habían asentado ilegalmente. Cuando nosotros llegamos, ya les habían dado terrenos en otra parte y hasta habían publicado en el periódico una carta de agradecimiento al gobernador, de modo que la insurrección había terminado y no teníamos nada qué hacer. Pero no podíamos resignarnos al ridículo de volvernos sin haber orientado un movimiento de masas. En eso estábamos cuando nos enteramos de que en un punto llamado Camarón, del mismo estado, había estallado una huelga de quince mil obreros agrícolas, que exigían el pago de salario mínimo. Allá nos fuimos de inmediato, a organizar a las masas desorientadas. Pero ese pleito sí iba en serio. Estaban los compañeros huelguistas muy bien organizados, muchos de ellos armados y apoyados por la vaga simpatía del gobierno estatal, que los había dejado avanzar sin obstaculizarlos mucho. No bien nos enteramos el camarada Vadillo y yo de la situación, mandamos por telégrafo una denuncia de los hechos a – ¿De qué los acusaban? -dijo Roberto Escudero. – Nunca supimos -dijo Revueltas. -No hubo nunca juicio legal ni condena formal. Lo cual estuvo muy bien, porque cuando llegamos y nos reconoció el jefe del penal, vino y me dijo: "¿Qué haces otra vez aquí muchacho? ¿Ahora sí delinquiste o vienes otra vez a lo pendejo?" Era un general Gaxiola, norteño, que se decía a sí mismo socialista, lo cual era común entre muchos generales de la época. Una excelente persona el general Gaxiola. En mi primera estancia en las Islas, me había tratado bien, me había dado trabajo de oficinista en su despacho y habíamos terminado platicando mucho sobre la revolución y el socialismo. Y a la primera oportunidad de indulto que hubo, me había soltado, de manera que estuve ahí en las Islas sólo unos cinco meses. No los puedo contar, la verdad, entre los peores de mi vida. Mi segunda estancia en las Islas, con el camarada Vadillo, no fue tan amable, porque tuve que trabajar como todos, pero tampoco me quejo. El trabajo era agobiante. Había que cortar leña y alijar los barcos que llegaban con cargamentos de sal y víveres. Y se trabajaba sin parar ocho horas cada día, incluyendo sábados y domingos. Tenía las manos ampolladas y sangrantes la mayor parte del tiempo, pero el trabajo por lo menos evitaba pensar en la verdadera chinga que nos estábamos llevando. Por la tarde, nos alcanzaba el tiempo para leer un poco en la biblioteca, que llenamos de literatura subversiva pidiéndole libros al general Gaxiola. Y hablábamos el camarada Vadillo y yo, hablábamos por la noche, como arrullándonos, hasta que el cansancio nos rendía. Durante meses, durante los diez meses que estuvimos en el penal, la última voz que oí por la noche antes de dormirme fue la voz de Evelio Vadillo, y él la mía. Y la recuerdo ahora, en medio de nuestra desgracia, casi como un bálsamo materno, como un sustituto de aquella voz esencial que nos guardaba cuando niños de demonios y fantasmas, que nos protegía del miedo y el riesgo, que nos volvía a meter al regazo seguro y cálido de la tierra. No hablábamos de nosotros, sino de la Revolución, de la lucha de los pueblos y del futuro. Yo me quejaba a veces de pensar lo que debería estar sufriendo por mi culpa mi familia. El camarada Vadillo ni eso. Pero el tema de nuestras conversaciones no importaba. Lo importante era escucharnos uno junto al otro en la noche infinita de las Islas, sabernos uno junto a otro, perdidos pero solidarios, en la inhóspita vastedad del mundo. Estuvimos diez meses juntos en las Islas Marías, como creo que ya dije. Salimos en febrero de 1935, con la amnistía que decretó el gobierno de Cárdenas. Y apenas salimos, alcanzamos nuestra recompensa, la más dulce y compensatoria, en efecto, que hubiéramos podido imaginar: fuimos invitados a formar parte de la comitiva del Partido que acudiría al VII congreso de la Comintern, la Internacional Comunista, a celebrarse en Moscú. Nada menos que Moscú, la capital del mundo nuevo. Y nada menos que la Internacional Comunista, la asamblea de los portadores del futuro comunista mundial. – ¿Cuándo fue el Congreso? -preguntó Escudero. – Julio de 1935 -dijo Revueltas. -Nosotros llegamos a Moscú el 25 de julio, justamente el día de la apertura. Llegamos el camarada Velasco, el camarada Hernán Laborde y yo. El camarada Vadillo había viajado dos semanas antes, y ya nos esperaba. Moscú era una fiesta, la fiesta universal de los comunistas. Stalin habló el día de la inauguración. Y empezó ahí, en su discurso, la línea de la formación de los frentes populares, la alianza para la lucha contra el fascismo y de solidaridad mundial con la sobrevivencia del socialismo en la URSS. Luego, cada país cantó su himno: italianos, argentinos, españoles, peruanos. Nos abrazamos, nos vitoreamos. Tuvimos la experiencia candorosa, pero que no se parece a ninguna otra, de la solidaridad y la pertenencia a la cofradía de la verdad, a los batallones de la definitiva liberación del hombre. Me acuerdo de mi estremecimiento ante el desfile de los jóvenes soviéticos en la Plaza Roja, mi absoluta convicción de haber visto la verdad de la historia en sus rostros rubicundos y entusiastas, en sus banderas y sus saludos al presidium, que a su vez encarnaba la sabiduría, la honestidad, la rectitud, la absoluta comunión del individuo y la historia. Siempre la historia, ¿verdad? En todas partes la historia, en cada episodio un hecho histórico, en cada declaración unas palabras históricas, ¿verdad? Era como haber entrado a una esfera perfecta, donde todo tenía sentido, significación y armonía. El camarada Vadillo y yo nos quedamos en Moscú cuando terminaron los festejos, invitados por el Komsomol de la ciudad, la organización de las juventudes comunistas soviéticas. Nos cansamos de ir a reuniones, de admirar a nuestros camaradas y de hablar, hablar incesantemente, el camarada Vadillo y yo, de cómo alumbraríamos en México una realidad como la que veíamos, luminosa y perfecta. Porque así veíamos y sentíamos todo. Íbamos a museos, visitábamos centros de trabajo, caminábamos por el Kremlin todo el día y todos los días nos sentábamos en una cervecería del bulevar Pushkin a beber y seguir hablando, sin parar, interminablemente, de cómo llevaríamos a México lo que estábamos viviendo. Una de esas veces, con pudor y pena por las ventajas que representaba para él lo que iba a decirme, el camarada Vadillo me comunicó su decisión: lo habían invitado a quedarse como becario en la universidad para estudiantes extranjeros y había decidido aceptar la invitación. Me dolió como una traición. Que no me hubieran invitado a mí, primero, y que el camarada Vadillo no me hubiera puesto en el camino de recibir la invitación, que no hubiera condicionado incluso su aceptación, a que me invitaran también a quedarme. Pero, conforme pasaron los días, me confesé que mi sentimiento era absurdo, porque yo en ningún caso hubiera decidido quedarme en la URSS. Yo quería regresar a México, a luchar por implantar el socialismo en México. También porque tenía por acá una camarada cuyos ojitos me llamaban casi tanto como la patria socialista. Y porque en esos días me llegó una de las peores noticias de mi vida: la muerte de mi hermano Fermín, en la ciudad de México, una muerte estúpida, insoportable y prematura, como todas las muertes. Arreglé las cosas para volverme. La última noche, la pasé tomando cerveza y despidiéndome del camarada Vadillo en nuestro segundo hogar moscovita, que era la cervecería del bulevar Pushkin. "Te envidio, porque regresas a nuestra dolida tierra", me dijo el camarada Vadillo, ya entrada la noche. "Yo me quedaría en la patria de Lenin y Stalin", le dije, "pero alguien tiene que trabajar allá para imponer en México el socialismo que aquí florece". "Tú lucharás allá y yo acá", me dijo el camarada Vadillo. "Y nos encontraremos, andando el tiempo, con la satisfacción del deber cumplido, en un mundo más justo y digno que el que nos heredaron a nosotros. Con eso nos daremos por satisfechos de haber entregado nuestra vida a la más justa y plena de las causas". Así hablaba siempre el camarada Vadillo, mirando hacia adelante, seguro y henchido de su misión en la tierra. Nos despedimos esa noche ya fría de Moscú, con un abrazo largo que disfrazó los nudos de nuestras gargantas. Era el fin de septiembre de 1935. Calló Revueltas, como haciendo una pausa para beber su tequila. Pero luego de beber, siguió callado, la vista ida, mirando al suelo. – ¿Qué pasó entonces? -preguntó Escudero, después de vaciar su propia copa. – No sé -dijo Revueltas. -No volví a ver al camarada Vadillo sino veintitrés años después, hasta el mes de octubre de 1958. – ¡Cómo! -saltó la muchacha, que acariciaba la cabellera de su trotskista. – Como suena -dijo Revueltas. -Ni yo ni nadie en México volvió a ver al camarada Vadillo, sino hasta su regreso al país en 1958, veintitrés años después de nuestra última cerveza en el bulevar Pushkin de Moscú. – ¿Qué le pasó? -dijo Roberto Escudero. – Le pasó la historia del siglo XX -dijo Revueltas, volviendo a una racha de nerviosa espiga de su barbita de chivo. -Sabemos ahora lo que fue esa historia. Sabemos también que ya venía hacia nosotros mientras nos tomábamos aquellas felices cervezas en el bulevar Pushkin en el otoño de 1935. Quiero decir, estaba ya en curso la trituradora estalinista. A fines de ese año cobraría su primera víctima mayor con el asesinato del camarada Kirov en Leningrado. A partir de ahí se desató la gran purga de la vieja guardia bolchevique, que conduciría a los procesos de Moscú, la alianza con Hitler, la Segunda Guerra Mundial, el terror estalinista, los campos de concentración, el culto a la personalidad, el socialismo en un solo país. Todo lo que sabemos, aunque no sé si lo sabemos todo. No importa, en general sabemos esa historia atroz de la que fuimos cómplices candorosos tantos años y que avergüenza hoy nuestra moral de comunistas, del mismo modo que la historia de los papas disolutos y sanguinarios avergüenza la conciencia de todo católico bien nacido. Pero lo que no sabemos es cómo pasó esa historia por la vida pequeña, invisible, del camarada Vadillo. – Pero a ver, Pepe, más despacio -pidió Roberto Escudero. – ¿Qué pasó? Algo debe saberse. – Muchas cosas -admitió Revueltas. -Y cosas terribles, pero generalidades, suposiciones, conjeturas, no la historia puntual, detallada, de lo que la historia del siglo XX hizo con el camarada Vadillo. – ¿Cuáles son las generalidades? -preguntó Escudero. – Poco después de que yo volví a México, el camarada Vadillo fue arrestado en Moscú -dijo Revueltas-. Al parecer, porque el dormitorio donde él vivía, en la universidad, apareció una mañana tapizado de volantes y consignas trotskistas en español. Los dormitorios eran casas donde vivían seis o siete estudiantes y nadie podía entrar a ellos sino los habitantes de cada casa. La conclusión de los investigadores fue que el responsable de tamaña conspiración debía estar entre los habitantes del dormitorio. Pero no pudieron establecer quién y procedieron entonces, con ese rigor lógico innato de las policías políticas, a detener – ¿Y qué pasó luego? -preguntó la muchacha, que por un momento había dejado de acariciar a su trotskista. – No lo sabemos -dijo Revueltas. -Hay indicios de que pasó la guerra en distintos campos de trabajo en el norte y el oriente de la URSS. – ¿Pero nunca preguntaron ustedes aquí, en México, por la suerte de su compañero? -dijo la muchacha, más tocada por la historia que ninguno de los presentes. – Miles de veces -dijo Revueltas. -Sus familiares y nosotros, sus camaradas y amigos. Pero las respuestas eran maravillosas. Según una de ellas, se había ido de voluntario a la Guerra Civil española y había vuelto tan cargado de honores que lo habían dado de alta como oficial en el ejército soviético. Luego, había decidido volverse ciudadano soviético y quedarse a hacer la guerra por la patria socialista, cortando todo lazo con su vida anterior. Al terminar la guerra, se nos dijo que había marchado como voluntario a la Revolución China y lo imaginamos con naturalidad hablando chino y decidiendo la historia en el foro de Yenán. Lo cierto es que pasó todos esos años cautivo en la trituradora estalinista. Él, el camarada Vadillo, mexicano de Campeche, que no sabía ruso suficiente ni para pedir las cervezas que nos tomábamos en el bulevar Pushkin. – ¿Pero cómo se creyeron eso? -dijo el compañero trotskista, acomodándose en el regazo hospitalario que lo había sostenido toda la noche. – Como buenos y disciplinados comunistas -dijo Revueltas. -Igual que los cristianos primitivos se creyeron la resurrección de Jesús y los cristianos de hoy creen en la continuidad histórica de la Iglesia Católica Romana. – ¿Qué pasó después? -preguntó Cantú. – La parte menos oscura de la historia -dijo Revueltas. -Murió Stalin y vino el XX Congreso del PCUS, donde nos enteramos parcialmente del horror que habíamos celebrado. Ya sabemos eso. Lo importante para el camarada Vadillo es que, con el deshielo, pudo salir de su cautiverio y regresó a Moscú. Pero nadie lo conocía en Moscú. Tarde o temprano, alguien pidió sus papeles, rastreó su historia, sospechó desde luego de ese mexicano que alegaba haber sido prisionero del estalinismo y, por vía de mientras, fue confinado otra vez, ahora en las cercanías de Moscú y en un régimen menos opresivo, para dar tiempo a que se aclarara su situación. Ahí, en esa especie de reclusión benigna que le permitía trabajar como mozo y circular restringidamente en el área, pasó cinco años. Por fin, un día tuvo la ocurrencia de meterse a la Embajada mexicana en la URSS y contar su caso. Se ofreció el embajador a gestionar su libertad y Vadillo lo autorizó a hacerlo, diciendo que estaba cansado y quería volver a morirse a México. Pero no le dijo una palabra de su experiencia en la URSS. Las gestiones duraron un año, porque no había registro en el gobierno moscovita de lo que había sucedido con un mexicano llamado Evelio Vadillo. En esas diligencias se enteró el embajador, vagamente, de las peripecias que yo les he contado. Finalmente, a mediados de 1958, Evelio Vadillo fue liberado de su confinamiento y autorizado a viajar a México. Llegó aquí en julio de 1958. Yo había roto con el Partido en aquellos días y me tenían en la perrera, condenado al ostracismo, de modo que no supe que Vadillo había regresado sino por casualidad, dos meses después de su llegada. Averigüé su dirección y me presenté en su casa. No quiso recibirme. Le puse entonces una carta recordándole quiénes éramos. Como a la semana, llegó a verme a la redacción de la revista Calló Revueltas otra vez, como olvidando que lo escuchábamos. Cantú se atrevió a romper ese silencio imponente y casi ritual, con una voz seca, quebrada: – ¿Y no te dijo nada? – Nada -dijo Revueltas. – A su manera, te dijo todo -sugirió Roberto Escudero. – Según su curiosa dialéctica, sí -aceptó Revueltas. -Pero según la realidad, lo único que me dijo, como a las ocho de la noche, fue que debía descansar. Se metió al cuarto de donde había salido y vino su sobrina a acompañarme a la puerta. No volví a verlo. Murió un mes después. Un miserable publicó en el diario – Nuestra prensa es una mierda -dijo el muchacho trotskista, todavía en el regazo de su soldadera, pero incómodo, herido y a la vez resuelto a no dejarse tocar por la Su comentario acabó de matarnos y nos quedamos viendo la mesa, girando las copas vacías sobre los pulgares. – A propósito de la prensa -dijo Revueltas, por fin. -Tengo que responder un cuestionario para el periódico estudiantil de la Universidad de Berkeley, y es la una de la mañana. Si no tienen otra moción, propongo un último brindis y a la cama. – Se acabó el tequila -informó la muchacha. – Un brindis de aire, entonces -propuso Revueltas. -Si el aire es el alma del mundo, hagámosla comulgar con la nuestra, tragándolo. – Brindo por el camarada Vadillo, que creyó en el alma de la historia -dijo Cantú. – Dos tragos grandes -aceptó Revueltas. Se puso de pie, en posición de firmes, para dar dos mordidas al aire y tragar, concentrado, como si en verdad comulgara. Reímos y lo amamos como sólo podía amársele en persona, con una ternura vecina de la risa y la alegría. Cayó preso mes y medio después, el 18 de noviembre de 1968, acusado de todos los delitos imaginables que él, en una confesión burlona, multiplicó hasta lo grotesco. Salió libre luego de dos años de prisión, tras haber escrito en su celda serena una de las obras maestras del horror carcelario, En julio de 1980, al cumplirse el cuarto aniversario de su muerte, llegó a la redacción de la revista Lamentaba Revueltas en su texto la muerte de Vicente Lombardo Toledano, el eterno líder de la izquierda reformista de México, porque había perdido para siempre la posibilidad de polemizar con él en vida, para "demoler una a una sus posiciones ideológicas". Decía no tener quejas de su captura, "salvo, desde luego, por la pérdida de la libertad", y se mostraba feliz por haber recibido de sus propios captores los libros más inesperados, desde el Escribo estas notas como quien arroja un mensaje al mar dentro de una botella. ¿A manos de quién llegarán si a manos de alguien? Bueno, escribir ya en sí mismo es una forma de la libertad, que aun sin papel ni pluma nadie nos podrá arrebatar de la cabeza, a menos que nos aloje dentro de ella una buena bala con la que termine todo. Sé que la imaginación de esa bala rondó sin melodrama su cabeza aquella primera noche de su última prisión. Me atrevo a creer también que, antes de dormirse, extrañó la voz fraterna, antigua, del camarada Vadillo, la voz que había cifrado para él, alguna vez, el sonido cálido de la madre y de la tierra, de la juventud y de la fe, la voz incontenible de la esperanza que había dado a sus vidas el fuego catecúmeno que las encendió hasta consumirlas, y a sus muertes el fulgor crepuscular del siglo donde aún crepitan, inconformes, sus rescoldos. |
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