"Historias Conversadas" - читать интересную книгу автора (Camín Héctor Aguilar)

El regalo de Pedro Infante

El que expulsa de su vida la mentira, deja la verdad afuera -dijo doña Emma, mi madre, con su habitual talante enfático de después del café. -Igual que la ley estricta y la moral sin excepciones, son las excepciones de la justicia. Miren si no, que les cuente tu tía lo que pasó en Chetumal con Pedro Infante y la hija del Peruano. Para que vean los caminos torcidos que puede tomar la verdad y las trampas que hay que hacer a veces para que se imponga lo justo.

– ¿Pero, cómo te acordaste ahora de esa historia, Emma? -dijo doña Luisa, mi tía, sonriendo con beatífica fatiga. -Tiene todos los años del mundo sepultada.

– Las historias van y vienen -sentenció doña Emma con displicencia, pizcando con la uña las migajas vagabundas del mantel. -Cuando hacen falta llegan, cuando no sirven para nada, se van. ¿Y para qué nos iba a servir a ti y a mí la historia del pelma ése, que no sabía otra cosa que cantar tonteras y comer langosta?

– ¿Te refieres a Pedro Infante, ídolo y leyenda de México? -pregunté yo, con alarma retórica.

Desde el fondo de mi memoria infantil, había coincidido con el reciente ensayo de un amigo postulando que Pedro Infante era nada menos que "el corazón del pueblo", tesis extrema, a todas luces insostenible, que mi amigo había presentado, sin embargo, con irrefutable maestría, y con la contagiosa pasión del admirador rendido, capaz de mirar sus fervores no como una debilidad, sino como parte del orden natural de las cosas.

– A ese mismo Infante me refiero yo -dijo doña Emma, presintiendo la pequeña tormenta que habría de suscitar su afirmación, pero dispuesta, como siempre, a pararse frente al adverso mundo con el único escudo de sus palabras. -Tú no hacías más que escucharlo todo el santo día en el tocadiscos de Chetumal y lo adorabas -me dijo a mí, con un remoto júbilo materno -pero yo le supe otras cosas y no me pareció nunca más que un pelma, encumbrado por la generosidad de este pueblo sin guía.

– Entonces no sólo estás contra Pedro Infante, sino también contra el pueblo que lo idolatró -dijo mi hermano Luis Miguel, uniéndose por unos segundos risueños a mi alarma.

– Ayuda lo que quieras al pelma de tu hermano -le devolvió doña Emma, sin titubear. -Ninguno de ustedes sabe lo que yo de este asunto. No saben nada.

– Es el tercer "pelma" que nos recetas, en tres intervenciones -dije yo, entrando por un flanco inesperado.

– Que los estés contando muestra lo bien usados que están -se defendió doña Emma, conteniendo una carcajada. -Sólo a un pelma se le ocurre andar contando las palabras en una conversación. No sé cómo se dicen escritores ustedes. ¿Así escriben: contando las palabras?

– Sólo si deben dar endecasílabos -la esnobeó Luis Miguel.

– Pues debían poner más cuidado en lo que tienen que decir y menos en las palabras que usan -avanzó doña Emma. -Pío Baroja decía que los escritores deben ser como burros que se ponen en cuatro patas y escriben con la cola. Los demás, según Baroja, eran plumíferos, exquisitos, esnobs. Cualquier cosa, menos escritores. Así que ustedes díganme de cuáles escritores son.

– De los tu establo, madre. Y meneando con énfasis la cola -la abrumó Luis Miguel, arrancando de doña Emma la risa que había contenido.

– Bueno, carajos, pero qué pasó con la historia de Pedro Infante y la hija del Peruano -se impuso mi hermana Emma, que se hartaba con facilidad de nuestra esgrima.

– Que se las cuente tu tía -delegó doña Emma. -A ella le tocó vivirla de cerca. En esos días nosotros no estábamos en Chetumal. Habíamos ido al campamento maderero en Fallabón. ¿Se acuerdan de Fallabón?

Nos acordábamos hasta la leyenda de Fallabón, el campamento mítico donde se había definido la ulterior desgracia económica de la familia y a cuyo nombre seguían atados algunos de nuestros recuerdos esenciales, la visión eterna de un río, el miedo bíblico al estruendo de una crecida, la secuencia húmeda de un bosque virgen, plagado de atentas iguanas.

– Pues ahí estábamos cuando vino el pelma de Pedro Infante a Chetumal a desamarrar algunos diablos del pueblo -completó doña Emma.

– Primera mención del diablo en estas historias primigenias -dijo, muy hermenéutico, Luis Miguel. -Hasta ahora sólo habíamos tenido el mundo pagano y originario de Chetumal, un mundo anterior a la culpa y al Nazareno. Ahora ya tenemos diablos sueltos.

– Lo de los diablos es un decir de tu madre -explicó doña Luisa. -Pero algo sí pasó en ese pueblo con la ocurrencia de este hombre de andarse haciendo el generoso en medio de los mendigos.

– Pero qué pasó, carajos -volvió a impacientarse mi hermana Emma.

– Pasó -dijo doña Luisa, aceptando el exhorto- que este hombre Pedro Infante, con todo lo famoso que era, el más famoso cantante de su época, el más querido actor, el ídolo de todo mundo, a ése le dio por enamorarse de Chetumal. Y se paraba por ahí cada determinado tiempo, listo para hacer sus monerías. Tenía locura por la aviación y había convencido a los dueños de la empresa Tamsa, unos irresponsables, de que lo dejaran pilotear los aviones de carga de la compañía que venían de Mérida o Veracruz a Quintana Roo. Y allá se subía Pedrito a los aviones de Tamsa para volar a Chetumal. Le digo "Pedrito" porque todo mundo lo llamaba así en Chetumal, como si fuera su hijo o su perro. El caso es que cada tres semanas, cada cinco, allá venía Pedrito desde Mérida cantando en las alturas las mismas boberías que cantaba en el cine. Y ya que iba llegando se comunicaba por radio y mandaba pedir que le sacaran dos langostas medianas. Escucha esto: langostas medianas tenían que ser, porque según Pedrito así es como conservaban su verdadero sabor. Y tenían que ser recién sacadas, porque luego de unas horas fuera del agua, según Pedrito, las langostas no sabían igual. Seguían siendo un manjar, pero ya no un platillo del paraíso. Con eso del paraíso traía Pedro Infante mareados a todos los pelmas de Chetumal.

– ¿Tú también nos vas a pelmear? -le dije a mi tía de inmediato, zafando al fin una carcajada de mi hermana Emma, que también contaba las palabras.

– Pero si es que para algunas cosas los hombres de Chetumal de verdad eran unos pelmas -dijo doña Luisa, disculpando su juicio sin retirarlo. -Eran unos pazguatos ignorantes, y unos entrometidos. Tu abuelo Camín decía que en Chetumal había algunos especimenes que probaban solos la teoría de la evolución de Darwin. "Aquí hay varios que se acaban de bajar de la mata", decía papá. Y era verdad. Tú no sabes las cosas que podía creer la gente en Chetumal. Un día llega a nuestra tienda una muchachita prieta y china como negro cambujo y me viene a preguntar la pobre, de parte de su mamá, que a qué horas me ponía yo a tomar la luna. "¿A tomar qué, muchacha?", le pregunto. "A tomar la luna", me dice la pobrecita, un bicharrajito así, que no levantaba ni cincuenta centímetros del suelo. "Mi papá dice que ustedes están así de blancas porque en lugar de tomar el sol, toman la luna. Y mi mamá quiere saber a qué hora es mejor, para probar". ¿Puedes tú creer eso? Dime si no tenía ese hombre aserrín en el cerebro.

– Y la mujer que le hacía caso, tenía viruta -dijo doña Emma.

– Era una pobre campesina ignorante -disculpó doña Luisa, con lejana ternura.

– Todas somos unas campesinas ignorantes hasta que mandamos a la mierda a los hombres por primera vez -definió doña Emma, con inesperado vuelco radical.

– Ortodoxias no, madre -suplicó Luis Miguel-. No me vengas con que a la vejez, viruelas feministas.

– Viruelas contra los hombres es lo que las mujeres deberían tener a la edad propicia -reiteró doña Emma. -Pero nadie ha inventado vacunas para eso.

– Por algo será -dijo doña Luisa, más ansiosa de seguir la historia que de discutir con doña Emma. -El caso es que en esa época, tan lejana que es difícil creer que existió alguna vez, Pedro Infante venía a Chetumal en su avión, cantando el pelma, porque no era más que un pelma simpático, en eso tu madre tiene razón, y venía por lo común a la casa de Pepe Almudena, un comerciante español de Chetumal que lo recibía siempre y le hacía grandes comidas con sus langostas medianas, acabadas de pescar. Era la época en que pescabas langostas en Chetumal como si recogieras arena del fondo del mar. Te metías un poco al agua y ahí estaba la langosta esperando. Cuando fue Cárdenas a Quintana Roo, iba llegando al muelle de Cozumel y se tiró al agua frente al muelle. Salió con dos tremendas langostas, una en cada mano. Todo era así en Chetumal, por eso nosotras decimos que era como el paraíso terrenal.

– Era un pueblo del Oeste con mar y sin caballos -definió doña Emma. -Nada faltaba ahí, pescado, frutas, langostas o pavos de monte. Cogías quetzales en el patio de tu casa y los venados venían a tomar al aljibe del pueblo. Había todo con sólo estirar la mano. Por eso era un pueblo tan pobre. No había que esforzarse por nada.

– Infante le había bautizado una hija a Pepe Almudena -siguió doña Luisa -la hija menor, Araceli, y tenía siempre cuidado, eso hay que reconocérselo, de traerle cada vez un regalo a la niña, La Gallega, como le decían. El regalo acababa siendo la envidia de todo el pueblo, porque se lo había traído a La Gallega Pedro Infante y porque eran siempre cosas que no había en Chetumal, chucherías de cierto lujo o más sencillas, pero que en Chetumal no podían encontrarse. Y era llegar Infante a Chetumal y alborotarse el pueblo. Para todos tenía Infante una atención, también hay que reconocérselo. Con tal de agradar era capaz de todo. Un día, yo creo que para mostrar lo fuerte que era y para agradar a la gente del muelle, se puso a ayudar a la estiba de un barco de tu abuelo Aguilar. Ahí se estuvo media mañana cargando bultos con los marineros y los soldados, como uno del montón.

– El Preferido del Montón -precisó Luis Miguel.

– No dejaba de tener lo suyo -reconoció doña Luisa. -Después de todo, no tenía por qué tomarse tantas molestias para quedar bien con la gente de Chetumal. Pero el hecho es que el día que llegaba tenía que ver con todo mundo. "Ya llegó Pedrito", corría la voz desde el aeropuerto, aunque aeropuerto es un decir: era una pista ahí cualquiera de asfalto, con un bohío que servía de oficina a media selva. Pues Infante venía de allá hasta la casa de Pepe Almudena, hablando y liándose con todos, rodeado de gente, como en un carnaval. Se sabía el nombre de medio pueblo y con todos se saludaba y preguntaba por zutano, por mengano. Pepe Almudena era hombre de posibles y cuando llegaba Infante ponía en una de sus bodegas tremendos peroles de comida para la gente y dentro de la casa una mesa muy bien puesta para Pedrito y para el círculo más cercano de su familia y sus amigos de Chetumal. Tu abuelo Camín, por ejemplo, siempre estaba invitado a la mesa de Almudena cuando llegaba Pedrito. Pero fue una vez y no volvió. "La adulación no se lleva con mi digestión", decía papá, tu abuelo. Según él, la atmósfera de esas comidas era de una adulación grosera para Infante. Yo creo, Emma, ahora que lo pienso -le dijo doña Luisa a su hermana, interrumpiendo la narración- que aquel rechazo de papá a las comidas de Almudena es lo que nos ha quedado a nosotras en contra de Infante. Porque papá no podía ni oír de esas comidas, de la gente desfilando para obtener un autógrafo, un saludo, una sonrisa de aquel hombre. No podía soportar la idea de esa procesión. Ni de ninguna otra. Papá era difícil para la gente, le daban urticaria las muchedumbres. "El que sigue a una muchedumbre", decía él, "nunca será seguido por una muchedumbre". Era como aristocrático, desencantado, qué sé yo. Siempre decía: "Mejor rey pobre en mi choza, que sirviente rico en el palacio de otro". Y ya se podía caer el mundo que a papá no lo movías una pulgada de su reino. Pues el caso es que entre tanta gente que iba y venía saludando a Pedrito, para después discutir durante semanas a quien le había sonreído mejor, a quién le había hablado más y otras boberas del estilo, entre toda esa gente se coló un día la hija mayor del Peruano, Violeta, una chiquita hermosa como no han vuelto a ver los cielos de Chetumal.

– Te recuerdo que ya otorgaste ese título a la hija de la mulata Morrison en otra ocasión -le dije yo, para matizar la hipérbole.

– Bueno -dijo doña Luisa, riendo la sonrisa que borraba los años de su cara- la hija de la mulata Morrison era un sueño, una belleza extravagante que no podías dejar de mirar cuando la veías. Pero la hija mayor del Peruano era una aparición, blanca y fina como una madona, una blancura que atraía la luz. De verdad, algo pasaba con esa muchacha, porque la veías venir por las veredas de Chetumal a larga distancia, entonces no había aceras todavía, eran veredas abiertas y bien chapeadas en el monte, la veías venir con sus vestiditos siempre zancones y con algún rasgón, una miseria traía siempre encima la pobre, y a lo lejos la veías como brillar, óyeme, blanca y rubita, caminando como un animal fino, en medio del verde del bosque y las casas de madera de Chetumal. Cuando esto que les cuento, era una muchacha de doce o trece años y era lastimoso verla, porque seguía usando vestidos de niña pero ya no era una niña. La edad avanzaba rápido en sus pechos y en sus formas y de un día para otro dejabas de ver a una niña preciosa con el vestido zancón y creías ver más bien a una mujer hecha y derecha medio desnuda. Era de llamar la atención, porque además bajaba del cerro, allá lejos por el aeropuerto, con su caja de chicles o de chocolates o lo que le tocara vender esa semana, y cruzaba todo el pueblo hasta el Parque Hidalgo o hasta el cine Juventino Rosas. Y era una de las mayores porquerías de Chetumal ver a los machos de porra del pueblo hurgarle las formas a la hija del Peruano con las miradas más sucias que puedas pensar. Una porquería insufrible en torno a esa beldad como iluminada, esa niña.

– Exactamente. La hija del Peruano era una niña -confirmó doña Emma. -Parecía más grande y más mujer, pero no era más que una niña. Con nosotros venía en esa época y se paraba en el mostrador de la tienda a pedir que la dejáramos andar en el triciclo de Héctor, que le dejáramos vestir las muñecas de Emma, y a pedir puras cosas de niña la pobre, con sus vestidos dejando ver sus ancas de mujer. Era una cosa de llamar la atención ese contraste horrible de una niña hecha mujer sin darse cuenta. Vaya, sin haber reglado siquiera.

– Qué tendrá que ver la regla en esto -se quejó doña Luisa, que repudiaba instintivamente toda alusión a las verdades del bajo vientre.

– Tiene que ver para que entiendan lo que estás hablando, no para irritarte a ti -dijo doña Emma, con superioridad tolstoiana.

– Pero si lo habían entendido -insistió doña Luisa. -No es que me irrite yo.

– Explícanos mejor quién es el Peruano -se metió Luis Miguel, que lo reinventaría más tarde, al Peruano y a su familia y a su amante negra, en una serie de poemas.

– El Peruano era un pobre tipo -siguió doña Luisa. -Era famoso en Chetumal porque estaba borracho todo el día y porque había venido del Perú contando unas historias marineras de grandezas sin cuento. Se había casado con la hija de un libanés contratista de madera, y luego de una vida de matrimonio normal, en la que tuvieron a esta muchachita Violeta y cuatro varones, el Peruano se fue a liar en Corozal con una negra malviviente y su mujer, una Dolores Abdelnour, no quiso tolerárselo, se fue de la casa diciéndole a todo Chetumal por qué y antes de que pasaran dos meses se puso a vivir con un primo en Carrillo Puerto, dejando atrás marido, hijos, padres y hermanos, porque no hubo quien estuviera de parte de ellos cuando decidieron juntarse. Su ausencia o el ridículo, qué se yo, destruyó al Peruano. Cuando Dolores se le fue de casa, el Peruano empezó a beber y no paró hasta que la bebida se lo llevó de este mundo. Perdió el negocio de importaciones que tenía, perdió la casa que se había comprado, perdió desde luego a la negra interesada de Corozal, y se fue a malvivir allá por el cerro con sus hijos. Malvivía, como digo, de venderle ropa y manta cruda a los chicleros, aunque decían que también les vendía mariguana de un predio que había conservado por Huay Pix, monte adentro, junto a la laguna. La verdad es que el pobre hombre no pudo tragar lo único que debió tragar, el abandono de su mujer, y se dedicó a tragar todo lo que no debía. Entonces mandaba a la hija a vender cosas al pueblo, pepitas, cacahuates, dulces americanos, lo que fuera, y Violeta se cansaba de andar por el pueblo de arriba abajo mostrándose sin darse cuenta. Imagínate esa belleza paseándose todo el día por ese pueblo chiclero en el fin de la selva.

– Pero si era el paraíso -recordé yo.

– El paraíso también estaba dejado de la mano de Dios -acudió, herética y sonriente doña Emma. -De otro modo, no habría pasado ahí lo que pasó.

– ¿Pero qué pasó con la hija del Peruano y Pedro Infante? -insistió Emma, mi hermana.

– Pasó -siguió doña Luisa -que uno de esos días de fiesta en casa de Almudena por la llegada de Pedrito, se presentó Violeta con su cajita de chicles, a ver qué podía vender o comer. Pues no bien la vio Pedro Infante, que sabía lo que eran las bellezas del cine mexicano, va y le pregunta a Pepe Almudena, "¿Qué es eso, compadre? ¿Dónde tenían escondida esta creación del Señor?". "Es la hija del Peruano, que no conoces", le contesta Pepe Almudena. Entonces Pedro Infante, que además de pelma era un cuzco, se va de cuzco a donde la Violeta, la toma del brazo, la lleva a la mesa donde iban a comer en casa de Almudena y empieza a hacerse el gracioso con ella. Pero no bien empieza la chamaca a hablar, Infante se da cuenta rápidamente de que tiene entre manos a una chiquilla, nada más. Entonces le cambia el interés del principio, pero igual decide que la mocosa se quede con ellos hasta el fin de la comida, porque es la cosa más bella que ha visto en Quintana Roo. Y ahí se pasa la comida admirándola, rendido ante la belleza de Violeta, la hija del Peruano. Tanto es así que al final de la comida le dice: "Me has alegrado los ojitos como pocas cosas, criatura, y te voy a hacer un regalo. ¿Qué se te antoja?" Y va Violeta y le contesta señalando a Araceli, la hija de Almudena: "Quiero lo mismo que La Gallega". Infante le había traído esa vez de regalo a La Gallega, la hija de Pepe Almudena, una muñeca holandesa de porcelana, una de esas muñecas de colección, con articulaciones en hombros y tobillos y unas facciones tan perfectas, tan expresivas, que en cualquier momento podían arrancarse a hablar. Le había entregado el regalo al llegar y ahí se había estado Araceli jugando con su regalo a la vista de todos. Bueno, pues el mismo tiempo que Pedro Infante pasó admirando a Violeta, Violeta lo pasó hipnotizada por la muñeca que La Gallega acunaba en sus brazos, vestía y desvestía, mostraba y celebraba, pero no dejaba que la tocara nadie, Violeta menos que nadie. De modo que cuando escuchó la oferta de Pedrito, sin pensarlo dos veces Violeta le dijo: "Quiero lo mismo que La Gallega". Se quedó Pedrito de una pieza, sin saber qué hacer, a la vista de todos. "Pues ahora sí me fregaste, criatura", le dice a Violeta. "Cualquier cosa pídeme menos la muñeca, porque no traigo otra y esta ya la di". Entonces Violeta se hace ovillo y empieza a llorar, a llorar de tal manera que la gente se asusta, le preguntan si le duele algo, pero Violeta sólo llora y llora, hasta que Pedro Infante se acerca a consolarla y le dice: "Me parte el alma verte llorar así y ser tan burro, m'hija. Esta muñeca no te puedo dar, pero te prometo que la próxima vez que venga a Chetumal, y voy a venir al fin del mes, te voy a traer a ti una muñeca como esta. Y para que no digas que es una pura hablada, orita mismo te voy a comprar la mejor muñeca que haya en Chetumal y te la dejo en prenda de la otra que te voy a traer. Pero no llores, que te pones fea. Aunque la verdad, criatura, hasta llorando y moqueando eres una bendición de Dios". Bueno, pues se calmó Violeta y Pepe Almudena mandó a uno de sus empleados a buscar la muñeca sustituta. Pero era domingo y todo el comercio en Chetumal había cerrado, además de que muñecas y juguetes en Chetumal no había más que por Navidad o cuando mandabas pedirlo al lado inglés. Así que el empleado regresó diciendo que no había una sola muñeca en todo el pueblo, la única que había localizado era la que estaba hace meses en el aparador de la Casa Aguilar, la tienda de tu abuelo, pero la tienda estaba cerrada y quién sabe si quisieran venderla, porque no se la habían vendido a nadie en ese tiempo. Entonces Almudena le mandó un recado a tu abuelo Aguilar explicándole la cosa y tu abuelo ordenó abrir la tienda y darle la muñeca al empleado de Almudena, una muñeca muy bonita también, pero sin punto de comparación con la otra. Pues muy bien, le dan su muñeca a Violeta, se termina la fiesta, Pedro Infante se trepa a su avión de regreso a Mérida y todo el mundo en paz y contento.

– Pedro Infante, corazón del pueblo -dijo Luis Miguel insistiendo en la tesis del ensayo de mi amigo, que también conocía.

– Vas a ver tu corazón del pueblo -saltó doña Emma. -Que te cuente tu tía lo que pasó en el corazón del pueblo.

– Pues eso es lo que queremos saber: ¿qué pasó? -dijo mi hermana Emma.

– Lo que siempre pasa, lo inesperado -dijo doña Luisa. -No bien llegó Violeta a su casa con la muñeca de la Casa Aguilar, el Peruano se le fue encima vuelto una fiera, gritándole, zarandeándola, preguntándole de dónde había sacado aquella muñeca. Le contesta la pobre muchachita que se la había regalado Pedro Infante. "Mentira", le grita el Peruano. "Te la dio el tal por cual de Epitacio". "Me la dio Pedro Infante", contesta lloriqueando Violeta. "Confiésame la verdad", le grita el Peruano. "Dime si te la dio Epitacio", y empieza a golpear a Violeta, borracho como estaba, como siempre.

– ¿Pero quién es Epitacio? -preguntó mi hermana Emma.

– Epitacio era el capataz de tu abuelo Aguilar, un miserable que no lo puedes creer -accedió doña Luisa. -Un hombre malo y pervertido que sólo tu abuelo Aguilar podía controlar. Papá decía, elogiando a tu abuelo Aguilar: "Lupe es la única persona en Chetumal que puede sacar algo bueno de ese albañal llamado Epitacio Arriaga". Y así era. Don Lupe tenía domado al tal Epitacio, lo trataba como a un perro y como un perro Epitacio le era fiel. Cada vez que había una cosa miserable o peligrosa que hacer, tu abuelo Lupe mandaba a Epitacio. Si había que tirotear a los negros que se robaban las trozas de madera del Río Hondo, con Epitacio se apostaba tu abuelo Aguilar a cazar negros. Si había que sacar borrachos de la cantina, Epitacio llegaba a sacarlos. Si había que cobrar dinero a pagadores remilgosos, Epitacio iba de cobrador. Y ahí lo tenía tu abuelo como perro de presa a la entrada de la tienda, que era también de la casa, esperando sus órdenes. Siempre repelando, pero siempre obedeciendo, y trabajando como Dios manda, en lo que se le ofreciera a don Lupe. Pero fuera de esa como servidumbre con tu abuelo, una servidumbre yo digo más mental que otra cosa, Epitacio era un ser abominable. El tiempo que no estaba en casa de tu abuelo, lo pasaba en el congal del pueblo hablando de sus hazañas y atormentando a las mujeres de ahí, pidiéndoles cosas perversas, lastimándolas. Había estado en la cárcel, porque el día de su noche de bodas golpeó a su mujer tanto que la dejó paralítica. Según él, no había sido señorita cuando se casaron y lo había engañado. Él, su obsesión, eran las mujeres, las jovencitas en particular. No había muchacha joven y pobre en el pueblo, porque no se metía con las ricas, que no fuera recibiendo propuestas obscenas de Epitacio, según pasaban por la calle o se las topaba en un baile o se acercaban al mostrador de la Casa Aguilar a comprar algo. Una obsesión enferma y puerca de ese hombre por cualquier cosa joven con faldas que le cruzara enfrente. Un degenerado, un pervertido. Y la que caía en sus redes, casi siempre por dinero, no creo que ninguna de aquellas infelices lo hiciera por gusto o placer, mucho menos por amor, era después la única materia de su conversación en dondequiera, cómo era fulana y cómo había estado con él y esto le había hecho y aquello le había tornado, con una majadería y una vulgaridad, que no lo puedes creer.

– Esa es la palabra exacta: vulgar -apuntó doña Emma. -Epitacio era sobre todo un hombre vulgar, un hombre corriente. Repugnante de tan vulgar y tan corriente.

– Y también de mala índole, Emma. Tenía el alma torcida y retorcida -aceptó y agregó doña Luisa. -Porque no hubo en toda la vida de ese hombre, una sola cosa limpia y normal, aparte de su lealtad perruna a don Lupe. Todo venía sucio, turbio, sudado y enlodado.

– Bueno, pero qué pasó -volvió a urgir mi hermana Emma.

– Pues que el Peruano, borracho como estaba, tomó el machete y fue a buscar a Epitacio -siguió doña Luisa- convencido de que Epitacio había intentado o logrado algo con Violeta. Y va rumbo al aserradero de tu abuelo, allá del otro lado del muelle, donde dormía Epitacio en la caseta de vigilancia y toca la casualidad de que esa noche, siendo domingo, Epitacio no anda en el burdel como acostumbra, sino que está durmiendo la mona del día anterior. Se mete el Peruano a la caseta y, antes de que los otros trabajadores lo detengan, alcanza a darle a Epitacio dos machetazos, uno en la mano que le lleva dos dedos y otro en la espalda.

– Ay qué espanto -dijo mi hermana Emma. -Pobre hombre, qué vida.

– ¿Pobre Epitacio? -pregunté yo.

– No, pobre Peruano -dijo Emma.

– Pero si el Peruano fue el que le dio de machetazos -dije

– Pero por su hijita -dijo Emma.

– Por borracho -dije yo.

– Bueno, sí, por borracho, pero por su hijita -siguió enternecida Emma.

– Bueno -siguió doña Luisa -los hombres se llevaron al Peruano a la comisaría y a Epitacio al hospital. Le pararon la hemorragia a Epitacio que perdió dos dedos limpios, el índice y el pulgar, se conoce que metió la mano para detener el machetazo. La herida en la espalda no era muy profunda, más grave resultó lo de la mano. Mientras curan a Epitacio en el hospital, al Peruano lo interrogan en la comisaría. "¿Por qué quisiste matar a Epitacio?", "¿Qué te hizo Epitacio?", "¿Alguien te mandó o lo hiciste por tu cuenta?" Porque todo Chetumal estaba lleno de sospechas. Nadie hacía ahí una cosa por su cuenta. Era terrible. Todos los actos tenían una doble o una triple intención. Así era Chetumal. Pero el Peruano no dijo una palabra, se quedó callado, sumido en su borrachera y en su terquedad, repitiendo sólo que no iba a decir nada, que no iba a decir nada, que lo metieran a la cárcel si querían, que él había hecho lo que debía hacer y que no iba a darle cuenta a nadie de sus actos.

– Hay una cosa que no entiendo -dijo Luis Miguel, fastidiando a su amoroso modo. -Es esto: ¿cómo resulta que en el paraíso todo el mundo tiene sospechas de los actos de otros? Para empezar, en el paraíso no hay más que Adán y Eva. ¿Quieren decir que Chetumal no era del todo el paraíso?

– Queremos decir que te calles, carajo -dijo mi hermana Emma. -Lo que interesa ahora es qué pasó con el Peruano.

– Eso puede interesarte nada más a ti -contestó Luis Miguel, continuando su juego. -Pero el asunto de la metáfora sobre el paraíso le interesa a la mitología universal.

– Pues que venga a preguntar la mitología universal -dijo Emma. -Ahorita lo que a nosotros nos interesa es qué pasó con el Peruano.

– Y con Epitacio -dije yo.

– Con Epitacio también, pero eso nos interesa menos porque era un miserable -dijo mi hermana Emma.

– Me rindo -dijo Luis Miguel. -Pero hay una falla lógica en todo esto.

– ¿Cuál falla lógica? -preguntó doña Emma.

– ¿Por qué al Peruano se le ocurre que Epitacio es culpable de algo?- preguntó, exponiendo, Luis Miguel. -El Peruano lo único que ve es llegar a su hija con una muñeca. La hija da una explicación que al Peruano le parece absurda o increíble, de acuerdo: dice que se la regaló Pedro Infante. Pero ¿por qué el Peruano concluye de ahí que tiene que ir a darle de machetazos a Epitacio? Hay ahí un deux ex machina, como diría Pedro Infante. Un non sequitur, que habría dicho el Peruano.

– Este se cree más inteligente que la realidad -dijo Doña Emma litigando como siempre, amorosamente, con su hijo menor, a quien le diagnosticó, por añadidura: -Tú confundes lo que no sabes con lo que no puede ser.

– Pero en esto tiene razón -dijo doña Luisa. -Porque esa fue precisamente la reacción de don Lupe Aguilar cuando supo el lío de los machetazos. Lo primero que pensó don Lupe cuando se lo dijeron fue lo que Luis Miguel: "Aquí hay gato encerrado".

– Que diría Hegel -ilustró Luis Miguel, provocando la risa ecuménica de la mesa.

Siguió luego doña Luisa:

– Don Lupe pensó: "Aquí hay gato encerrado", y decidió ir a la cárcel a entrevistarse con el Peruano. "Déjennos solos", le dijo a los guardias. Los dejaron solos sin chistar, porque tu abuelo Aguilar puesto a dar órdenes era una fiera. Entonces tu abuelo se sacó del pantalón una anforita de aguardiente y se la dio al Peruano. "Toma", le dice. "Ya bastantes desgracias tienes tú encima para que además te falte guaro". Cuando el Peruano se hubo tranquilizado con el aguardiente, le dijo tu abuelo: "Ahora quiero que me cuentes a mí, nada más a mí, qué te hizo Epitacio". "A usted sí", le dijo el Peruano, y entonces le va contando. Resulta que el pervertido de Epitacio se había dedicado un buen tiempo a fastidiar al Peruano diciéndole que quería casarse con Violeta. Y le ofrecía esto a cambio de la mano de Violeta y le ofrecía aquello, le pagaba los tragos en la cantina al Peruano y se hacía el yerno, con su ridiculez de hombre de cuarenta años pretendiendo llevarse a su escondrijo aquel tesoro de catorce que era Violeta. El Peruano lo ignoraba, lo esquivaba, le palmeaba el hombro, pero no le decía ni sí ni no, tan descabellado le parecía el propósito de Epitacio, que no valía la pena ni hablar de ello. Pues un día se presenta Epitacio en la casa del Peruano con una muñeca preciosa, casi de tamaño natural, y le dice, fíjate, el lenón, el pervertido éste: "Aquí le traigo este regalo a Violetita. Quiero que lo acepte como inicio de nuestro compromiso para casarnos dentro de un año". "Tú estás loco", le dice el Peruano. "Ya te he dicho que de eso no hay ni qué hablar. Violeta es una niña". "Tú hija ya es una mujer", le contesta Epitacio. "Y el único que no se da cuenta de eso eres tú". Entonces el Peruano se enoja y empieza a insultar a Epitacio, sin reparar en lo peligroso que era ese hombre. Y al final le dice: "Tú eres el último hombre en el mundo con el que Violeta puede meterse. Tú eres un enfermo, un pistolero, y además estás viejo para ella". Epitacio lo deja terminar y le dice, sin inmutarse: "Quise llegar a tu casa bien y me insultas. Entonces voy a llegar como yo sé. Me voy a hacer de tu hija como yo pueda, y tú lo vas a saber. Voy a cambiar esta muñeca que traigo de regalo y que no aceptas, por la tuya. Cuando tú tengas esta muñeca en tu casa, será señal que yo he tenido a Violeta en la mía". Y entonces va y pone la muñeca en el estante más alto de la Casa Aguilar, prohibida su venta, porque es de Epitacio, esperando cumplir su infamia con Violeta para mandársela de contraseña al Peruano. Bueno, pues esa es la muñeca que en su prisa y sus ganas de quedar bien le localizan a Pedro Infante, la muñeca que Infante le regala a Violeta y la muñeca que Violeta lleva a su casa la noche de aquel domingo. Cuando el Peruano la ve llegar con la muñeca, lo que entiende es que Epitacio le cumplió la palabra y se aprovechó ya de su hija. Por eso sale con el machete a buscar a Epitacio, y por eso no quiere decir nada después, porque no quiere manchar más a Violeta voceando su deshonra.

– Fíjate el lío que armó Infante -dijo doña Emma. -Para que me digan si no fue un pelma. Y todo por quedar bien.

– Pero mamá, cómo iba a saber -dijo mi hermana Emma.

– Si los hombres se quedaran quietos, en vez de andar haciéndose los interesantes, otro gallo nos cantara -dijo doña Emma, con vuelo estoico.

– ¿Y qué hizo el abuelo Aguilar? -pregunté yo.

– Le dijo al Peruano: "Todo esto es un malentendido de película" -siguió doña Luisa. -Le explicó que él mismo había autorizado la entrega de la muñeca para Infante, porque se lo había pedido Pepe Almudena, y que Epitacio no había metido la mano en eso. "Por eso lo encontraste tan desprevenido", le dijo. "De otro modo, te hubiera estado esperando, y el que estaría a estas horas en el hospital, o en el cielo, serías tú. Pero no te preocupes. Entiendo tu rabia y te voy a ayudar". Con la misma, sale don Lupe de la cárcel y se va al hospital a ver a Epitacio. "Ésta te la ganaste", le dice. "Pero si no hice nada, don Lupe", le contesta Epitacio. "Con la intención que tenías es suficiente", le dijo don Lupe. "Que te matara merecías, pero nada más te hirió". "No me hable así, don Lupe", le dice Epitacio. "Mire, me chapeó dos dedos", mostrándole la mano izquierda vendada, ensangrentada. "Te sobraban para robarme", le dijo don Lupe. "Quiero que no pongas demanda contra el Peruano". "Don Lupe, pero si me dejó cucho ese hijoeputa. Eso no se puede quedar así". "Así se va a quedar", le dijo don Lupe. "Yo te voy a dar a cambio todo el dinero que necesites y una buena chamba en el campamento de Plancha Piedra, en Guatemala. Te va a convenir". "Exige usted mucho, patrón", le dijo Epitacio. "Y te aguanto mucho, también", contestó tu abuelo. "¿Quiénes estaban presentes de los muchachos cuando llegó el Peruano?". Le dice Epitacio y se va tu abuelo a buscarlos al aserradero. "Ustedes no vieron nada aquí", les dice. "Mucho menos al Peruano con un machete". "Pero don Lupe", le dice Encalada, uno que luego trabajó con tu padre, "si nosotros lo llevamos preso, ¿cómo vamos a decir que no lo vimos?". "Porque nadie les va a preguntar", dijo don Lupe. Al día siguiente fue a la comisaría a hablar con el juez y le dice: "Hay un error en la detención del Peruano. Ya hablé yo con Epitacio, el herido. Dice que el Peruano no fue". "Pero si aquí lo trajeron sus muchachos, don Lupe". "Mis muchachos no trajeron a nadie", dijo don Lupe. "Y el Peruano no pudo ser porque yo estuve bebiendo con él toda la tarde y la noche de ayer. Estuvo conmigo". "Pero si usted no bebe, don Lupe", le dice el juez. "Precisamente por eso me acuerdo", le contesta don Lupe. "Y tú, que entiendes muy bien las cosas, no te pongas delicado. Epitacio se merece lo que le pasó y más". Y entonces le cuenta al juez la confusión del asunto y la amenaza previa de Epitacio sobre Violeta. "Pues tiene usted razón", dice el juez. "Y tengo también unos regalos para ti y tu familia", le dice don Lupe. "Pásate a buscarlos a la tienda por la tarde. Esta vez, a la mejor violamos la ley, pero vamos a impartir justicia".

– Impartió justicia violando la ley -resumió doña Emma.

– ¿Y qué pasó con el Peruano? -preguntó mi hermana Emma que en verdad se había uncido a su destino.

– Salió libre por falta de méritos -dijo doña Luisa. -Todo el mundo se reía en Chetumal de la justicia de tu abuelo Aguilar, al extremo que le pusieron el Rey Salomón y cada vez que había un pleito a machetazos entre chicleros o mayas, lo cual era cosa relativamente común, la gente decía: "Llamen a don Lupe, que hace justicia y desaparece hasta los muertos si hace falta". Luego le dio un empleo al Peruano, allá en unos negocios que tenía de traer y llevar mercancía por los pueblos de la ribera del Río Hondo, y se hizo cargo de sus hijos, los mandó a la escuela, los cuidó y hasta apadrinó a uno de los muchachos en su comunión, él que no creía en la existencia ni del pesebre de Belén. No creía en nada religioso, pero supongo que se sintió culpable de esos niños y de la tragedia que había estado a punto de provocar el Epitacio aquél, que era su protegido y su perro de presa. "Me salió barato", decía después el malvado viejo acordándose, el pícaro.

– ¿Pero cuál tragedia? -alegó Emma. -Si salió herido nada más quien lo merecía.

– La tragedia que hubiera sido, hija -dijo doña Luisa escandalizada. -La tragedia de que Epitacio hubiera violado a Violeta. Que hubiera esperado al Peruano y lo hubiera matado. Y que tu abuelo Aguilar hubiera tenido que hacerle frente a los crímenes de su cancerbero. Se le hubiera echado el pueblo encima a él.

– ¿Y la bella Violeta? ¿Qué pasó con ella? -preguntó Luis Miguel.

– Pues mira lo que son las cosas -dijo doña Luisa. -Violeta creció, dejó de ser una adolescente y con la adolescencia aquella belleza suya turbadora, iluminada, como te digo, se eclipsó. Embarneció mal y se quedó chiquita, no muy alta, de modo que su esbeltez desapareció y quedó una mujer hermosa, claro, siempre muy hermosa, pero nada que ver con lo otro, de la época en que el Peruano madrugó a Epitacio. Ahora, a esa muchacha no la abandonó del todo la mala suerte. Luego que murió el Peruano, ahogado, porque se cayó en la noche, dormido de la borda del barco donde llevaba su mercancía por el río: nunca lo encontraron, Violeta casó con un muchacho llamado Romero, un muchacho excelente, trabajador, serio y adoraba a Violeta. Bueno, pues quién iba a decir que de pronto, sin ninguna razón porque en todo le iba bien, a lo mejor por eso, lo mismo que al Peruano, a Romero le dio por beber. Y en lo que tú volteas a ver, ya todo Romero era nada más beber. Beber, y beber, y beber. Tuvieron un hijo igualito al Peruano. Un día, borracho, Romero vino y le pegó una tunda chetumaleña a la Violeta, una tunda de las que estilaban los machos chetumaleños. Pero Violeta ya estaba curada de espanto con la historia de su padre, mandó llamar al hermano que ya era un hombrón y el hermano le dio una tunda de regreso a Romero que tardó días en poder decir su nombre de nuevo. Violeta nunca más volvió a ver a Romero, a dirigirle la palabra siquiera. Tomó su hijo, salió de la casa del borrachín y hasta no verte Jesús mío. Nunca más.

– Un temperamento radical -bromeó Luis Miguel.

– Santo remedio -dijo doña Luisa. -Nunca más nadie le levantó un brazo a Violeta.

– ¿Y Romero? -preguntó Luis Miguel.

– Romero siguió de borrachín -dijo doña Emma. -Pero ahora con la coartada de que tomaba porque Violeta lo había despechado y no podía vivir sin ella. Pretextos, porque ya bebía desde antes. Un día, borracho, se trepó a un bote en el muelle y se perdió en el mar. Luego Violeta venía y se paraba en el mostrador, preguntando, angustiada: "¿Lo habré matado yo despechándolo, doña Emma?". Y yo le dije: "No, lo mató el guarapo. Pero el guarapo y él te habrían matado a ti si no lo despechas". Un día, comentando el caso de Violeta y Romero, el obispo de Campeche, que llegaba a casa durante su visita pastoral, nos dijo: "Existe el pecado de omisión, pero para serles franco yo creo más bien que lo que ha de ser no necesita ayuda. Díganle a esta muchacha que si eso le preocupa, yo la absuelvo, que venga por mi bendición". Se lo dijimos a Violeta, pero nunca vino. "Ya me absolvió en ausencia el señor obispo. No se vaya arrepentir cuando me vea", decía la pícara.

– Bueno, ¿y Epitacio? -quiso saber Emma, su antifan.

– La porquería esa murió como lo que era, perdido en la selva de Guatemala -dijo doña Luisa. -A machetazos, como debió matarlo el Peruano, así murió, en una casa de mala nota de Plancha Piedra, a la entrada del Peten en Guatemala. Una basura, nadie lo lloró.

– A diferencia del pelma de Pedro Infante, a quien lo lloró todo México -dije yo. -A propósito, ¿y la muñeca de Pedro Infante?

– Nunca llegó a Chetumal -dijo doña Luisa.- En su siguiente vuelo a la península, no sé si iba a pasar a Chetumal, pero había despegado de Mérida, el avión que piloteaba Pedro Infante cayó en la selva y así murió, enterrado en una carga de pescado frío. De modo que el Peruano nunca escuchó de viva voz de Infante que lo que su hija le dijo era verdad.

– La verdad es una madriguera -dijo, filosófica, doña Emma.

– Una muñeca faltante -dijo Luis Miguel.


Hubo una pausa en la animación de la mesa y un callado regreso a la verdad trivial de la familia, los padres y los hijos, los grandes y los chicos, las memorias comunes y el temor al adiós de los que amamos.