"Historias Conversadas" - читать интересную книгу автора (Camín Héctor Aguilar)El regalo de Pedro InfanteEl que expulsa de su vida la mentira, deja la verdad afuera -dijo doña Emma, mi madre, con su habitual talante enfático de después del café. -Igual que la ley estricta y la moral sin excepciones, son las excepciones de la justicia. Miren si no, que les cuente tu tía lo que pasó en Chetumal con Pedro Infante y la hija del – ¿Pero, cómo te acordaste ahora de esa historia, Emma? -dijo doña Luisa, mi tía, sonriendo con beatífica fatiga. -Tiene todos los años del mundo sepultada. – Las historias van y vienen -sentenció doña Emma con displicencia, pizcando con la uña las migajas vagabundas del mantel. -Cuando hacen falta llegan, cuando no sirven para nada, se van. ¿Y para qué nos iba a servir a ti y a mí la historia del pelma ése, que no sabía otra cosa que cantar tonteras y comer langosta? – ¿Te refieres a Pedro Infante, ídolo y leyenda de México? -pregunté yo, con alarma retórica. Desde el fondo de mi memoria infantil, había coincidido con el reciente ensayo de un amigo postulando que Pedro Infante era nada menos que "el corazón del pueblo", tesis extrema, a todas luces insostenible, que mi amigo había presentado, sin embargo, con irrefutable maestría, y con la contagiosa pasión del admirador rendido, capaz de mirar sus fervores no como una debilidad, sino como parte del orden natural de las cosas. – A ese mismo Infante me refiero yo -dijo doña Emma, presintiendo la pequeña tormenta que habría de suscitar su afirmación, pero dispuesta, como siempre, a pararse frente al adverso mundo con el único escudo de sus palabras. -Tú no hacías más que escucharlo todo el santo día en el tocadiscos de Chetumal y lo adorabas -me dijo a mí, con un remoto júbilo materno -pero yo le supe otras cosas y no me pareció nunca más que un pelma, encumbrado por la generosidad de este pueblo sin guía. – Entonces no sólo estás contra Pedro Infante, sino también contra el pueblo que lo idolatró -dijo mi hermano Luis Miguel, uniéndose por unos segundos risueños a mi alarma. – Ayuda lo que quieras al pelma de tu hermano -le devolvió doña Emma, sin titubear. -Ninguno de ustedes sabe lo que yo de este asunto. No saben nada. – Es el tercer "pelma" que nos recetas, en tres intervenciones -dije yo, entrando por un flanco inesperado. – Que los estés contando muestra lo bien usados que están -se defendió doña Emma, conteniendo una carcajada. -Sólo a un pelma se le ocurre andar contando las palabras en una conversación. No sé cómo se dicen escritores ustedes. ¿Así escriben: contando las palabras? – Sólo si deben dar endecasílabos -la esnobeó Luis Miguel. – Pues debían poner más cuidado en lo que tienen que decir y menos en las palabras que usan -avanzó doña Emma. -Pío Baroja decía que los escritores deben ser como burros que se ponen en cuatro patas y escriben con la cola. Los demás, según Baroja, eran plumíferos, exquisitos, esnobs. Cualquier cosa, menos escritores. Así que ustedes díganme de cuáles escritores son. – De los tu establo, madre. Y meneando con énfasis la cola -la abrumó Luis Miguel, arrancando de doña Emma la risa que había contenido. – Bueno, carajos, pero qué pasó con la historia de Pedro Infante y la hija del – Que se las cuente tu tía -delegó doña Emma. -A ella le tocó vivirla de cerca. En esos días nosotros no estábamos en Chetumal. Habíamos ido al campamento maderero en Fallabón. ¿Se acuerdan de Fallabón? Nos acordábamos hasta la leyenda de Fallabón, el campamento mítico donde se había definido la ulterior desgracia económica de la familia y a cuyo nombre seguían atados algunos de nuestros recuerdos esenciales, la visión eterna de un río, el miedo bíblico al estruendo de una crecida, la secuencia húmeda de un bosque virgen, plagado de atentas iguanas. – Pues ahí estábamos cuando vino el pelma de Pedro Infante a Chetumal a desamarrar algunos diablos del pueblo -completó doña Emma. – Primera mención del diablo en estas historias primigenias -dijo, muy hermenéutico, Luis Miguel. -Hasta ahora sólo habíamos tenido el mundo pagano y originario de Chetumal, un mundo anterior a la culpa y al Nazareno. Ahora ya tenemos diablos sueltos. – Lo de los diablos es un decir de tu madre -explicó doña Luisa. -Pero algo sí pasó en ese pueblo con la ocurrencia de este hombre de andarse haciendo el generoso en medio de los mendigos. – Pero qué pasó, carajos -volvió a impacientarse mi hermana Emma. – Pasó -dijo doña Luisa, aceptando el exhorto- que este hombre Pedro Infante, con todo lo famoso que era, el más famoso cantante de su época, el más querido actor, el ídolo de todo mundo, a ése le dio por enamorarse de Chetumal. Y se paraba por ahí cada determinado tiempo, listo para hacer sus monerías. Tenía locura por la aviación y había convencido a los dueños de la empresa Tamsa, unos irresponsables, de que lo dejaran pilotear los aviones de carga de la compañía que venían de Mérida o Veracruz a Quintana Roo. Y allá se subía Pedrito a los aviones de Tamsa para volar a Chetumal. Le digo "Pedrito" porque todo mundo lo llamaba así en Chetumal, como si fuera su hijo o su perro. El caso es que cada tres semanas, cada cinco, allá venía Pedrito desde Mérida cantando en las alturas las mismas boberías que cantaba en el cine. Y ya que iba llegando se comunicaba por radio y mandaba pedir que le sacaran dos langostas medianas. Escucha esto: langostas medianas tenían que ser, porque según Pedrito así es como conservaban su verdadero sabor. Y tenían que ser recién sacadas, porque luego de unas horas fuera del agua, según Pedrito, las langostas no sabían igual. Seguían siendo un manjar, pero ya no un platillo del paraíso. Con eso del paraíso traía Pedro Infante mareados a todos los pelmas de Chetumal. – ¿Tú también nos vas a pelmear? -le dije a mi tía de inmediato, zafando al fin una carcajada de mi hermana Emma, que también contaba las palabras. – Pero si es que para algunas cosas los hombres de Chetumal de verdad eran unos pelmas -dijo doña Luisa, disculpando su juicio sin retirarlo. -Eran unos pazguatos ignorantes, y unos entrometidos. Tu abuelo Camín decía que en Chetumal había algunos especimenes que probaban solos la teoría de la evolución de Darwin. "Aquí hay varios que se acaban de bajar de la mata", decía papá. Y era verdad. Tú no sabes las cosas que podía creer la gente en Chetumal. Un día llega a nuestra tienda una muchachita prieta y china como negro cambujo y me viene a preguntar la pobre, de parte de su mamá, que a qué horas me ponía yo a tomar la luna. "¿A tomar qué, muchacha?", le pregunto. "A tomar la luna", me dice la pobrecita, un bicharrajito así, que no levantaba ni cincuenta centímetros del suelo. "Mi papá dice que ustedes están así de blancas porque en lugar de tomar el sol, toman la luna. Y mi mamá quiere saber a qué hora es mejor, para probar". ¿Puedes tú creer eso? Dime si no tenía ese hombre aserrín en el cerebro. – Y la mujer que le hacía caso, tenía viruta -dijo doña Emma. – Era una pobre campesina ignorante -disculpó doña Luisa, con lejana ternura. – Todas somos unas campesinas ignorantes hasta que mandamos a la mierda a los hombres por primera vez -definió doña Emma, con inesperado vuelco radical. – Ortodoxias no, madre -suplicó Luis Miguel-. No me vengas con que a la vejez, viruelas feministas. – Viruelas contra los hombres es lo que las mujeres deberían tener a la edad propicia -reiteró doña Emma. -Pero nadie ha inventado vacunas para eso. – Por algo será -dijo doña Luisa, más ansiosa de seguir la historia que de discutir con doña Emma. -El caso es que en esa época, tan lejana que es difícil creer que existió alguna vez, Pedro Infante venía a Chetumal en su avión, cantando el pelma, porque no era más que un pelma simpático, en eso tu madre tiene razón, y venía por lo común a la casa de Pepe Almudena, un comerciante español de Chetumal que lo recibía siempre y le hacía grandes comidas con sus langostas medianas, acabadas de pescar. Era la época en que pescabas langostas en Chetumal como si recogieras arena del fondo del mar. Te metías un poco al agua y ahí estaba la langosta esperando. Cuando fue Cárdenas a Quintana Roo, iba llegando al muelle de Cozumel y se tiró al agua frente al muelle. Salió con dos tremendas langostas, una en cada mano. Todo era así en Chetumal, por eso nosotras decimos que era como el paraíso terrenal. – Era un pueblo del Oeste con mar y sin caballos -definió doña Emma. -Nada faltaba ahí, pescado, frutas, langostas o pavos de monte. Cogías quetzales en el patio de tu casa y los venados venían a tomar al aljibe del pueblo. Había todo con sólo estirar la mano. Por eso era un pueblo tan pobre. No había que esforzarse por nada. – Infante le había bautizado una hija a Pepe Almudena -siguió doña Luisa -la hija menor, Araceli, y tenía siempre cuidado, eso hay que reconocérselo, de traerle cada vez un regalo a la niña, – El Preferido del Montón -precisó Luis Miguel. – No dejaba de tener lo suyo -reconoció doña Luisa. -Después de todo, no tenía por qué tomarse tantas molestias para quedar bien con la gente de Chetumal. Pero el hecho es que el día que llegaba tenía que ver con todo mundo. "Ya llegó Pedrito", corría la voz desde el aeropuerto, aunque aeropuerto es un decir: era una pista ahí cualquiera de asfalto, con un bohío que servía de oficina a media selva. Pues Infante venía de allá hasta la casa de Pepe Almudena, hablando y liándose con todos, rodeado de gente, como en un carnaval. Se sabía el nombre de medio pueblo y con todos se saludaba y preguntaba por zutano, por mengano. Pepe Almudena era hombre de posibles y cuando llegaba Infante ponía en una de sus bodegas tremendos peroles de comida para la gente y dentro de la casa una mesa muy bien puesta para Pedrito y para el círculo más cercano de su familia y sus amigos de Chetumal. Tu abuelo Camín, por ejemplo, siempre estaba invitado a la mesa de Almudena cuando llegaba Pedrito. Pero fue una vez y no volvió. "La adulación no se lleva con mi digestión", decía papá, tu abuelo. Según él, la atmósfera de esas comidas era de una adulación grosera para Infante. Yo creo, Emma, ahora que lo pienso -le dijo doña Luisa a su hermana, interrumpiendo la narración- que aquel rechazo de papá a las comidas de Almudena es lo que nos ha quedado a nosotras en contra de Infante. Porque papá no podía ni oír de esas comidas, de la gente desfilando para obtener un autógrafo, un saludo, una sonrisa de aquel hombre. No podía soportar la idea de esa procesión. Ni de ninguna otra. Papá era difícil para la gente, le daban urticaria las muchedumbres. "El que sigue a una muchedumbre", decía él, "nunca será seguido por una muchedumbre". Era como aristocrático, desencantado, qué sé yo. Siempre decía: "Mejor rey pobre en mi choza, que sirviente rico en el palacio de otro". Y ya se podía caer el mundo que a papá no lo movías una pulgada de su reino. Pues el caso es que entre tanta gente que iba y venía saludando a Pedrito, para después discutir durante semanas a quien le había sonreído mejor, a quién le había hablado más y otras boberas del estilo, entre toda esa gente se coló un día la hija mayor del – Te recuerdo que ya otorgaste ese título a la hija de la mulata Morrison en otra ocasión -le dije yo, para matizar la hipérbole. – Bueno -dijo doña Luisa, riendo la sonrisa que borraba los años de su cara- la hija de la mulata Morrison era un sueño, una belleza extravagante que no podías dejar de mirar cuando la veías. Pero la hija mayor del – Exactamente. La hija del – Qué tendrá que ver la regla en esto -se quejó doña Luisa, que repudiaba instintivamente toda alusión a las verdades del bajo vientre. – Tiene que ver para que entiendan lo que estás hablando, no para irritarte a ti -dijo doña Emma, con superioridad tolstoiana. – Pero si lo habían entendido -insistió doña Luisa. -No es que me irrite yo. – Explícanos mejor quién es el – El – Pero si era el paraíso -recordé yo. – El paraíso también estaba dejado de la mano de Dios -acudió, herética y sonriente doña Emma. -De otro modo, no habría pasado ahí lo que pasó. – ¿Pero qué pasó con la hija del – Pasó -siguió doña Luisa -que uno de esos días de fiesta en casa de Almudena por la llegada de Pedrito, se presentó Violeta con su cajita de chicles, a ver qué podía vender o comer. Pues no bien la vio Pedro Infante, que sabía lo que eran las bellezas del cine mexicano, va y le pregunta a Pepe Almudena, "¿Qué es eso, compadre? ¿Dónde tenían escondida esta creación del Señor?". "Es la hija del – Pedro Infante, corazón del pueblo -dijo Luis Miguel insistiendo en la tesis del ensayo de mi amigo, que también conocía. – Vas a ver tu corazón del pueblo -saltó doña Emma. -Que te cuente tu tía lo que pasó en el corazón del pueblo. – Pues eso es lo que queremos saber: ¿qué pasó? -dijo mi hermana Emma. – Lo que siempre pasa, lo inesperado -dijo doña Luisa. -No bien llegó Violeta a su casa con la muñeca de la Casa Aguilar, el – ¿Pero quién es Epitacio? -preguntó mi hermana Emma. – Epitacio era el capataz de tu abuelo Aguilar, un miserable que no lo puedes creer -accedió doña Luisa. -Un hombre malo y pervertido que sólo tu abuelo Aguilar podía controlar. Papá decía, elogiando a tu abuelo Aguilar: "Lupe es la única persona en Chetumal que puede sacar algo bueno de ese albañal llamado Epitacio Arriaga". Y así era. Don Lupe tenía domado al tal Epitacio, lo trataba como a un perro y como un perro Epitacio le era fiel. Cada vez que había una cosa miserable o peligrosa que hacer, tu abuelo Lupe mandaba a Epitacio. Si había que tirotear a los negros que se robaban las trozas de madera del Río Hondo, con Epitacio se apostaba tu abuelo Aguilar a cazar negros. Si había que sacar borrachos de la cantina, Epitacio llegaba a sacarlos. Si había que cobrar dinero a pagadores remilgosos, Epitacio iba de cobrador. Y ahí lo tenía tu abuelo como perro de presa a la entrada de la tienda, que era también de la casa, esperando sus órdenes. Siempre repelando, pero siempre obedeciendo, y trabajando como Dios manda, en lo que se le ofreciera a don Lupe. Pero fuera de esa como servidumbre con tu abuelo, una servidumbre yo digo más mental que otra cosa, Epitacio era un ser abominable. El tiempo que no estaba en casa de tu abuelo, lo pasaba en el congal del pueblo hablando de sus hazañas y atormentando a las mujeres de ahí, pidiéndoles cosas perversas, lastimándolas. Había estado en la cárcel, porque el día de su noche de bodas golpeó a su mujer tanto que la dejó paralítica. Según él, no había sido señorita cuando se casaron y lo había engañado. Él, su obsesión, eran las mujeres, las jovencitas en particular. No había muchacha joven y pobre en el pueblo, porque no se metía con las ricas, que no fuera recibiendo propuestas obscenas de Epitacio, según pasaban por la calle o se las topaba en un baile o se acercaban al mostrador de la – Esa es la palabra exacta: vulgar -apuntó doña Emma. -Epitacio era sobre todo un hombre vulgar, un hombre corriente. Repugnante de tan vulgar y tan corriente. – Y también de mala índole, Emma. Tenía el alma torcida y retorcida -aceptó y agregó doña Luisa. -Porque no hubo en toda la vida de ese hombre, una sola cosa limpia y normal, aparte de su lealtad perruna a don Lupe. Todo venía sucio, turbio, sudado y enlodado. – Bueno, pero qué pasó -volvió a urgir mi hermana Emma. – Pues que el – Ay qué espanto -dijo mi hermana Emma. -Pobre hombre, qué vida. – ¿Pobre Epitacio? -pregunté yo. – No, pobre – Pero si el – Pero por su hijita -dijo Emma. – Por borracho -dije yo. – Bueno, sí, por borracho, pero por su hijita -siguió enternecida Emma. – Bueno -siguió doña Luisa -los hombres se llevaron al – Hay una cosa que no entiendo -dijo Luis Miguel, fastidiando a su amoroso modo. -Es esto: ¿cómo resulta que en el paraíso todo el mundo tiene sospechas de los actos de otros? Para empezar, en el paraíso no hay más que Adán y Eva. ¿Quieren decir que Chetumal no era del todo el paraíso? – Queremos decir que te calles, carajo -dijo mi hermana Emma. -Lo que interesa ahora es qué pasó con el – Eso puede interesarte nada más a ti -contestó Luis Miguel, continuando su juego. -Pero el asunto de la metáfora sobre el paraíso le interesa a la mitología universal. – Pues que venga a preguntar la mitología universal -dijo Emma. -Ahorita lo que a nosotros nos interesa es qué pasó con el – Y con Epitacio -dije yo. – Con Epitacio también, pero eso nos interesa menos porque era un miserable -dijo mi hermana Emma. – Me rindo -dijo Luis Miguel. -Pero hay una falla lógica en todo esto. – ¿Cuál falla lógica? -preguntó doña Emma. – ¿Por qué al – Este se cree más inteligente que la realidad -dijo Doña Emma litigando como siempre, amorosamente, con su hijo menor, a quien le diagnosticó, por añadidura: -Tú confundes lo que no sabes con lo que no puede ser. – Pero en esto tiene razón -dijo doña Luisa. -Porque esa fue precisamente la reacción de don Lupe Aguilar cuando supo el lío de los machetazos. Lo primero que pensó don Lupe cuando se lo dijeron fue lo que Luis Miguel: "Aquí hay gato encerrado". – Que diría Hegel -ilustró Luis Miguel, provocando la risa ecuménica de la mesa. Siguió luego doña Luisa: – Don Lupe pensó: "Aquí hay gato encerrado", y decidió ir a la cárcel a entrevistarse con el – Fíjate el lío que armó Infante -dijo doña Emma. -Para que me digan si no fue un pelma. Y todo por quedar bien. – Pero mamá, cómo iba a saber -dijo mi hermana Emma. – Si los hombres se quedaran quietos, en vez de andar haciéndose los interesantes, otro gallo nos cantara -dijo doña Emma, con vuelo estoico. – ¿Y qué hizo el abuelo Aguilar? -pregunté yo. – Le dijo al – Impartió justicia violando la ley -resumió doña Emma. – ¿Y qué pasó con el – Salió libre por falta de méritos -dijo doña Luisa. -Todo el mundo se reía en Chetumal de la justicia de tu abuelo Aguilar, al extremo que le pusieron el Rey Salomón y cada vez que había un pleito a machetazos entre chicleros o mayas, lo cual era cosa relativamente común, la gente decía: "Llamen a don Lupe, que hace justicia y desaparece hasta los muertos si hace falta". Luego le dio un empleo al – ¿Pero cuál tragedia? -alegó Emma. -Si salió herido nada más quien lo merecía. – La tragedia que hubiera sido, hija -dijo doña Luisa escandalizada. -La tragedia de que Epitacio hubiera violado a Violeta. Que hubiera esperado al – ¿Y la bella Violeta? ¿Qué pasó con ella? -preguntó Luis Miguel. – Pues mira lo que son las cosas -dijo doña Luisa. -Violeta creció, dejó de ser una adolescente y con la adolescencia aquella belleza suya turbadora, iluminada, como te digo, se eclipsó. Embarneció mal y se quedó chiquita, no muy alta, de modo que su esbeltez desapareció y quedó una mujer hermosa, claro, siempre muy hermosa, pero nada que ver con lo otro, de la época en que el – Un temperamento radical -bromeó Luis Miguel. – Santo remedio -dijo doña Luisa. -Nunca más nadie le levantó un brazo a Violeta. – ¿Y Romero? -preguntó Luis Miguel. – Romero siguió de borrachín -dijo doña Emma. -Pero ahora con la coartada de que tomaba porque Violeta lo había despechado y no podía vivir sin ella. Pretextos, porque ya bebía desde antes. Un día, borracho, se trepó a un bote en el muelle y se perdió en el mar. Luego Violeta venía y se paraba en el mostrador, preguntando, angustiada: "¿Lo habré matado yo despechándolo, doña Emma?". Y yo le dije: "No, lo mató el guarapo. Pero el guarapo y él te habrían matado a ti si no lo despechas". Un día, comentando el caso de Violeta y Romero, el obispo de Campeche, que llegaba a casa durante su visita pastoral, nos dijo: "Existe el pecado de omisión, pero para serles franco yo creo más bien que lo que ha de ser no necesita ayuda. Díganle a esta muchacha que si eso le preocupa, yo la absuelvo, que venga por mi bendición". Se lo dijimos a Violeta, pero nunca vino. "Ya me absolvió en ausencia el señor obispo. No se vaya arrepentir cuando me vea", decía la pícara. – Bueno, ¿y Epitacio? -quiso saber Emma, su antifan. – La porquería esa murió como lo que era, perdido en la selva de Guatemala -dijo doña Luisa. -A machetazos, como debió matarlo el – A diferencia del pelma de Pedro Infante, a quien lo lloró todo México -dije yo. -A propósito, ¿y la muñeca de Pedro Infante? – Nunca llegó a Chetumal -dijo doña Luisa.- En su siguiente vuelo a la península, no sé si iba a pasar a Chetumal, pero había despegado de Mérida, el avión que piloteaba Pedro Infante cayó en la selva y así murió, enterrado en una carga de pescado frío. De modo que el – La verdad es una madriguera -dijo, filosófica, doña Emma. – Una muñeca faltante -dijo Luis Miguel. Hubo una pausa en la animación de la mesa y un callado regreso a la verdad trivial de la familia, los padres y los hijos, los grandes y los chicos, las memorias comunes y el temor al adiós de los que amamos. |
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