"Ladrón Y Caballero" - читать интересную книгу автора (Simmons Deborah)

Dos

Entusiasmada por el primer desafío de verdad a sus habilidades, Georgiana se levantó a primera hora de la mañana después del incidente y se sentó ante el escritorio en el salón, donde trasladó al papel todos los detalles que pudo recordar sobre la velada y la compañía. Por desgracia, no había podido inspeccionar el escenario del delito ni cuestionar los principios.

El propio misterio era magnífico, no el típico hurto habitual, sino un acto bien planeado y realizado con osadía. Sonrió mientras apuntaba lo que consideraba importante. La hora, desde luego, lo era. ¿Cuándo había estado lady Culpepper por última vez en la habitación antes de regresar con la señora Higgott? ¿Y quién era el criado que había estado ante la puerta del cuarto? ¿No había oído nada? ¿De verdad había permanecido allí sin moverse o abandonó su puesto en algún momento?

¿Y el cuarto… daba a alguna otra habitación? Le encantaría buscar alguna pista que hubiera podido dejar el ladrón, incluyendo el mismo joyero. Por lo que había podido entender de los balbuceos de las dos mujeres, no se había llevado más joyas.

Frunció el ceño. ¿Por qué robar solo el collar? ¿El ladrón iba justo de tiempo o se veía limitado a lo que podía cargar en su persona? Un hombre que escalara la pared exterior no podía verse estorbado por un bulto grande, aunque le costaba creer que alguien se hubiera tomado tantas molestias para conseguir acceso al dormitorio. Pensó que quizá había empleado una cuerda. Tenía que ver el edificio a la luz del día.

¡Si pudiera investigar la habitación! Algo acerca del joyero abierto le resultaba familiar, pero, incapaz de localizar el recuerdo, tomó nota de ello y luego sacó una hoja en blanco para apuntar el nombre de los sospechosos. Le temblaba la mano. Si consiguiera solucionar ese misterio y presentar el nombre del culpable a las autoridades, al fin recibiría el respeto que anhelaba.

Apoyó la barbilla en la mano y con gesto soñador se imaginó un futuro lleno de investigaciones, cuando gente de todo el país fuera a consultar con ella, Georgiana Bellewether.

Suspiró satisfecha y centró su atención en la tarea que la ocupaba, pues primero debía determinar la identidad del hombre que se había llevado el collar de lady Culpepper. La lógica se oponía a que el ladrón fuera desconocido, un miembro de la comunidad criminal que había estado esperando su oportunidad. Ningún carterista común robaría en una casa la noche que se hallaba a rebosar de invitados y criados.

Quienquiera que hubiera cometido ese acto no perdió tiempo buscando en otras habitaciones; sabía dónde estaba lo que quería. De pronto dejó de escribir al recordar la conversación que había oído detrás de la planta. Por los susurros de lord Whalsey y Cheever sabía que habían estado tramando algo oscuro, aunque en ningún momento imaginó que los dos hombres fueran capaces de ejecutar un hurto de proporciones épicas.

Con expresión sombría, intentó plasmar sobre el papel lo que dijeron. Pero, a pesar de lo prometedores que eran, todavía pensaba considerar todas las posibilidades, por lo que meditó quién más, de los presentes en la casa, podía ser el responsable. Bien podía tratarse de un criado, aunque esos ejemplos eran raros; además, ¿quién entre ellos durante la fiesta habría encontrado tiempo para escalar la casa? Deseó poder interrogar a todos los que trabajaron para lady Culpepper con el fin de obtener la información pertinente.

En cuanto a los invitados, le costaba nombrar a demasiados candidatos entre la alta burguesía de Bath. A la mayoría no la consideraba demasiado inteligente para urdir semejante plan, mientras que los demás eran demasiado honestos y dóciles para dedicarse de repente a una vida delictiva. De pronto recordó al vicario y el desdén que mostró hacia los ricos. Se preguntó si el buen clérigo habría sido capaz de hurtar el collar. El veneno de sus palabras la había perturbado y, sin titubeos, lo colocó como su segundo sospechoso.

El culpable debía ser alguien ágil, esbelto pero con la fuerza suficiente para escalar, sin duda grácil y… ¿vestido de negro?

Entrecerró los ojos al invocar la imagen de Ashdowne, oscuro y elegante, que aparecía y desaparecía a voluntad… sin duda daba la impresión de poder hacer cualquier cosa, incluyendo escalar la fachada de un edificio; además, su fuerza había quedado evidente al alzarla con facilidad de su cuerpo tendido. El recuerdo le provocó un rubor y un calor no deseados.

Frunció el caño, enfadada consigo misma y con él por ser capaz de dejarla sin habla. ¡Tramaba algo y lo sabía! Era demasiado… sano para necesitar las aguas termales. Desde luego su presencia en la ciudad podía deberse a una dama; la idea la desilusionó. Lo había visto con la viuda, pero ella se había dedicado a bailar con otros, mientras que a él no lo vio por ninguna parte. Como de costumbre. Al final fueron sus desapariciones inexplicadas las que convencieron a Georgiana de añadir su nombre a la lista de sospechosos.

Quedaban pocos sospechosos más. Claro está que el ladrón podría ser alguien ajeno a la fiesta, informado por alguien de dentro, una perspectiva que la frustró. Iba a tener que conseguir los nombres de todos los invitados y hablar con los criados… y con la propia lady Culpepper.

Hizo a un lado la lista y redactó una nota para la dama, en la que le suplicaba que se vieran en cuanto pudiera por una cuestión de vital importancia. Decidió enviar a un criado esa misma mañana para que se la entregara, pues cuanto antes acopiara información, más posibilidades tenía de recuperar las joyas perdidas.

Aunque el hurto había sido realizado con brillantez, Georgiana no dudaba de su propia capacidad e imaginaba una resolución rápida del misterio. Los rasgos contraídos del señor Cheever aparecieron en su mente, y experimentó incertidumbre, ya que no lo creía capaz de algo tan inteligente. A pesar de que intentó reprimirlo, sintió admiración por el perpetrador. Al fin había alguien a la altura de su talento. Suspiró y apoyó de nuevo el mentón en la mano.

Era su mala suerte lo que lo convertía en un criminal.


Después de aguardar con impaciencia durante la mañana, al final recibió una respuesta a su misiva; evitando a sus hermanas, arribó a la elegante casa de lady Culpepper poco después del mediodía. Fue escoltada a un salón donde su anfitriona la esperaba con una bandeja en una mesita.

– ¡Adelante, joven! -indicó la mujer mayor con voz aguda.

Georgiana entró en la habitación amueblada con lujo, con una repisa de mármol blanco esculpido y una araña de cristal tallado. Todo parecía igual que la noche anterior, pero lady Culpepper se veía mucho mayor a la luz que entraba por los ventanales.

Al sentarse sintió la mirada penetrante de la noble sobre ella.

– Gracias por recibirme, milady -comenzó con educación, pero se encontró con una mirada agria.

– Y bien que deberías agradecérmelo -manifestó lady Culpepper-. Hoy me he negado a ver a todos los visitantes, debido a mi angustiosa condición. Dime, entonces, ¿qué asunto de tan grave importancia deseas tratar? ¿Sabes algo de mi collar? -Georgiana asintió y la mujer se inclinó hacia delante al tiempo que una mano huesuda aferraba el apoyabrazos de ébano del sillón. Los ojos le brillaron con astucia e inteligencia-. ¿Y bien? -insistió con impaciencia.

– He repasado el incidente con la información que tenía disponible y he reducido la lista de sospechosos a unos pocos -respondió. Al ver la extraña mirada que le dirigió la otra, agregó-: Me considero preparada para la solución de misterios y espero alcanzar una conclusión definitiva pronto. Sin embargo, si puedo me gustaría hablar con los criados y formularles algunas preguntas.

– ¿Quién eres? -demandó lady Culpepper.

– Georgiana Bellewether, milady -respondió, preguntándose si era desmemoriada. Entonces, el caso adquiría otro matiz, ya que costaría establecer la hora del robo.

– ¡Alguien insignificante! -exclamó con tono imperioso-. ¿Qué te hace pensar que puedes irrumpir aquí…?

– Usted me ha invitado, milady -protestó, ganándose una mirada reprobatoria por interrumpir.

– ¡Tú, jovencita, eres una impertinente! Acepté verte porque pensé que sabías algo de mi collar robado.

– ¡Y así es! -exclamó-. Puedo ayudarla si…

– ¡Bah! ¡La ayuda de una necia que cree que sabe más que sus superiores!

– Le aseguro que mi capacidad es bien conocida en mi casa, aunque aquí en Bath…

– ¡En casa! ¿Un pueblo sin importancia, seguro!

– ¿Qué tiene que perder, milady? -Decidió adoptar otro enfoque-. No deseo recompensa alguna, y solo deseo ayudarla en lo que pueda.

Un destello de avaricia brilló en los ojos de la mujer mayor al oír la palabra recompensa.

– Y bajo ningún concepto recibirás una -confirmó. Transcurrió un momento en que Georgiana la miró impasible, y al final lady Culpepper alzó el mentón-. Muy bien. Formula tus preguntas, pero deprisa, ya que hay cosas más importantes que requieren mi atención que satisfacer los caprichos de una insensata.

En los pocos minutos que le concedió, Georgiana descubrió que el joyero se había encontrado abierto y el resto de su contenido intacto. La puerta de la habitación se hallaba cerrada y el criado estacionado fuera juraba que no había entrado nadie.

– ¿Por qué dejó a un criado para vigilar la puerta? ¿Lo hace en todo momento o solo durante las galas que celebra en su casa? -inquirió.

Lady Culpepper pareció sorprendida por la pregunta.

– Eso, jovencita, no es asunto tuyo. ¡Ya basta de este interrogatorio!

– ¡Milady! -protestó Georgiana. Por desgracia, todos sus esfuerzos por ver el escenario del delito recibieron negativas, al igual que la petición de hablar con los criados.

A su vez, la noble la impresionó muy poco. Cuanto más hablaba, más le parecía una mujer maleducada, lo que hizo que se cuestionara sus antecedentes. Contuvo un suspiro y perseveró como mejor pudo.

– ¿Se le ocurre algún criado o invitado que pudiera haber hecho algo semejante?

– ¡Claro que no! -Repuso lady Culpepper-. ¡Nadie espera que sus conocidos sean delincuentes! Desde luego, nos encontramos en Bath, no en Londres y es lo que me merezco por abrir mi hogar al populacho que frecuenta esta ciudad. Te aseguro que en cuanto recupere mi collar, regresaré a Londres, donde soy mucho más selectiva con mis invitados.

Georgiana se contuvo de mencionar que en la ciudad los robos eran mucho más frecuentes, y asintió con gesto aplacador antes de proseguir:

– ¿Tiene enemigos o alguien que haya podido elegirla como blanco? -notó la súbita palidez que se reflejó en el rostro de la mujer mayor. No supo si la había encolerizado la sugerencia de malicia o la verdad de sus palabras.

– ¡Vete, muchacha! ¡Ya he perdido mucho tiempo con estas tonterías! -exclamó con tono rotundo.

Llamó al mayordomo para que la acompañara hasta la puerta, y a Georgiana no le quedó otra cosa que darle las gracias a la descortés mujer por el tiempo que le había dedicado. Al marcharse no pudo evitar sentirse insatisfecha.

Una vez en el exterior, le comentó al sorprendido mayordomo que iba a echar un vistazo por los terrenos y, sin más miramientos, se adentró por el jardín de su excelencia. Despacio, se dirigió a la parte de atrás del edificio, dónde se quedó contemplando el emplazamiento de las ventanas. A pleno día la vista era mucho mejor y notó un frontón arqueado que se alzaba por encima de las ventanas de todas las plantas.

Se preguntó si el ladrón no habría salido de otro cuarto para subir al frontón y trepar al dormitorio de lady Culpepper. El espacio de que se disponía parecía bastante precario y el corazón comenzó a latirle con fuerza ya que le desagradaban las alturas. No obstante, un hombre ágil, que careciera de miedo y estuviera entrenado, bien podría…

– ¿Poniendo en peligro otra vez las plantas?

Se hallaba tan inmersa en sus pensamientos que el sonido repentino de una voz sarcástica la sobresaltó. Giró en redondo y, en el proceso, su bolso salió disparado por el aire. Conectó con firmeza con la forma de un hombre que se había acercado por su espalda sin que lo notara.

– ¡Hmmm! -exclamó, apoyando una mano sobre su chaqueta de seda-. ¿Qué tiene aquí, piedras?

La mirada de Georgiana pasó de los dedos finos enfundados en guantes al rostro atractivo que la observaba con una ceja enarcada; parpadeó horrorizada.

– ¡Ashdowne! ¡Quiero decir, milord! ¡Suplico su perdón! -la boca hermosa del marqués se curvó en las comisuras mientras se alisaba la elegante tela, llamando la atención de Georgiana sobre sus hombros anchos y su liso abdomen. Esa visión le encogió el estómago y tuvo que forzarse a apartar los ojos-. ¿Qué hace aquí? -preguntó con suspicacia.

La ceja volvió a enarcarse reflejando una expresión de desagrado. Era una expresión que Georgiana reconoció de la noche anterior, y una vez más se sintió como un insecto. Mientras lo miraba, el marqués ladeó la cabeza como para estudiar mejor el espécimen que tenía delante.

– He venido a ofrecerle a lady Culpepper mis condolencias, desde luego -manifestó con un tono de voz que daba a entender que sus movimientos no eran asunto suyo-. ¿Y usted?

– Yo también hacía lo mismo -musitó, tratando de recuperarse. Si de noche Ashdowne había sido atractivo, vestido todo de negro y moviéndose como pez en el agua entre las sombras, aún lo era más a la lux del día. Tenía unas pestañas tupidas y brillantes, los ojos azules eran tan intensos que le quitaban el aliento, y esa boca…

– Ah -repuso con un tono que indicaba que ni por un instante creía su explicación pero que era demasiado caballero para discutirla-. Creo que no hemos sido presentados adecuadamente, señorita…

– Bellewether -repuso aliviada al poder hablar-. Le pido, hmm, disculpas por haberlo, hmm, tirado anoche.

– Debo decir que una planta no es el lugar más adecuado para una cita.

– ¡Oh! Yo no… -lo miró a la cara y comprendió el error que había cometido. Un solo vistazo a esos labios y ya parecía estúpida. Apartó la cara para concentrarse en el sendero que iba por la parte de atrás de la propiedad y levantó la barbilla-. No iba a encontrarme con nadie -declaró. Cuando el silencio fue todo lo que recibió su protesta, frunció el ceño-. En realidad, escuchaba, un hábito que tengo, ya que nunca se sabe las cosas interesantes que se pueden descubrir.

– Ah, los chismes -descartó Ashdowne.

Georgiana contempló su cuello, decidida a poder hablar sin desmayarse.

– No me interesan los rumores ni las alusiones, solo los hechos… hechos que en este caso son pertinentes a los acontecimientos de anoche. Verá, tengo la habilidad de solucionar misterios, milord, y pretendo dedicar mi talento a la resolución del hurto que tuvo lugar anoche aquí -alzó la vista con gesto de desafío, pero la expresión de Ashdowne era inescrutable.

– ¿Y cómo pretende hacerlo? -inquirió.

Sus adorables labios se curvaron en una mueca irónica y Georgiana sospechó que se reía de ella. Por desgracia, era una actitud con la que ya estaba familiarizada. Era la maldición de su apariencia. Si se pareciera a Hortense Bingley, la solterona que iba a la biblioteca de Upwick.

– Tengo la intención de descubrir al culpable mediante simple raciocinio, milord -se sentía tan irritada que logró mirarlo directamente sin sentir otra cosa que desdén-. Analizando los hechos, eliminando todas las posibilidades menos las más probables y llegando a una conclusión -con un gesto seco, se puso en marcha-. Y ahora, si me disculpa, debo irme. Buenos días, milord.

– No tenga prisa -dijo Ashdowne, y para consternación de Georgiana se puso a caminar a su lado-. Sus comentarios me resultan muy fascinantes. Por favor, cuénteme más.

Un vistazo de reojo a su expresión contenida le reveló que no la creía capaz de hacer lo que afirmaba. Pocos hombres lo creían, pero, de algún modo, su escepticismo la irritó más.

– Me parece que no -murmuró, sin aminorar su paso.

– Pero esos métodos de los que ha hablado me resultan interesantes -sus ojos azules se mostraron intensos al mirarla a la cara.

Para alivio de Georgiana, habían llegado a la parte delantera de la casa, donde Ashdowne, sin duda se detendría para realizar la visita; aprovechó la oportunidad para escapar de su escrutinio.

– Me temo que debo seguir mi camino, milord. Quizá en otra ocasión -susurró con mano temblorosa al abrir la cancela. Entonces, a sabiendas de que se comportaba con grosería, se marchó sin mirar atrás.

Al llegar a la esquina comprendió que otra vez había dejado pasar una oportunidad de oro para interrogarlo. Luego se censuró. Nunca antes se había comportado como una tonta con alguien. Parecía que Ashdowne tenía un efecto muy peculiar sobre ella.

Ese conocimiento la humilló.


Georgiana se hallaba en el Pump Room contemplando a la multitud, apoyada en un pie en un esfuerzo por aliviar sus agotadas extremidades. Le daba la impresión de que llevaba allí una eternidad, tratando de ver a lord Whalsey, quien por lo general iba todas las tardes. Ciertamente, tarde o temprano todo el mundo aparecía en el centro social de la ciudad.

Debía reconocer que empezaba a cansarse de la vigilancia. Hacía rato que sus hermanas se habían marchado a dar un paseo, igual que el resto de sus conocidos. Solo Bertrand, contento de no hacer nada, seguía en un rincón charlando con dos hombres jóvenes a quienes ella se había esforzado en desanimar.

Era algo que le había resultado más fácil que de costumbre, ya que todo el mundo se hallaba enfrascado en alguna discusión sobre el robo y hacía conjeturas descabelladas acerca de quién podía ser el culpable.

A diferencia de la mayoría, Georgiana estaba convencida de que era obra de un solo hombre. Tuvo una fugaz visión de Ashdowne tal y como había ido vestido la noche anterior, todo de negro. Pero la descartó de inmediato. Aunque era un sospechoso, había ido allí para concentrarse en Whalsey y su secuaz, los principales candidatos.

Parpadeó y volvió a inspeccionar la sala; sus horas de vigilancia se vieron recompensadas al ver al vizconde. Se movió entre la multitud, saludando a sus favoritas entre las viudas de mediana edad, antes de sentarse con una ración de agua por la que Bath era famosa.

– ¡Lord Whalsey! ¡Buenas tardes! -saludó adelantándose con atrevimiento. Unos días antes los habían presentado brevemente, pero en sus ojos no vio reconocimiento. Solo captó un destello de interés cuando posó su mirada ansiosa en sus pechos. Ocultó su irritación y se obligó a sonreír-. No vi cuando se marchó de la fiesta anoche. ¿Se fue temprano? -la pregunta, a pesar de su inocencia, hizo que Whalsey se sobresaltara, y con expresión nerviosa alzó la vista hacia su cara. Georgiana sintió una oleada de triunfo, aunque la contuvo con firmeza-. ¿Y cómo se llamaba su acompañante? El señor Cheever, ¿verdad?

Con la boca temblorosa, Whalsey parecía más culpable que el pecado; ella se preguntó con cuánta celeridad podría llevarlo ante la justicia.

– Mire, señorita… señorita…

– Bellewether -repuso con sonrisa confiada-. Los dos parecían discutir algo sumamente importante, y me preguntaba si… -él la cortó con un sonido ahogado al tiempo que se le acaloraba el rostro.

– No creo que…

– ¿Consiguió todo lo que pretendía?

Con expresión alarmada, Whalsey se puso de pie. Tan ansioso estaba por escapar que con la mano tiró la taza y envió su contenido sobre la parte frontal del vestido de muselina de Georgiana. Aturdida por el agua caliente, ella retrocedió un paso para toparse con el estrado que usaba la orquesta.

Durante un breve momento, se tambaleó antes de perder por completo el equilibrio y caer con violencia hacia atrás, llevándose el obstáculo con ella. Golpeó a un violinista, que a su vez cayó sobre uno de los compañeros, y al rato todos los músicos se desplomaban uno contra el otro como un juego de piezas de dominó. Después de una serie de sonidos rechinantes, la música se detuvo con brusquedad y el silencio descendió en el Pump Room mientras todas las cabezas se volvían hacia ella.

Con la falda enganchada en el estrado y un brazo enredado con el mástil de un violín, observó abatida cómo lord Whalsey huía a toda velocidad. Apartó un mechón de pelo de su cara y parpadeó al percibir una mano enguantada. Alzó la vista y experimentó una extraña sensación de desorientación al ver a Ashdowne, alto, atractivo y sereno, inclinado sobre ella.

– Usted, señorita Bellewether, es peligrosa -manifestó con recelo. No obstante, la puso de pie con la misma facilidad que la noche anterior; una mirada suya bastó para que los músicos se incorporaran sin quejarse para continuar con el concierto. Como por decreto, los asistentes reanudaron sus conversaciones y Georgiana solo pudo quedar boquiabierta ante un hombre capaz de exhibir semejante influencia.

– Gracias. De nuevo -musitó mientras la alejaba de la orquesta-. Ha venido en mi rescate en más de una ocasión.

– Reconozco, señorita Bellewether, que parece tener propensión a los incidentes, y considero que se debe a mi mala fortuna estar cerca -apuntó con una mueca irónica.

“¿Eso es un insulto?”, pensó Georgiana mientras con discreción trataba de apartar de su pecho la tela mojada del corpiño.

De alguna parte Ashdowne sacó un chal que depositó sobre sus hombros, pero no antes de inspeccionar su parte delantera de un modo más bien entusiasmado que provocó que sus pezones se pusieran rígidos en respuesta. “Curioso”, reflexionó mientras se cubría con el chal. Muchos hombres habían clavado los ojos en su pecho sin causarle esa reacción.

Experimentó una alegría rara al haber atraído su atención de esa manera, lo cual le pareció justo considerando que nada más verlo ella quedaba reducida a un estado de idiotez sin igual.

Sin embargo, Ashdowne no había cambiado a pesar de esa fugaz exhibición de interés. Su expresión era la de un hombre cansado hasta lo indecible, y ella comenzó a sentirse otra vez como un insecto.

– Imagino que estos desastres forman parte de sus actividades poco usuales, pero empiezo a creer que necesita a alguien que la mantenga alejada de ellos.

Georgiana parpadeó. Esperaba que un marqués no se tomara la molestia de ir a quejarse a su padre. ¿Qué podría hacerle ese hombre? Entonces él sonrió con un movimiento decadente de sus elegantes labios y le brindó la respuesta. “Lo que quiera”, pensó con el último destello de inteligencia que quedaba en su cerebro.

– Y como parece que soy yo el más afectado por sus travesuras, quizá debería presentarme para el puesto -añadió él, dejándola sin habla.