"Ladrón Y Caballero" - читать интересную книгу автора (Simmons Deborah)Tres Johnathon Everett Saxton, quinto marqués de Ashdowne, enarcó una ceja en gesto de sorpresa por la expresión en la cara de su acompañante. A lo largo de los años había recibido amplia variedad de miradas de las damas, pero ninguna lo había observado con algo próximo a la alarma. Como de costumbre, la reacción de la señorita Georgiana Bellewether distaba mucho de ser corriente. Quizá el ofrecimiento de actuar como una especie de tutor para la joven no resultaba muy halagüeño, aunque la evidente desdicha de ella ante la idea no era lo que él había esperado. Su atractivo y una dosis de encanto lascivo le habían garantizado una buena ración de sexo, mientras que en ese momento, siendo marqués, recibía demasiada atención para su gusto. De algún modo el pensamiento de que solo lo buscaban por su título menguaba su entusiasmo. Aunque a la señorita Bellewether no se la podía acusar de eso. A pesar de que la joven debería estar agradecida por su interés, parecía agitada, irritada y casi al borde del pánico, como si en cierto sentido lo encontrara molesto. Al parecer era su mala suerte que la única mujer que no sentía inclinación por ser su marquesa fuera una especie de lunática. “Una lunática peligrosa”, pensó con pesar. Al principio no lo había sospechado. Al verla en la fiesta de lady Culpepper, momentáneamente se había sentido atraído por la joven, como cualquier hambre normal, ya que Georgiana Bellewether tenía un cuerpo que podría hacer que un hombre débil se pusiera a babear. Con esas curvas exuberantes, esos bucles dorados y el delicado rostro ovalado de un ángel, en Londres habría sido considerada un diamante de primera y le habrían llovido las declaraciones, a pesar de su entorno sencillo. O podría haber reinado en el mundo de la noche como la prostituta más buscada. Desde luego, todo ese éxito dependería de su silencio… y su quietud. Por desgracia, en cuando Georgiana Bellewether se movía, el infierno se desataba, ya que probablemente era la criatura más torpe de la cristiandad. Aún le escocía el ignominioso accidente al que lo había sometido la noche anterior. Pero ese episodio era el más insignificante. Desde entonces lo había golpeado con el bolso más pesado del mundo y ella sola había derribado a toda una orquesta. No solo era propensa a los desastres, ¡sino que la joven se consideraba una especie de investigadora! Ashdowne no sabía si reír o mandarla al loquero más próximo. Pero no hizo nada de eso, sino que la observó con atención. Hacía tiempo que había aprendido a confiar en sus instintos, que se habían disparado en relación con la señorita Bellewether. Quizá se debía al peligro físico que representaba para cualquiera que se acercara a ella, o tal vez se debía a otra cosa. No lo sabía. Como mínimo, resultaba divertida, y descartando el último problema con su cuñada, no recordaba la última vez que se había sentido tan intrigado. Empezaba a comprender lo mundana que se había vuelto su vida desde que asumiera el título. No era su intención aceptar una vida de aburrimiento; de hecho, siempre había considerado a su conservador hermano con algo de desdén. Solo después de que este sucumbiera a una apoplejía y el título recayera en él, comprendió lo aburrido que era llevarlo. Desde luego, podría haber rechazado las responsabilidades, pero demasiada gente, desde granjeros arrendatarios hasta los criados que atendían su casa, dependía de él en ese momento. Y por ello se había sumergido en la tarea de ser Ashdowne, y aunque no lo lamentaba, sentía como si llevara mucho tiempo nadando y solo entonces hubiera salido a respirar. Para encontrarse en la niebla inducida por la joven que tenía a su lado. – En realidad, hmm, eso no es necesario -dijo la señorita Bellewether. Habló con voz entrecortada, como si apenas se hubiera recuperado del percance sufrido en el Pump Room. – Al menos deje que la acompañe a su casa. ¿Dónde se aloja? Escuchó con aprobación mientras ella musitaba su dirección, aunque ya la conocía. Siempre se cercioraba de estar al corriente de aquello que pudiera afectar a sus planes y, por ende a él. Ya había descubierto todo sobre la molesta señorita Bellewether, y en ese sentido lady Culpepper le había sido de gran ayuda. La indignada dama se había quejado a gusto de la joven impertinente que se había hecho invitar con el único motivo de afirmar que iba a solucionar el robo. Durante su diatriba, Ashdowne había tenido que luchar con su incredulidad. Sabía que los ciudadanos corrientes rara vez se molestaban en intervenir en un caso criminal, y menos aún una mujer de la burguesía. ¿Qué buscaba? La observó y movió la cabeza asombrado. Era evidente que la señorita Bellewether ya se había recuperado, pues había dejado de aferrarse al chal que le había pedido prestado a una mujer mayor, aunque tampoco parecía relajada. Tenía la vista clavada al frente, el mentón levantado, como si se preparara a realizar una declaración. – Agradezco su ayuda, milord, pero le aseguro que no pienso seleccionarlo para ningún tipo de… – ¿Tortura? -sugirió él con ironía. Agitando sus magníficos bucles, la señorita Bellewether le lanzó una expresión amotinada que a él le resultó extrañamente encantadora. Debía estar desesperado por distraerse-. Dígame, ¿cómo va la investigación? -preguntó con el fin de desviar su ira. Sin embargo, ella no pareció apaciguada. – ¡Bastante bien! -repuso, como retándolo a contradecirla-. De hecho, estoy bastante segura de la identidad de los perpetradores. – ¿Perpetradores? ¿Entonces hay más de uno? -para su sorpresa, ella le dirigió una mirada de suspicacia y Ashdowne se preguntó qué veía en él cuando lo miraba. – No me siento con libertad para discutir este caso -repuso. Pronunciadas con absoluta seriedad, las palabras lo asombraron. ¿Quién se creía que era? Durante un momento, no supo si reír o estrangularla. Con un esfuerzo, se obligó a tragarse la réplica aguda que se le ocurrió mientras intentaba parecer humilde. Pero como fingir no formaba parte de su repertorio habitual, no tuvo mucho éxito. – Bajo ningún concepto quiero interferir en su investigación -dijo con suavidad-. De hacho, todo lo contrario. Quizá si le ofreciera mi ayuda, como una especie de ayudante, pudiera sentirse más cómoda para hablar con… libertad. – ¡Oh! Jamás he considerado… -comenzó para callar de inmediato. Ashdowne se mantuvo impasible mientras sus ojos lo estudiaban, aunque le costó, ya que solo deseaba ponerle las manos en el cuello… o quizás más abajo, donde una extensión lujuriosa de pecho blanco se asomaba por encima del borde del chal. – Es decir, siempre he trabajado sola -concluyó ella con la vista clavada en sus zapatos. Era un hábito que tenía cada vez que estaba con él. Aunque Ashdowne no sabía muy bien qué significaba, para su desgracia no creía que tuviera algo que ver con la modestia o la deferencia. – Ah, pero tal vez, siendo hombre, podría serle de alguna utilidad -sugirió. Ella lo contempló con expresión sobresaltada y se ruborizó; él experimentó un eco de interés entre sus pantalones junto con un absurdo sentido de triunfo. Por lo menos no era completamente indiferente a él-. Me refería a que quizá podría moverme con más facilidad que usted entre los miembros masculinos de la sociedad, en lugares a los que usted, a pesar de su entusiasmo, no se espera que vaya -explicó. Se habían detenido ante la residencia de ella y Ashdowne se acercó con una extraña anticipación bullendo en sus venas. Había pasado mucho tiempo desde el último contacto íntimo mantenido con una mujer, demasiado. Y la joven que tenía delante era un gozo para los sentidos. – ¡Georgie! -la llamada surgió del interior de la casa, destruyendo el momento que había surgido entre ellos y haciendo que la señorita Bellewether exhibiera una mueca. ¿Era el apodo lo que la consternaba o el largo minuto que habían dedicado a meditar en las posibilidades que existían entre ellos? Ashdowne tuvo que reconocer que él mismo se hallaba bastante desconcertado por sentirse atraído por la desastrosa señorita Bellewether. – Pensaré en su amable oferta -repuso con tono de despedida. Y entonces, como si temiera mirarlo a la cara, dio media vuelta y huyó, dejándolo allí plantado como si fuera un vendedor. Cuando la puerta se cerró detrás de ella, él se sacudió el embrujo. No fue capaz de recordar la última vez que lo habían plantado de esa manera. Incluso de pequeño se había movido en los mejores círculos, y su atractivo, encanto y dinero le habían asegurado un lugar en todas las fiestas. Mientras se alejaba, tuvo la certeza de que algo más que simple timidez la había obligado a escapar, y eso lo divirtió. Aunque no era un ángel, tampoco era el típico libertino que pudiera inspirar terror en los corazones de las jóvenes vírgenes. ¿Qué era, entonces, lo que la apartaba de él? Albergaba una idea, pero planeaba averiguarlo fuera de toda duda. No tenía intención de dejar que la señorita Bellewether perturbara su vida más de lo que ya había conseguido. ¡A lord Whalsey no se le veía por ninguna parte! Georgiana contuvo un gemido de frustración. Se había unido a su familia para asistir a esa fiesta con la esperanza de volver a arrinconarlo, pero tanto el señor Cheever como él se hallaban ausentes. ¿Qué podía hacer? Quizá Whalsey se hallara en el Pump Room, en un concierto o, peor aún, de camino a Londres para vender el collar. Se apoyó en la balaustrada que había en la parte de atrás de la elegante casa. Cuando la invitaron a bailar, había aducido que le dolía la cabeza y escapado a la pequeña terraza que daba al diminuto jardín. En ese silencio, intentó concentrarse en su siguiente curso de acción, pero demasiado pronto sus pensamientos se vieron interrumpidos. – Ah, señorita Bellewether. ¿Qué nuevo desastre está contemplando? La pregunta fue formulada por una voz profunda y familiar que hizo que se volviera sorprendida. Contuvo un jadeo y parpadeó ante la sombra que había cerca de las puertas, donde apenas podía discernir la alta forma de Ashdowne. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Inquietaba pensar que, a pesar de toda su habilidad, no había notado su presencia. Tuvo un escalofrío, ya que el marqués no era el típico noble. No se parecía a ningún hombre que hubiera conocido. – Yo… -las palabras le fallaron cuando él se situó bajo la pálida luz de la luna, una vez más vestido todo de negro, sus atractivas facciones envueltas en misterio. Sintió un nudo en el estómago, el pulso se le aceleró y la piel le hormigueó. Se llevó las manos a los brazos con el fin de frotarlos y desterrar la piel de gallina. Pero eso no la ayudó en nada y Ashdowne se acercó aún más. – Espero que haya pensado en mí -musitó; a pesar de lo nerviosa que la ponía, ella alzó el mentón y frunció el ceño. Divertido por su obstinación, el rió entre dientes-. ¿No? Bueno, pues he venido para convencerla. Su voz sonó como un ronroneo, pero Georgiana sabía que ese no era un felino dócil. Carraspeó. – ¿Convencerme de… qué? -preguntó, negándose a observarlo. – De aceptarme como su ayudante. Le ofrezco mis servicios para que consiga hacer justicia. ¿Qué dice, señorita Bellewether? Ella titubeó y se atrevió a mirarlo de reojo. Al principio se había creído que era como los demás, tan seguro de su superioridad que desdeñaría escuchar incluso sus teorías. Pero en ese momento parecía ansioso. Ya no exhibía la expresión altanera que hacía que se sintiera como un insecto. De hecho, sus rasgos mostraban un interés más bien benigno. Insegura, parpadeó, pero daba la impresión de que por primera vez en su vida un hombre buscaba su opinión. Ashdowne tenía los ojos alerta, con un brillo de depredador que le contrajo el estómago. Apartó la vista antes de quedar obnubilada y aferró con fuerza la balaustrada. Intentó no imaginar cómo sería poder hablar de su investigación con ese hombre tan atractivo. La tentación era grande, pero, ¿quería realmente dar alguna información a uno de sus sospechosos? La sola idea le produjo un temblor, aunque más de excitación que de consternación. Sin embargo, hasta unos momentos atrás había estado planteándose qué hacer con el señor Cheever y lord Whalsey. A la vista de su evidente culpabilidad, parecía una tontería preocuparse por Ashdowne. “No”, corrigió al posar la vista sobre su oscura silueta, Jamás sería una tontería mantener la cautela cerca del marqués, pues bajo la luz de la luna irradiaba un peligro que los otros dos jamás podrían tener. Con embriagadora comprensión, supo que no debería estar a solas con él. ¡Su madre se escandalizaría! No obstante, esa misma amenaza podría serle de utilidad, ya que él parecía capaz de cualquier cosa. Ciertamente podría manejar con facilidad a un dúo como Whalsey y Cheever. Tomó una decisión. – Quizá pueda serme de utilidad -susurró en la noche. – ¿Sí? -la palabra fue poco más que una exhalación, aunque logró hostigar los sentidos de ella como nunca antes había considerado posible. Irritada, se obligó a concentrarse. – Verá, conozco la identidad de los ladrones, pero temo que escapen de Bath a menos que se haga algo por detenerlos. – Ah. ¿Y entonces qué sugiere? -inquirió Ashdowne. Sin risas, sin burlas, sin siquiera una insinuación de desdén en su tono, y Georgiana experimentó un gran alivio. Quizá sería positivo que fuera su ayudante, ya que compartir sus pensamientos con otra persona parecía relajarla. – Bueno, no estoy del todo segura -reconoció-. En realidad no dispongo de suficientes pruebas para presentarle al magistrado, quien probablemente tampoco se dignaría escucharme -calló para considerar la injusticia de todo eso antes de mencionar la única opción que le quedaba-. Me temo que no hay más alternativa que enfrentarse a uno de los ladrones. – Señorita Bellewether -el tono intenso que empleó exigió toda la atención de ella-. No va a enfrentarse a un delincuente. Con el ceño fruncido ante lo que parecía una orden, Georgiana decidió no discutir, ya que pensaba utilizar su objeción como un medio para conseguir su fin. – Bueno, ahí es donde usted podría… intervenir -explicó. – ¿Quiere que yo me enfrente al sujeto? -enarcó una ceja con gesto especulador. – Bueno, eso, hmm, sería un buen trabajo para un ayudante, ¿no cree? -preguntó con sonrisa insegura-. Y yo estaría presente para llevar a cabo el interrogatorio. No me cabe duda de que podría arrancarles una confesión, al menos a uno de ellos como mínimo, ya que cuando hablé con él en el Pump Room se mostró sumamente agitado. – ¡Tiene suerte de que no hiciera nada más! No puede ir por ahí acosando a los malhechores. Desconoce de lo qué es capaz ese hombre, ¿pero yo he visto a algunos en Londres que le cortarían el cuello por un penique! – Oh, comprendo lo que dice, y estoy de acuerdo -replicó ella-. Verá, leo con atención todos los periódicos de Londres, en particular los artículos que tratan los actos criminales y el funcionamiento heroico de los alguaciles y detectives de Bow Street. Sin embargo, debo asegurarle que este sujeto no es un carterista corriente. Ashdowne no pareció apaciguado. Para su sorpresa, sus manos enguantadas la aferraron por los brazos desnudos, haciendo que contuviera el aliento. La alarmó el calor que generaron, al igual que la brusca metamorfosis de él. Ante sus ojos el marqués de Ashdowne había pasado a ser un ser amenazador, produciéndole un gran asombro. – Señorita Bellewether, no va a encararse con nadie, sin importar lo inofensivo que le parezca -aseveró. – Bueno, yo… -abrió la boca para protestar. Aún no había convenido aceptarlo como su ayudante, y el muy arrogante intentaba decirle lo que tenía que hacer. Mientras lo observaba con ojos cada vez más abiertos, él inclinó la cabeza, sus rasgos se tornaron borrosos y la besó. A Georgiana ya la habían besado antes, desde luego, pero los muchachos de provincia y los galanes militares jamás habían despertado en ella ningún entusiasmo hacia esa intimidad. Siempre había considerado más bien desagradable que alguien posara la boca en la suya. Hasta ese momento. Sencillamente, Ashdowne hacía que los jóvenes aquellos fueran insignificantes. Jugó con sus labios como un maestro, siendo el primer contacto apenas un roce, una caricia ligera como una pluma que la dejó anhelando más. Y en vez de dárselo, se concentró en su mandíbula, en su mejilla, en sus párpados y en su frente, con una caricia deliberada que insinuaba delicias desconocidas. – Eres todo un festín suntuoso -susurró él sobre su pelo. Entonces, para infinito alivio de ella, volvió a reunirse con sus labios, incitándolos y moldeándolos hasta que, aturdida, oyó un gemido bajo que reconoció como propio. Alzó las manos a la chaqueta de seda bordada de Ashdowne y aspiró el embriagador calor que emanaba de su cuerpo musculoso. Era tan cálido y sólido que no pudo evitar pasar las manos por su espalda, por debajo de la chaqueta. Como si esas exploraciones lo animaran, Ashdowne la tocó con la lengua; ella jadeó sorprendida y sintió que entraba en su boca en una suave invasión que pareció afectar a todo su cuerpo de formas muy peculiares. “Es curioso… que algo tan raro sea tan delicioso”, pensó Georgiana, pues el sabor de él era mejor que todo. Aunque devota de los postres, no podía compararlo con nada que hubiera probado alguna vez. ¿Acaso su sabor rico y oscuro era la personificación de la pasión? El pensamiento atravesó la bruma que conducía a sus sentidos atontados y se dio cuenta de que no debería estar aferrando a la persona del marqués de esa manera. No debería dejar que una de sus manos elegantes la tomara por la nuca mientras echaba la cabeza atrás y abría la boca bajo la suya. No debería pegarse tanto a él como para que sus pechos quedaran aplastados contra su exquisita chaqueta. Y, por encima de todo, no debería gemir con semejante abandono por la extraordinaria felicidad de encontrarse en sus brazos. De forma vaga oyó el sonido de pasos, seguidos de la frustración que le produjo el abandono de los labios de Ashdowne. – ¿De quién sospechas? -le susurró al oído. Ella requirió un minuto entero para comprender la pregunta. En ese tiempo, él se apartó y los brazos de Georgiana cayeron a los costados, vacíos y sin anclaje. – ¿Sospechar? -Repitió sin aliento-. Oh, de lord Whalsey y del señor Cheever. – Ah -musitó él, adentrándose ya en las sombras-. Haré que vigilen la casa de Whalsey. Georgiana parpadeó, dominada por una desilusión tan aguda que estuvo tentada a llamarlo o a arrojarse de nuevo a ese cuerpo alto y maravilloso y suplicarle que le diera más, pero él retrocedía en silencio. – ¡Señorita Bellewether! -el sonido de la voz hizo que ella girara con culpabilidad, y se encogió ante la visión del señor Hawkins, el vicario, que se acercaba-. Veo que ha sido bueno que saliera aquí, ya que no debería estar sola en este sitio -posó los ojos en su pecho y Georgiana agradeció la oscuridad reinante. – Oh, yo, hmm, ya iba a entrar -logró manifestar. El señor Hawkins se mostró contrariado pero se ofreció a escoltarla; ella aceptó su brazo, aunque le pareció un pobre sustituto del de Ashdowne. Mientras trataba de controlar sus pensamientos desbocados, parpadeó al entrar en la sal y de forma automática estudió a los allí reunidos. De inmediato notó la presencia de lady Culpepper, que charlaba con un caballero de pelo negro. – Veo que ya se ha recuperado de su pesar -comentó el señor Hawkins mirando a la dama con el ceño fruncido. Era un comentario extraño para un vicario; al oírlo Georgiana sintió que recuperaba su ingenio. – Quizá el caballero le esté extendiendo su consuelo -la respuesta del señor Hawkins fue un bufido muy poco apropiado para un hombre de la iglesia-. ¿Quién es? -preguntó ella, observando al otro con interés. Era alto y atractivo e iba vestido de manera elegante pero discreta. – Solo uno de los hombres más ricos y arrogantes del país -respondió el señor Hawkins con voz despectiva-. Está emparentado con la mitad de la nobleza, pero tiene más dinero que todos. – Ah, quizá entonces sea familia de lady Culpepper. – Eso dicen. Al parecer ha traído a alguien de Londres para que intente recuperar el collar, ¡cómo si le importara! Sin duda para él es calderilla. Si quiere saberlo, me parece un asunto raro. – ¿Y a quién ha traído de Londres? -inquirió, mirando de repente a su acompañante. – A un detective de Bow Street -repuso el señor Hawkins-. Aunque imagino que no tardará en lamentar haber venido cuando tenga que tratar con gente como esos dos -añadió con su tono más pomposo. Pero Georgiana ya no le prestaba atención. Sólo podía pensar en el detective de Bow Street y en la expectación que le producía, después de tantos años de seguir sus hazañas, conocer al fin en persona a uno de los investigadores criminales de la elite. Miró alrededor en busca de Ashdowne, pero no lo vio por ninguna parte, y dedicó un momento de irritación a sus frecuentes desapariciones. Pensó que quizá había ido en pos de lord Whalsey. Le habría gustado hablar con el detective esa misma noche, pero saber que Ashdowne vigilaba a su principal sospechoso la relajó. A primera hora de la mañana iría a buscar al investigador. Si todo salía bien, podría plantearle su caso y entregarle a los culpables a mediodía. Con suerte, el collar aún seguía en manos de Whalsey, y en ese caso, tal vez pudiera devolvérselo en persona a lady Culpepper. Entonces esa noble tan poco cortés tendría que cambiar de opinión sobre ella. Encantada, pensó que todo el mundo la tomaría en serio. ¡Y al fin comenzaría su tan anhelada carrera como afamada investigadora capaz de solucionar cualquier misterio! |
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