"El cuento número trece" - читать интересную книгу автора (Setterfield Diane)

Y por fin empezamos…

A las nueve en punto del día siguiente la señorita Winter mandó que me llamaran y fui a reunirme con ella en la biblioteca.

De día la estancia era muy diferente. Con los postigos retirados, los altos ventanales dejaban entrar a raudales la luz de un cielo claro. El jardín, todavía empapado por el aguacero de la noche, resplandecía con el sol de la mañana. Las exóticas plantas que descansaban junto a los poyos laterales de las ventanas parecían tocar con sus hojas a sus primas más resistentes, más húmedas, del otro lado del cristal, y los delicados marcos que sujetaban los cristales no parecían más sólidos que las hebras fulgurantes de una tela de araña desplegada entre dos ramas sobre la senda del jardín. La biblioteca propiamente dicha, de aspecto más liviano, más reducida que la noche anterior, semejaba un espejismo en forma de libros surgido del húmedo jardín invernal.

En contraste con el azul claro del cielo y el sol blanquecino, la señorita Winter era toda fuego y calor, una exótica flor de estufa en un invernadero del norte. Esa mañana no llevaba puestas las gafas de sol, pero se había pintado los párpados de color violeta y se los había perfilado con una raya de kohl a lo Cleopatra, ribeteados con las mismas pestañas negras y pobladas del día anterior. A la luz del día advertí un detalle que se me había pasado por alto por la noche: a lo largo de la rectísima línea que dividía en dos los rizos cobrizos de la señorita Winter transcurría una raya muy blanca.

– ¿Recuerda nuestro trato? -comenzó mientras me sentaba en la butaca, al otro lado de la chimenea-. Introducción, nudo y desenlace, todo en el orden correcto. Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas.

Me sentía cansada. Una cama extraña en una casa extraña; además, me había despertado con una melodía monótona y atonal resonando en mi cabeza.

– Empiece por donde quiera -dije.

– Empezaré por la introducción. Aunque, naturalmente, la introducción nunca está donde uno cree. Le damos tanta importancia a nuestra propia vida que tendemos a creer que su historia comienza con nuestro nacimiento. Primero no había nada, entonces nací yo… Pero no es así. Las vidas humanas no son pedazos de cuerda que podemos separar del nudo que forman con otros pedazos de cuerda para enderezarnos. Las familias son tejidos. Resulta imposible tocar una parte sin hacer vibrar el resto. Resulta imposible comprender una parte sin poseer una visión del conjunto.

»Mi historia no es solo mía, es la historia de Angelfield. El pueblo de Angelfield. La casa de Angelfield. Y la propia familia Angelfield. George y Mathilde; sus hijos, Charlie e Isabelle; las hijas de Isabelle, Emmeline y Adeline. Su casa, sus vicisitudes, sus miedos, y su fantasma. Siempre deberíamos prestar atención a los fantasmas, ¿no cree, señorita Lea?

Me lanzó una mirada afilada, pero fingí no verla y continuó:

– Un nacimiento no es, en realidad, una introducción. Nuestra vida, cuando empieza, no es realmente nuestra, sino la continuación de la historia de otro. Pongamos, por ejemplo, mi caso. Viéndome ahora, seguro que piensa que mi nacimiento fue especial, ¿verdad? Acompañado de extraños presagios y atendido por brujas y hadas madrinas. Pues no, ni mucho menos. De hecho, cuando nací no era más que un argumento secundario.

»Pero cómo puede conocer esta historia que precede a mi nacimiento, advierto que se está preguntando. ¿Cuáles son mis fuentes? ¿De dónde proviene la información? Bien, ¿de dónde proviene la información en una casa como Angelfield? De los sirvientes, naturalmente, en especial del ama. No quiero decir que fue ella quien me lo contó todo, si bien es cierto que a veces rememoraba el pasado cuando se sentaba a limpiar la plata y parecía olvidarse de mi presencia mientras hablaba. Fruncía el entrecejo al recordar rumores y chismes que corrían por el pueblo. Sucesos, conversaciones y episodios salían de sus labios y parecían representarse de nuevo sobre la mesa de la cocina. Sin embargo, tarde o temprano, el hilo de la historia la conducía a episodios no aptos para una niña -sobre todo no aptos para mí- y de repente recordaba que yo estaba allí, suspendía su relato en mitad de una frase y se ponía a frotar con energía la cubertería, como si así pudiera borrar todo el pasado, pero en una casa donde hay niños no puede haber secretos. Así pues, reconstruí la historia de otra manera. Cuando el ama conversaba con el jardinero frente al té de la mañana, yo aprendía a interpretar los silencios repentinos que interrumpían conversaciones aparentemente inocentes. Fingiendo no notar nada, reparaba en las palabras concretas que les hacían mirarse en silencio. Y cuando creían que estaban solos y podían hablar con libertad… en realidad no estaban solos. De esa forma fui comprendiendo la historia de mis orígenes, i más tarde, cuando el ama envejeció y se le soltó la lengua, sus divagaciones confirmaron la historia que yo había estado años tratando de adivinar. Es esta historia -la que me llegó en forma de insinuaciones, miradas y silencios- la que voy a vestir de palabras para usted.

La señorita Winter se aclaró la garganta, preparándose para comenzar.

– Isabelle Angelfield era extraña.

La voz pareció abandonarla y, sorprendida, guardó silencio. Cuando habló de nuevo su tono fue cauto.

– Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Otra vez la brusca pérdida de voz.

Tan acostumbrada estaba la señorita Winter a esconder la verdad que se le había atrofiado en su interior. Hizo un comienzo fallido, luego otro. No obstante, como un músico de talento que después de años sin tocar toma de nuevo su instrumento, finalmente se abrió camino.

Me contó la historia de Isabelle y Charlie.



Isabelle Angelfield era extraña.

Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Es imposible saber si esos dos hechos guardan relación. No obstante, cuando veinticinco años después Isabelle se marchó de casa por segunda vez, los vecinos echaron la vista atrás y recordaron la interminable lluvia que cayó el día de su nacimiento. Algunos recordaron como si fuera ayer que el médico llegó tarde, pues tuvo que enfrentarse a las inundaciones causadas por el desbordamiento del río. Otros recordaron, sin sombra de duda, que el cordón umbilical había permanecido enrollado en el cuello de la pequeña hasta casi estrangularla antes de poder nacer. Sí, fue un parto muy complicado, pues al dar las seis, justo cuando el bebé estaba saliendo y el médico tocaba la campana, ¿no había abandonado la madre este mundo y pasado al siguiente? Así que si el tiempo hubiera sido apacible y el médico hubiera llegado antes y si el cordón no hubiera privado a la niña de oxígeno y si la madre no hubiera muerto… Y si, y si, y si… De nada sirve ese tipo de razonamiento. Isabelle era como era y no hay nada más que decir al respecto.

La recién nacida, un bultito blanco de furia, era huérfana de madre. Y al principio, en la práctica, también fue huérfana de padre. George Angelfield se hundió. Se encerró en la biblioteca y se negó a salir. Quizá parezca algo excesivo; por lo general, diez años de matrimonio bastan para curar el afecto conyugal, pero Angelfield era un tipo extraño, como demostró en aquel momento. Había amado a su esposa, a su malhumorada, perezosa, egoísta y preciosa Mathilde.

La había querido más de lo que quería a sus caballos, más incluso que a su perro. En cuanto a su hijo Charlie, un niño de nueve años, a George jamás se le ocurrió preguntarse si lo quería más o menos que a Mathilde, porque ni siquiera pensaba en Charlie.

Desconsolado, medio enloquecido por el dolor, George Angelfield pasaba los días sentado en la biblioteca, sin comer, sin ver a nadie. Y también pasaba allí las noches, en el diván, sin dormir, contemplando la luna con los ojos enrojecidos. Esa situación se prolongó varios meses. Sus mejillas, ya pálidas de por sí, empalidecieron aún más, adelgazó y dejó de hablar. Hicieron llamar a especialistas de Londres. El párroco fue y se marchó. El perro languidecía por falta de afecto y cuando pereció, George Angelfield apenas se percató.

Finalmente el ama perdió la paciencia. Levantó a la pequeña Isabelle de la cuna del cuarto de los niños y la llevó abajo. Pasó ante el mayordomo desoyendo sus advertencias y entró en la biblioteca sin llamar. Caminó hasta el escritorio y puso al bebé en los brazos de George Angelfield sin decir ni una palabra. A renglón seguido giró sobre sus talones y se marchó dando un portazo.

El mayordomo hizo ademán de entrar con la idea de recuperar a la niña, pero el ama alzó un dedo y espetó entre dientes:

– ¡Ni se te ocurra!

El mayordomo se quedó tan pasmado que obedeció. Los sirvientes de la casa se congregaron frente a la biblioteca, mirándose unos a otros, sin saber qué hacer, pero la firme determinación del ama los tenía paralizados, de modo que no hicieron nada.

Fue una tarde larga y al anochecer una criada corrió hasta el cuarto de los niños.

– ¡Ha salido! ¡El señor ha salido!

Con su paso y su porte habituales, el ama bajó para que le explicaran lo sucedido.

Los sirvientes se habían pasado horas en el vestíbulo, pegando la oreja a la puerta y mirando por el ojo de la cerradura. Al principio el señor se había limitado a contemplar al bebé con el rostro embobado y perplejo. El bebé se retorcía y gorjeaba. Cuando George Angelfield empezó a responder con gorgoritos y arrullos, los sirvientes se miraron atónitos, pero mayor fue su pasmo cuando al rato le escucharon cantar una nana. El bebé se durmió y se hizo el silencio. El padre, informaron los sirvientes, no apartó los ojos de la cara de su hija ni un segundo. Luego la pequeña despertó hambrienta y comenzó a llorar. Los berridos fueron ganando volumen e intensidad hasta que, finalmente, la puerta se abrió de par en par.

Y ahí estaba mi abuelo, con su hija en los brazos.

Al ver a los sirvientes rondando ociosos, los fulminó con la mirada y bramó:

– ¿Es que en esta casa se deja a los bebés morir de hambre?

A partir de ese día George Angelfield cuidó personalmente de su hija. Le daba de comer y la bañaba, trasladó la cuna a su habitación por si se sentía sola y se ponía a llorar por las noches, confeccionó un cabestrillo para poder montar a caballo con ella, le leía (cartas comerciales, páginas de deportes y novelas románticas) y compartía con ella todos sus pensamientos y proyectos. En pocas palabras, se comportaba como si Isabelle fuera una compañera sensata y agradable y no una niña rebelde e ignorante.

Quizá su padre la adorara por su físico. Charlie, el hijo a quien no prestaba atención, nueve años mayor que Isabelle, era el vivo retrato de su padre: recio, pálido y pelirrojo, de andar patoso y semblante alelado. Isabelle, en cambio, había heredado rasgos de sus dos progenitores. El cabello pelirrojo que compartían su padre y su hermano se le fue oscureciendo hasta adquirir un castaño rojizo intenso y vivo. En ella la blanca tez de los Angelfield se extendía sobre bellas facciones francesas. Poseía el mejor mentón, el paterno, y la mejor boca, la materna. Tenía los ojos almendrados y las pestañas largas de su madre pero cuando las levantaba dejaba ver los asombrosos iris de color verde esmeralda distintivos de los Angelfield. Isabelle era, físicamente al menos, la mismísima perfección.

La casa se adaptó a esa situación tan insólita. Sus moradores vivían con el acuerdo tácito de actuar como si fuera del todo normal que un padre sintiera adoración por su hija pequeña. No debían considerar impropio de un hombre, impropio de un caballero, ni ridículo, que no se separara de ella ni un momento.

Pero ¿y Charlie, el hermano de la pequeña? Charlie era un muchacho corto de entendederas que no dejaba de dar vueltas a sus cuatro obsesiones y era imposible enseñarle cosas nuevas o que pensara con lógica. Hacía caso omiso del bebé y agradecía los cambios que su llegada había supuesto en el funcionamiento de la casa. Antes de Isabelle había tenido dos padres a quienes el ama podía informar de su mala conducta, dos padres cuyas reacciones eran difíciles de prever. Su madre le había impuesto una disciplina contradictoria: unas veces lo zurraba por su mal comportamiento y otras simplemente se reía. Su padre, aunque severo, era tan despistado que solía olvidar los castigos que le había impuesto. No obstante, cuando se encontraba con el muchacho, le asaltaba la vaga sensación de que podía haber una fechoría que enmendar y le propinaba una zurra pensando que si no la merecía en ese momento bien valdría para la próxima ocasión. Eso enseñó al muchacho una buena lección: no debía cruzarse con su padre.

Con la llegada de la niña Isabelle todo eso cambió. Mamá ya no estaba y papá era como si no estuviese, demasiado ocupado con su pequeña Isabelle para interesarse por las quejas histéricas de las criadas sobre ratones cocinados con el asado del domingo o alfileres hundidos en el jabón por manos malintencionadas. Charlie podía hacer lo que le viniera en gana, y lo que más le tentaba era arrancar tablas de los escalones del desván y observar cómo las criadas tropezaban y se torcían el tobillo.

El ama podía regañarle, pero a fin de cuentas solo era el ama, y en esa nueva vida de libertad Charlie podía mutilar y herir cuanto le apeteciera con la certeza de que saldría impune. Dicen que la conducta congruente en los adultos es buena para los niños, pero asimismo la desatención congruente decididamente sentaba bien a ese niño, porque durante esos primeros años siendo medio huérfano Charlie Angelfield fue muy feliz.

La adoración de George Angelfield por su hija superó todas las pruebas que un hijo es capaz de imponer a un padre. Cuando Isabelle comenzó a hablar George descubrió que era una superdotada, un auténtico oráculo, así que empezó a consultárselo todo, hasta que la casa acabó funcionando según los caprichos de una niña de tres años.

Recibían pocas visitas, que todavía se redujeron más cuando la casa pasó de la excentricidad al caos. Después los sirvientes empezaron a comentar sus quejas entre ellos. El mayordomo se marchó antes de que la niña cumpliera dos años. La cocinera soportó un año más los irregulares horarios de comidas que exigía la niña, y finalmente llegó el día en que también ella se despidió. Cuando se marchó se llevó a la pinche, de manera que al final la responsabilidad de garantizar el suministro de bizcocho y jalea a horas extrañas del día recayó en el ama. Las criadas no se sentían en la obligación de realizar sus tareas; opinaban, no sin razón, que sus reducidos sueldos a duras penas compensaban los cortes y los moretones, las torceduras de tobillo y las descomposiciones de estómago que padecían como consecuencia de los sádicos experimentos de Charlie. Se marcharon, fueron reemplazas por una sucesión de empleadas por horas -ninguna de las cuales duró demasiado-, hasta que al final incluso se prescindió de ellas.

Al cumplir Isabelle los cinco años la casa había quedado reducida George Angelfield, los dos niños, el ama, el jardinero y el guardabosques. El perro había muerto y los gatos, temerosos de Charlie, vivían fuera de la casa y se refugiaban en el cobertizo del jardinero cuando el frío arreciaba.

Si George Angelfield reparaba en su aislamiento, en la mugre en que vivían, no lo lamentaba. Tenía a Isabelle y era feliz.

Quien sí echaba de menos a los sirvientes era Charlie. Sin ellos carecía de sujetos para hacer sus experimentos. Buscando alguien a quien hacer daño su mirada se posó, como estaba destinado a suceder tarde o temprano, en su hermana.

Charlie no podía hacerla llorar en presencia de su padre y, dado que Isabelle raras veces se separaba de él, se enfrentaba a un problema. ¿Cómo alejarla de allí?

Con un señuelo. Susurrándole promesas de algo mágico y sorprendente, Charlie sacó a Isabelle por la puerta lateral y la condujo por los largos arriates, el jardín de las figuras y la avenida de hayas hasta alcanzar el bosque. Charlie conocía allí un lugar apropiado: una vieja caseta húmeda y sin ventanas, el sitio perfecto para los secretos.

Lo que Charlie buscaba era una víctima, y su hermana, que caminaba detrás de él más menuda, más joven y débil, debió de parecerle idónea. Pero ella era extraña e inteligente, así que las cosas no sucedieron exactamente como él esperaba.

Charlie le subió la manga a su hermana y le pasó un trozo de alambre, naranja por el óxido, a lo largo de la parte interna del antebrazo. Isabelle miró fijamente las gotas rojas que brotaban de la línea morada de sus venas y levantó la vista hacia su hermano. Tenía los ojos verdes muy abiertos por la sorpresa y por algo cercano al placer. Cuando alargó la mano para exigir el alambre, Charlie se lo entregó sin rechistar. Isabelle se subió la otra manga, se perforó la piel y deslizó diligentemente el alambre por el brazo hasta tocar casi la muñeca. Como su corte era más profundo que el que le había hecho su hermano, la sangre brotó al instante y empezó a correr. Isabelle dejó escapar un suspiro de satisfacción contemplándola y, acto seguido, la chupó con la lengua. Devolvió el alambre a su hermano y le indicó con un gesto que se subiera la manga.

Charlie estaba perplejo. Pero se clavó el alambre en el brazo porque ella así lo deseaba y rió mientras notaba el dolor.

En lugar de una víctima, Charlie había dado con la más extraña de las cómplices.


La vida transcurría para los Angelfield sin fiestas, sin cacerías, sin criadas y sin la mayoría de las cosas que las personas de su clase daban por sentadas por aquel entonces. No se relacionaban con sus vecinos, permitían que la finca fuera administrada por los aparceros y dependían de la buena voluntad del ama y el jardinero para aquellas transacciones cotidianas con el mundo que eran necesarias para la supervivencia.

George Angelfield se olvidó del mundo y durante un tiempo el mundo se olvidó de él, pero volvieron a recordárselo. El motivo fue algo relacionado con el dinero.

Había otras mansiones en las inmediaciones. Otras familias más o menos aristocráticas. Entre esas familias había un hombre que cuidaba mucho de su dinero; buscaba el mejor asesoramiento, invertía grandes sumas allí donde dictaba la prudencia y especulaba con pequeñas cantidades allí donde el riesgo de pérdida era mayor pero las ganancias, si la cosa salía bien, cuantiosas. En un determinado momento perdió todas las grandes sumas y, aunque las pequeñas subieron, si bien moderadamente, se vio en apuros. Para colmo, tenía un hijo holgazán y despilfarrador y una hija de ojos saltones y tobillos gruesos. Tenía que hacer algo.

George Angelfield nunca veía a nadie, por consiguiente nadie le ofrecía consejos financieros. Cuando su abogado le enviaba alguna recomendación, la desoía, y cuando su banco le enviaba alguna carta, ni la contestaba. En consecuencia, el dinero de los Angelfield, en lugar de menguar a fuerza de perseguir un negocio tras otro, holgazaneaba en la cámara acorazada del banco y solo hacía que aumentar.

Todo se sabe, y más si se trata de dinero. La voz corrió.

– ¿George Angelfield no tenía un hijo? -preguntó la esposa del vecino al borde de la ruina-. ¿Qué edad tendrá ahora? ¿Veintiséis?

Y si el hijo no podía ser para su Sybilla, ¿por qué no la muchacha para Roland?, se preguntó. Ya casi debía de estar en edad de casarse. Y de todos era sabido que el padre la adoraba; no iría con las manos vacías.

– Un tiempo agradable para una merienda al aire libre -dijo, y su esposo, como suele suceder con los maridos, no vio la relación.


La invitación languideció durante dos semanas en la repisa de la ventana del salón y habría permanecido allí hasta que el sol se hubiera comido el color de la tinta de no haber sido por Isabelle. Una tarde, sin saber qué hacer, bajó al salón, resopló de aburrimiento, cogió la carta y la abrió.

– ¿Qué es? -preguntó Charlie.

– Una invitación -respondió ella-. Para una merienda al aire libre.

¿Una merienda al aire libre? Charlie pensó. Le parecía extraño. Pero se encogió de hombros y lo olvidó.

Isabelle se levantó y caminó hasta la puerta.

– ¿Adónde vas?

– A mi cuarto.

Charlie hizo ademán de seguirla, pero ella le detuvo.

– Déjame tranquila -dijo-. No me apetece.

Él protestó, la agarró del pelo y le deslizó los dedos por la nuca todavía con los moretones que le había hecho la última vez, pero ella se retorció hasta liberarse, echó a correr escaleras arriba y cerró su puerta con llave.

Una hora más tarde Charlie la oyó bajar y salió al vestíbulo.

– Ven a la biblioteca conmigo -dijo él.

– No.

– Entonces vamos al parque de ciervos.

– No.

Charlie advirtió que se había cambiado.

– ¿Qué haces con esa pinta? -dijo-. Estás ridícula.

Isabelle lucía un vestido de verano, de una tela blanca muy ligera con un ribete verde, que había pertenecido a su madre. En lugar de sus habituales zapatillas de tenis con los cordones deshilachados calzaba unas sandalias de raso verde un número demasiado grande -también de su madre- y se había prendido una flor en el pelo con una peineta. Llevaba carmín en los labios.

El corazón de Charlie se ensombreció.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– A la merienda.

La agarró del brazo, le hincó los dedos y la arrastró hacia la biblioteca.

– ¡No!

La arrastró con más fuerza.

– ¡Charlie, he dicho que no! -repitió Isabelle entre dientes.

La soltó. Sabía que cuando ella decía que no de ese modo, quería decir no. Lo tenía más que comprobado. El mal humor podía durarle varios días.

Isabelle se volvió y abrió la puerta.

Enfadadísimo, Charlie buscó algo que golpear, pero ya había roto todo cuanto era rompible y el resto de objetos le harían más daño a sus nudillos que el destrozo que él pudiera causarles. Relajó los puños, cruzó la puerta y siguió a Isabelle hasta la merienda al aire libre.


De lejos, la juventud reunida a orillas del lago formaba un bonito cuadro con sus vestidos de verano y sus camisas blancas. Las copas que sostenían en la mano contenían un líquido que centelleaba con la luz del sol y la hierba que pisaban parecía tan suave que invitaba a caminar descalzo por ella, pero lo cierto era que los invitados estaban asfixiándose bajo sus ropas, que el champán estaba caliente y que si alguien hubiera tenido la ocurrencia de descalzarse, habría pisado excrementos de oca. Aun así estaban dispuestos a fingir alegría, con la esperanza de que su actuación terminara siendo real.

Un joven algo separado de la multitud vislumbró movimiento cerca de la casa: una chica con un atuendo extraño acompañada de un hombre con pinta de pelmazo. Había algo especial en ella.

El joven no rió el chiste de su compañero; este se volvió para ver qué era eso que había atraído su atención y también calló. Un grupo de chicas, siempre pendientes de los movimientos de los muchachos incluso cuando los tenían detrás, se volvieron para conocer la causa del repentino silencio. A partir de ahí, por una suerte de efecto dominó, todos los comensales se volvieron hacia los recién llegados y enmudecieron al verlos.

Por la vasta extensión de césped avanzaba Isabelle.

Llegó hasta el grupo. Este se abrió para ella como el mar se abrió para Moisés, e Isabelle caminó directamente por el centro hasta la orilla del lago. Se detuvo sobre una piedra lisa que despuntaba por encima del agua. Alguien se acercó a ella con una copa y una botella, Pero Isabelle lo rechazó con un gesto de la mano. El sol pegaba fuerte, el paseo había sido largo y haría falta algo más que champán para refrescarla.

Se quitó los zapatos, los colgó de un árbol y extendiendo los brazos se dejó caer en el agua.

La multitud soltó un gritito ahogado, y cuando Isabelle emergió a la superficie, con el agua corriéndole por la silueta de una forma que recordaba al nacimiento de Venus, soltó otro gritito.

Esa zambullida fue otra de las cosas que la gente recordó años más tarde, cuando Isabelle se marchó de casa por segunda vez. La gente recordó y meneó la cabeza con una mezcla de lástima y desaprobación. La muchacha siempre había sido así, pero aquel día en concreto los invitados lo atribuyeron a su espíritu alegre y se lo agradecieron. Sin ayuda de nadie, Isabelle animó la fiesta.

Uno de los jóvenes, el más osado, rubio y con una risa llamativa, se descalzó, se quitó la corbata y se tiró al lago. Tres de sus amigos siguieron su ejemplo. En un abrir y cerrar de ojos todos los muchachos estaban en el agua buceando, llamando a los demás, gritando y rivalizando en saltos y zambullidas.

Las chicas reaccionaron con rapidez y comprendieron que solo tenían un camino. Colgaron sus sandalias de las ramas, pusieron sus caras más animadas y se tiraron al agua lanzando gritos que esperaban sonaran desinhibidos en tanto que hacían todo lo posible por impedir que se les mojara el pelo.

Sus esfuerzos fueron en vano. Los hombres solo tenían ojos para Isabelle.

Charlie no imitó a su hermana lanzándose al agua, sino que se mantuvo algo alejado y se dedicó a observar. Pelirrojo y blanco de piel, era un hombre hecho para la lluvia y los pasatiempos de interior. Tenía la cara sonrosada por el sol y el sudor que le caía de la frente le irritaba los ojos, pero apenas parpadeaba. No quería apartar sus ojos de Isabelle.

¿Cuántas horas habían pasado cuando volvió a encontrarse con ella? Le pareció una eternidad. Animada por la presencia de Isabelle, la merienda se había alargado mucho más de lo previsto. No obstante los invitados tenían la sensación de que el tiempo había pasado volando y de haber podido se habrían quedado un poco más. La fiesta terminó con la consolación de que se celebrarían más meriendas, con promesas de otras invitaciones y con besos húmedos.

Cuando Charlie se acercó, Isabelle tenía la americana de un muchacho sobre los hombros y al joven en cuestión en el bolsillo. No muy lejos merodeaba una chica que no estaba segura de si su presencia sería bienvenida. Aunque regordeta, feúcha y mujer, el gran parecido que guardaba con el joven evidenciaba que era su hermana.

– Nos vamos -dijo bruscamente Charlie a su hermana Isabelle.

– ¿Tan pronto? Había pensado que podríamos dar un paseo. Con Roland y Sybilla. -Isabelle sonrió gentilmente a la hermana de Roland, quien sorprendida por la inesperada amabilidad le devolvió la sonrisa.

Si bien Charlie a veces conseguía, lastimándola, que Isabelle le obedeciera en casa, en público no se atrevía, de modo que cedió.

¿Qué ocurrió durante ese paseo? Nadie fue testigo de lo que sucedió en el bosque, así que no hubo rumores. Al menos al principio. Mas no hace falta ser un genio para deducir, por los acontecimientos posteriores, lo que pasó esa noche bajo el dosel del follaje estival.

Más o menos esto fue lo que sucedió:

Isabelle seguramente encontró un pretexto para deshacerse de los hombres.

– ¡Mis zapatos! ¡Me los he dejado en el árbol!

Y probablemente envió a Roland a buscarlos y a Charlie a por un chal o cualquier otra cosa para Sybilla.

Las muchachas se sentaron sobre el suelo mullido. Ausentes los nombres y ya en la creciente oscuridad, comenzaron a esperarlos adormiladas por el champán, aspirando los restos del calor del sol y con estos el principio de algo más oscuro, el bosque y la noche. El calor que desprendían sus cuerpos fue evaporando la humedad de los vestidos, y a medida que se secaban, los pliegues de la tela se iban separando de la carne y les hacían cosquillas.

Isabelle sabía lo que quería: tiempo a solas con Roland; pero para conseguirlo tenía que deshacerse de su hermano.

Empezó a hablar mientras se recostaban en un árbol.

– Y dime, ¿quién es tu pretendiente?

– La verdad es que no tengo pretendiente -reconoció Sybilla.

– Pues deberías tener uno.

Isabelle se tendió sobre un costado, cogió la hoja liviana de un helecho y se la pasó por los labios. Luego la deslizó por los labios de su compañera.

– Hace cosquillas -murmuró Sybilla.

Isabelle lo hizo de nuevo. Sybilla sonrió. Tenía los ojos entornados y no detuvo a Isabelle cuando le deslizó la suave hoja por el cuello y el escote del vestido, prestando especial atención a la ondulación de sus senos. Sybilla dejó escapar una risita un poco gangosa.

Cuando la hoja descendió hasta la cintura y siguió bajando, Sybilla abrió los ojos.

– Has parado -protestó.

– No he parado -dijo Isabelle-, pero no puedes notarlo a través del vestido. -Levantó el borde del vestido de Sybilla y jugueteó con la hoja a lo largo de los tobillos-. ¿Mejor así?

Sybilla volvió a cerrar los ojos.

Desde su tobillo algo grueso la pluma verde se abrió paso hasta su contundente rodilla. Un murmullo nasal escapó de los labios de Sybilla, aunque no se retorció hasta que la hoja le alcanzó la frontera de los muslos y no suspiró hasta que Isabelle sustituyó la hoja por sus delicados dedos.

Isabelle no apartó ni una sola vez su mirada afilada del rostro de la muchacha, y cuando los párpados de Sybilla mostraron el primer indicio de un parpadeo, retiró la mano.

– Lo que necesitas en realidad -dijo con total naturalidad- es un pretendiente.

Arrancada contra su voluntad de su éxtasis inconcluso, Sybilla la miró sin entender.

– Por las cosquillas -tuvo que explicarle Isabelle-. Es mucho mejor con un pretendiente.

Y cuando Sybilla preguntó a su nueva amiga:

– ¿Cómo lo sabes?

Isabelle tenía la respuesta preparada:

– Por Charlie.

Cuando los chicos regresaron, zapatos y chal en mano, Isabelle ya había conseguido su objetivo. Sybilla, con la falda y la enagua algo revueltas, contempló a Charlie con mucho interés.

Charlie, ajeno al escrutinio, estaba mirando a su hermana.

– ¿Te has dado cuenta de cuánto se parecen Isabelle y Sybilla? -preguntó despreocupadamente Isabelle. Charlie la fulminó con la mirada-. Me refiero a como suenan los dos nombres. Son casi intercambiables, ¿no crees? -Lanzó una mirada afilada a su hermano, obligándole a comprender-. Roland y yo vamos a caminar un poco más, pero Sybilla está cansada. Quédate con ella. -Isabelle cogió a Roland del brazo.

Charlie miró fríamente a Sybilla y reparó en el desorden de su vestido. Ella le miró a su vez, tenía los ojos como platos y la boca ligeramente abierta.

Cuando Charlie se volvió hacia Isabelle, ya había desaparecido. Desde la oscuridad solo le llegaba su risa, su risa y el murmullo quedo de la voz de Roland. Se desquitaría más tarde. Juró que lo haría. Le haría pagar por eso mil veces.

Entretanto, tenía que desahogarse de algún modo.

Se volvió hacia Sybilla.


El verano fue una sucesión de meriendas al aire libre. Y para Charlie fue una sucesión de Sybillas. Pero para Isabelle solo hubo un Roland. Cada día burlaba la vigilancia de Charlie, escapaba de sus garras y desaparecía con su bicicleta. Él nunca conseguía averiguar dónde se encontraba la pareja, era demasiado lento para seguir a su hermana cuando se daba a la fuga pedaleando a toda velocidad, con el cabello ondeando al viento. En ocasiones Isabelle no regresaba hasta que caía la noche, y a veces ni siquiera entonces. Cuando él la reprendía, ella se reía y le daba la espalda, como si no existiera. Él intentaba hacerle daño, lesionarla y, mientras ella escapaba una y otra vez, escurriéndosele de los dedos como el agua, cayó en la cuenta de lo mucho que sus juegos habían dependido del consentimiento de su hermana. Por mucha fuerza que él tuviera, la rapidez y la inteligencia de Isabelle siempre le permitían huir de él. Como un jabalí encolerizado por una abeja, Charlie se sentía impotente.

De vez en cuando, apaciguadora, Isabelle cedía a sus súplicas. Durante una hora o dos se entregaba a su voluntad, permitiéndole disfrutar de la ilusión de que había vuelto para quedarse y que entre ellos todo volvía a ser como antes; pero Charlie no tardaba en comprobar que era una ilusión, y sus renovadas ausencias después de esos paréntesis le resultaban todavía más desesperantes.

Charlie olvidaba su dolor con una u otra Sybilla, aunque solo durante un tiempo. Al principio su hermana le preparaba el terreno, pero cuando creció su entusiasmo por Roland, Charlie tuvo que encargarse de conseguir sus propias citas. No poseía la sutileza de su hermana, e incluso hubo un incidente que podría haber terminado en escándalo; Isabelle, indignada, le dijo que si así era como pensaba comportarse, tendría que buscarse otra clase de mujeres. Entonces Charlie pasó de las hijas de pequeños aristócratas a las hijas de herreros, granjeros y guardabosques. Personalmente no notaba la diferencia, pero por lo menos a la gente parecía importarle menos.

Aunque frecuentes, esos momentos de olvido eran breves. Los ojos espantados, los brazos magullados, los muslos ensangrentados, eran borrados de su memoria en cuanto se volvía. Nada rozaba siquiera la gran pasión de su vida: su amor por Isabelle.


Una mañana, hacia el final del verano, Isabelle pasó las hojas en blanco de su diario y contó los días. Cerró el libro y lo devolvió al cajón con aire pensativo. Cuando lo decidió, bajó al estudio de su padre.

Su padre levantó la vista.

– ¡Isabelle!

Se alegraba de verla. Desde que había empezado a salir con tanta frecuencia, se sentía muy complacido cuando lo buscaba de ese modo.

– ¡Querido papá! -Isabelle le sonrió. Él percibió un destello extraño en sus ojos.

– ¿Estás tramando algo?

Ella deslizó la mirada hasta un recodo del techo y sonrió. Sin desviar los ojos de ese oscuro recodo, comunicó a su padre que se marchaba.

Al principio apenas entendió lo que su hija le había dicho. Notó un pulso palpitante en los oídos. Se le nubló la vista; cerró los ojos, pero dentro de su cabeza solo había volcanes, lluvias de meteoritos y explosiones. Cuando las llamas se extinguieron y en su mundo interior ya no quedó nada salvo un paisaje arrasado y mudo, abrió los ojos.

¿Qué le había hecho?

En su mano había un mechón de pelo con un pedazo de piel sanguinolenta en un extremo. Isabelle estaba de espaldas a la puerta, con las manos detrás del cuerpo, un hermoso ojo verde inyectado de sangre, una mejilla enrojecida y ligeramente hinchada. De su cuero cabelludo brotaba un hilo de sangre que descendía hasta la ceja y le rodeaba el ojo.

Él estaba horrorizado tanto por él como por ella. Se volvió en silencio e Isabelle salió de la habitación.

George permaneció en su estudio durante horas, enroscando una y otra vez el cabello castaño que había encontrado en su mano alrededor del dedo; una y otra vez, alrededor del dedo, apretando, apretando, hasta que el pelo se le clavó en la carne, hasta que formó tal maraña que fue imposible desenroscarlo. Y finalmente, cuando la sensación de dolor hubo completado su lento viaje desde el dedo hasta la conciencia, lloró.

Charlie no estaba en casa aquel día y no llegó hasta medianoche. Cuando vio vacío el cuarto de Isabelle, recorrió toda la casa intuyendo, por un sexto sentido, que había ocurrido una catástrofe. Como no dio con su hermana se dirigió al estudio de su padre. Un vistazo al rostro ceniciento del hombre se lo dijo todo. Padre e hijo se miraron un instante, pero compartir su pérdida no hizo que se unieran. Nada podían hacer el uno por el otro.

En su habitación, Charlie se sentó en la butaca situada frente a la ventana, donde permaneció quieto durante horas; una silueta contra un rectángulo de luz lunar. En determinado momento abrió un cajón, cogió el revólver que había conseguido mediante extorsión de un cazador furtivo de la zona y se lo llevó a la sien en dos o tres ocasiones, pero la fuerza de la gravedad lo devolvió al regazo en cada ocasión.

A las cuatro de la madrugada guardó el revólver y cogió la larga aguja que había robado del costurero del ama hacía diez años y al que tantos usos había dado desde entonces. Se levantó la pernera del pantalón, bajó el calcetín y se hizo una nueva punción en la piel. Los hombros le temblaban, pero su mano se mantuvo firme mientras en la tibia grababa una única palabra: Isabelle.


En ese momento Isabelle llevaba muchas horas ausente. Había regresado a su cuarto y había salido minutos después, tomando la escalera que bajaba a la cocina. Tras darle al ama un abrazo extraño, fuerte, inusitado en ella, se escurrió por la puerta lateral y echó a correr por el huerto hasta la puerta del jardín abierta en un muro de piedra. La vista del ama había ido empeorando con el tiempo, pero había desarrollado la capacidad de captar los movimientos de la gente detectando las vibraciones en el aire, y, durante un brevísimo instante, antes de cerrar la puerta del jardín tras de sí tuvo la impresión de que Isabelle titubeaba.

Cuando George Angelfield comprendió que Isabelle se había marchado, se metió en su biblioteca y cerró la puerta con llave. No aceptó comida ni visitas. A esas alturas ya solo iban a verle el párroco y el médico, pero los echó con cajas destempladas. «¡Dígale a su Dios que puede irse al infierno!» y «¡Deje a este animal herido morir en paz!» fue cuanto obtuvieron como bienvenida.

Cuando ambos regresaron unos días más tarde, llamaron al jardinero para que echara la puerta abajo. George Angelfield había muerto. Bastó un breve examen para determinar que el hombre había fallecido de una septicemia causada por el aro de cabello humano que tenía profundamente incrustado en la carne del dedo anular.

Charlie no murió, aunque no comprendía cómo podía seguir vivo. Se pasaba el día deambulando por la casa. Dibujó en el polvo una senda de pisadas y la recorría cada día, empezando en el piso superior y terminando en la planta baja. Los dormitorios del desván, vacíos desde hacía años, las dependencias de la servidumbre, las habitaciones de la familia, el estudio, la biblioteca, la sala de música, el salón, la cocina. Su búsqueda era inquieta, interminable, desesperanzada. De noche salía a vagar por la finca, las piernas lo empujaban incansablemente hacia delante, hacia delante, hacia delante. Entretanto sus dedos jugueteaban con la aguja del ama que tenía en el bolsillo. Las yemas eran un pegote sanguinolento y postilloso.

Charlie vivió así varios meses, septiembre, octubre, noviembre diciembre, enero y febrero. Isabelle regresó a principios de marzo.

Charlie se encontraba en la cocina, siguiendo sus huellas, cuando oyó ruidos de cascos y ruedas que se aproximaban a la casa. Con expresión ceñuda, se acercó a la ventana. No quería visitas.

Una figura familiar bajó del vehículo y su corazón se detuvo en seco.

En apenas un instante alcanzó la puerta, los escalones y el carruaje, y allí estaba Isabelle.

La miró de hito en hito.

Isabelle rompió a reír.

– Toma -dijo-, coge esto. -Y le tendió un paquete pesado envuelto en una tela. Metió un brazo en la parte trasera del carruaje y sacó algo-. Y esto. -Y Charlie se lo colocó obediente debajo del brazo-. Y ahora, daría cualquier cosa por una enorme copa de coñac.

Aturdido, Charlie siguió a Isabelle hasta la casa y el estudio. Ella fue directa al mueble bar, de donde sacó dos copas y una botella. Vertió un generoso chorro en una de ellas y lo apuró de un trago exhibiendo la blancura de su cuello; luego volvió a llenar su copa y también la segunda, que le ofreció a su hermano. Entretanto él la miraba petrificado, mudo, con las manos ocupadas con los fardos bien envueltos con tela. La risa de Isabelle resonó una vez más en sus oídos y creyó estar demasiado cerca de un enorme campanario. La cabeza empezó a darle vueltas y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Suelta los paquetes -le ordenó Isabelle-. Vamos a brindar. -Él cogió la copa e inhaló los gases del aguardiente-. ¡Por el futuro! -Charlie bebió el coñac de un trago y al sentir su ardor rompió a toser.


– No has reparado en ellos, ¿verdad? -preguntó ella.

Él frunció el entrecejo.

– Mira.

Isabelle se volvió hacia los paquetes que él había dejado encima del escritorio, retiró el mullido envoltorio y dio un paso atrás. Él volvió lentamente la cabeza y miró. Los dos fardos eran bebés; dos bebés gemelos. Parpadeó. Detectó vagamente que la situación exigía alguna reacción por su parte, pero no sabía qué debía decir o hacer.

– ¡Oh, Charlie, por lo que más quieras, despierta!

Su hermana lo cogió de las manos y lo arrastró en una danza disparatada por toda la estancia. Le hizo dar vueltas y más vueltas, hasta que el movimiento empezó a despejarle la cabeza. Cuando se detuvieron Isabelle le tomó la cara entre las manos y habló:

– Roland ha muerto, Charlie. Ahora estamos solo tú y yo, ¿comprendes?

Él asintió.

– Bien. Veamos, ¿dónde está papá?

Cuando Charlie se lo dijo, Isabelle enloqueció. El ama, que salió de la cocina al oír los chillidos, la acostó en su antiguo dormitorio; cuando finalmente se calmó, le preguntó:

– ¿Cómo se llaman los bebés?

– March -respondió Isabelle.

Pero el ama ya lo sabía; la noticia de la boda le había llegado hacia unos meses, y también la del parto (aunque no le había hecho falta contar los meses con los dedos, lo hizo de todos modos y apretó los labios). Se enteró de que Roland había muerto de neumonía hacía unas semanas; asimismo sabía que el señor y la señora March, destrozados por la muerte de su único hijo varón y espantados por la demencial indiferencia de su nueva nuera, evitaban calladamente a Isabelle y a sus hijas, deseando solo llorar la pérdida de Roland.

– Me refiero a sus nombres de pila.

– Adeline y Emmeline -respondió Isabelle, somnolienta.

– ¿Y cómo las distingues?

Antes de poder contestar la niña viuda cayó dormida. Mientras soñaba en su antigua cama, olvidados ya su aventura y su marido, recuperó su nombre de soltera. Cuando despertara por la mañana sentiría que su matrimonio no había existido y vería a las pequeñas no como hijas suyas -no tenía instinto maternal alguno-, sino como meros espíritus de la casa.

Las pequeñas también dormían. En la cocina, el ama y el jardinero se inclinaron sobre sus caritas suaves y pálidas, hablando en voz baja.

– ¿Quién es quién? -preguntó él.

– No lo sé.

Las observaron, cada uno a un lado de la vieja cuna: dos pares de pestañas como medias lunas, dos bocas fruncidas, dos cabezas sedosas. Uno de los bebés agitó ligeramente las pestañas y entreabrió un ojo. El jardinero y el ama contuvieron la respiración, pero el ojo volvió a cerrarse y el bebé siguió durmiendo.

– Quizá esta sea Adeline -susurró el ama.

De un cajón sacó un paño de cocina de rayas y cortó varias tiras. Con ellas hizo dos trenzas, ató la roja a la muñeca del bebé que se había movido y la blanca a la muñeca del que permanecía quieto.

Ama de llaves y jardinero, cada uno con una mano sobre la cuna, continuaron contemplándolas, hasta que el ama volvió su rostro satisfecho y tierno hacia el jardinero y habló de nuevo:

– Dos bebés. Hay que ver, Dig. ¡A nuestra edad!

Cuando él levantó la vista reparó en las lágrimas que empañaban los ojos castaños del ama.

Extendió una mano morena y tosca por encima de la cuna. Ella quiso borrar esa sensación tan insensata y, sonriendo, unió su mano menuda y regordeta a la de él. Dig notó en los dedos la humedad de las lágrimas del ama.

Bajo el arco de sus manos entrelazadas, bajo la línea trémula de sus miradas, los bebes soñaban.



Cuando terminé de transcribir la historia de Isabelle y Charlie era muy tarde. El cielo estaba oscuro y la casa estaba en silencio. Durante toda la tarde y parte de la noche había permanecido inclinada sobre mi escritorio, siguiendo de nuevo la narración de esa historia mientras mi lápiz escribía un renglón tras otro a su dictado. Un texto apretado atestaba mis folios, el torrente de palabras de la propia señorita Winter. De vez en cuando mi mano se deslizaba hacia la izquierda y anotaba algo en el margen izquierdo, cuando su tono de voz o un gesto suyos constituían un elemento más del relato.

Aparté la última hoja, solté el lápiz y estiré y encogí mis doloridos dedos. Durante horas la voz de la señorita Winter había evocado otro mundo, había hecho revivir a los muertos para mí, y mientras escuchaba yo no había visto nada salvo la función de marionetas que sus palabras iban representando. Pero cuando su voz dejó de sonar en mi cabeza, su imagen siguió presente y me acordé del gato gris que había aparecido en su regazo como por arte de magia. Sentado en silencio bajo las caricias de la señorita Winter, me había mirado fijamente con sus redondos ojos amarillos. Si veía mis fantasmas, si veía mis secretos, no parecían perturbarle lo más mínimo, se limitaba a parpadear y seguía mirándome con indiferencia.

– ¿Cómo se llama? -le había preguntado.

– Sombra -respondió distraídamente la señorita Winter.

Al fin en la cama, apagué la luz y cerré los ojos. Todavía podía notar el lugar en la yema del dedo donde el lápiz me había hecho una estría en la piel. El nudo que se había formado en mi hombro derecho mientras escribía se resistía a deshacerse. Aunque reinaba la oscuridad y tenía los ojos cerrados, continué viendo una hoja de papel escrita con renglones de mi propia letra con amplios márgenes a los lados. El margen derecho atrajo mi atención. Intacto, inmaculado, de un blanco deslumbrante, los ojos me escocieron al mirarlo. Era la columna reservada a mis comentarios, observaciones y preguntas.

En la oscuridad, mis dedos envolvieron un lápiz fantasma y temblaron como respuesta a las preguntas que se colaban en mi sopor. Me pregunté sobre el tatuaje secreto de Charlie, el nombre de su hermana grabado en el hueso. ¿Cuánto tiempo habría sobrevivido la inscripción? ¿Podía un hueso vivo recomponerse solo? ¿O su secreto lo acompañó hasta la muerte? En el ataúd, bajo tierra, cuando la carne se descompuso, ¿apareció el nombre de Isabelle en la oscuridad? Roland March, el marido muerto, tan pronto caído en el olvido… Isabelle y Charlie. Charlie e Isabelle. ¿Quién era el padre de las gemelas? Y más allá de mis pensamientos, la cicatriz de la palma de la mano de la señorita Winter apareció ante mi vista. La letra «Q», de question, pregunta, incrustada en su carne.

Cuando en sueños me dispuse a escribir mis preguntas, el margen del papel pareció expandirse. La hoja irradiaba luz; creció y me envolvió, y me di cuenta, con una mezcla de temor y sorpresa, que estaba atrapada en el grano del papel, enterrada en el interior blanco de la propia historia. Ingrávida, deambulé toda la noche por el relato de la señorita Winter demarcando el paisaje, midiendo los contornos y escudriñando, de puntillas, los misterios al otro lado de sus muros.