"Situación Límite" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)

9

Al volverse para bajar Massy percibió la cabeza de Sterne, el segundo, que vagaba por allí con su sonrisa maliciosa y confiada, su bigote rojo y ojos parpadeantes, al pie de la escalera.

Antes de incorporarse al Sofala, Sterne había sido oficial subalterno en una de las navieras más importantes. Había dejado el puesto, decía, «por un principio general». Se quejaba de que la promoción en el empleo era muy lenta, y pensaba que ya era tiempo de que intentase conseguir algo en la vida. Parecía como si nadie fuese a morirse nunca ni a dejar la firma; todos estaban aferrados a sus puestos hasta pudrirse; estaba cansado de esperar; y se temía que cuando se produjesen vacantes los mejores servidores de la empresa no fuesen recompensados adecuadamente. Además, el capitán a cuyas órdenes estaba, el capitán Provost, era un hombre absolutamente incomprensible al que había caído mal sin saber por qué. Probablemente, por ser demasiado celoso en el cumplimiento de su deber. Cuando hacía algo mal, aguantaba las reprimendas como un hombre. Pero esperaba que se le tratase también como a un hombre, y no que se dirigiesen a él sistemáticamente como si fuese un perro. Había pedido, lisa y llanamente, al capitán Provost, que le dijese qué delito había cometido, y el capitán Provost, con el mayor desprecio, le había dicho que era un perfecto oficial, y que si le disgustaba la forma en que le hablaba allí tenía la pasarela… podía desembarcar en el acto. Pero todo el mundo sabía qué tipo de persona era el capitán Provost. De nada servía apelar a las oficinas de la firma. El capitán Provost tenía demasiada influencia. De todos modos, tenían que dar buenas referencias de él. Decidió que nada en el mundo iba a cerrarle el paso, y como se había enterado de que el segundo del Sofala estaba hospitalizado por una insolación, pensó que no perdería nada mirando si…

Se presentó al capitán Whalley recién afeitado, con el rostro colorado, enjuto, sacando el poco pecho que tenía; recitó su breve historia con toda seguridad y hombría. De vez en cuando parpadeaba ligeramente, y se atusaba con la mano el extremo de un bigote exuberante; sus cejas eran rectas y espesas, de color castaño, y la franqueza de su mirada parecía rozar el descaro. El capitán Whalley le había contratado temporalmente; luego, habiendo mandado los doctores al otro a convalecer a su casa, se había quedado para otro viaje, y luego para otro. Ahora había conseguido ser fijo, y cumplía sus obligaciones con aire de aplicación seria y concentrada. En cuanto le hablaban empezaba a sonreír atentamente, y toda su actitud expresaba gran deferencia; pero el rápido parpadeo que no le dejaba tenía algo de inquietante, como si poseyese el secreto de algún truco universal, impenetrable para los demás mortales, y capaz de burlar a toda la creación.

Grave y sonriente, contemplaba cómo Massy bajaba peldaño a peldaño; cuando el primer maquinista alcanzó la cubierta, él le salió al encuentro y se encontraron cara a cara. De parecida estatura pero profundamente distintos, se enfrentaban como si hubiese algo entre ellos… algo más que la brillante faja de luz solar que caía por el amplio espacio de entre los dos toldos, cruzaba de través las estrechas planchas de la cubierta y separaba los pies de los dos como si fuese una corriente; algo profundo y sutil, incalculable, como una comprensión mutua no expresada, un misterio secreto, o algún tipo de miedo.

Al cabo Sterne, guiñando sus profundos ojos y echando hacia adelante la barbilla suave y de neto perfil, tan colorada como el resto de la cara, murmuró:

– ¿Vio usted? ¡Lo rozó! ¿Vio usted?

Massy, despreciativo y sin levantar la cara amarillenta y carnosa, replicó en el mismo tono:

– Tal vez. Pero si hubiese sido usted, pronto hubiéramos estado encallados en el lodo.

– Perdone usted Mr. Massy. Le ruego me permita negarlo. Naturalmente, un armador puede decir todo lo que le venga en gana en su propia cubierta. Está muy bien; pero le ruego que…

– ¡Apártese de mi camino!

El otro tuvo un arranque, como producido por la indignación contenida, pero se mantuvo donde estaba. La mirada baja de Massy vagaba a derecha e izquierda, como si toda la cubierta en torno a Sterne estuviese cubierta de huevos y no quisiese pisarlos, buscando irritado lugares en que poner el pie rápidamente. Pero, al cabo, tampoco él se movió y no era por falta de espacio.

– Oí que usted decía ahí arriba -siguió el segundo-, y sin duda es una observación muy justa, que todo el mundo tiene algún punto débil.

– Su punto débil es escuchar tras las puertas, Mr. Sterne.

– Si quisiese escucharme sólo un instante, Mr. Massy, podría…

– Es usted un falso -interrumpió Massy rápidamente, tan rápido que pudo repetir-: un falso de lo más vulgar -antes de que el segundo pudiese replicar.

– Pero, señor, ¿usted qué quiere? Quiere…

– Quiero… quiero -martilleó Massy, furioso y asombrado. -¿Quiero? ¿Cómo sabe usted que yo quiero algo? ¿Cómo se atreve…? ¿Qué significa esto? ¿Qué busca usted… usted…?

– Promocionarme -Sterne le acalló con cándida presunción. Las mejillas regordetas y caídas del maquinista temblaron, pero dijo con bastante tranquilidad:

– Lo único que consigue es calentarme los cascos -y Sterne le atajó con una leve sonrisa confiada.

– Un tipo metido en negocios que yo conozco (y que ahora está situado muy arriba) me dijo que había que hacer así. «Ponte siempre delante», decía, «siempre a la vista de tu jefe. Entrométete siempre que tengas ocasión. Muéstrale lo que sabes. Que se canse de verte.» Ese consejo me dio. Y yo no tengo aquí más jefe que usted. Usted es el propietario, y nadie cuenta lo mismo, a mi entender. ¿Ve usted, Mr. Massy? Quiero progresar. No le oculto que soy de los decididos a progresar. Que son la gente útil, señor mío. Me atrevería a decir que usted no ha llegado a lo más alto del árbol sin haber descubierto esto.

– Aburrir al jefe para progresar -repetía Massy, como sobrecogido por la irreverente originalidad de la idea. -Pues, no me extrañaría que los del Ancora Azul le hubiesen despedido a usted, precisamente por esto. ¿A eso le llama triunfar? Creo que como no se ande con ojo aquí conseguirá los mismos resultados. Puedo asegurárselo.

A esto Sterne agachó la cabeza pensativo, perplejo, parpadeando intensamente y con la mirada clavada en la cubierta. Todos sus intereses de establecer relaciones confidenciales con el amo habían acabado últimamente por no conducir a otro resultado que esas siniestras amenazas de despido; y una amenaza de despido era capaz de reducirle inmediatamente a un silencio lleno de vacilaciones, como si no estuviese seguro de que había llegado el momento de arriesgarse. En esta ocasión pareció durante un momento que se había quedado sin lengua, y Massy, poniéndose en movimiento, pasó rudamente por junto a él con un intento fallido de empujarle con el hombro. Sterne lo impidió apartándose. Se volvió entonces rápidamente, abriendo desmesuradamente la boca como si fuese a gritarle algo al maquinista, pero pareció pensarlo mejor.

No tenía inconveniente en confesar que en su búsqueda de alguna oportunidad para triunfar, tenía por sistema y se había convertido casi en instinto el vigilar la conducta de sus superiores inmediatos tratando de descubrir algo «a lo que poder agarrarse». Estaba convencido de que no había en el mundo patrón que pudiese mantener el mando un solo día si los armadores pudiesen «estar informados». Esta teoría romántica e ingenua le había causado problemas más de una vez, pero era incorregible; y su temperamento era tan instintivamente desleal que siempre que llegaba a un barco en el fondo de su pensamiento llevaba la idea de hacer perder el puesto al capitán para ocupar su lugar. Era algo que había venido a considerar normal. Llenaba los ratos de ocio fantaseando con planes minuciosos y descubrimientos comprometedores, y llenaba los sueños con imágenes de acontecimientos felices y accidentes favorables. Se contaban muchos casos de capitanes que habían enfermado y muerto en alta mar, circunstancia inmejorable para que un segundo despierto pudiese demostrar de qué madera estaba hecho. También había oído un par de casos de capitanes que se caían por la borda. Y otros… Pero era como innato en él considerar que no había capitán cuya conducta pudiese resistir la prueba de una atenta vigilancia por parte de un hombre que supiese lo que se traía entre manos y que mantuviese los ojos muy abiertos todo el tiempo.

Una vez consiguió empleo fijo a bordo del Sofala dio rienda suelta a sus perennes esperanzas de llegar muy arriba. Para empezar era una gran ventaja tener de capitán a un anciano: es gente que fácilmente dejan el puesto pronto por una razón o por otra. Sin embargo, le produjo gran pesar averiguar que aquel hombre no mostraba indicio alguno de dejar el oficio. De todos modos, la gente mayor se desmorona muchas veces de la noche a la mañana. Además, tenía al propietario maquinista al alcance de la mano, con lo que podía impresionarle con su celo y firmeza. Sterne no dudaba, ni por un instante, de lo obvios que eran sus propios méritos (y realmente, era un oficial excelente); sólo que actualmente los méritos profesionales no bastan para que uno llegue todo lo lejos que puede. Tiene que tener uno cierto empuje, y tiene que poner todas sus facultades en acción. Decidió que si alguien heredaba el mando de aquel vapor, sería él; y no es que apreciase el mando del Sofala como una gran presa, sino simplemente que, sobre todo en Oriente, todo era empezar, y un mando conduce a otro.

Empezó por prometerse que se comportaría con gran circunspección; el talante sombrío y fantástico de Massy le intimidaba, resultándole ajeno a la experiencia normal de un hombre de mar; pero era suficientemente inteligente para darse cuenta desde el principio de que se encontraba ante una situación excepcional. Su particular imaginación de rapaz lo captó rápidamente; el sentimiento de que allí había gato encerrado exasperaba su impaciencia por promocionarse. Y así acababa un viaje, y otro, y había empezado el tercero sin ver aún una ocasión a la que aferrarse con alguna esperanza de éxito. Todo era muy raro y muy oscuro; algo estaba sucediendo cerca de él, como separado por un abismo de la vida normal y de la rutina de las labores del barco, que era exactamente como la vida y la rutina de cualquier otro vapor costero de aquel tipo. Mas llegó el día en que hizo el descubrimiento. Se le ocurrió tras tres semanas de atenta observación y de suposiciones que le dejaban perplejo; de repente, como la solución largo tiempo buscada a un problema que de repente se le hace a uno presente como en un relámpago. Aunque no con la misma certeza, ¡santo cielo! ¿Era posible? Tras permanecer unos pocos segundos como herido por el rayo, trató tenazmente de apartar de su mente la idea, como si fuese producto de un deslizamiento insano hacia lo increíble, lo inexplicable, lo nunca oído… ¡La locura!

Aquel momento de iluminación había tenido lugar durante el viaje anterior, en el trayecto de vuelta. Acababan de dejar un lugar del continente llamado Pangu; estaban saliendo de una bahía a la mar abierta. Por el Este cerraba el panorama un enorme macizo cubierto por irregular vestido de opulentos matorrales y enredaderas retorcidas. El viento había empezado a cantar en el aparejo; el mar era, a lo largo de la costa, verde y parecía como hinchado un poco por encima de la línea del horizonte, como si de cuando en cuando se derramase, con lenta caída y estrépito de trueno, sobre las sombras del cabo de sotavento; y al otro lado del espacio abierto la más cercana de un grupo de pequeñas islas permanecía envuelta en la neblinosa luz amarilla de un amanecer con mucha brisa; más lejos aún emergían inmóviles las formas redondeadas de otras isletas por encima del agua de los canales intermedios, azotada despiadadamente por la brisa.

La ruta habitual del Sofala lo conducía tanto a la ida como a la vuelta a cruzar aquella región infestada de escollos. Seguía un ancho camino de agua y dejaba atrás uno tras otro aquellos grumos de la corteza terrestre que semejaban un escuadrón de galeones desarbolados encallados sin orden ni concierto en un fondo uniforme de rocas y bancos de arena. Realmente, algunos de aquellos trozos de tierra no parecían mayores que un barco varado; otros, muy planos, yacían lamidos por las olas cual almadías ancladas, como pesadas y negras almadías de piedra; varios, redondos por la base y pesadamente boscosos, emergían cual cúpulas achatadas de follaje verde oscuro que se estremecía sombrío de arriba a abajo con las repentinas conmociones de la estación de las lluvias. Las tormentas de la costa estallaban con frecuencia en aquel archipiélago, que se ensombrecía entonces en toda su extensión; se obscurecía más aún y aparecía como más quieto a la luz de los rayos; como más silencioso entre el fragor de los truenos; sus formas borrosas se desvanecían, difuminándose a veces totalmente entre la densa lluvia, para reaparecer nítidas y negras a la luz de la tormenta sobre la sábana gris de las nubes, desperdigadas sobre la redonda mesa de pizarra que era el mar. Invulnerables en las tormentas, resistiendo la labor de los años, imperturbadas por las luchas del mundo, permanecían intactas tal cual aparecieran cuatro siglos antes a los primeros ojos occidentales que las contemplaron desde una carabela de alta popa.

Era uno de esos lugares retirados que pueden hallarse en el poblado mar, lo mismo que en tierra da uno a veces con el racimo de casas de una aldea respetada por la inquietud de los hombres, por sus anhelos, por su pensamiento, como olvidada por el tiempo mismo. Habían pasado por allí de largo las vidas de incontables generaciones y las multitudes de albatros, abriéndose paso desde todos los puntos del horizonte para dormir en las peñas exteriores del grupo, desplegaban las evoluciones convergentes de su vuelo en largas y sombrías serpentinas sobre el resplandor del cielo. La nube palpitante de sus alas se hundía y plegaba sobre los pináculos de las rocas, sobre rocas delgadas como agujas de campanario, erguidas como torreones; sobre peñascos que parecían pétreas murallas hendidas y rotas por el rayo… con el adormecido y limpio brillo del agua en cada brecha. El ruido de sus gritos continuados y violentos invadía toda la atmósfera.

Ese estrépito recibía al Sofala cuando venía de Batu Beru; le recibía en tardes calmas, como clamor despiadado y salvaje debilitado por la distancia. El clamor de los albatros que se disponían a descansar y pugnaban por hallar un rincón al acabarse el día. Nadie les prestaba demasiada atención a bordo; era la voz de la arribada segura de su barco, al cabo de aquel tramo final de cien millas, el trayecto había culminado cuando emergían una a una aquellas isletas, puntas de rocas, leves gibas, tierra… y la nube de pájaros las cubría… la inquieta nube que emitía un rugido estridente y…cruel, el sonido de una escena familiar, parte viviente de la tierra rota que tenían debajo, del extenso mar y del alto cielo, sin una sola mancha.

Pero cuando el Sofala se acercaba a tierra después de puesto el sol, lo encontraba todo muy quedo bajo el manto de la noche. Todo estaba en calma, mudo, casi invisible, de no ser por el eclipse de las constelaciones más bajas tras las vagas masas de las isletas cuyo auténtico perfil se ocultaba a la vista entre los espacios obscuros del cielo; y las tres luces del barco, como tres estrellas, la roja y la verde, con el blanco encima, las tres luces, como tres estrellas que errasen juntas por la tierra, mantenían su curso sin vacilaciones para pasar por el extremo sur del grupo. A veces, había ojos humanos que observaban cómo se acercaban, deslizándose suavemente por el vacío oscuro; los ojos de pescador desnudo que bordeaba los escollos en su canoa. Pensaba indiferente: «¡Ea! el barco de fuego que cada luna va y viene a la bahía de Pangu». No sabía mas de el. Y en cuanto detectaba el leve ritmo de la hélice que sacudía el agua encalmada a milla y media de distancia, había negado el momento en que el Sofala cambiaba de rumbo, y las luces apartaban de él su triple haz, y desaparecían.

Unas pocas familias miserables y semidesnudas, algo así como una tribu de malditos de largas melenas, flacos, de mirada salvaje, luchaban por la vida en la silvestre soledad de aquellas islas que yacían como avanzadillas abandonadas de la tierra a las puercas de la bahía. Bajo sus ligeras y viejas canoas, talladas en el tronco de un árbol, el agua era mas transparente que el cristal, entre las pendientes y rugosidades de las rocas, las formas del tondo se ondulaban levemente al hundir el remo; y los hombres parecían suspendidos en el aire, encerrados entre las fibras de un tronco oscuro y manchado, pescando pacientemente en un aire extraño, nítido y verde, por encima del fondo poco profundo.

Sus cuerpos se deslizaban morenos y enjutos como secados por el sol; sus vidas discurrían silenciosamente; las casas en que habían nacido, descansaban y morían -endebles cobijos de juncos y hierbajos y algunas pocas esteras deshilachadas- quedaban ocultas a la vista de quien pasase por el mar abierto, ningún resplandor de sus hogares sorprendió nunca a los marineros con un brillo rojizo sobre la noche ciega del grupo de isletas, y las calmas de la costa, las largas calmas ardientes del ecuador, las calmas sin aliento, concentradas como introspección profunda de una naturaleza apasionada, meditaban terriblemente durante días y semanas, pesando abrumadoras sobre la suerte inmutable de sus hijos; hasta que al cabo las piedras, cálidas como brasas vivas, herían el suelo desnudo, hasta que el agua se pegaba caliente y podrida, como aferrándose a las piernas de los hombres entecos de lomos mal cubiertos, que avanzaban hundidos hasta las caderas por el pálido ardor de aquellas aguas poco profundas. Y, de cuando en cuando, sucedía que el Sofala, por algún retraso en alguna de las escalas, enfilase la bahía de Pangu incluso a mediodía.

Como borrosa nube al principio, la estrecha niebla de su humo, surgía misteriosamente desde un punto vacío por encima de la clara línea del cielo y del mar. El pescador taciturno oculto tras los escollos extendía los escuálidos brazos hacia alta mar; y las morenas figuras que se agachaban en las estrechas playas, las figuras morenas de hombres, mujeres y niños que escarbaban la arena en busca de huevos de tórtola, se erguían, doblando el codo para poner la mano sobre los ojos, a fin de contemplar cómo aquella aparición mensual, se dirigía hacia ellos deslizándose sobre la mar, giraba, y se iba. Sus oídos captaban el jadeo del barco; sus ojos lo seguían hasta que pasaba por entre los dos cabos del continente a toda máquina, como si esperase abrirse camino imparable hasta el fondo mismo de la tierra.

En esos días el luminoso mar no mostraba signo alguno de los peligros que acechaban a ambos lados del camino del barco. Todo permanecía en calma, aplastado por la fuerza abrumadora de la luz; y el amplio archipiélago, opaco bajo los rayos del sol -las rocas que semejaban pináculos, las que parecían ruinas, las isletas de forma de colmena, o de topera; las isletas que recordaban formas de almiares, contornos de torres cubiertas de hiedra- todas se reflejaban cabeza abajo en el agua sin arrugas, como juguetes tallados en marfil, alineados sobre el cristal plateado de un espejo.

La llegada de una tormenta envolvía inmediatamente todo el conjunto en la espuma de las olas que rompían a barlovento como en súbita nube; y la clara agua parecía hervir en todos los canales. El mar provocado dibujaba exactamente sobre airada espuma la amplia base del grupo; el poso sumergido de escombros y residuos de la construcción de la cercana costa, los peligrosos salientes, bañados de agua, que se adentraban en el canal, silbando con malignos y largos esputos: salivazos mortales de espuma y de piedras.

Incluso una simple brisa fresca -como la de aquella mañana del viaje anterior, cuando el Sofala dejó a tempranas horas la bahía de Pangu, cuando el descubrimiento de Mr. Sterne se abrió como flor de terrible e increíble aspecto nacida de la pequeña semilla de la sospecha instintiva- incluso una brisa así tenía fuerza suficiente para arrancar del rostro del mar la máscara de placidez. Para Sterne, que lo contemplaba con indiferencia, había sido como una revelación observar por primera vez los peligros marcados por las silbantes manchas lívidas que aparecían en el mar tan claramente como en el grabado de un mapa. Pensó que días como aquel eran los mejores para que intentase el paso un forastero: días claros, con viento suficiente como para que el mar rompiese contra cada escollo, señalando como con boyas el curso a seguir; mientras que con el mar en calma tenía que fiarse uno exclusivamente de la brújula y del cálculo de una mirada experta. Y, sin embargo, los sucesivos capitanes del Sofala más de una vez habían tenido que pasar por allí de noche. Actualmente no podía uno desperdiciar seis o siete horas de ruta de un vapor. Imposible. Pero todo era cosa de costumbre, y llevando cuidado… El canal era suficientemente amplio y seguro; lo fundamental era dar con la entrada a obscuras. Porque si se liaba uno en aquella extensión inacabable de escollos no conseguiría nunca salir de allí con el barco entero… si es que llegaba a salir vivo.

Fue éste el último hilo de pensamiento de Sterne independiente del gran descubrimiento. Acababa de ver cómo amarraban el ancla y se había entretenido a proa unos instantes. El puente estaba a cargo del capitán. Bostezando levemente, abandonó la contemplación del mar y apoyó los hombros en el pescante del ancla.

Fueron aquellos los últimos momentos de auténtica calma que conoció a bordo del Sofala. Todos los instantes posteriores estarían embargados por un empeño tenaz y serían intolerables por la perplejidad. No cabían más pensamientos ociosos y casuales; el descubrimiento los arrumbaría todos, hasta el punto de que, a veces, deseaba no haber realizado nunca aquel descubrimiento. Tontería, porque si sus posibilidades de triunfar radicaban en dar con «algún fallo», nunca hubiera podido pedir mejor filón de buena suerte.