"Situación Límite" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)

8

Tras la gutural respuesta de su segundo, Massy estuvo un tiempo inclinado sobre la sala de máquinas con aire taciturno. Cualquiera hubiera imaginado que aquella costa era nueva para el capitán Whalley, que por la gracia de las quinientas libras había mantenido el mando durante tres años. Parecía incapaz de bajar los prismáticos, como si se hubiesen incrustado bajo las contraídas cejas. Aquel ceño fruncido daba a su rostro un aire de severidad invencible y justa; pero el codo que tenía levantado temblaba ligeramente, y el sudor que caída por debajo de la gorra como sí un segundo sol se hubiese encendido de repente en el cenit junto al globo ardiente y firme que estaba ya allí, a cuyo calor blanco y cegador giraba y brillaba la tierra como una mota de polvo.

De cuando en cuando, sin bajar los prismáticos, levantaba la otra mano para limpiarse el sudor del rostro. Las gotas resbalaban por las mejillas y caían como lluvia sobre el blanco pelo de la barba, y de repente, como movido por un impulso incontrolable y angustiado, el brazo alcanzó el pulsador del telégrafo de la sala de máquinas.

Abajo, sonó el gong. La vibración regular de la velocidad mínima cesó, y con ella todo sonido y temblor del barco, como si la gran quietud que reinaba en la costa hubiese penetrado por sus flancos de acero para tomar posesión hasta de sus más recónditos rincones. La ilusión de perfecta inmovilidad pareció caer sobre él desde la luminosa cúpula azul sin una sola mancha que se arqueaba sobre un cielo liso sin una sola arruga. La tenue brisa que el propio barco causaba expiró, como si de golpe el aire se hubiese hecho demasiado espeso para moverse; incluso se apagó el leve silbido del agua en la proa. El casco estrecho y alargado, siguiendo su camino sin el menor chasquido de agua, parecía aproximarse a escondidas a las aguas poco profundas del bajío. La zambullida de la sonda con el grito luctuoso y mecánico del marinero se producía a intervalos más largos; y los hombres del puente parecían contener el aliento. El malayo que iba al timón miraba fijamente la rosa de los vientos y el capitán y el serang tenían la vista fija en la costa.

Massy había dejado la lumbrera y con andares patosos volvió sigilosamente al mismo punto del puente que había ocupado antes. Una lenta y prolongada sonrisa dejó al desnudo la hilera de dientes blancos; en la sombra del toldo brillaban uniformes como el teclado del piano en una habitación obscura.

Al cabo, haciendo como que hablaba para sí, dijo en voz no muy alta:

– Parar las máquinas ahora. A saber lo que vendrá luego.

Aguardó, encogiéndose de hombros, con la cabeza baja, mirando de reojo. Luego, elevando algo más la voz.

– Si osase hacer una observación absurda diría que no es usted capaz de…

Pero el marinero de la sonda había sido presa de una chillona excitación, como si se hubiese adueñado de su cuerpo algún espíritu que, insospechadamente, vagase por la vasta quietud de la costa. La lánguida monotonía de su sonsonete se tornó clamor rápido y agudo. La sonda volaba tras una sola vuelta, la cuerda silbaba, las zambullidas se sucedían apresuradamente. El agua se había hecho poco profunda, y el hombre, en lugar de la cansina recitación de brazos, estaba cantando los sondeos en pies.

– Quince pies. Quince, catorce. Catorce, catorce…

El capitán Whalley bajó el brazo que sostenía los prismáticos. Descendió lentamente como por su propio peso; no se movió ninguna otra parte de su imponente cuerpo; y los rápidos gritos en tono alarmado le alcanzaban como si estuviese sordo.

Massy, muy envarado, escuchando con atención, había clavado la mirada en la nuca plateada y afeitada de aquella vieja testuz. Hubiera parecido que el barco no se movía, de no ser por el descenso gradual de la profundidad bajo su quilla.

– Trece pies… ¡Trece! ¡Doce! -gritaba el de la sonda ansioso bajo el puente. Y, de repente, el serang de pies desnudos se apartó sin hacer ruido para echar una mirada por la borda.

Estrecho de hombros, enfundado en ajado traje azul de algodón, con un viejo sombrero de fieltro gris calado hasta las orejas y un hoyo en la obscura nuca, con sus escuálidas piernas, por la espalda parecía un chaval de catorce años. Y algo había de impulsividad infantil en la curiosidad con que miraba expandirse las amplias convoluciones amarillas que surgían a la superficie del agua como enormes nubes que evolucionasen hacia el cielo insondable. No le asombró en absoluto verlo. Estaba seguro de que la quilla del Sofala tenía que estar levantando limo, y por eso había ido a mirar por la borda.

Sus ojos penetrantes, oblicuos, en un rostro de tipo chino, pequeño e impasible, como tallados en viejo roble oscuro, le habían informado mucho antes de que el barco no abordaba el bajío adecuadamente. Despedido del Fair Maid junto con el resto de la tripulación una vez consumada la venta, había aguardado con su traje azul gastado y su amplio sombrero gris a las puertas de las oficinas del puerto, hasta que un día, al ver que el capitán Whalley iba a contratar tripulantes para el Sofala, le había salido discretamente al paso con sus pies desnudos en el polvo y mirando mudo hacia arriba. Su antiguo patrón había posado la mirada en él bien dispuesto -debía de ser un día de suerte- y en menos de media hora los blancos de la oficina habían escrito su nombre en un documento como serang del Sofala. Luego había escudriñado repetidamente aquel estuario, aquella costa, desde aquel puente y desde aquel lado del bajío. Los datos del mundo visual caían sobre su mente inocente como sobre placa sensible a través de la lente de una cámara fotográfica. Su conocimiento era absoluto y preciso; de todos modos, si le hubiesen preguntado su opinión, y sobre todo si le hubiesen interrogado a la manera directa y alarmante de los blancos, habría respondido con la vacilación de la ignorancia. Estaba seguro de sus hechos, pero esa seguridad pesaba muy poco frente a la duda de si la respuesta agradaría. Cincuenta años antes, en una aldea de la jungla, y antes de que tuviese un día de vida, su padre (que murió sin llegar a ver nunca un rostro blanco) había hecho vaticinar sobre su nacimiento a un hombre experto y sabio en astrología, porque la disposición de las estrellas puede revelar hasta la última palabra de cualquier destino humano. Su destino había sido prosperar en el mar gracias al favor de diversos hombres blancos. Había fregado las cubiertas de los buques, había estado al timón, había sido pañolero, y la fin había llegado a serang; y su plácida mente seguía siendo incapaz de penetrar en los motivos más simples de aquellos a quienes servía lo mismo que éstos eran incapaces de penetrar la corteza de la tierra para conocer la naturaleza secreta de su corazón, que no saben si es fuego o piedra. Pero no le cabía la menor duda de que el Sofala estaba fuera del curso correcto para cruzar el bajío de Batu Beru.

Era un error leve. El barco no podía estar más de dos veces su propia longitud al norte del paso; y un blanco perplejo con razón (porque era imposible atribuir al capitán Whalley un error de ignorancia, falta de oficio o negligencia) se hubiera visto inclinado a dudar del testimonio de los sentidos. Un sentimiento de este tipo mantenía a Massy inmóvil, enseñando los dientes con una sonrisa angustiada. Al serang no le ocurría esto. No le turbaba ninguna desconfianza intelectual hacia los sentidos. Si el capitán quería remover el lodo, estaba bien. A lo largo de su vida había tenido ocasión de ver a los blancos permitirse salidas no menos extrañas. Lo único que realmente le interesaba era ver qué iba a ocurrir. Al cabo, aparentemente satisfecho, se apartó de la barandilla.

No había hecho ningún ruido; sin embargo, el capitán Whalley parecía haber observado los movimientos de su serang. Manteniendo la cabeza rígidamente erguida, preguntó con un leve movimiento de los labios.

– ¿Seguimos avanzando, serang?

– Un poco todavía, Tuan -contestó el malayo. Y añadió despreocupadamente-: Hemos pasado.

La sonda confirmaba sus palabras; la profundidad del agua aumentaba a cada lanzamiento, y el estado de excitación desapareció repentinamente del marinero nativo colgado de la banda de lona junto al flanco del Sofala. El capitán Whalley ordenó retirar la sonda, poner en marcha las máquinas sin prisa, y apartando la mirada de la costa dio instrucciones al serang para que mantuviese el rumbo por el centro de la entrada.

Massy se llevó la palma de la mano a las caderas con sonoro golpe.

– Ha rozado usted el banco. Mire por la popa y lo verá. Fíjese el rastro que hemos dejado. Puede verlo bien claro. ¡Estaba convencido de que iba a hacer esto! ¿Por qué? ¿Por qué diablos lo ha hecho? Estoy seguro de que está usted tratando de asustarme.

Hablaba lentamente, como con gran circunspección, manteniendo los prominentes ojos negros encima del capitán. Su creciente ira tenía cierto dejo de lamento, pues era ante todo un claro sentimiento de haber sufrido un mal sin merecerlo lo que le hacía odiar al hombre que por quinientas miserables libras reclamaba una sexta parte de los beneficios, según el acuerdo firmado por tres años. Siempre que el resentimiento podía con el respeto que le inspiraba la persona del capitán Whalley, se ponía a chillar y lamentarse furioso.

– No sabe usted qué inventar para hacerme la vida imposible. Nunca hubiera imaginado que un hombre como usted se rebajase a…

Se detenía medio esperanzado, medio tímido, cada vez que el capitán Whalley hacía el más leve movimiento en la butaca del puente, como si esperase la reconciliación de un suave discurso o bien ver que el otro se lanzaba sobre él y le echaba a patadas del puente.

– Me sorprende -siguió, mostrando alerta los dientes, sin sonreír-. No sé qué pensar. Creo que usted está tratando de asustarme. Por poco deja el barco encallado en la arena doce horas al menos, además de llenar las máquinas de barro. Actualmente un barco no puede permitirse perder doce horas en una ruta… y usted debería saberlo muy bien y sin duda lo sabe perfectamente, pero…

Su lenta volubilidad, su forma de estirar el cuello de lado, las negras miradas de reojo, dejaban impávido al capitán Whalley. Este miraba a la cubierta con el ceño fruncido. Massy aguardó un poco, y luego empezó a amenazar lastimero.

– Usted se imagina que me tiene atado de pies y manos con ese acuerdo. Se ha creído que puede torturarme a su antojo. ¡Ah! Pero recuerde que todavía tiene que cubrir seis semanas. Tiempo suficiente para que yo le despida antes de los tres años. Todavía hará usted algo que me dé ocasión de despedirle y hacerle aguardar doce meses para recuperar el dinero, antes de que se despida y se lleve las quinientas dejándome sin un solo penique para conseguir unas calderas nuevas para el barco. Disfruta usted sólo de pensarlo, ¿no? Está usted frotándose las manos. Es como si hubiese vendido el alma por quinientas libras para verme al cabo condenado eternamente…

Se detuvo, sin aparente exasperación, y continuó sin gritar.

– … con las calderas desbastadas y amenazado por la inspección, capitán Whalley… Capitán Whalley, me pregunto qué va a hacer con su dinero. Tiene que tener dinero a espuertas en alguna parte. Un hombre como usted tiene que estar forrado. Es elemental. No soy tonto, sabe, capitán Whalley…, socio.

Se detuvo de repente, como definitivamente. Se pasó la lengua por los labios, dirigiendo una mirada al serang que tenía a la espalda dirigiendo el barco con tranquilos susurros y leves señales con la mano.

La estela de la hélice producía rápidas ondas de negro barro coronadas por cresta de espuma. El Sofala había entrado en el río; la huella que había dejado encima del bajío quedaba ya a una milla por la popa, fuera de vista, y había desaparecido completamente; y el mar suave y vacío que bordeaba la costa había quedado atrás en la desolación resplandeciente de los rayos del sol. A ambos lados del barco, abajo, crecían sombríos mangles retorcidos sobre orillas semilíquidas; y Massy seguía en su viejo tono, con un arranque brusco, como si le hiciesen soltar las peroratas lo mismo que a una caja de música, dándole cuerda.

– Y si alguien consiguió de mí todo lo posible, es usted. No me importa decirlo. Ahí tiene, ya lo dije. ¿Qué más quiere usted? ¿No es esto bastante para su orgullo, capitán Whalley? Me dominó usted desde el principio. Cuando vuelvo la mirada atrás, veo que es todo de una pieza. Usted me permitió insertar aquella cláusula sobre la intemperancia sin decir palabra, sólo poniendo mala cara cuando yo señalé que esto debía constar blanco sobre negro. ¿Cómo podía yo saber cuáles eran sus fallos? Normalmente, todo el mundo tiene alguna debilidad. ¡Oh sorpresa! Cuando usted viene a bordo resulta que lleva años 5 años acostumbrado a no beber más que agua.

Cesaron sus chillidos dogmáticos y regañones. Meditaba profundamente, a la manera de los hombres arteros y sin inteligencia. Parecía inconcebible que el capitán Whalley no se riese de la expresión de disgusto que embargaba a aquella figura pesada y amarillenta. Pero el capitán Whalley no levantaba la mirada, permanecía sentado en la butaca, ultrajado, digno, inmóvil.

– De mucho me sirvió -rebufaba Massy monótonamente-, insertar una cláusula de despido por intemperancia contra un hombre que sólo bebe agua. Y usted parecía tan contrariado cuando leyó mi borrador aquella mañana en el bufete del abogado. Capitán Whalley… parecía usted tan apesadumbrado que quedé convencido de que había dado con su punto flaco. Un armador no toma nunca bastantes precauciones en lo que se refiere al patrón que contrata. Usted debía de reírse por dentro todo el tiempo… ¿eh? ¿Qué va usted a decir?

El capitán Whalley se había limitado a mover levemente los pies. La mirada sesgada de Massy mostró una sorda animosidad.

– Pero recuerde que hay otros tres motivos de despido. La negligencia habitual, que equivale a incompetencia, y una grave y persistente negligencia del deber. No soy tan tonto como usted. Últimamente ha prestado poco cuidado… lo deja todo en manos de ese serang. ¡Vaya! He visto que deja que ese viejo malayo loco dé las órdenes por usted, como si usted fuese demasiado importante para atender a su trabajo personalmente. ¿Y cómo calificaría usted la estúpida forma de rozar el bajío ahora mismo? Usted piensa que yo voy a tolerar esto sin tomar medidas

Apoyando el codo en la escalerilla de la parte de popa del puente, Sterne, el segundo, intentaba captar la conversación, guiñando el ojo todo el tiempo de lejos al segundo maquinista, que había subido un momento, y estaba en la escotilla de la sala de máquinas. Limpiándose las manos con un puñado de borra de algodón, miraba en torno con indiferencia a izquierda y derecha, a las orillas del río que se deslizaban velozmente hacia la popa del Sofala.

Massy se volvió de cara a la butaca. El tono de sus gritos se hizo otra vez amenazador.

– Lleve cuidado. Todavía puedo despedirle y congelarle el dinero durante un año. Puedo…

Pero ante la inmovilidad silenciosa y rígida del hombre cuyo dinero había llegado por los pelos a tiempo de salvarle de la ruina total, se le ahogó la voz en la garganta.

– No es que yo quiera que usted se vaya -arrancó de nuevo tras un silencio, con un tono absolutamente Insinuante-. Lo que yo querría por encima de todo es que fuésemos amigos y renovásemos el acuerdo, si usted consiente en encontrar otras doscientas libras para contribuir al gasto de las calderas nuevas, capitán Whalley. Ya se lo dije anteriormente. El barco necesita unas calderas nuevas: usted lo sabe tan bien como yo. ¿Ha reflexionado sobre esto?

Aguardó. El delgado tallo de la pipa de saliente cazoleta le coleaba de los gruesos labios. Se había apagado. De repente, se la sacó de los dientes y retorció levemente las manos.

– ¿No me cree usted? Metió la cazoleta de la pipa en el bolsillo de la chaqueta negra brillante por el desgaste.

– ¡Es como tratar con el diablo! -dijo-. ¿Por qué no habla usted? AI principio me trataba usted con tal altivez que apenas me atrevía a arrastrarme por mi propio barco. Ahora no consigo arrancarle una palabra. Como si no me viese. ¿Qué significa esto? A fe que me aterroriza con ese truco de hacerse el sordomudo. ¿Qué pensamientos cruzan por esa cabeza suya? ¿Qué conspira ahí con tanto empeño que no puede decir una palabra? Nunca me hará creer que usted, usted, no sabe de dónde sacar un par de cientos. Me ha hecho usted maldecir el día que nací…

– Mr. Massy -dijo el capitán Whalley de repente, sin moverse.

El maquinista saltó violentamente.

– Si es así, sólo puedo pedirle que me perdone.

– Estribor -musitó el serang al timonel; y el Sofala empezó a girar para enfilar el segundo tramo.

– ¡Ough! -se estremeció Massy-. Me hiela usted la sangre. ¿Qué le movió a usted a venir acá? ¿Por qué se presentó aquella noche tan de repente, con sus palabras altivas y su dinero, a tentarme? Siempre me he preguntado qué motivos tendría. Usted se me pegó para tener una situación tranquila v vivir a expensas de mi sangre, como le digo. ¿Fue eso? Me da que es usted lo más miserable que hay en el mundo, pues de lo contrario, por qué…

– No. Sólo soy pobre -interrumpió el capitán Whalley, como de piedra.

– Ahí, firme -murmuró el serang. Massy se alejó con el mentón en el hombro.

– No lo creo -dijo en su tono dogmático. El capitán Whalley no hizo ningún movimiento-. Usted está ahí sentado como un buitre harto de comida… exactamente igual que un buitre.

Abarcó el centro de la corriente y ambas orillas con una sola mirada circular, ciega, vacía, y dejó el puente lentamente.