"Situación Límite" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)12Mr. Van Wick, el hombre blanco de Batu Beru, antiguo oficial de la armada que por razones que él sabría había abandonado una carrera prometedora para convertirse en pionero de la plantación de tabaco en aquella apartada parte de la costa, había llegado a apreciar notablemente al capitán Whalley. La aparición del nuevo patrón le había llamado la atención. Era imposible imaginar nada más diferente de todos los diversos sujetos que se habían ido sucediendo en el puente del En aquella época Batu Beru no era lo que ha venido a ser luego: el centro de un próspero distrito tabaquero, un pequeño conjunto de bungalows con aspecto de zona residencial tropical, formando una calle sombreada por doble hilera de árboles, entre la exuberancia placentera de jardines floridos, con una carretera de cinco kilómetros para los paseos vespertinos y un residente de primera clase con esposa obesa y jovial para presidir la sociedad de apoderados de hacienda casados y de jóvenes casaderos al servicio de las grandes compañías. Toda esa prosperidad no había llegado aún; y Mr. Van Wick prosperaba sólo en la margen izquierda de aquel profundo claro excavado en la selva, que más arriba y más abajo llegaba hasta la orilla del agua. Su bungalow solitario se levantaba frente a las casas del sultán del otro lado del río. Era ése un viejo señor inquieto y melancólico que sabía ya todo sobre el amor y sobre la guerra, y esperaba morir antes de que los blancos se decidiesen a arrebatarle sus dominios. Cruzaba el río con frecuencia (nunca con menos de diez barcas atiborradas de gente), con la esperanza ansiosa de sacarle a su único blanco alguna información sobre el tema. Ocupaba siempre cierta butaca de la terraza, mientras los dignatarios de la corte se ponían en cuclillas sobre las alfombras y pieles en los espacios que dejaba el mobiliario. La gente inferior permanecía abajo, en el césped que separaba la casa del embarcadero, en filas de tres o cuatro, cubriendo todo el trecho. No era raro que la visita empezase al amanecer. Mr. Van Wick toleraba esas incursiones. Saludaba con la cabeza desde la ventana de su habitación, llevando en la mano el cepillo de dientes o la navaja de afeitar, o pasaba por entre los cortesanos en albornoz. Aparecía y desaparecía tarareando, se limaba las uñas con detención, se frotaba el rostro recién afeitado con agua de Colonia, tomaba el primer te, salía a ver el trabajo de sus coolies. Volvía, hojeaba algunos papeles del escritorio, leía un par de páginas de un libro o se sentaba ante el piano de campo echándose para atrás en el taburete, estirando las piernas, recorriendo el teclado con las manos, balanceándose levemente a derecha e izquierda. Cuando se veía absolutamente obligado a hablar respondía con evasivas vagamente tranquilizadoras, por pura compasión. Y probablemente era ese mismo sentimiento el que le hacía ser tan hospitalario y tan generoso al sacar bebidas carbónicas que a veces se quedaba él toda una semana sin soda. El viejo le había concedido toda la tierra que se tomase la molestia de limpiar; ni más ni menos, una fortuna. Fuese la fortuna o el aislamiento lo que Mr. Van Wick buscaba, había acertado el lugar. Incluso las lanchas de la compañía concesionaria del correo que recorrían las chozas de palma de la costa pasaban muy por fuera de la boca del río Batu Beru. El contrato era viejo: tal vez en cosa de pocos años, cuando expirase, incluirían a Batu Beru en el servicio; entretanto, todo el correo para Mr. Van Wick iba a Manila, desde donde su agente lo mandaba una vez al mes a bordo del En la galería en un anaquel de nogal (lo había traído el año anterior el – Me imagino que algún accidente les obligó a quedar fuera de servicio. Se dirigía al puente, pero seguro que antes de que nadie pudiese contestar Massy habría saltado ya a tierra por encima de al batayola y se habría dirigido a él juntando las palmas de las manos, inclinando la cabeza de cima totalmente engomada con hilos y tiras de pelo negro. Y le irritaba tanto la necesidad de tener que dar esas explicaciones que sus quejidos resultaban auténticamente lastimeros. Mientras, andaba todo el tiempo tratando de formar una sonrisa con sus gruesos labios. – No, Mr. Van Wick. Le parecería increíble. Pero no podía conseguir un mal diablo de esos para que me sacase el barco a la mar. Ni uno solo de esos brutos vagos, no había forma de convencerles, y ya sabe usted, Mr. Van Wick, que la ley… Se lamentaba largo y tendido para excusarse; las palabras conspiración, complot, envidia, afloraban una y otra vez a sus labios, gruñidas con energía, Mr. Van Wick, mirándose las pulidas uñas con leve mueca, decía: – Hummm. Qué desgracia -y le volvía la espalda. Exigente, listo, un algo escéptico, habituado a la mejor sociedad (el año último antes de abandonar la Armada y la metrópoli había ocupado un cargo muy envidiado en el Ministerio de Marina), poseía un latente calor de sentimiento y una capacidad de simpatía que quedaban ocultos bajo modales de indiferencia como altanera y arbitraria, producto de su educación; y no faltaba mucho para que un enemigo pudiese llamarle petimetre por su aspecto, eco distorsionado de su elegancia de otra época. Había conseguido mantener una disciplina casi militar entre los coolies de aquella hacienda que había dado a luz a partir de la maraña v sombras de la jungla; y la camisa blanca que llevaba cada tarde con peto almidonado y ornado, y cuello alto, parecía indicar que estaba decidido a mantener la ceremonia de la etiqueta, pero se había ceñido una gruesa faja carmesí como concesión a la selva, antes su adversario y ahora compañera. Además, era una precaución higiénica. Abierta por el pecho, le colgaba de los hombros una chaqueta corta de cierta seda ligera. El pelo holgado, bonito, claro en lo alto del cráneo, se ondulaba levemente a los flancos; un bigote cuidadosamente recortado, la frente sin adornos, el brillo de unos zapatos bajos de charol que asomaban bajo el ancho vuelo de pantalones cortados de la misma tela que la delicada chaqueta, completaban una estampa que, con la faja, recordaba a un jefe pirata de novela, y al tiempo la elegancia de un dandy levemente calvo que en su retiro se permitía alguna prenda poco ortodoxa. Era su traje de etiqueta. La hora de llegada del La causa de esas irregularidades era demasiado absurda, y Massy, en su opinión, un despreciable imbécil. La primera vez que el Al cabo se levantó y bajó por el sendero de grava. La verdad era que hasta la grava de sus caminos había tenido que importarla por el – Mr. Van Wick… Realmente, Mr. Van Wick… En adelante, Mr. Van Wick. -Y la profusión de sangre tornó el rostro bilioso de Massy de un color naranja artificial, en el que brillaban extraordinariamente los desconcertados ojos negro azabache. – Es absurdo. Estoy harto. Me pregunto si tiene Vd. el descaro de presentarse en mi muelle como si lo hubiese hecho construir para su conveniencia. Massy trató de protestar vehemente. Mr. Van Wick estaba muy irritado. Había decidido firmemente recurrir a una firma alemana -aquella gente de Malaca… ¿cómo se llamaban?… los de las chimeneas verdes. Aquella gente no se haría rogar, verían el cielo abierto si les ofrecía la oportunidad de abrir una nueva ruta. Sí, Schnitzler, Jacob Schnitzler, aceptaría al instante. Era cosa hecha. Había decidido escribir sin más tardanza. El agitado Massy tuvo que coger al vuelo la pipa que le había caído de los labios. – ¡No querrá hacer eso, señor! -chilló. – Usted no tendría que echar a perder su negocio de esta ridícula forma. Mr. Van Wick dio media vuelta. Los otros tres blancos del puente no habían ni pestañeado durante la escena. Massy echó a andar rápidamente de un lado para otro, hinchando los mofletes, sofocado. – ¡Orgulloso holandés! Y musitó febrilmente una retahíla de agravios. Los esfuerzos que había hecho en todos aquellos años para complacer a aquel hombre. Y esa era la recompensa ¿no? Bonito. Escribir a Schnitzler… pasarse a las chimeneas verdes… venderse a un judío de Hamburgo que le arruinaría. No, realmente era para reírse… Se rió sollozando… ¡Ja, ja! Y seguramente querría que llevase la carta en su propio barco. Tropezó con una reja y juró. No dudaría en echar por la borda la correspondencia de aquel holandés… todo el paquete entero. El en la vida había cobrado ningún recargo por aquel servicio. Pero el capitán Whalley, su nuevo socio, probablemente no se lo permitiría; además, sería sólo espantar aquel día aciago. Por su parte, prefería hacer un agujero en el agua antes que ver impasible que las chimeneas verdes le quitaban la ruta. Deliraba en voz alta. Al pie de la escalera, los camareros chinos se echaron para atrás con los platos. El gritó desde lo alto del puente: -¿Es qué esta noche no vamos a probar bocado? Y se volvió violentamente hacia el capitán Whalley, que aguardaba grave y paciente a la cabecera de la mesa, pasándose silenciosamente la mano por la barba de cuando en cuando con un gesto de tolerancia. – No parece que le importe lo que me ocurre. ¿No ve que esto perjudica sus intereses tanto como los míos? No es ninguna broma. Se puso a la mesa gruñendo entre dientes. – A no ser que usted tenga unos miles guardados en cualquier lado. Yo no los tengo. Mr. Van Wick cenaba en su bungalow completamente iluminado, que daba un punto de esplendor a la noche en aquel claro situado sobre la obscura orilla del río. Luego se sentó al piano, y en una pausa se dio cuenta de que se oían lentos pasos en el sendero, delante de la casa. Crujieron un par de tablas bajo fuertes pisadas; se volvió en redondo girando el taburete y escuchó con las puntas de los dedos aún sobre el teclado. El pequeño terrier ladró violentamente, y entró desde la galería. Una voz profunda pedía excusas gravemente por «aquella intrusión». Salió rápidamente. En lo alto de las escaleras, aguardando se erguía la figura patriarcal que al aparecer era el nuevo capitán del Mantuvieron la discusión de pie, donde se habían encontrado frente a frente. Mr. Van Wick observaba atentamente al visitante. Luego, al cabo, como obligado a salir de su reserva: – Me sorprende que interceda usted por ese maldito loco. Era un principio casi de cumplido, como si quisiese decir: – ¡Que un hombre como usted interceda! -El capitán Whalley lo dejó pasar sin pestañear. Hubiérase dicho que no le había oído. Se limitó a continuar, señalando que estaba personalmente interesado en componer las diferencias entre ellos. Personalmente… Pero Mr. Van Wick, realmente fuera de sí por su indignación hacia Massy, se puso muy incisivo… – La verdad, si he de serle franco, le diré que ese personaje no me parece particularmente estimable ni de fiar… El capitán Whalley, siempre erguido, pareció crecerse y ensancharse aún un poco, como si las dimensiones de su pecho se hubiesen ampliado bajo la barba. – Apreciado señor, no pensará usted que he venido a discutir sobre un hombre con el que me encuentro, estoy… hmm… estrechamente asociado. Hubo unos instantes de solemne silencio. No estaba acostumbrado a pedir favores, pero la importancia que daba a aquel asunto le había impelido a intentar… Mr. Van Wick, favorablemente impresionado y súbitamente distendido por el deseo de reír, le interrumpió… – Si usted hace de esto cuestión personal, está muy bien; pero lo menos que puede hacer es sentarse a fumar un cigarro conmigo. Tras una leve pausa, el capitán Whalley avanzó pesadamente. En el futuro, él se hacía responsable de la regularidad del servicio; y se llamaba Whalley… nombre que a un marinero (estaba hablando con un marinero, ¿no?) tal vez le resultase algo conocido. Actualmente había un faro, en una isla. Tal vez el propio Mr. Van Wick… – ¡Ah, sí! Desde luego. -Mr. Van Wick captó inmediatamente. Le señaló una butaca. Qué interesante. Por su parte había cubierto algún servicio en la última guerra, pero sin llegar nunca tan al Este. ¿La isla de Whalley? Claro. Pues qué interesante. La de cambios que su huésped tenía que haber visto en todo ese tiempo. – Y en tiempos anteriores, también… medio siglo entero. El capitán Whalley se explicó un poco. El aroma del buen cigarro (era una de sus debilidades) le había llegado directamente al corazón, y también la educación de aquel joven. Aquel contacto accidental tenía un algo que le había faltado en aquellos años de lucha. El entrante de la fachada formaba un rincón recoleto dispuesto como si fuese una habitación aparte. Una lámpara de pantalla de cristal ahumado, suspendida bajo la pendiente del alto techo al extremo de una delgada cadena de latón, proyectaba un brillante cerco de luz sobre una mesilla en que había un libro abierto y un cortapapeles de marfil. Y en las sombras que se traslucían más allá, se podían ver otras mesas, cierto número de sillas de diversas hechuras con gran profusión de pieles tendidas como alfombras sobre el entarimado de teca que cubría toda la galería. Las enredaderas en flor enriquecían el aire. Su follaje recortado entre los montantes, formaba como varios marcos de hojas espesas y quietas que reflejaban la luz de la lámpara con resplandor verdoso. Por la apertura que tenía al lado, el capitán Whalley podía ver el farol de la pasarela del – No tiene importancia. Alguien ha de abrir camino. Yo me límite a demostrar que se podía hacer; pero ustedes, los que están acostumbrados al vapor, no pueden concebir la gran importancia de aquel pequeño descubrimiento afortunado para el comercio oriental de la época. La nueva ruta reducía el tiempo medio de una travesía del Sur en once días durante más de la mitad del año. ¡Once días! Eso es ya historia. Pero lo curioso -hablando con un marinero- diría yo que fue… Hablaba bien, sin egotismo, profesionalmente. La poderosa voz, emitida sin esfuerzo, llenaba las habitaciones vacías de bungalow con resonancia profunda y límpida, pareciendo que producía el silencio afuera; y Mr. Van Wick estaba sorprendido de la serenidad del tono, de la perfección de amabilidad masculina que respiraba. Apoyando sobre la rodilla un pequeño pie calzado con calcetín de seda y zapato de piel genuina, estaba inmensamente entretenido. Parecía que nadie supiese hablar ahora de esa forma, y los ojos hundidos en profunda sombra, la florida barba blanca, la gran envergadura, la serenidad, todo el talante del hombre, fuesen una sorprendente supervivencia de los tiempos prehistóricos del mundo, llevada por el mar a las costas de Batu Beru. El capitán Whalley había sido también el pionero del comercio en el Golfo de Pe-Tchi-li. Incluso tuvo ocasión de mencionar que había enterrado allí a su «querida esposa» veintiséis años antes. Mr. Van Wick, impasible, no pudo evitar preguntarse enseguida, qué tipo de mujer haría pareja con un hombre como aquel. ¿Habrían sido una pareja aventurera y bien avenida? No. Muy posiblemente ella fuera pequeña, débil, sin duda muy femenina, o probablemente una mujer común de instintos domésticos, totalmente insignificante. Pero el capitán Whalley no era un charlatán latoso, y sacudiendo la cabeza como para disipar la tristeza momentánea que había aparecido en su agradable rostro veterano, aludió coloquialmente a la soledad de Mr. Van Wick. Mr. Van Wick afirmó que, a veces, tenía más compañía de la deseada. Mencionó sonriendo algunas peculiaridades de la relación que mantenía con «mi sultán». Le visitaba con un alarde de fuerzas. Aquella gente estropeaban el parterre de hierba que tenía delante de la casa (no era nada fácil conseguir en los trópicos algo que se pareciese al césped), y el otro día habían roto algunas raras plantas que había puesto allí. El capitán Whalley recordó inmediatamente que en el 47, el sultán de entonces, «abuelo del de ahora», había sido famoso como gran protector de las flotas piratas de praos de más hacia el Este. Encontraban refugio seguro en el río de Batu Beru. En particular, había financiado a un jefe balinini llamado Haji Daman. El capitán Whalley arqueó expresivamente sus pobladas cejas blancas; sabía bastante de todo aquello. El mundo había progresado desde aquella época. Mr. Van Wick objetó a esto con acritud inesperada. ¿Progresado, en qué?, preguntaba. Pues, en conocimiento de la verdad, en decencia, en justicia, en orden… y también en honradez, pues si los hombres se hacían daño unos a otros era, fundamentalmente, por ignorancia. El capitán Whalley concluyó confiado que la vida era más agradable en ese mundo de ahora. Mr. Van Wick se negó impulsivamente a admitir que Mr. Massy, por ejemplo, fuese más agradable que los piratas balinini. Aquel río no había ganado mucho con el cambio. A su modo, los piratas no eran menos honrados. Sin duda, Massy era menos feroz que Haji Daman, pero… – ¿Y qué me dice de usted, señor mío? – se rió el capitán Whalley con sonora y profunda risa-. Usted, sin duda, es una mejora. Siguió en el mismo tono jovial. Un buen cigarro era mejor que un golpe en la cabeza… que era el tipo de recibimiento que habría encontrado en aquel río cuarenta o cincuenta años antes. Entonces, inclinándose levemente hacia adelante, se puso tremendamente serio. Parecía como si aparte de sus propias tribus de gitanos del mar, aquellos corsos parecían odiar a toda la humanidad con un encono incomprensible y sangriento. La nueva generación amaba el orden, era pacífica, vivía en aldeas prósperas. Podía decirlo por experiencia propia. E incluso los supervivientes de aquel tiempo, que ya eran ancianos, habían cambiado tanto que hubiera sido de mal gusto reprocharles que en sus tiempos habían andado cortando pescuezos. Tenía presente en particular a uno de ellos: un digno y venerable jefe de cierto gran poblado de la costa, a unas sesenta millas al sudoeste de Tampasuk. Le animaba a uno verle, oír cómo hablaba aquel hombre. Podía haber sido, en otro tiempo, un salvaje feroz. Lo que los hombres necesitan es verse confrontados a una inteligencia superior, a un conocimiento superior, y también a una fuerza superior… Sí, una fuerza dada por Dios y santificada por el uso de ella en conformidad con la voluntad expresada por Él. El capitán Whalley creía que en todo hombre había una disposición al bien, aunque en su conjunto el mundo no fuese un lugar muy feliz. En lo que no confiaba tanto era en la sabiduría de los hombres. Admitía que aquella disposición necesitaba a veces algunas ayudas un tanto enérgicas. Los hombres podían ser torpes, desgraciados, tener mala cabeza; pero, naturalmente malos, no. Al menos en el fondo, eran completamente inofensivos. – ¿Cree usted? -saltó amargo Mr. Van Wick. El capitán Whalley se rió de la interpelación, con el buen humor de una certidumbre amplia y tolerante. Había visto medio siglo, dijo. El humo respiraba plácidamente por entre los pelos blancos que ocultaban sus agradables labios. – De todos modos -siguió tras una pausa-, me alegro de que no hayan tenido aún tiempo para hacerle a usted mucho daño. La alusión a su relativa juventud no ofendió a Mr. Van Wick, que se puso en pie y encogió los hombros con una media sonrisa enigmática. Caminaron amigablemente por la noche estrellada hasta la orilla del río. Sus pasos resonaban desiguales en el sendero oscuro. En el lado de tierra de la pasarela, el farol, colgado de la barandilla a baja altura, proyectaba una luz vivida sobre las piernas blancas y los grandes pies negros de Mr. Massy, que aguardaba allí ansioso, de cintura para arriba quedaba sumergido en la oscuridad, salvo una hilera de botones que brillaban hasta el vago contorno de su mentón. – Puede estarle usted agradecido al capitán Whalley -dijo Mr. Van Wick secamente antes de darse media vuelta. Las lámparas de la galería proyectaban por entre los pilares, hierba abajo, tres anchas fajas de luz. Un murciélago aleteó errante delante de su rostro como mota giratoria de negrura aterciopelada. A lo largo del seto vivo de jazmín el aire de la noche parecía grávido con la caída de una humedad perfumada; el sendero estaba bordeado por parterres; los arbustos recortados se erguían como obscuras y redondas moles esparcidas delante de la casa; el denso follaje de las enredaderas filtraba el halo de la luz de la lámpara del interior con un suave resplandor a todo lo largo de la fachada; y todo, cerca y lejos, estaba sumido en una gran inmovilidad, en una gran suavidad. Mr. Van Wick (que unos años antes había tenido ocasión de pensar que a nadie había tratado tan mal como a él una mujer) sentía por las opiniones optimistas del capitán Whalley el desdén de quien ha sido también crédulo en otro tiempo. Su disgusto con el mundo (aquella mujer había llenado antes todo el mundo) tomó la forma de actividad retirada, porque, aunque capaz de una gran profundidad de sentimiento, era hombre enérgico y esencialmente práctico. Pero aquel marinero tan poco común que había dado en pasar por junto a su ocupada soledad tenía un algo que fascinaba a su escepticismo. Su misma simplicidad (bastante divertida) era como delicado refinamiento de un carácter recto. La chocante dignidad de los modales no podía ser en un hombre reducido a posición tan humilde, más que expresión de la nobleza esencial noble de su carácter. Aun con toda su confianza en la humanidad, no era un loco; la serenidad de su temperamento al cabo de tantos años, ya que, evidentemente, no era fruto del éxito, tenía aires de sabiduría profunda. A Mr. Van Wick le divertía a veces. Incluso los rasgos físicos del veterano capitán del Ambos mantenían sus respectivas opiniones sobre todos los temas del mundo. Sus propias convicciones. El capitán Whalley nunca se entrometía. La diferencia de edades era otro salto entre ambos. En cierta ocasión al serle reprochado lo poco caritativo que era siendo joven. Mr. Van Wick, recorriendo con la mirada las vastas proporciones de su interlocutor, replicó con amigable dureza. – ¡Ah! Pues ya llegará usted a convencerse de que tengo razón. Tiene aún mucho tiempo por delante. No se las dé No pudo evitar una viveza algo crispada, y aun moderándola con una sonrisa casi afectuosa añadió: – Y para entonces probablemente consentirá usted en morir de simple asco. El capitán Whalley, sonriendo también, meneó la cabeza. – ¡Dios no lo quiera! Pensaba que, tal vez, en definitiva, mereciese algo mejor que morir con tales sentimientos. Naturalmente, ese momento tendría que llegar, y confiaba en que su Creador proveería una forma de ida de la que no tuviese que avergonzarse. Por lo demás, esperaba que si tenía que ser así viviría hasta los cien; en otros casos había sucedido; no sería ningún milagro. El no esperaba milagros. El tono enfático y reflexivo hizo que Mr. Van Wick levantase la cabeza para mirarle con firmeza. El capitán Whalley tenía la mirada clavada a lo lejos, con expresión absorta, como si hubiese visto escrito en la pared, el decreto favorable de su Creador. Estuvo totalmente inmóvil unos segundos, y luego puso en pie su gran mole con tanto ímpetu que Mr. Van Wick quedó sorprendido. Se dio un fuerte puñetazo en el hinchado pecho; y extendiendo firme en el aire horizontalmente, un gran brazo que no temblaba, como rama de árbol en día sin viento… – No me duele nada. ¿Distingue usted el menor temblor? Hablaba quedamente, en contraste grave y confiado con el énfasis abierto de sus movimientos. Se sentó bruscamente. – No es para envanecerme, ya sabe. Yo no soy nada -dijo sin ningún esfuerzo con aquella voz fuerte, que parecía fluir tan naturalmente como un río. Recogió el trozo de cigarro que había dejado, y añadió tranquilamente, con un leve movimiento afirmativo de la cabeza. – Lo que ocurre es que mi vida es necesaria; no es mía, de ningún modo… Dios lo sabe. No habló ya mucho el resto de la noche, pero en varios momentos Mr. Van Wick detectó una lánguida sonrisa de seguridad aleteando bajo el gran mostacho. Más adelante, el capitán Whalley consentiría alguna que otra vez en cenar «en la casa». Incluso se dejaba arrastrar a beber un vaso de vino. – No piense que me da miedo, señor mío -explicaba-. Tuve mis buenos motivos para dejarlo. En otra ocasión, echándose para atrás cómodamente, señaló: – Mi querido Mr. Van Wick, usted me trató desde el principio con la mayor… con la mayor humanidad. – Admitirá usted que tuvo cierto mérito- insinuó Mr. Van Wick, irónico. – Un socio de ese excelente Massy… Bien, bien, mi querido capitán, no voy a decir ni media palabra contra él. – De nada serviría que hablase usted contra él -afirmó el capitán Whalley un tanto sombrío-. Como le dije alguna vez, mi vida… mi trabajo, es necesario, no sólo para mí. No tengo opción… Se detuvo, dio vueltas al vaso que tenía delante… – Tengo una hija única. El amplio movimiento con que bajó el brazo hasta la mesa parecía sugerir una niña pequeña, muy lejos. – Espero verla otra vez antes de morir. Entretanto, me basta con saber que me tiene sano y firme, gracias a Dios. No puede usted comprender lo que siente uno. Huesos de mis huesos, carne de mi carne; la imagen viva de mi pobre esposa. Bien, ella… Se detuvo de nuevo, y luego pronunció estoicamente las palabras: – Ella tiene que luchar muy duro. Y le cayó la cabeza sobre el pecho, con las cejas entrelazadas en un esfuerzo de meditación. Pero, por lo general, su mente parecía asumida en la serenidad de una confianza sin límites en un poder más alto. Mr. Van Wick se preguntaba a veces en qué medida se debía eso a la espléndida vitalidad de aquel hombre, al vigor corporal que parece impartir parte de su fuerza al alma. El caso es que había llegado a apreciarle muchísimo. |
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