"Situación Límite" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)

13

Por este motivo, el mensaje confidencial de Mr. Sterne, transmitido apresuradamente en la orilla, junto al obscuro y silencioso barco, había turbado su ecuanimidad. Era lo más incomprensible e inesperado que podía suceder; y quedó tan alterado que, olvidando totalmente la correspondencia, subió rápidamente la escalera del puente.

Un par de muchachos con coleta estaban poniendo la mesa portátil para la cena a la izquierda del timón, discutiendo uno con otro sobre el trabajo, como de costumbre, mientras otro chino muy amarillo, triste, grandote que se parecía a Mr. Massy, aguardaba apático con el mantel sobre el brazo y un montón de gruesos platos apretados contra el pecho. Una lámpara normal de camarote, sin el globo, traída de abajo, estaba colgada del armazón de madera del toldo; habían bajado todas las cortinas laterales. El capitán Whalley, llenando las profundidades de la butaca de mimbre, parecía un hombre insensible en mitad de una tienda de lona iluminada con estridencia, y utilizada para almacenar efectos náuticos; una desvencijada rueda de timón, una bitácora de latón gastada en un armario recio de caoba, dos salvavidas viejos, una vieja defensa de corcho en el rincón, unos cajones de cubierta con asas de alambre de cinc en lugar de las originales.

Se sacudió el aspecto de embotamiento para devolver el saludo inusualmente vivaz de Mr. Van Wick, pero inmediatamente volvió a quedar ausente. Aceptar una insistente invitación a cenar «arriba en la casa» le llevó otro visible esfuerzo físico. Mr. Van Wick, perplejo, cruzó los brazos, y le examinó atentamente apoyando la espalda en la barandilla y echando hacia adelante los pies pequeños, negros, brillantes.

– Me han dicho que últimamente no parece usted el mismo viejo amigo. Pronunció con tono muy afectuoso las dos últimas palabras. Nunca se había expresado tan vividamente la auténtica intimidad que les unía.

– ¡Qué va, qué va!

El sillón de mimbre crujió pesadamente.

– Irritable -comentó Mr. Van Wick para sí, y añadió en voz alta:

– Entonces, le espero dentro de media hora -dijo despreocupadamente, yéndose.

– Dentro de media hora -repitió a sus espaldas la rígida cabeza plateada del capitán Whalley, como saliendo de su embebimiento.

Hacia mitad del barco, junto a la sala de máquinas, podían oírse dos voces, discutían, una irritada y lenta, la otra alerta.

– Le digo que el bestia se ha encerrado para emborracharse.

– No tiene remedio ya, Mr. Massy. Al fin y al cabo, uno tiene derecho a encerrarse en el camarote durante el tiempo libre.

– Pero no para emborracharse.

– Le oí jurar que los apuros que le daban las calderas eran como para hacer emborracharse a cualquiera -dijo Sterne malicioso.

Massy susurró algo sobre echar la puerta abajo. Mr. Van Wick, para esquivarles, cruzó a obscuras por el otro lado de la desierta cubierta. Las tablas del embarcadero crujieron levemente bajo sus apresurados pasos.

– ¡Mr. Van Wick! ¡Mr. Van Wick!

Siguió andando; alguien corría por el sendero.

– Olvidó usted la correspondencia.

Sterne le alcanzó, con un fajo de papeles en la mano.

– ¡Ah! Gracias.

Pero como el otro seguía andando a su lado, Mr. Van Wick se detuvo en seco. Las hojas que pendían delante de la iluminada fachada del bungalow proyectaban su negra y recta sombra hacia la gran extensión de noche de aquella parte. Todo estaba en calma. Se oía el tintineo de copas y vajilla. Los criados de Mr. Van Wick estaban poniendo la mesa para dos en la galería.

– Me temo que no dé crédito usted a mis buenas intenciones en este caso.

– Lo único que sucede es que no le entiendo.

– El capitán Whalley es un hombre muy audaz, pero va a comprender que se acabó la partida. Es lo único que tiene que salir de mis labios. Créame, siento la mayor consideración, pero el deber es el deber. No quiero armar un escándalo. Todo lo que le pido a usted, como amigo de él, es que le diga de mi parte que se acabó la partida. Con esto bastará.

Mr. Van Wick se estremeció apesadumbrado ante ese extraño privilegio de la amistad. No iba a rebajarse pidiendo la menor explicación; tampoco creía prudente despedir al otro con cajas destempladas… al menos por el momento. Tanta seguridad le hacía dudar. A saber lo que podía haber en el fondo de aquello, pensaba. Su aprecio por el capitán Whalley tenía la tenacidad de un sentimiento desinteresado, y el instinto práctico le ayudó a ocultar el desprecio.

– De lo que me dice deduzco que se trata de algo grave.

– Sumamente grave -asintió Sterne, solemnemente, encantado de haber producido efecto al cabo. Se disponía a añadir algunas efusivas protestas de pesar alegando la «ineludible necesidad» en que se había visto, pero Mr. Van Wick le cortó tajante, aunque educado.

Una vez en la galería Mr. Van Wick se puso las manos en los bolsillos y abriendo las piernas, se agachó a mirar una piel de pantera negra tendida en el suelo delante de un balancín.

– Parece como si ese hombre no tuviese redaños para jugar abiertamente una partida tan delicada -pensó.

Estaba en lo cierto. A la vista del último rechazo por parte de Massy, Sterne no se atrevía a declarar lo que sabía. Su objetivo era simplemente conseguir el mando del vapor y mantenerlo algún tiempo. Massy nunca le perdonaría que se impusiese; pero si el capitán Whalley dejaba el barco a iniciativa propia, el mando le correspondía para el resto del viaje; y así dio con la brillante idea de asustar al viejo para que se fuese.

Siendo un asunto tan crudo, bastaría una amenaza vaga, una insinuación. Y con una extraña mezcla de compasión pensaba que Batu Beru era un lugar muy bueno para tirar la toalla. El patrón podría desembarcar tranquilamente, y quedarse con aquél su holandés. ¿No eran tan íntimos? Reflexionando, llegó a la conclusión de que había una forma de conseguir todo por medio de aquel gran amigo del viejo. Era otra idea brillante. Tenía una preferencia innata por los métodos retorcidos. En aquel caso particular, deseaba permanecer a la sombra lo más posible, para evitar exasperar innecesariamente a Massy. ¡Ningún escándalo! Dejemos que todo ocurra naturalmente.

Mr. Van Wick tuvo durante toda la cena conciencia de la sensación de aislamiento que invade a veces la intimidad de la relación humana. Los intentos del capitán Whalley de comer algo fracasaban lamentable y ostensiblemente. Parecía abrumado por una extraña ausencia mental. Movía la mano en el aire sin control, como si la mente preocupada la hubiese dejado sin guía. Mr. Van Wick le había oído venir desde muy lejos, en medio del silencio de toda la orilla, y había percibido el carácter irresoluto de sus pasos. El tacón del zapato había chocado con el peldaño inferior como si hubiese venido distraído y absorto hasta las escaleras de la galería. Si el capitán del Sofala hubiese sido otro tipo de hombre, habría imaginado que era el peso de los años. Pero bastaba con echarle una mirada. El tiempo, aunque sin duda le había marcado con la señal que distingue sus posesiones, le había dejado útil, y su fe simple veía, en eso una prueba del favor divino.

– ¿Cómo puedo decidirme a advertirle? -Mr. Van Wick se lo preguntaba como si el capitán Whalley hubiese estado a millas y millas de distancia, donde no pudiese alcanzarle ningún peligro. Sentía náuseas de Sterne. Sería decididamente indecente mencionar siquiera a un hombre como Whalley aquella amenaza. La insinuación resultaba más vil e injuriosa que una acusación definida… tenía el cariz repelente del chantaje.

– ¿De qué podría acusarle nadie? -Se preguntaba. Era una personalidad límpida. -¿Y con qué objeto?

El poder en que confiaba aquel hombre había tenido a bien no dejarle en la tierra nada que la envidia pudiese ambicionar, más que un simple pedazo de pan.

– ¿No va a probar un poco de esto? -Preguntó acercándole levemente una fuente.

De repente se le ocurrió a Mr. Van Wick que Sterne podía ambicionar el mando del Sofala. Su escepticismo se vio sobresaltado por lo que parecía una prueba de que ningún hombre puede estar a salvo de sus semejantes salvo en el abismo más profundo de miseria. No valía la pena preocuparse mucho por una intriga de aquel género, pensó; de todos modos, teniendo que habérselas con un loco como Massy, era necesario poner sobre aviso a Whalley.

En ese momento, al otro lado de la mesa, el capitán Whalley, muy erguido, cubiertas las profundas cavidades de los ojos por unas cejas espesas, y con una gran mano morena posada a cada lado del plato vacío, se puso abruptamente a hablar.

– Mr. Van Wick usted siempre me ha tratado con la más humana consideración.

– Mi querido capitán, le da usted demasiada importancia al simple hecho de que no soy un salvaje.-Mr. Van Wick completamente rebelado al pensar en el obscuro intento de Sterne elevó incisivamente la voz, como si el segundo hubiese podido estar escondido escuchando.-Cualquier deferencia que haya podido tener con usted no ha sido más que lo que merece alguien a quien en todo este tiempo he aprendido a considerar con una estima que nada puede quebrantar.

El ligero tintineo de un vaso le hizo levantar la mirada de la tajada de piña que estaba cortando en el plato. Al cambiar de posición, el capitán Whalley había derribado un vaso vacío.

Lo buscó torpemente, sin mirar en esa dirección, apoyándose de lado en el codo y cubriéndose la vista con la otra mano, hasta que desistió. Van Wick miraba atónito, como si de repente hubiese sucedido algo de gran importancia. No sabía por qué tenía que sentirse tan sorprendido; pero olvidó por el momento completamente a Sterne.

– Vamos, ¿qué sucede?

Y el capitán Whalley medio advertido, musitó en voz apagada y llena de agitación…

– ¡Estima!

– Y puedo añadir algo más -dijo lentamente Mr. Van Wick con la mirada clavada en él.

– ¡Pare! ¡Basta!

El capitán Whalley no cambió de actitud ni elevó la voz.

– ¡No diga nada más! No puedo corresponderle. Actualmente soy demasiado pobre hasta para eso. Merece la pena gozar de su estima. Usted no es hombre que pudiese rebajarse a engañar ni al más miserable diablo que haya en la tierra, ni a hacer incapaz de navegar un barco cada vez que lo lleva a la mar.

Mr. Van Wick, inclinado hacia adelante, con el rostro totalmente sonrosado, con la servilleta sobre las rodillas, estaba por no dar crédito a sus sentidos, a su poder de comprensión, a la salud mental de su huésped.

– ¿Y pues? ¿Por qué? ¡En nombre de Dios! ¿Qué es esto? ¿Qué barco? No entiendo quién…

– En nombre de Dios, eso es lo que yo estoy haciendo. Un barco no es capaz de navegar si su capitán no ve. Yo me estoy quedando ciego.

Mr. Van Wick tuvo un breve movimiento de sobresalto, y luego quedó muy quieto durante algunos segundos; entonces, pensando en las palabras de Sterne «se acabó la partida», se agachó bajo la mesa para recoger la servilleta que se le había caído de las rodillas. Aquella era la partida. Y al mismo tiempo le envolvió la voz en sordina del capitán Whalley.

– Les he engañado a todos. Nadie lo sabe.

Se enderezó completamente colorado. El capitán Whalley, inmóvil bajo el chorro de luz, se cubría los ojos con la mano.

– ¿Y ha tenido usted valor para eso?

– Llámelo como quiera. Pero usted es humano, es… un caballero, Mr. Van Wick. Podría haberme usted preguntado qué he hecho con mi conciencia.

Parecía meditar, profundamente callado y quieto, con aquel aspecto de tristeza.

– Empecé a estropearla con mi orgullo. Cuando uno se está volviendo ciego, empieza a ver muchas cosas. No podía ser franco ni siquiera con un viejo colega. No era franco con Massy… no, en absoluto. Sabía que él me tomaba por un marinero rico y antojadizo, y yo se lo permitía. Quería mantener mi importancia… porque allí lejos estaba la pobre Ivy, mi hija. ¿Por qué quería yo traficar con la desgracia de ese hombre? Lo hice por ella. Y ahora, ¿qué favor podía esperar de él? Si lo sabía, sería él el que traficaría con mi desgracia. Echaría a patadas al que le engañó, y se agarraría al dinero durante un año. El dinero de Ivy. Y yo no me he guardado ni un penique para mí. ¿Cómo voy a vivir un año? ¡Un año! Dentro de un año no habrá ya sol en la tierra para su padre.

Su profunda voz surgía como velada por la reverencia, como si le hubiese pillado un corrimiento de tierras y hablase los pensamientos que acosan a los muertos en sus tumbas. Un temblor frío recorrió el espinazo de Mr. Van Wick.

– ¿Y cuánto tiempo lleva usted…? -empezó a preguntar.

– Desde mucho antes de que yo mismo llegase a creer en esta… esta… prueba.

El capitán Whalley hablaba con sombría paciencia, cubriéndose con la mano.

Había pensado que él no se merecía eso. Había ido engañándose a sí mismo día tras día y semana tras semana. Tenía a su disposición al serang… un viejo servidor suyo. Le vino gradualmente, y cuando ya no pudo engañarse a sí mismo…

Casi se le extinguió la voz.

– Antes que traicionarla a ella, decidí engañarles a todos ustedes.

– Es increíble.

Susurró Mr. Van Wick. El sobrecogedor murmullo del capitán Whalley prosiguió.

– Ni siquiera la señal de la ira de Dios podía hacer que me olvidase de ella. ¿Cómo podía abandonar a mi hija, si seguía sintiéndome vigoroso y la sangre me latía con fuerza? Tan caliente como la de usted. Tengo la impresión de que podría encontrar fuerzas para derribar un templo encima de mi cabeza lo mismo que el Sansón ciego. Ella es luchadora… mi niña, por ella rezábamos juntos, mi pobre esposa y yo. ¿Recuerda usted el día en que le dije que creía que Dios me dejaría llegar a los cien por el bien de ella? ¿Qué pecado hay en querer a una hija? ¿Lo ve? Por ella estaba yo dispuesto a vivir eternamente. Y medio me creía que podría hacerlo. Desde que me ha ocurrido esto, rezo para que me venga la muerte. ¡Ah! Hombre presuntuoso… ¿querías vivir?

Una tremenda conmoción estremeció el gran armazón de aquel hombre, sacudido por un sollozo ahogado. Hizo tintinear todos los vasos de la mesa, y pareció que la casa temblaba hasta la punta más alta del tejado. Y Mr. Van Wick cuyo sentimiento de amor ultrajado se había transformado en una especie de lucha con la naturaleza, podía comprender muy bien que para aquel hombre cuya vida entera había sido condicionada por la acción, no podía existir expresión distinta de todas aquellas emociones; que dejar voluntariamente de aventurarse, de hacer y aguantar por el amor de su hija, hubiera sido exactamente igual que arrancarle del corazón el amor de ella. Algo demasiado monstruoso, demasiado imposible, impensable incluso.

El capitán Whalley no había cambiado de actitud, parecía expresar vergüenza, pena y desafío.

– Le he engañado incluso a usted. Si no hubiese sido por esa palabra: «estima». No son palabras para mí. Le hubiera mentido a usted. ¿No le he engañado? ¿No iba usted a confiar sus bienes a ese barco, en este mismo viaje?

– Tengo un seguro de navegación anual -dijo Mr. Van Wick casi sin darse cuenta, como desconcertado por la repentina irrupción de un detalle comercial.

– Ese barco no es capaz de navegar, se lo digo. La póliza sería inválida si se supiese…

– En tal caso, compartiremos la culpa.

– Nada puede disminuir la mía -dijo el capitán Whalley.

No se había atrevido a consultar a algún médico; tal vez le hubieran preguntado quién era, qué estaba haciendo; podría haber llegado a oídos de Massy. Había vivido sin ninguna ayuda, humana ni divina. Las propias oraciones se le atravesaban en la garganta. ¿Para qué iba a rezar? Y la muerte parecía tan lejana como siempre. Una vez se metía en el camarote, no se atrevía a salir de nuevo; cuando se sentaba no osaba levantarse; no se atrevía a levantar la mirada al rostro de nadie, recelaba de mirar al mar o al cielo. El mundo se desvanecía ante su gran temor de traicionarse. El viejo barco era su último amigo; no le daba miedo; conocía cada pulgada de su cubierta; pero tampoco se atrevía apenas a mirarlo, por miedo a descubrir que veía menos que la víspera. Le envolvía una inmensa incertidumbre. El horizonte había desaparecido; el cielo se mezclaba obscuramente con el mar. ¿Quién era aquella persona que estaba en pie allí lejos? La terrible duda sobre la realidad de lo que podía ver hacía que los restos de visión que le quedaban se convirtiesen en un mayor tormento; una trampa siempre dispuesta para que cayese en ella su miserable pretensión. Tenía pánico de tropezar inexcusablemente con algo… de decir un fatal Sí, o No a una pregunta. La mano de Dios había caído sobre él, pero no podía arrancarle de su hija. Y como en una pesadilla de humillación, todo hombre sin facciones parecía un enemigo.

Dejó caer pesadamente la mano sobre la mesa. Mr. Van Wick, con los brazos caídos y la barbilla pegada al pecho, con un destello de los blancos dientes sobre el labio inferior, meditaba las palabras de Sterne «se acabó la partida».

– Entonces, el serang no lo sabe.

– Nadie -dijo el capitán Whalley con seguridad.

– Claro. Nadie. Muy bien. ¿Puede aguantar usted así hasta el fin del viaje? Es el último del acuerdo con Massy.

El capitán Whalley se levantó y permaneció erguido, majestuoso, con las grandes barbas blancas cubriendo cual peto de plata el secreto de su corazón. Sí; era la única esperanza que le quedaba de volver a verla, de poner a buen recaudo el dinero de ella, lo último que podía hacer por ella, antes de arrastrarse a cualquier rincón… inútil, una carga, un reproche para sí mismo. Le fallaba la voz.

– ¡Fíjese! No volver a verla: al único ser humano que queda en la tierra aparte de mí que pueda recordar a mi esposa. Es clavada a su madre. Por suerte la pobre mujer está donde no se derraman lágrimas por aquellos a quienes quiso en la tierra y por los que hay que seguir rogando para que no caigan en la tentación… Porque supongo que la bendita sabe el secreto de la gracia de lo que Dios dispone sobre sus criaturas.

Se tambaleó un poco, y dijo con dignidad austera:

– Yo, no. Yo sólo conozco a la hija que Él me dio.

Y empezó a caminar. Mr. Van Wick, poniéndose en pie rápidamente, vio todo el significado de la cabeza rígida, los pies vacilantes, la mano vagamente extendida. El corazón le latía con fuerza; apartó una silla y avanzó instintivamente para cogerle el brazo. Pero el capitán Whalley pasó por junto a él dirigiéndose hacia las escaleras bastante derechamente.

No podía verme si no estaba delante de él. Pensó Mr. Van Wick con una especie de veneración. Luego se dirigió a lo alto de las escaleras y preguntó un tanto trémulo:

– ¿Cómo es? ¿Cómo una niebla… como…?

El capitán Whalley, a mitad ya de las escaleras, se detuvo, y se volvió firme para responder:

– Es como si se estuviese apagando la luz del mundo. ¿No ha visto usted cómo se retira el mar de una amplia playa, y cada vez se aleja más? Pues lo mismo… sólo que la marea no volverá a subir. Nunca. Es como si el sol se estuviese empequeñeciendo, como si las estrellas fuesen desapareciendo una a una. Ya no deben de quedar muchas que pueda ver. Pero últimamente no he tenido valor para comprobarlo…

Debió de ser capaz de distinguir a Mr. Van Wick, porque le detuvo con un gesto autoritario y estoico.

– Todavía puedo caminar solo.

Parecía haber cogido resueltamente un camino, rechazando toda ayuda de los hombres una vez expulsado de su cielo cual presuntuoso titán. Mr. Van Wick, sin moverse, parecía contar de oído los peldaños. Se metió luego por entre las mesas, taconeando, cogió un cortapapeles, lo dejó tras mirar vagamente la hoja; luego se puso al piano, hizo vibrar algunas cuerdas, de pie ante el teclado con pose atenta, como si lo estuviese afinando; lo cerró, giró en redondo bruscamente, esquivó al pequeño terrier que dormía confiado con las patas cruzadas, se llegó a las cercanas escaleras y, como si hubiese perdido el equilibrio en el peldaño superior, salió de cabeza afuera. Los criados, que empezaban a recoger la mesa, le oyeron musitar para sí allá abajo (palabras malas sin duda), y luego, tras una pausa, alejarse al trote en dirección al muelle.

El flanco del Sofala, pegado a la orilla, formaba como una muralla baja y negra en el ondulado contorno de la costa. Detrás, se alzaban dos mástiles y una chimenea, inclinada, como si fuese a caerse. En la mitad, una sólida elevación cuadrada soportaba las formas espectrales de botes blancos, las curvas de pescantes, tramos de barandilla y postes, todo entremezclado y confuso por todos lados; pero abajo, a mitad del barco, un solo ojo de buey iluminado en medio de la noche, perfectamente redondo, como una pequeña luna redonda, cuyo haz amarillento daba sobre un camino embarrado, el borde de hierba pisoteada, dos cables curvados que se enrollaban en el pie de un grueso poste de madera hincado en el suelo.

Mr. Van Wick, al escudriñar el barco, oyó una voz poco articulada y jactanciosa que parecía burlarse de cierta persona llamada Prendergast. Soltaba tremendas injurias, se detenía; luego pronunció muy claramente la palabra «Murphy», y se rió. Hubo un sonido trémulo de cristal. Todos esos ruidos venían del ojo de buey iluminado. Mr. Van Wick vaciló, se agachó; era imposible ver adentro sin hundirse en el barro.

– Sterne… naturalmente. Mira como parpadea. ¡Mírale! Sterne, Whalley, Massy. Massy, Whalley, Sterne. Pero el que lleva las de ganar es Massy. Nadie puede con él. Le gustaría que nos muriésemos todos de hambre.

Mr. Van Wick se apartó, se fue hasta donde asomaba una cabeza debajo los toldos como de guardia, y habló pausadamente en malayo.

– ¿Está durmiendo el segundo?

– No. Estoy a su disposición.

Sterne apareció al instante, caminando sigilosamente como un gato hasta el embarcadero.

– Está tan endiabladamente obscuro. Y no tenía idea de que usted hubiese bajado esta noche.

– ¿Qué es ese tremendo escándalo? -preguntó Mr. Van Wick como para explicar la causa del estremecimiento ostensible que tuvo.

– Jack se ha cogido una borrachera de aúpa. Es el segundo maquinista. Tiene esta costumbre. Mañana por la tarde estará perfectamente, sólo que Mr. Massy andará preocupado cubierta arriba cubierta abajo. Mejor nos alejemos.

Murmuró algo para sugerir una entrevista «arriba en la casa». Tiempo llevaba deseando entrar allí, pero Mr. Van Wick objetó despreocupadamente. Se temía que tal vez no fuese muy prudente, y la opaca sombra negra de debajo de uno de los dos grandes árboles que habían quedado en el embarcadero se los tragó, impenetrablemente densa junto al ancho río, que parecía trenzar el reflejo de unas pocas grandes estrellas esparcidas acá y allá por aquella extensión quieta y fluida.

– Sin duda, la situación es grave -dijo Mr. Van Wick. Sus blancos trajes parecían espectros, no podían distinguirse uno a otro los rasgos, y los pies no hacían ruido sobre el blando suelo. Se oyó como un ronroneo. Mr. Sterne se sentía gratificado por aquel empiece.

– Mr. Van Wick, yo pensé que un caballero como usted se daría cuenta de lo desagradable de mi situación.

– Sí, desde luego. Evidentemente, está muy mal de salud. Tal vez esté definitivamente quebrantado. He visto, y él es muy consciente de ello -parto de que hablo a un hombre prudente- que las piernas le están fallando.

– Las piernas… ¡Ah!

Mr. Sterne estaba desconcertado, y se puso un tanto sombrío.

– Puede usted llamarlo las piernas o como quiera; lo que yo quiero saber es si va a abandonar tranquilamente.

– ¡Esta sí que es buena! ¡Las piernas! ¡Bueno!

– Pues, sí. Fíjese sólo en la forma en que anda.

Van Wick le puso en su lugar en un tono perfectamente frío y firme.

– Sin embargo, la cosa es procurar que el sentido del deber de usted no le aparte demasiado de sus auténticos intereses. Al fin y al cabo, yo también podría hacer algo por servirle a usted. Sabe bastante quién soy.

– Todo el mundo ha oído hablar de usted en los estrechos, señor.

Mr. Van Wick supuso que esta información era un gesto de benevolencia. Sterne se rió suavemente de la ocurrencia. ¡Tómelo así! Asintió atentamente a lo que el otro dijo de entrada, que el acuerdo de sociedad iba a expirar al fin de aquel mismo viaje. Era consciente de ello. No se oía otra cosa a bordo en todo el santo día. En cuanto a Massy, no era ningún secreto que se encontraba empantanado con el asunto de las calderas inservibles. De entrada, tendría que conseguir un préstamo de un par de cientos para pagar al capitán; y luego tendría que hipotecar el barco para poder comprar calderas nuevas… eso si daba con alguien que se aviniese a la operación. En el mejor de los casos todo eso significaba perder tiempo, interrumpir el negocio, ganar menos ese año… y siempre había el peligro de que los alemanes le quitasen la ruta. Se rumoreaba que había sondeado ya a un par de firmas, y que nadie quería saber nada con él. El barco era demasiado viejo, y el hombre demasiado conocido en el lugar… El rápido parpadeo final de Mr. Sterne quedó enterrado en la profunda oscuridad que silbaba con sus susurros.

– Entonces, suponiendo que consiga el préstamo -resumió Mr. Van Wick en tono deliberadamente bajo.

– Según lo que usted mismo explica es más que probable que le impongan como capitán a un hombre de los acreedores hipotecarios. Por mi parte, en caso de tener que poner dinero, desde luego pondría esa condición. Y, la verdad, estoy pensando en hacerlo. Me sería útil por varios motivos. ¿Comprende usted las consecuencias que tiene esto para lo que andábamos discutiendo?

– Gracias, señor. Estoy seguro de que no encontraría usted a nadie que sirviese mejor sus intereses.

– Bien, pues me interesa que el capitán Whalley acabe tranquilamente el plazo. Probablemente a la vuelta coja un pasaje con ustedes para cruzar los estrechos. Si es posible, quisiera estar presente cuando tengan lugar todos esos cambios, de modo que pueda mirar por su interés, señor.

– Mr. Van Wick, es lo mejor que hubiera podido desear. Desde luego, estoy infinitamente…

– Entonces, doy por supuesto que esto puede hacerse sin mayores problemas.

– Bien, señor, los riesgos no se pueden evitar; pero (y ahora le hablo como a mi empresario); hay más seguridad de la que parece. Si alguien me lo hubiese contado no lo hubiera creído, pero lo he observado yo mismo. Ese viejo serang está perfectamente entrenado para la tarea. No hay ningún problema con su… sus piernas, señor. Es chocante cómo se ha acostumbrado a hacer las cosas a su modo. Y permítame que le diga, señor, que el capitán Whalley, el pobre, no es en modo alguno inútil. Es un hecho. Permítame que le explique, señor. Se aferra a ese viejo mono malayo, que sabe bien lo que tiene que hacer. Tiene que haber hecho las guardias del capitán en todo tipo de buques costeros desde hace veinticinco años. Esos nativos, señor, en tanto tengan a un blanco vigilándoles de cerca, obran muy correctamente, es sorprendente, aunque lo tengan que hacer todo ellos. Claro, el blanco tiene que ser hombre capaz de cuadrarles, y el capitán es hombre ideal para eso. La verdad, señor, es que le tiene tan bien educado que apenas necesita ya hablarle. Yo he visto a ese pequeño mono arrugado sacar el barco de la Bahía de Pangu, sorteando las islas, en una mañana de tormenta, y sacarlo con maestría, junto al viejo, con tal finura que usted no podría adivinar por nada del mundo quién de los dos estaba realizando la labor allá en el puente. Por eso digo que nuestro pobre amigo puede ser útil todavía para el barco aunque… aunque… no pudiese mover un pie, señor. Con tal de que el serang no sepa que hay algún problema.

– No lo sabe.

– Claro que no. Desborda su capacidad de comprensión. No pueden entender nada de nosotros, señor.

– Parece usted un hombre listo -dijo Mr. Van Wick con un murmullo entrecortado, como si se encontrase mal.

– Comprobará que sé servir bien, señor.

Mr. Sterne aguardaba al menos un apretón de manos, pero inesperadamente, con un:

– ¿Qué ocurre? Mejor no nos vean juntos.

La blanca forma de Mr. Van Wick osciló, y al instante pareció fundirse en la negra atmósfera de debajo de las altas copas. El segundo quedó desconcertado. Sí. Se oían unos golpes sordos.

Salió sigilosamente de la sombra. Desde lejos se distinguía el ojo de buey iluminado. La cabeza le flotaba por la intoxicación del éxito repentino. ¡Qué maravilla tratar con un caballero! Subió a bordo, y se dio cuenta de que algo raro sucedía en aquella extensión sombría de cubiertas vacías, que resonaban con gritos y ruidos procedentes de una zona de mitad del barco particularmente obscura. Mr. Massy estaba hecho una furia ante la puerta del camarote: la voz ebria de dentro seguía imperturbable en medio de la violenta embestida de patadas.

– ¡Calle! ¡Apague la luz y túmbese, maldito cerdo borracho! ¿No me oye, pedazo de bestia?

Las patadas cesaron, y aprovechando la pausa, la voz borrosa del oráculo anunció desde dentro:

– ¡Ah! Massy… ya es otra cosa. Massy es profundo.

– ¿Quién anda ahí atrás? ¿usted Sterne? Es capaz de cogerse las curdas más horrorosas.

El primer maquinista apareció vago y grande en la esquina de la lumbrera de la sala de máquinas.

– Mañana estará en perfectas condiciones para trabajar. Yo en su caso le dejaría, Mr. Massy.

Sterne se dirigió a su camarote, y tuvo que sentarse inmediatamente. La cabeza le flotaba exultante. Se metió en el jergón como soñando. Le invadió un sentimiento de paz profunda, de alegría pacífica. En cubierta, todo estaba tranquilo.

Mr. Massy, con el oído pegado a la puerta del camarote de Jack, escuchaba críticamente la respiración profunda y a estertores del interior. Era un profundo sueño de borracho. El ataque había pasado, y tranquilizado por ello, también él se metió en el camarote y con lentos movimientos se sacó la vieja chaqueta de tweed. Era una prenda de muchos bolsillos, que usaba en diversos momentos del día, cuando le daban repentinos ataques de frío; al sentir calor se la sacaba y la dejaba colgando en cualquier parte del barco. Se veía aquella chaqueta balanceándose en las cabillas, echada en lo alto de los cabrestantes, o colgada de los pomos de las puertas. ¿No era el propietario? Pero el lugar favorito era un gancho del puntal de madera del toldo del puente, casi delante de la bitácora. Al principio esta preferencia le había costado más de un encontronazo con el capitán Whalley, que quería el puente limpio. En aquella época, Massy se había molestado muchísimo. Sin embargo, últimamente, había conseguido desafiar impunemente a su socio. El capitán Whalley no parecía darse cuenta de nada. En cuanto a los malayos, el miedo que sentían por aquel blanco irascible impedía que ninguno pusiese la mano encima de la prenda, estuviese donde estuviese.

Tan de improviso que Mr. Massy dio un brinco y dejó caer la chaqueta al suelo, llegó desde el camarote vecino el estruendo de una caída aparatosa. El fiel Jack debía de haberse quedado dormido sentado, y ahora habría rodado con silla y todo, rompiendo a juzgar por el ruido todas las botellas y vasos de la estancia. Tras el terrible choque todo quedó un tiempo en calma, como si hubiese muerto en el acto. Mr. Massy contuvo la respiración. Al cabo, al otro lado del mamparo se produjo lentamente un suspiro quejumbroso y somnoliento, inseguro.

– Espero que esté demasiado borracho para despertarse, -musitó Mr. Massy.

El sonido de una suave risita de inteligencia le llevó al borde de la desesperación. Juró violentamente para sus adentros. Seguro que aquel loco no le dejaba pegar ojo en toda la noche. Maldijo su suerte. A veces necesitaba olvidar sus problemas enloquecedores durmiendo. No podía detectar movimientos. Sin hacer al parecer ni el menor intento de levantarse, Jack siguió riendo para sí en el suelo; luego echó a hablar, como si dijésemos recogiendo el hilo anterior.

– ¡Massy! ¡Me gusta ese sucio canalla! Querría condenar a su pobre Jack a morirse de hambre… pero fijaos, lo arriba que ha llegado…

Tosió espasmódicamente, como con autosuficiencia…

– Armador, como los buenos. Necesita un billete de lotería. ¡Ja, ja! Te voy a dar billetes de lotería muchacho. Deja que el viejo barco se hunda y el viejo colega se muera de hambre… eso está bien. El no se equivoca nunca… Massy, no. Nunca. Es un genio… eso es lo que es ese hombre. Es la forma de recuperar el dinero: que se vayan al cuerno el barco y el colega.

Ese condenado viejo chocho se lo ha tomado a pecho, musitó Massy para sí. Escuchaba atentamente tratando de detectar cualquier indicio de que le volviese a dar el ataque. Se sintió profundamente descorazonado por un estallido de risa lleno de ironía alegre.

– ¡Querrías ver el barco en el fondo del mar! ¡Ah, más que listo! ¡Diablo! Quieres que se hunda, ¿eh? Sin duda, muchacho; con este vejestorio se hundirían todos tus problemas. Recogerías el dinero del seguro… le volverías la espalda al viejo colega… y todo resuelto… otra vez hecho un caballero.

El rostro de Massy había quedado de piedra, sombrío. Sólo sus grandes ojos giraban incómodos. Aquel loco de atar. Pero todo lo que decía era cierto. Sí. Billetes de lotería. Todo cierto. ¿Empezar de nuevo? No, esperaba que no…

Pero siempre pasaba eso. El imaginativo borracho del otro lado del mamparo sacudió la quietud mortal que tras sus últimas palabras había invadido el obscuro barco amarrado en un muelle silencioso.

– No se le ocurra decir nada contra George Massy, caballero. Cuando se haya cansado de esperar, se deshará del barco. ¡Fíjese! Todo al cuerno, el barco y el colega. El sabrá cómo…

La voz vacilaba, fatigada, soñadora, pérdida, como desvaneciéndose en un gran espacio abierto.

– … encontrar un truco que funcione. Anda tras esto… no tema…

Tenía que estar muy borracho, pues al cabo se apoderó de él un pesado sueño, repentinamente, como un hechizo, y la última palabra se alargó hasta convertirse en un ronquido interminable, ruidoso, profundo. Luego se acabó hasta el roncar, y todo quedó en calma.

Pero daba la impresión de que súbitamente Mr. Massy había empezado a dudar de la eficacia del sueño contra los apuros de uno; o tal vez hubiese hallado el alivio que necesitaba en la quietud de una contemplación tranquila que podía contener los pensamientos vividos de riqueza, de una racha de suerte, de un ocio interminable, y podía poner ante la vista de uno la imagen de todo lo que desease. Porque, se dio vuelta, puso los brazos sobre la litera, y se quedó allí de pie con los pies sobre la vieja chaqueta preferida mirando afuera por el ojo de buey la noche y el río. A veces un aliento de viento entraba y le daba en el rostro, un aliento fresco cargado del toque húmedo y fresco de una gran extensión de agua. Todo lo que podía ver era algún destello ocasional; y en un momento dado pudo suponer que en definitiva había dormitado, pues súbitamente, y sin relación con ningún sueño, aparecieron ante su vista una serie de guarismos llameantes y gigantescos -tres cero siete uno dos- que formaban un número de boleto de lotería. Y luego, de pronto, el ojo de buey ya no estaba negro: era gris perla, y enmarcaba una costa llena de casas, abigarrados techos de paja, paredes de estera y bambú, aguilones de madera de teca labrada. Hileras de viviendas levantadas sobre un bosque de columnas bordeaban la orilla de acero del río, llena de salientes y calmo, con la marea cambiando de signo. Era Batu Beru… y había amanecido.

Mr. Massy se sacudió, se puso la chaqueta de tweed, y temblando muy nervioso, como quien ha sufrido un gran shock, anotó el número. Era una inspiración rara y cargada de buenos augurios. Sí; pero para buscar la fortuna necesitaba dinero… dinero en mano.

Salió dispuesto a bajar a la sala de máquinas. Había que atender a varias tareas, y Jack estaba tendido como muerto en el suelo del camarote, con la puerta cerrada por dentro. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en trabajar. ¡Ay! Si uno quería no hacer nada, antes tenía que conseguir una buena cantidad de pasta. Un barco no era solución. Totalmente cierto. Estaba cansado de aguardar alguna ocasión que le librase de una vez de aquel barco que había venido a ser una maldición.