"Elizabeth Costello" - читать интересную книгу автора (Coetzee J. M.)VEs sábado, su último día completo en África. Lo está pasando en Marianhill, el centro que su hermana ha convertido en la obra de su vida y en su hogar. Mañana viajará a Durban. Desde Durban volará a Bombay y de allí a Melbourne. Y ahí acabará todo. «Blanche y yo no nos volveremos a ver -piensa-, por lo menos en este mundo.» Vino para la ceremonia de graduación, pero lo que Blanche quería realmente que viera, lo que la invitación ocultaba, es el hospital. Ella lo sabe, pero se resiste. No lo quiere ver. Le faltan agallas. Lo ha visto todo por televisión, demasiado a menudo, y ya no soporta ver más: los miembros esqueléticos, las barrigas infladas, los grandes ojos impasibles de los niños marchitándose, sin cura posible, imposibles de tratar. Aparta de mí este cáliz, suplica para sí misma. Soy demasiado vieja para soportar esas imágenes, demasiado vieja y demasiado débil. Me echaré a llorar. Pero en este caso no puede negarse, no cuando se trata de su hermana. Y llegado el momento, resulta no ser tan terrible, no tanto como para provocar que se derrumbe. El equipo de enfermeras va de punta en blanco, el equipo es nuevo -fruto de la recaudación de fondos de la hermana Bridget- y el ambiente es relajado, incluso feliz. En las salas del hospital, mezcladas con el personal, hay mujeres con atuendos nativos. Elizabeth supone que son madres o abuelas hasta que Blanche se lo explica: son curanderas, dice, curanderas tradicionales. Entonces se acuerda: por eso es famoso Marianhill, esa es la gran innovación de Blanche, abrir el hospital a la gente, tener médicos nativos trabajando junto a los doctores en medicina occidental. En cuanto a los niños, tal vez Blanche ha llevado los peores casos donde no se los pueda ver, pero le sorprende lo alegre que puede estar un niño que se va a morir. Es tal como lo dijo Blanche en su libro: con amor, cuidados y las medicinas adecuadas, a esos inocentes se los puede llevar al umbral de la muerte sin miedo. Blanche también la lleva a la capilla. Nada más entrar en el humilde edificio de ladrillo y hierro, le llama la atención el crucifijo de madera labrada que hay detrás del altar y que muestra un Cristo demacrado con una cara parecida a una máscara, una corona de espinas auténticas de acacia y las manos y los pies atravesados no con clavos, sino con tornillos de acero. La figura es casi a tamaño real. La cruz llega hasta las vigas desnudas del techo. La efigie domina la capilla por completo. El Cristo es obra de un ebanista local, le dice Blanche. Hace años el centro lo adoptó, le proporcionó un taller y le pagó un sueldo mensual. ¿Le gustaría conocerlo? Y esta es la razón por la que un viejo de dientes manchados, vestido con un mono de trabajo y comunicándose en inglés titubeante, que le han presentado simplemente como Joseph, está abriendo para ella la puerta de una cabaña situada en un recodo lejano del centro. Ella ve que la hierba está muy crecida delante de la puerta: hace mucho tiempo que no viene nadie aquí. Dentro tiene que apartar las telarañas. Joseph busca el interruptor a tientas, lo pulsa sin éxito. – No hay bombilla -dice, pero no hace nada al respecto. La única luz procede de la puerta abierta y de las rendijas que quedan entre el techo y las paredes. Los ojos de Elizabeth tardan un rato en adaptarse. En el centro de la cabaña hay una mesa larga de fabricación casera. Toda clase de tallas de madera están amontonadas sobre la mesa o apoyadas en ella. Contra las paredes y apiladas en palés hay tablones de madera, algunos todavía con la corteza, y cajas de cartón polvorientas. – Este es mi taller -dice Joseph-. Cuando era joven trabajaba aquí todo el día. Ahora ya soy viejo. Elizabeth coge un crucifijo, grande aunque no el más grande: un Jesucristo crucificado de cuarenta centímetros, tallado en una madera rojiza y pesada. – ¿Cómo se llama esta madera? – Es – ¿Y la ha tallado usted? Sostiene el crucifijo con el brazo extendido. Igual que el de la capilla, la cara del hombre torturado es una máscara simplificada y formalizada en un solo plano, con rendijas por ojos y una boca severa y de comisuras caídas. El cuerpo, por otro lado, es bastante naturalista, copiado, supone ella, de algún modelo europeo. Las rodillas están levantadas, como si el hombre intentara aliviar el dolor de los brazos descansando el peso en el clavo que le atraviesa los pies. – Yo tallo todos los Cristos. La cruz a veces la hace mi ayudante. Mis ayudantes. – ¿Y dónde están ahora sus ayudantes? ¿Es que aquí ya no trabaja nadie? – No, mis ayudantes todos se fueron. Demasiadas cruces. Demasiadas cruces para vender. Ella mira dentro de una de las cajas. Crucifijos en miniatura, de unos diez centímetros de altura, como el que lleva su hermana, veintenas, todos con la misma cara plana como una máscara y la misma postura con las rodillas levantadas. – ¿Es que no talla usted nada más? ¿Animales? ¿Caras? ¿Gente normal? Joseph hace una mueca. – Animales son para turistas -dice en tono despectivo. – Y usted no talla para los turistas. Nada de arte para turistas. – No, no arte para turistas. – Y entonces ¿por qué hace tallas? – Para Jesucristo -dice-. Sí. Para Nuestro Salvador. |
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