"Elizabeth Costello" - читать интересную книгу автора (Coetzee J. M.)VI– He visto la colección de Joseph -dice ella-. Un poco obsesiva, ¿no te parece? La misma imagen una y otra vez. Blanche no contesta. Están almorzando. En otras circunstancias, diría que se trata de un almuerzo escaso: un tomate en rodajas, unas hojas de lechuga mustias y un huevo hervido. Pero no tiene hambre. Juguetea con la lechuga. El olor del huevo le da náuseas. – ¿Cómo funciona esa economía? -continúa-. La economía del arte religioso, en nuestros días. – Antes Joseph estaba empleado en Marianhill. Le pagábamos por hacer sus tallas y alguna chapuza de vez en cuando. Pero lleva dieciocho meses cobrando una pensión. Tiene artritis en las manos. Seguro que te has dado cuenta. – Pero ¿quién compra sus tallas? – Tenemos dos tiendas en Durban que las venden. También nos las cogen en otras dos misiones, para revenderlas. Puede que no sean obras de arte según los criterios occidentales, pero son auténticas. Hace unos años, Joseph hizo un encargo para la iglesia de Ixopo. Se embolsó un par de miles de rands. Seguimos recibiendo pedidos importantes de los crucifijos pequeños. Las escuelas, las escuelas católicas, las compran para darlas como premios. – Como premios. Eres el primero en catecismo y te regalan uno de los crucifijos de Joseph. – Más o menos. ¿Qué pasa, hay algo malo en eso? – No. Con todo, ha producido demasiado, ¿no? Debe de haber cientos de piezas en esa cabaña, todas idénticas. ¿Por qué no le encargaste que hiciera algo que no fueran crucifijos, crucifixiones? ¿Qué efecto debe tener en el alma de una persona, si puedo usar la palabra, pasarse toda su vida laboral tallando a un hombre agonizando una y otra vez? O sea, cuando no está haciendo chapuzas. Blanche le dedica una sonrisa de acero. – ¿Un – Un hombre, un dios, un hombre-dios, no te encalles en eso, Blanche, no estamos en clase de teología. ¿Qué efecto tiene en un hombre con talento invertir la vida de forma tan poco creativa como Joseph? Puede que su talento sea limitado, puede que no sea un artista estrictamente hablando. Con todo, ¿no habría sido más conveniente alentarle para que ampliara un poco sus horizontes? Blanche deja el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. – Muy bien, examinemos tu crítica, examinémosla en su forma más extrema. Joseph no es un artista, pero tal vez podría haberlo sido si nosotros… si yo le hubiera animado hace años a ampliar sus miras visitando otras galerías de arte o por lo menos a otros ebanistas para ver qué más se estaba haciendo. Pero Joseph se quedó en artesano, se le dejó en ese nivel. Ha vivido aquí, en la misión, totalmente desconocido, haciendo la misma talla una y otra vez en diferentes tamaños y con maderas distintas, hasta que le ha aparecido la artritis y se ha acabado su vida laboral. Así que hemos impedido, tal como tú dices, que Joseph amplíe su horizonte. Se le ha negado una vida más plena, concretamente una vida de artista. ¿En esto consiste tu acusación? – Más o menos. No necesariamente una vida de artista, yo no cometería la tontería de recomendar eso, solamente una vida más plena. – Correcto. Si esa es tu acusación, yo te doy mi respuesta. Joseph se ha pasado treinta años de su existencia terrenal representando, a los ojos de otros pero principalmente para sí mismo, a Nuestro Salvador en su agonía. Hora tras hora y día tras día se ha estado imaginado esa agonía y la ha reproducido con una fidelidad que puedes ver por ti misma, lo mejor que ha podido, sin insuflarle nada de su propia personalidad. Y ahora te pregunto: ¿a cuál de nosotros se alegrará más Jesucristo de dar la bienvenida en su reino? ¿A Joseph, con sus manos echadas a perder, a ti o a mí? A ella no le gusta que su hermana se ponga a pontificar y le dé sermones. Ya pasó durante su charla en Johannesburgo y está pasando otra vez. En esas ocasiones aflora lo más intolerante del carácter de Blanche: lo más intolerante, rígido y agresivo. – Creo que Jesucristo se alegraría todavía más -dice con el tono más seco que puede- si supiera que Joseph ha tenido cierta capacidad de elección. Que a Joseph no se lo ha presionado para que sea piadoso. – Ve fuera. Ve fuera y pregúntale a Joseph. Pregúntale si se le ha presionado para algo. -Blanche hace una pausa-. ¿Crees que Joseph es un títere en mis manos, Elizabeth? ¿Crees que Joseph no entiende cómo ha pasado su vida? Ve a hablar con él. Escucha lo que tiene que decir. – Lo haré. Pero tengo otra pregunta, una que Joseph no puede contestar porque está dirigida a ti. ¿Por qué el modelo que tú, o, si no tú, la institución que representas…? ¿Por qué el modelo concreto que le pones delante a Joseph para que lo copie, para que lo imite, tiene que ser ese que solamente puedo llamar gótico? ¿Por qué un Cristo agonizando entre contorsiones en lugar de un Cristo vivo? Un hombre en la flor de la vida, de treinta y pocos años. ¿Qué tienes contra mostrarlo vivo, en toda la belleza de su vida? Y ya que hablamos de esto, ¿qué tienes contra los griegos? Los griegos nunca habrían hecho estatuas y pinturas de un hombre en plenos estertores, deformado, feo, y luego se habrían arrodillado ante esas estatuas y las habrían adorado. Si te preguntas por qué los humanistas que desearías que repudiáramos miraran más allá del cristianismo y del desprecio que el cristianismo muestra hacia el cuerpo humano y por tanto hacia el hombre en sí, seguramente eso te tendría que dar una pista. Tendrías que saber, no puedes haberlo olvidado, que las representaciones de Jesucristo agonizante son una idiosincrasia de la Iglesia occidental. No se las conocía en Constantinopla. La Iglesia oriental las habría considerado indecentes, y con razón. »Francamente, Blanche, hay algo en toda esa tradición de la crucifixión que me parece mezquino, reaccionario y medieval en el peor sentido: monjes sucios, sacerdotes incultos y campesinos acobardados. ¿Qué te propones al reproducir en África la etapa más sórdida y estancada de la historia de Europa? – Holbein -dice Blanche-. Grünewald. Si quieres la forma humana in extremis, míralos. El Cristo muerto. El Cristo en la tumba. – No sé adonde quieres llegar. – Holbein y Grünewald no son artistas de la Edad Media católica. Pertenecían a la Reforma. – No estoy discutiendo con la Iglesia católica histórica, Blanche. Te estoy preguntando a ti, a ti personalmente, qué tienes contra la belleza. ¿Por qué no puede la gente mirar una obra de arte y pensar para sí mismos: «Esto es lo que somos capaces de ser como especie», en lugar de mirarla y pensar para sí mismos: «Dios mío, me voy a morir y me van a comer los gusanos». – De ahí los griegos, supongo que quieres decir. El Apolo Belvedere. La Venus de Milo. – Sí, de ahí los griegos. Y de ahí mi pregunta: ¿qué estás haciendo al importar a África, al importar a Zululandia, por Dios, esta obsesión totalmente foránea del gótico por la fealdad y la mortalidad del cuerpo humano? Si tienes que importar Europa a África, ¿no tienes más razones para importar a los griegos? – ¿Crees, Elizabeth, que los griegos son completamente foráneos en Zululandia? Te lo vuelvo a decir, si no me quieres escuchar a mí, por lo menos escucha a Joseph. ¿Crees que Joseph talla Cristos sufriendo porque no conoce nada más, que si lo llevaras de paseo por el Louvre se le abrirían los ojos y se pondría a tallar, para el beneficio de su pueblo, a mujeres desnudas acicalándose o a hombres flexionando los músculos? ¿Te das cuenta de que cuando los europeos entraron por primera vez en contacto con los zulúes, y hablo de europeos cultos, ingleses educados en escuelas privadas, pensaron que habían redescubierto a los griegos? Lo dijeron de forma explícita. Sacaron sus blocs y dibujaron bocetos donde los guerreros zulúes, con sus lanzas, sus garrotes y sus escudos, aparecen exactamente en las mismas actitudes, exactamente con las mismas proporciones físicas que los Héctor y los Aquiles que vemos en las ilustraciones del siglo diecinueve para la Ilíada, salvo por el hecho de que tienen la piel oscura. Miembros bien formados, ropa escasa, poses orgullosas, modales formales y virtudes marciales: ¡todo estaba aquí! Esparta en África: eso es lo que creyeron encontrar. Durante décadas esos mismos alumnos de escuelas privadas, con su idea romántica de la Antigüedad griega, administraron Zululandia en nombre de la Corona. Y – No estoy familiarizada con ese vericueto de la historia, Blanche… Los británicos y los zulúes. No puedo discutir sobre eso. – No solamente sucedió en Zululandia. También sucedió en Australia. Sucedió en todo el mundo colonizado, aunque no de forma tan clara. Aquellos jóvenes de Oxford y de Cambridge y de Saint Cyr ofrecieron un ideal falso a sus nuevos subditos bárbaros. «Tirad vuestros ídolos», les dijeron. «Podéis ser dioses. Mirad a los griegos», les dijeron. Y ciertamente, ¿quién puede distinguir a los dioses de los hombres en Grecia, en la Grecia romántica de aquellos jóvenes, herederos de los humanistas? «Venid a nuestras escuelas -dijeron-, y os enseñaremos cómo. Os convertiremos en discípulos de la razón y de las ciencias que emanan de la razón. Os convertiremos en amos de la naturaleza. Gracias a nosotros venceréis a las enfermedades y todas las corrupciones de la carne. Viviréis para siempre.» «Pero los zulúes no son tontos. -Hace un gesto con la mano hacia la ventana, hacia los edificios del hospital que se cuecen al sol, hacia el camino de tierra que sube por las colinas yermas-. Esta es la realidad: la realidad de África. Es la realidad de ahora y del futuro hasta donde podemos verlo. Y por eso la gente africana viene a la iglesia a arrodillarse ante Jesucristo en la cruz, y sobre todo las mujeres africanas, que tienen que aguantar lo más duro de la realidad. Porque sufren y él sufre con ellos. – ¿Y no porque le promete otra vida mejor después de la muerte? Blanche niega con la cabeza. – No. A la gente que viene a Marianhill no les prometo nada salvo que los ayudaremos a cargar con su cruz. |
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