"Elizabeth Costello" - читать интересную книгу автора (Coetzee J. M.)VIISon las ocho y media de un domingo por la mañana, pero el sol ya pega fuerte. A mediodía vendrá un chófer para llevarla a Durban y desde allí volará a casa. Dos chicas con vestidos chillones, descalzas, van corriendo hasta la cuerda que tira de la campana y empiezan a tirar de ella. En lo alto de su poste, la campana tañe espasmódicamente. – ¿Vas a venir? -dice Blanche. – Sí, estaré allí. ¿Tengo que taparme la cabeza? – Ven tal cual. Aquí no hay formalidades. Pero te aviso: nos está visitando un equipo de la televisión. – ¿De la televisión? – Suecos. Están haciendo un documental sobre el sida en KwaZulu. – ¿Y el cura? ¿Ya le han dicho que van a filmar el servicio religioso? ¿Y quién es el cura, por cierto? – El padre Msimungu de Dalehill oficiará la misa. No tiene ninguna objeción. El padre Msimungu, cuando llega en un Golf todavía bastante elegante, resulta ser un joven larguirucho y con gafas. Va a cambiarse de ropa al dispensario. Elizabeth se suma a Blanche y a la otra media docena de hermanas de la orden al frente de la congregación. Los focos de la televisión ya están en sus sitios y dirigidos hacia ellas. Bajo su resplandor cruel, ella no puede evitar ver lo viejas que son todas. Las hermanas de María: una raza en extinción, una vocación agotada. La capilla de techo metálico ya es un horno. No sabe cómo lo soporta Blanche con una ropa tan gruesa. La misa que oficia Msimungu es en zulú, aunque Elizabeth puede entender alguna palabra ocasional en inglés. Empieza siendo bastante calmada, pero para la primera colecta ya hay un canturreo entre los feligreses. Al emprender su homilía, Msimungu tiene que levantar la voz para que lo oigan. Voz de barítono, sorprendente en un hombre tan joven. Parece salirle sin esfuerzo de las profundidades del pecho. Msimungu se vuelve y se arrodilla ante el altar. Se hace el silencio. Por encima de él se cierne la cabeza coronada del Cristo torturado. Luego se vuelve y sostiene en alto la hostia. Del grupo de fieles se eleva un grito de alegría. Todos se ponen a dar pisotones rítmicos y el suelo de madera empieza a vibrar. Ella descubre que está bamboleándose. El olor a sudor impregna el aire. Agarra a Blanche del brazo. – ¡Tengo que salir de aquí! -susurra. Blanche la mira con expresión calculadora. – Solo un poco más -le susurra, y se da la vuelta. Respira hondo e intenta aclararse la cabeza, pero no sirve de nada. Le sube una oleada de frío desde la punta de los pies. Le sube hasta la cara, el cuero cabelludo se le eriza de frío y pierde el conocimiento. Se despierta tumbada boca arriba en una habitación vacía que no reconoce. Blanche está con ella, mirándola, junto a una joven con uniforme blanco. – Lo siento mucho -murmura, intentando incorporarse-. ¿Me he desmayado? La joven le pone una mano en el hombro para serenarla. – No pasa nada -le dice-. Pero tiene que descansar. Levanta la vista y mira a Blanche. – Lo siento mucho -repite-. Demasiados continentes. Blanche la mira con expresión socarrona. – Demasiados continentes -repite-. Demasiada carga. -Su propia voz le llega débil, lejana-. No he estado comiendo suficiente -dice-. Esa debe de ser la explicación. Pero ¿es esa la explicación? ¿Acaso bastan dos días de trastorno estomacal para provocar un desmayo? Blanche debe de saberlo. Blanche debe de tener experiencia con el ayuno o con los desmayos. Por su parte, ella sospecha que su malestar no es un simple problema físico. Si tuviera una buena disposición, podría disfrutar de estas experiencias en un nuevo continente, podría aprovecharlas para algo. Pero no la tiene. Eso es lo que el cuerpo le está diciendo, a su manera. Todo es excesivo y demasiado extraño y su cuerpo se está quejando: Quiero regresar a mi viejo entorno, a una vida que me resulte familiar. Abstinencia: eso es lo que le pasa. Desmayarse: un síntoma de la abstinencia. Le recuerda a alguien. ¿A quién? A aquella chica inglesa pálida de |
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