"Elizabeth Costello" - читать интересную книгу автора (Coetzee J. M.)

IX

Ha pasado un mes. Está en casa, asentada en su vida, habiendo dejado atrás su aventura africana. Todavía no ha sacado ninguna conclusión de su reunión con Blanche, aunque le sigue irritando el recuerdo de su despedida nada fraternal.

«Quiero contarte una historia -escribe- sobre nuestra madre.»

Está escribiendo para sí misma, para quien quiera que esté con ella en la sala cuando está a solas. Pero sabe que no le salen las palabras a menos que piense que le está escribiendo una carta a Blanche.


Durante su primer año en el asilo de Oakgrove, nuestra madre se hizo amiga de un hombre llamado Phillips, que también residía allí. Te lo mencioné alguna vez, pero no debes de acordarte. El señor Phillips tenía coche. Salían juntos, iban al teatro, a conciertos. Eran una pareja, de un modo civilizado. De principio a fin, nuestra madre lo llamó «señor Phillips», y yo entendí por ese detalle que no debía imaginarme nada importante. Luego el señor Phillips perdió la salud y aquel fue el fin de sus devaneos.

Cuando lo conocí, el señor Phillips era un viejo todavía bastante dinámico, con su pipa, su blazer, su fular y su bigote a lo David Niven. Había sido abogado, y bastante exitoso. Cuidaba de su aspecto, tenía aficiones y leía. Seguía estando muy vivo, tal como decía nuestra madre.

Una de sus aficiones era pintar acuarelas. Yo vi algunas obras suyas. Sus figuras humanas eran rígidas, pero para los paisajes y para la vegetación tenía una vista que me pareció genuina. Se le daban bien la luz y los matices que cobra la luz con la distancia.

El señor Phillips pintó un cuadro de nuestra madre con su vestido azul de organdí y un pañuelo de seda flotando a su espalda. No era un retrato muy bueno, pero aún lo conservo, lo tengo guardado en alguna parte.

Yo también posé para él. Después de que lo operaran y no pudiera salir de su apartamento en el asilo, o por lo menos decidiera no salir. Fue idea de nuestra madre que yo posara para él. «A ver si puedes evitar que se encierre en sí mismo -me dijo-. Yo no puedo. Se pasa todo el día solo, cavilando.»

El señor Phillips no salía porque le habían operado, le habían hecho una laringotomía. Le quedó un agujero por el que se suponía que tenía que hablar, con ayuda de una prótesis. Pero aquel agujero feo y de aspecto descarado que tenía en la garganta le daba vergüenza, así que se retiró de la vida pública. De todos modos, ya no podía hablar de forma comprensible. Nunca se molestó en aprender el modo correcto de respirar. Como mucho, podía emitir una especie de graznido. Para un mujeriego como él debía de ser toda una humillación.

Él y yo negociamos mediante notas, y el resultado fue que posé para él durante una serie de sábados por la tarde. Para entonces le temblaba un poco el pulso y no podía estar más de una hora. El cáncer le estaba afectando de muchas formas.

Tenía uno de los mejores apartamentos de Oakgrove, en la planta baja, con puertas de cristal que daban al jardín. Para mi retrato posé junto a la puerta del jardín en una silla labrada de respaldo rígido y llevando un chal que me había comprado en Yakarta, bordado a mano en ocre y marrón. No sé si me sentaba especialmente bien, pero pensé que como pintor le gustarían los colores, que le darían cierto juego.

Un sábado -paciencia, ya llego a donde tengo que llegar-, un día espléndido en que las palomas ronroneaban en los árboles, dejó el pincel, negó con la cabeza y dijo algo con su graznido que no entendí. «No te he oído, Aidan», le dije. «No me sale», repitió. Luego escribió algo en su cuaderno y me lo llevó. «Ojalá pudiera pintarte desnuda -había escrito. Y más abajo-: Me habría encantado.»

No debió de serle fácil escribir aquello. «Me habría encantado.» Pasado condicional. Pero ¿qué quería decir? Tal vez quisiera decir «Me habría encantado pintarte cuando todavía eras joven», pero no lo creo. «Me habría encantado pintarte cuando yo todavía era un hombre»: eso es más probable. Mientras me enseñaba lo que había escrito, vi que le temblaba el labio. Sé que no hay que darle demasiada importancia a los labios temblorosos y los ojos llorosos en la gente mayor, pero…

Sonreí, traté de animarlo y volví a mi pose. Él regresó a su caballete y todo volvió a ser como antes, salvo que me di cuenta de que ya no estaba pintando, simplemente estaba allí con el pincel secándosele en la mano. Así que pensé -y por fin llego a donde quería-, pensé «Qué demonios», y me quité el chal. Me lo quité con un movimiento de los hombros, me quité el sujetador y lo colgué del respaldo de la silla. Luego dije: «¿Qué tal, Aidan?».

«Pinto con el pene.» ¿No dijo eso Renoir, el mismo que pintaba aquellas mujeres rollizas y de piel cremosa? Avec ma verge, un sustantivo femenino. Bueno, pensé, a ver si podemos despertar la verge del señor Phillips de su sueño profundo. Y me volví a poner de perfil, mientras las palomas seguían a lo suyo en los árboles como si no estuviera pasando nada.

No sé si funcionó, si el espectáculo de mi cuerpo semidesnudo reanimó algo en él o no. Pero noté todo el peso de su mirada en mí, en mis pechos, y francamente estuvo bien. Yo tenía cuarenta años, había tenido dos hijos y no eran los pechos de una mujer joven, pero aun así estaba bien, lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora, en aquel lugar de decadencia y muerte. Una bendición.

Al cabo de un rato, mientras las sombras del jardín se alargaban y la tarde refrescaba, me volví a poner decente.

«Adiós, Aidan, buena suerte», le dije. Y él escribió «Gracias» en su cuaderno y así se acabó todo. No creo que esperara que yo volviera el sábado siguiente, y no volví. No sé si terminó el cuadro a solas. Tal vez lo destruyó. Está claro que no se lo enseñó a nuestra madre.

¿Por qué te cuento esta historia, Blanche? Porque la relaciono con la conversación que tuvimos en Marianhill sobre los zulúes y los griegos y la naturaleza verdadera de las humanidades. Todavía no quiero dar por cerrada nuestra disputa. No quiero abandonar el campo de juego.

El episodio que te cuento, el pasaje en la habitación del señor Phillips, tan insignificante en sí mismo, lleva años intrigándome. Solamente ahora, después de regresar de África, creo que puedo explicarlo.

Por supuesto, hubo un elemento de triunfo en la manera en que me comporté, un elemento de jactancia, del que no estoy orgullosa: la mujer potente provocando al hombre marchito, mostrándole su cuerpo pero manteniéndolo a distancia. «Calientapollas.» ¿Recuerdas aquello tan viejo de «calientapollas»?

Pero eso no es todo. Fue algo muy poco propio de mí. No paraba de preguntarme cómo se me había ocurrido hacerlo. ¿Dónde aprendí la pose, esa mirada tranquila a lo lejos con la ropa colgando de la cintura como una nube y mi cuerpo divino al descubierto? De los griegos, me doy cuenta ahora, Blanche: de los griegos y de la interpretación de los griegos que llevaron a cabo las distintas generaciones de pintores del Renacimiento. Mientras estaba allí sentada no era yo misma, o por lo menos no era solamente yo misma. A través de mí se estaba manifestando una diosa, Afrodita o Hera o tal vez Artemis. Yo pertenecía a los inmortales.

Y eso no es todo. Hace un momento he usado la palabra «bendición». ¿Por qué? Porque mis pechos eran el centro de lo que estaba pasando, de eso estoy segura, mis pechos y la leche materna. Fuera lo que fuera lo que hacían, aquellas diosas griegas de la Antigüedad no rezumaban, mientras que yo sí, figurativamente hablando: yo estaba rezumando en la sala del señor Phillips, lo sentí y apuesto a que él también lo sintió, mucho después de que yo me despidiera.

Los griegos no rezuman. La que rezuma es María de Nazaret. No la virgen tímida de la Anunciación, sino la madre que vemos en Correggio, la que se levanta delicadamente un pezón con las yemas de los dedos para que su hijo pueda mamar. La que, segura en su virtud, se desnuda osadamente bajo la mirada del pintor y por tanto bajo nuestra mirada.

Imagina la escena aquel día en el estudio de Correggio, Blanche. El hombre señala con el pincel. «Levántalo, así. No, con la mano no. Solo con dos dedos.» Cruza la sala y se lo enseña. «Así.» Y la mujer obedece y hace con su cuerpo lo que él dice. Hay otros hombres que miran todo el tiempo desde las sombras: aprendices, colegas pintores, visitantes.

¿Quién sabe quién era su modelo aquel día? ¿Una mujer de la calle? ¿La mujer de un cliente? La atmósfera del estudio se electriza, pero ¿con qué? ¿Con energía eléctrica? ¿Están hormigueando los penes de todos esos hombres, sus verges? Sin duda. Pero también hay otra cosa en el aire. Adoración. El pincel se detiene mientras adoran el misterio que se manifiesta ante ellos: la vida fluye en un chorro del cuerpo de una mujer.

¿Acaso Zululandia tiene algo que se pueda comparar con ese momento, Blanche? Lo dudo. No hay nada como esa mezcla embriagadora de lo extático con lo estético. Solamente ocurre una vez en la historia de la humanidad, en la Italia del Renacimiento, cuando los sueños de la antigua Grecia de los humanistas invaden las imágenes y preceptos cristianos.

En nuestra conversación sobre el humanismo y las humanidades hubo una palabra que ambas evitamos: «humanidad». Cuando María, bendita entre las mujeres, esboza su remota sonrisa angelical y levanta su dulce pezón rosado ante nuestra mirada, y cuando yo, imitándola, descubro mis pechos para el viejo señor Phillips, estamos llevando a cabo actos de humanidad. Actos que no pueden llevar a cabo los animales, que no pueden descubrirse porque no se cubren nunca. Nada nos obliga a hacerlo, ni a mí ni a María. Pero lo hacemos igualmente movidas por el desbordamiento, la efusión de nuestras humanidades: dejamos caer la ropa, nos descubrimos, descubrimos la vida y la belleza con las que estamos bendecidas.

La belleza. Seguramente en Zululandia, donde tienes tanta abundancia de cuerpos desnudos que mirar, debes admitir, Blanche, que no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos, estas bolsas de grasa extrañamente curvadas, y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.

Las humanidades nos enseñan humanidad. Tras la noche secular del cristianismo, las humanidades nos devolvieron nuestra belleza, nuestra belleza humana. Eso es lo que nos enseñan los griegos, Blanche, los griegos correctos. Piensa en ello.

Tu hermana,

ELIZABETH


Esto es lo que escribe. Lo que no escribe, lo que no tiene intención de escribir, es cómo sigue la historia, la historia del señor Phillips y de las sesiones de los sábados por la tarde en el asilo.

Porque la historia no termina como ella ha dicho, cuando ella se cubre decentemente y el señor Phillips escribe su nota de agradecimiento y ella sale de su apartamento. No, la historia continúa un mes más tarde, cuando su madre menciona que el señor Phillips ha estado en el hospital para otra sesión de radioterapia y que ha vuelto muy mal, muy desanimado y abatido. ¿Por qué no va a visitarlo, le dice su madre, y trata de animarlo?

Ella llama a su puerta, espera un momento y entra.

Las señales son claras. Ya no es un viejo lleno de vida, no es más que un viejo, un saco de huesos esperando que los lleven a la tumba. Tumbado boca arriba con los brazos extendidos, las manos inertes, unas manos que en el lapso de un mes se han vuelto tan azules y nudosas que uno se sorprende de que alguna vez fueran capaces de sostener un pincel. No duerme, simplemente está tumbado, esperando. Y escuchando también, no hay duda, a sus ruidos interiores, los ruidos del dolor. (No olvidemos, Blanche, piensa para sí misma, no olvidemos el dolor. Los terrores de la muerte no bastan. Además está el crescendo de dolor. Como forma de poner punto final a nuestra visita a este mundo, ¿qué podría ser más ingeniosa y diabólicamente cruel?)

Ella está de pie junto a la cama del anciano. Le coge la mano. Aunque no resulta agradable coger esa mano fría y azul con la suya, se la coge. Nada de esto es agradable. Le coge la mano. Se la aprieta, le dice «Aidan» con su voz más afectuosa y ve cómo brotan las lágrimas, esas lágrimas de anciano a las que no hay que hacer mucho caso porque le salen con demasiada facilidad. A ella no le queda nada más que decir y está claro que él tampoco tiene nada que decir por ese agujero en la garganta, que ahora tiene decorosamente tapado con una gasa. Elizabeth se queda allí acariciándole la mano hasta que la enfermera Naidoo llega con el carrito del té y las pastillas. Luego lo ayuda a sentarse para beber (de un vaso con pitorro, como un niño de dos años, las humillaciones no tienen límite).

El sábado siguiente lo vuelve a visitar, y el otro. Se convierte en una nueva rutina. Le coge la mano y examina con mirada fría las fases de su decadencia. En las visitas intercambian un mínimo de palabras. Pero hay un sábado en el que, un poco más animado y alegre que de costumbre, el anciano le pasa el cuaderno y ella lee el mensaje que le ha escrito de antemano: «Tienes unos senos preciosos. Nunca los olvidaré. Gracias por todo, amable Elizabeth».

Ella le devuelve el cuaderno. ¿Qué puede decir? «Despídete de lo que has amado.»

Con una fuerza tosca y huesuda, él arranca la página del cuaderno, la arruga y la tira a la cesta. Luego se lleva un dedo a los labios como diciendo: «Nuestro secreto».

«Qué demonios», piensa ella por segunda vez. Va hasta la puerta y pasa el pestillo. Se acerca al pequeño armario donde él cuelga su ropa y se quita el vestido y el sujetador. Luego regresa a la cama, se sienta a su lado donde él pueda verla bien y vuelve a adoptar la pose del cuadro. «Un regalo -piensa-. Hagámosle un regalo al viejo. Animémosle el sábado.»

Y no es lo único que piensa, sentada en la cama del señor Phillips en esa tarde fría (ya no es verano, sino otoño, finales de otoño), tan fría que al cabo de un rato empieza a temblar un poco. Adultos actuando libremente, es una de las cosas que piensa. Lo que los adultos hacen libremente detrás de puertas cerradas no es asunto de nadie más que de ellos.

Este sería otro buen punto para poner fin a la historia. Sea cual sea la naturaleza verdadera de este supuesto regalo, no hace falta repetirlo. El sábado siguiente, si él sigue vivo, y si ella sigue viva, regresará y le volverá a coger la mano. Pero ya no tiene que posar más para él, ya no debe ofrecerle sus senos, tiene que acabarse la bendición. Después de esto, hay que ocultar esos pechos, tal vez para siempre. Así que podría terminar aquí, con esa pose que se prolonga unos buenos veinte minutos, calcula ella, a pesar de los escalofríos. Como historia, como recital, podría terminar aquí y seguir siendo lo bastante decente como para meterla en un sobre y enviársela a Blanche sin estropear lo que fuera que quería decirle sobre los griegos.

Pero de hecho continúa un poco más, unos cinco o diez minutos, y esa es la parte que no puede contarle a Blanche. Continúa lo bastante como para que ella, la mujer, ponga una mano despreocupada sobre la colcha y empiece a acariciar muy suavemente el lugar donde debería estar el pene, si el pene estuviera todavía con vida y despierto. Y luego, al no haber respuesta, aparte las colchas y desanude el cordón del pijama del señor Phillips, un pijama de franela de viejo como ella no ha visto en muchos años -no pensaba que todavía se encontraran en las tiendas- y lo abra por delante y le dé un beso a la cosilla totalmente flácida y se la meta en la boca y la remueva hasta que cobra un poco de vida. Es la primera vez que ve vello púbico encanecido. Qué tonta ha sido al no pensar que eso sucedía. A ella también le pasará con el tiempo. Tampoco es agradable el olor, olor a partes bajas de anciano, lavadas someramente.

No le parece precisamente ideal retirarse y cubrir al viejo señor Phillips, dedicarle una sonrisa y darle unos golpecitos en la mano. Lo ideal sería hacer venir a una joven belleza que se dedicara a él, a una fille de joie con esos pechos jóvenes y carnosos con los que sueñan los viejos. A ella no le importaría pagar la visita. Un regalo de cumpleaños, lo llamaría, si la chica le pidiera una explicación, ya que «regalo de despedida» sería un calificativo demasiado siniestro. Pero la verdad es que cuando pasas de cierta edad nada es ideal. El señor Phillips ya debería estar acostumbrado. Solamente los dioses son jóvenes para siempre, los dioses inhumanos. Los dioses y los griegos.

En cuanto a ella, Elizabeth, inclinada sobre el viejo saco de huesos con los pechos colgando, manipulándole el órgano de reproducción casi extinto, ¿qué nombre le darían los griegos a un espectáculo así? Eros no, está claro. Demasiado grotesco. ¿Ágape? No, seguramente tampoco. ¿Quiere decir eso que los griegos no tenían ninguna palabra para eso? ¿Habría que esperar a que llegaran los cristianos con la palabra adecuada: caritas?

Porque, a fin de cuentas, ella tiene claro que se trata de eso. Lo sabe por la hinchazón de su corazón, por la diferencia supina e infinita entre lo que siente en el corazón y lo que vería la enfermera Naidoo si por accidente abriera la puerta con su llave maestra y entrara dando zancadas.

Pero eso no es lo que más le preocupa: lo que pensaría la enfermera Naidoo, lo que pensarían los griegos o lo que pensaría su madre, que está en el piso de arriba. Lo que más la preocupa es qué va a pensar ella, en el coche de camino a casa o cuando se despierte mañana o dentro de un año. ¿Qué puede uno pensar de episodios así, imprevistos, espontáneos e impropios de uno? ¿Es que son simples agujeros, agujeros en el corazón, en los cuales uno mete el pie y se cae y luego sigue cayendo?

Blanche, querida Blanche, piensa, ¿por qué hay este obstáculo entre nosotras? ¿Por qué no podemos hablarnos con franqueza y a las claras, como debe hablar la gente a quien le queda poco tiempo? Nuestra madre está muerta. El señor Phillips se convirtió en ceniza y fue desperdigado al viento. Del mundo en el que crecimos, solamente quedamos tú y yo. ¡Hermana de mi juventud, no mueras en una tierra extranjera y me dejes sin respuesta!