"Elizabeth Costello" - читать интересную книгу автора (Coetzee J. M.)

III

Ese es el final, el final del discurso de Blanche, que no es recibido tanto con un aplauso como con ruidos, desde la primera fila de asientos, como un murmullo de desconcierto general. Se reanudan los asuntos del día: uno a uno, los nuevos graduados son llamados para recibir sus pergaminos. Y la ceremonia se cierra con un desfile formal del que Blanche, con su toga roja, forma parte. Luego ella, Elizabeth, tiene un rato para deambular entre los invitados que pululan por allí y escuchar sus conversaciones.

Esas conversaciones resultan tratar principalmente sobre la longitud desmesurada de la ceremonia. Solamente en el vestíbulo oye una mención específica del discurso de Blanche. Un hombre alto con una túnica con adornos de piel de armiño está hablando en tono acalorado con una mujer vestida de negro.

– ¿Quién se cree que es? -está diciendo-. ¡Aprovechar la oportunidad para darnos un sermón! Una misionera de las selvas perdidas de Zululandia, ¿qué sabe ella de las humanidades? Y esa línea católica dura… ¿qué ha pasado con el ecumenismo?

Ella es una invitada: una invitada de la universidad, de su hermana y también de este país. Si esta gente quiere ofenderse, está en su derecho. A ella no le compete involucrarse. Que Blanche libre sus propias batallas.

Pero no involucrarse resulta no ser tan fácil. Hay programado un almuerzo y ella está invitada. Cuando se sienta, descubre que está al lado del mismo hombre alto, que entretanto se ha quitado su ropa medieval. No tiene apetito, tiene un nudo de náuseas en el estómago y preferiría estar de vuelta en su habitación de hotel echando una cabezada, pero hace un esfuerzo.

– Permítame que me presente -dice-. Me llamo Elizabeth Costello. La hermana Bridget es mi hermana. Quiero decir que es mi hermana de sangre.

Elizabeth Costello. Se da cuenta de que a él no le dice nada su nombre. El hombre tiene su nombre escrito en una placa delante de él: profesor Peter Godwin.

– Supongo que da usted clases aquí -continúa ella, para iniciar una conversación-. ¿Qué enseña?

– Enseño literatura. Literatura inglesa.

– Debe de haber sentado mal lo que decía mi hermana. Bueno, no le hagan caso. Es un poco sargenta, eso es todo. Le gusta pelear.

Blanche, la hermana Bridget, la sargenta, está sentada en la otra punta de la mesa, metida en otra conversación. No los puede oír.

– Estamos en una época secular -responde Godwin-. No se puede hacer que el reloj vaya hacia atrás. No se puede condenar a una institución por avanzar con el tiempo.

– ¿Cuando dice institución se refiere a la universidad?

– Sí, a las universidades, pero específicamente a las facultades de humanidades, que siguen siendo el núcleo de cualquier universidad.

Las humanidades el núcleo de la universidad. Puede que sea forastera, pero si le preguntaran cuál es la disciplina central hoy día en la universidad, ella diría que es ganar dinero. Eso es lo que parece desde Melbourne, Victoria. Y no le sorprendería mucho que pasara lo mismo en Johannesburgo, Sudáfrica.

– Pero ¿era eso lo que estaba diciendo mi hermana? ¿Que hay que hacer que el reloj vaya hacia atrás? ¿No estaba diciendo algo más interesante, algo que da más que pensar: que algo ha ido desencaminado en el estudio de las humanidades desde el principio? ¿Que hay cierto error en depositar en las humanidades esperanzas y expectativas que nunca podrán cumplir? No estoy necesariamente de acuerdo con ella. Pero eso es lo que entendí que estaba defendiendo.

– El objeto de estudio de la humanidad es el hombre -dice el profesor Godwin-. Y la naturaleza de la humanidad es una naturaleza caída. Hasta su hermana estaría de acuerdo. Pero eso no tendría que evitar que intentemos… Que intentemos mejorar. Su hermana quiere que abandonemos al hombre y volvamos a Dios. A eso me refiero cuando hablo de hacer retroceder el reloj. Quiere volver a antes del Renacimiento, antes del movimiento humanista del que hablaba, antes incluso de la ilustración relativa del siglo doce. Quiere que nos hundamos de nuevo en el fatalismo cristiano de lo que yo llamaría la Baja Edad Media.

– Yo no me atrevería a decir, conociendo a mi hermana, que sea nada fatalista. Pero debería usted hablar con ella en persona y expresarle su opinión.

El profesor Godwin desvía la atención a su ensalada. Hay un momento de silencio. La mujer de negro sentada al otro lado de la mesa, que Elizabeth supone que es la mujer de Godwin, le dedica una sonrisa.

– ¿He oído que se llama usted Elizabeth Costello? -dice-. No será la escritora Elizabeth Costello.

– Sí, así me gano la vida. Escribo.

– Y es usted la hermana de la hermana Bridget.

– Sí. Pero la hermana Bridget tiene muchas hermanas. Yo soy simplemente una hermana de sangre. Las demás son hermanas verdaderas, hermanas espirituales.

El comentario quiere ser desenfadado, pero parece poner nerviosa a la señora Godwin. Tal vez esa es la razón de que Blanche caiga tan mal aquí: usa palabras como «espíritu» y «Dios» de forma inapropiada, en lugares donde no es pertinente. Bueno, ella no es creyente, pero en este caso cree que está del lado de Blanche.

La señora Godwin se dirige a su marido y lo mira.

– La escritora Elizabeth Costello, cariño -dice.

– Ah, sí -dice el profesor Godwin, pero está claro que no le suena el nombre.

– Mi marido vive en el siglo dieciocho -dice la señora Godwin.

– Sí, claro. Es un buen sitio para vivir. La Edad de la Razón.

– Creo que hoy día no vemos aquel período de forma tan simple -dice el profesor Godwin. Parece a punto de decir algo más, pero no lo dice.

Es obvio que la conversación con los Godwin está decayendo. Elizabeth se vuelve hacia la persona que tiene a la derecha, pero la ve enfrascada en otra conversación.

– Cuando yo era estudiante -dice, volviéndose hacia los Godwin-, o sea, en los años cincuenta, leíamos mucho a D. H. Lawrence. Por supuesto, también leíamos a los clásicos, pero no poníamos nuestras verdaderas energías en ellos. D. H. Lawrence, T. S. Eliot, esos eran los autores que leíamos con entusiasmo. Del dieciocho, tal vez a Blake. Tal vez a Shakespeare, porque todos sabemos que Shakespeare trasciende su época. Lawrence nos atrapó porque prometía una forma de salvación. Si adorábamos a los dioses oscuros, nos decía, y observábamos sus preceptos, estaríamos salvados. Y le creíamos. Salimos y adoramos a los dioses oscuros lo mejor que pudimos a partir de las pistas que nos daba el señor Lawrence. Bueno, nuestra adoración no nos salvó. Ahora, en retrospectiva, yo lo llamaría un falso profeta.

»Lo que quiero decir es que en nuestras lecturas más fieles como estudiantes registrábamos las páginas en busca de guías, guías para perplejos. Las encontramos en Lawrence y las encontramos en Eliot, en el primer Eliot: una clase distinta de guía, tal vez, pero a fin de cuentas una guía para vivir nuestras vidas. En comparación, el resto de nuestras lecturas eran una simple cuestión de empollar para aprobar exámenes.

»Si las humanidades quieren sobrevivir, seguramente deben responder a esas energías y a esa ansia de guía: una ansia que al final es una búsqueda de salvación.

Ha hablado mucho, más de lo que quería. De hecho, en el silencio que acaba de hacerse, se da cuenta de que la ha estado escuchando más gente. Hasta su hermana se ha vuelto hacia ella.

– No nos dimos cuenta -dice el decano en voz alta desde la cabecera de la mesa-, cuando la hermana Bridget nos pidió que la invitáramos a usted a este feliz evento, de que a quien tendríamos con nosotros iba a ser la famosa Elizabeth Costello. Bienvenida. Es un placer tenerla aquí.

– Gracias -dice ella.

– No he podido evitar oír algo de lo que decía -continúa el decano-. ¿Está de acuerdo con su hermana en que el porvenir de las humanidades es negro?

Elizabeth tiene que tener cuidado con lo que dice.

– Solamente decía -dice- que nuestros lectores, y en concreto nuestros lectores jóvenes, vienen a nosotros con cierta ansia, y si no podemos o no queremos satisfacer esa ansia, no nos tiene que sorprender que se alejen de nosotros. Pero mi hermana y yo tenemos líneas de trabajo distintas. Ella les ha dicho lo que piensa. Por mi parte, yo diría que basta con que los libros nos enseñen algo de nosotros mismos. Cualquier lector debería contentarse con eso. O casi cualquier lector.

Están mirando a ver cómo reacciona su hermana. Enseñarnos algo sobre nosotros mismos: ¿qué otra cosa es eso sino studium humanitatis?

– ¿Es esto una charla de sobremesa? -dice la hermana Bridget-. ¿O estamos hablando en serio?

– Hablamos en serio -dice el decano-. En serio.

Tal vez ella debería revisar la opinión que tiene de él. Tal vez sea algo más que otro burócrata académico llevando a cabo sus maniobras hostiles, tal vez sea un alma con los apetitos de un alma. Debería concederle esa posibilidad. De hecho, tal vez eso sea lo que son todos los que están a la mesa, en su ser más profundo: almas llenas de apetitos. No debería juzgar de forma precipitada. Por lo menos, esta gente no es estúpida. Y llegado este punto deben de haberse dado cuenta de que en la hermana Bridget tienen a alguien que se sale de lo común, les guste o no.

– No necesito consultar novelas -dice su hermana- para saber de qué mezquindades, bajezas y crueldades son capaces los seres humanos. Ahí es donde todos empezamos, todos nosotros. Somos criaturas caídas. Si el estudio de la humanidad se reduce a imaginar simplemente nuestro potencial más oscuro, tengo cosas mejores en que emplear el tiempo. Si, por otro lado, el estudio de la humanidad ha de ser un estudio de lo que puede ser el hombre renacido, esa es una historia distinta.

– Pero -dice el joven sentado al lado de la señora Godwin- seguramente eso es lo que defendía el humanismo, y también el Renacimiento: que la humanidad es capaz de existir como humanidad. El ascenso del hombre. Los humanistas no eran criptoateos. Ni siquiera eran luteranos disfrazados. Eran cristianos católicos como usted, hermana. Piense en Lorenzo Valla. Valla no tenía nada contra la Iglesia, simplemente sabía más griego que Jerónimo y señaló algunos de los errores que había cometido Jerónimo al traducir el Nuevo Testamento. Si la Iglesia hubiera aceptado que la Vulgata de Jerónimo era un producto humano, y por tanto susceptible de ser mejorado, en lugar de ser la palabra de Dios, tal vez toda la historia de Occidente habría sido distinta.

Blanche guarda silencio. El joven continúa.

– Si la Iglesia en su totalidad hubiera sido capaz de reconocer que sus enseñanzas y todo su sistema de creencias se basaba en textos, y que esos textos eran susceptibles, por un lado, de corrupción por parte de escribas y gente así, y, por otro lado, de fallos de traducción, porque la traducción siempre es un proceso imperfecto, y si la Iglesia hubiera sido también capaz de admitir que la interpretación textual es un asunto complejo, tremendamente complejo, en lugar de arrogarse el monopolio de la interpretación, entonces hoy no estaríamos teniendo esta discusión.

– Pero -dice el decano- ¿cómo hemos llegado a saber lo tremendamente difícil que es la cuestión de la interpretación salvo experimentando ciertas lecciones históricas, unas lecciones que la Iglesia del siglo quince difícilmente podía prever?

– ¿Como por ejemplo?

– Como el contacto con cientos de otras culturas, cada una con su propio idioma, su propia historia, su mitología y una visión única del mundo.

– Entonces yo diría -dice el joven- que son las humanidades y solamente las humanidades, y la formación que proporcionan las humanidades, lo que nos va a permitir abrirnos paso por este nuevo mundo multicultural, y precisamente, precisamente -se ha excitado tanto que casi da un porrazo en la mesa- porque las humanidades se centran en la lectura y la interpretación. Las humanidades empiezan, tal como dijo la conferenciante, con la erudición textual, y se desarrollan como un cuerpo de disciplinas dedicadas a la interpretación.

– De hecho, las ciencias humanas -dice el decano.

El joven hace una mueca.

– Eso es una pista falsa, señor decano. Si no le importa, me quedo con studia o bien con disciplinas.

Tan joven, piensa Elizabeth, y tan seguro de sí mismo. Se queda con studia.

– ¿Qué pasa con Winckelmann? -dice su hermana.

¿Winckelmann? El joven se la queda mirando con cara de no entender.

– ¿Acaso Winckelmann se habría identificado con la imagen que da usted del humanista como técnico de la interpretación textual?

– No lo sé. Winckelmann era un gran erudito. Tal vez sí.

– O Schelling -continúa su hermana-. O cualquiera de aquellos que creían, de forma más o menos abierta, que Grecia ofrecía un ideal de civilización superior al de la judeocristiandad. O, ya que hablamos, aquellos que creían que la humanidad había perdido el rumbo y tenía que regresar a sus orígenes primitivos y empezar de nuevo. En otras palabras, los antropólogos. Lorenzo Valla (ya que usted menciona a Lorenzo Valla) era antropólogo. Su punto de partida era la sociedad humana. Usted dice que los primeros humanistas no eran criptoateos. No, no lo eran. Pero sí eran criptorrelativistas. A sus ojos, Jesucristo estaba encerrado en su mundo, o, como diríamos hoy, en su cultura. Su tarea como académicos era entender aquel mundo e interpretarlo para su propia época. Tal como harían más tarde con el mundo de Homero. Y así hasta Winckelmann.

Termina de forma abrupta y se queda mirando al decano. ¿Acaso le ha hecho una señal? ¿No le ha dado un golpecito a la hermana Bridget en la rodilla, aunque parezca increíble, por debajo de la mesa?

– Sí -dice el decano-. Fascinante. Tendríamos que haberla invitado a usted para una serie entera de conferencias. Pero, por desgracia, algunos de nosotros tenemos compromisos. Tal vez en el futuro…

Deja la posibilidad suspendida en el aire. Y la hermana Bridget inclina la cabeza con elegancia.