"Las Voces De Marrakesh" - читать интересную книгу автора (Canetti Elias)LA FAMILIA DAHANCuando volví al día siguiente al Melah, caminé tan rápido como me fue posible hacia la pequeña plaza que denominaba «el corazón», y después a la escuela donde todavía me sentía algo deudor del inexpresivo maestro. Me recibió como si nunca hubiese estado allí, exactamente de la misma manera, y quizás hubiera continuado todo el proceso de lectura completo, pero me adelanté a él y le di lo que creí que le debía. Tomó el dinero ávidamente, sin titubeo alguno y con una sonrisa que hizo parecer su rostro todavía más envarado y estúpido si cabe. Me demoré un momento entre los niños; contemplé sus rítmicos movimientos de lectura que días antes tanto me habían impresionado. Abandoné entonces la escuela y vagué a la buena de Dios por los callejones del Melah. Mi ansiedad por llegar a una de las casas iba en aumento. Me había propuesto no abandonar esta vez el Melah sin haber visto una de sus casas por dentro. Pero, ¿cómo entrar? Necesitaba un pretexto, y quiso mi buena suerte que pronto se me presentase uno. Permanecí de pie frente a una de las casas mayores, cuyo portal destacaba de los demás de la calleja por su especial vistosidad. El portón estaba abierto. Miré hacia un patio en cuyo interior se sentaba una mujer joven, morena, muy llamativa. Quizás fuera ella la que primero me había llamado la atención. En el patio jugaban unos niños, y puesto que yo ya tenía alguna experiencia escolar, caí en la cuenta de que acaso pudiera considerar la casa como escuela y ponerme en tal situación, al igual que si me interesase por los niños. Permanecí de pie un rato y miré absorto hacia el interior, por encima de los niños, a la mujer; cuando, de pronto, un joven, ya hombre fornido del que ni siquiera me había percatado, se separó del fondo y avanzó hacia mí. Era delgado y andaba con la cabeza muy erguida; su ondeante atavío le daba un empaque distinguido. Se paró frente a mí, me observó serio y escrutador y me preguntó en árabe sobre mis deseos. Le respondí en francés: «¿Esto es una escuela?» No pareció comprenderme, titubeó un momento y dijo: «¡Attendez!», apartándose de mí. No era la única palabra francesa que conocía, pues cuando volvió con un individuo joven, vestido al estilo francés, con un perfecto corte europeo y como si de un día de fiesta se tratase, dijo «mon frére» y «parle francais». Este hermano más joven tenía un rostro algo torpe, como de campesino, y era muy moreno. En otro contexto lo hubiese tomado por un beréber, pero nunca por un beréber guapo. En efecto, hablaba francés y me preguntó qué deseaba. «¿Esto es una escuela?», repetí ahora ya un poco más consciente de mi atrevimiento, pues no pude resistirme a dirigir de nuevo otra mirada sobre la mujer del patio, lo que les pasó desapercibido. «No», dijo el hermano menor. «Ayer hubo aquí una boda.» «¿Una boda? ¿Ayer?» Yo estaba muy sorprendido, Dios sabe porqué; y ante mi impulsiva reacción creyó oportuno añadir: «Se ha casado mi hermano.» Señaló con un leve movimiento de cabeza al hermano mayor, aquél a quien encontraba tan elegante. En ese momento debí agradecer la información y seguir de nuevo mi camino. Vacilé sin embargo, y el recién casado dijo con un hospitalario movimiento de brazos: «¡Entrez! ¡Pase usted!» Su hermano agregó: «¿Desea ver la casa?» Les di las gracias y penetré en el patio. Los niños -eran quizás una docena- se separaron y me hicieron sitio. Atravesé el patio acompañado por los dos hermanos. La atractiva joven se levantó -era más joven de lo que yo había supuesto, tal vez contara alrededor de dieciséis años- y me fue presentada por el hermano menor como su cuñada. Era ella la que días atrás se había casado. Se abrió la puerta de una habitación situada al extremo opuesto del patio, invitándoseme a entrar. La estancia, bastante pequeña y meticulosamente ordenada y limpia, estaba decorada al estilo europeo; a la izquierda de la puerta había una amplia cama doble; a su derecha, una gran mesa cuadrada cubierta por un tapete de terciopelo. Detrás, en la pared, se hallaba un aparador, en el que se podían ver botellas y copitas de licor. Las sillas alrededor de la mesa completaban el cuadro; era similar a cualquier modestísima vivienda francesa pequeñoburguesa. Ni un solo objeto delataba el país en el que uno se encontraba. Seguro que era la mejor habitación, bien que cualquier otra de la casa me hubiese interesado más. Pero ellos creyeron agasajarme en tanto me ofrecían sitio aquí. La joven, que entendía francés, pero que apenas abría la boca, tomó botella y copita del aparador y me sirvió un aguardiente muy fuerte del que destilan aquí los judíos. Se llama Malya y lo beben mucho. Con frecuencia tuve la impresión, charlando con mahometanos, que ellos, que de hecho no deben beber nada de alcohol, envidian a los judíos por este aguardiente. El hermano menor me instó a beber. Nos habíamos sentado los tres -él, su cuñada y yo- mientras el mayor, el recién casado, permaneció apenas un par de segundos de cortesía en la puerta y prosiguió su camino. Tenía, sin duda, mucho que hacer, y puesto que no podía entenderse conmigo, me confió a su mujer y a su hermano pequeño. La mujer me observaba con sus imperturbables ojos marrones, no apartaba la mirada de mí, pero ni el más leve estremecimiento de su rostro delató lo que pensaba al respecto. Llevaba puesto un sencillo vestido estampado que debía proceder de algún bazar francés, muy a tono con el decorado de la habitación. Su joven cuñado, dentro de su traje azul oscuro, ridículamente bien planchado, parecía como si acabase de salir del escaparate de una tienda de ropa parisina. Lo único extraño en el conjunto de la habitación era el color oscuro de la piel de ambos. Mientras duraron las preguntas de cortesía, formuladas por el joven y que yo buscaba contestar con igual cordialidad, aunque también menos rígidamente, no dejé de pensar en que la hermosa y muda persona que se sentaba frente a mí acababa de levantarse de su lecho nupcial. Era ya pasado el mediodía, pero a buen seguro que hoy se había levantado tarde. Yo era el primer extraño que la veía desde que había irrumpido en su vida ese trascendental cambio. Mi curiosidad hacia ella salía al paso de la de ella por mí. Sus ojos fueron los que me habían hecho entrar en su casa, y, sin embargo, me miraba con fijeza, quedamente, mientras yo hablaba con profusión, pero no a ella. Y tengo bien claro que a lo largo de esa charla me sentía lleno de una esperanza completamente absurda. Esperaba que por su parte me comparase en pensamientos a su esposo, que tan bien me había caído; deseé en mi interior que me prefiriese a él, que prefiriese mi presuntuosa singularidad, tras la cual quizás ella entreveía poder o riqueza, a su vulgar arrogancia y fácil dignidad. Le brindé mi fracaso y le deseé una buena vida matrimonial. El joven me preguntó de dónde venía. «De Inglaterra», dije. «Londres». Me había acostumbrado a dar aquí esta simplificada respuesta para no confundir a la gente. Percibí un ligero desencanto a mi afirmación, pero aún no llegué a saber lo que más le hubiese gustado escuchar. «¿Está usted aquí de visita?» «Sí, todavía no conozco Marruecos.» «¿Estuvo usted ya en la Bahía?» Y entonces comenzó a preguntarme acerca de todas las curiosidades oficiales de la ciudad: si había estado aquí o allá, para terminar ofreciéndoseme como guía. Yo sabía que nada se podía ver en cuanto uno tomaba a un nativo por guía; y para zanjar tan rápido como fuera posible esa aspiración y llevar la conversación a otro terreno, aclaré que me encontraba aquí con una productora cinematográfica inglesa, y que el bajá contaba personalmente con un cicerone. Yo no tenía, de hecho, nada que ver con ese film. Pero un amigo mío inglés, que lo producía, me había invitado a Marruecos; mientras que otro amigo, un joven americano que estaba conmigo, representaba un papel en él. Mi información no dejó de causar impresión. Por lo que no insistió en mostrarme la ciudad; pero muy distintas perspectivas se abrieron ante sus ojos. ¿Tendríamos un puesto para él? Hacía de todo; y se encontraba desde tiempo atrás sin trabajo. Su rostro, que tenía algo de dureza y hosquedad, se me había mostrado hasta ahora inextricable; reaccionaba poco o tan despacio que con dificultad podía admitirse en el hombre algo recto del todo. No obstante, comprendí que su atuendo me había confundido respecto de su comportamiento. Quizás resultase tan siniestro en ese atuendo porque hacía tiempo que estaba sin trabajo, y tal vez su familia así se lo hiciese sentir. Yo sabía bien que todos los pequeños puestos en la productora de mi amigo estaban cedidos hacía tiempo y así se lo dije al momento, para no inducirle a error. Se me acercó un poco con la cabeza por encima de la mesa y soltó de repente: «¿Etes-vous Israélite?» Dije que sí entusiasmado. Era tan grato poder asentir por fin; y también sentía curiosidad por el efecto que esta confesión podría tener sobre él. Rió abiertamente y mostró sus grandes dientes amarillentos. Se volvió hacia su cuñada, que se sentaba a cierta distancia frente a mí, y cabeceó con vehemencia para transmitirle su alegría por esta noticia. Ella ni siquiera pestañeó. Me pareció más bien algo defraudada; quizás hubiera deseado al extranjero totalmente extraño. Se animó apenas un instante, y en cuanto comencé a hacerle preguntas contestó con cierta fluidez, como si por mi parte así lo hubiese esperado de él. Supe entonces que la cuñada era oriunda de Mazagan. La casa nunca solía estar tan llena. Los miembros de la familia habían venido a la boda desde Casablanca y Mazagan y traído consigo a sus hijos. Ahora vivían todos juntos en la casa y por eso estaba el patio tan inusualmente concurrido. Él se llamaba Élie Dahan y se enorgulleció al saber que yo llevaba su mismo nombre. Su hermano era relojero, pero no tenía negocio propio, estaba empleado con otro relojero. Fui invitado de nuevo a beber y me pusieron delante frutas confitadas, como las que mi madre se cuidaba de hacer. Bebí, pero las frutas las dejé cortésmente de lado -tal vez porque me resultaban demasiado familiares- y al momento este hecho provocó lamentablemente una perceptible reacción en el rostro de la cuñada. Les conté que mis antepasados debieron venir de España y pregunté si todavía existiría gente en el Melah que hablase español antiguo. Él no conocía a nadie, pero había oído algo acerca de la historia de los judíos españoles, y esta idea era la primera que parecía salirse de su afrancesada presentación y de las relaciones con su limitado ambiente. Preguntó entonces de nuevo: Cuántos judíos había en Inglaterra; si les iba bien y cómo se comportaban y si había grandes hombres entre ellos. De repente sentí como un ardiente compromiso para con el país en el que me había ido bien, en el que había ganado amigos; y para que me entendiese, le hablé de un judío inglés que había llevado al país a un alto prestigio político, Lord Samuel. «¿Samuel?», preguntó, y se le iluminó de nuevo el rostro de tal modo que lo tomé como si hubiese oído hablar del personaje y estuviese al corriente de su carrera. Pero en eso me había equivocado; pues se volvió hacia la joven y dijo: «Ese es el apellido de mi cuñada. Su padre se llama Samuel.» La sorprendí espectante y asintió con vehemencia. A partir de ese momento se hizo más atrevido en sus preguntas. El sentimiento de un lejano parentesco con Lord Samuel que según le dije había sido miembro del Gobierno británico, le enardecía. Si aún había otros israelitas en nuestra productora. Uno, respondí. Si no desearía traerlo conmigo de visita. Se lo prometí. Si no había con nosotros algún americano. Por primera vez pronunció la palabra «americano»; percibí que esa era su palabra dorada y comprendí por qué, en principio, se había sentido confuso por mi origen inglés. Le hablé de mi amigo americano que vivía en nuestro mismo hotel; pero tuve que añadir que no era ningún «israelita». El hermano mayor entró de nuevo; quizás le pareció que permanecía allí demasiado tiempo. Lanzó una mirada a su mujer, y siguió mirándome fijamente. Creí haberme quedado allí por su voluntad y que la esperanza de entablar conversación con él no había desaparecido. Le dije al hermano menor que podría, cuando le apeteciera, buscarme en mi hotel, y me levanté del sillón. Me despedí de la joven. Los dos hermanos me acompañaron al exterior. El recién casado se detuvo ante el portón, un poco como cortándome el paso, y me vino a la cabeza la idea de que quizás esperaba alguna recompensa por mi visita a su casa. Por mi parte tampoco deseaba yo ofenderle, todavía incluso me caía bien, y así permanecí allí un instante en la más embarazosa disyuntiva. Mi mano, que había ido aproximándose al bolsillo, se detuvo a medio camino y la sorprendí como quien dice dispuesta a rascar. El hermano menor vino en mi ayuda y dijo algo en árabe. Oí la palabra «jehudi», judío, que se refería a mí, y fui despedido con un amistoso y algo desilusionado apretón de manos. Justo al día siguiente se presentó Élie Dahan en mi hotel. No me encontró y volvió de nuevo. Me ausentaba con frecuencia y él no tenía la suerte de tropezar conmigo; quizás pensaba incluso que yo mandaba decir que no estaba. La tercera o cuarta vez dio finalmente conmigo. Le invité a un café y me acompañó al Xemaá El Fná, donde nos sentamos en una de las terrazas. Vestía igual que el día anterior. Al principio no habló apenas, pero incluso su inexpresivo ademán bastaba para inferir que algo guardaba en su corazón. Un anciano, que vendía bandejas de azófar, se aproximó a nuestra mesa; por su negra chia, por su indumentaria y barba era fácil de reconocer en él un judío. Élie se inclinó lleno de misterio hacia mí, y como si tuviese que confesarme algo muy especial, me dijo: «C'est un Isráelite.» Asentí satisfecho. A nuestro alrededor se sentaban, escandalosos, algunos árabes y uno o dos europeos. Justo ahora, una vez reanudada entre nosotros la cordialidad del día anterior, se sentía más libre y volvió a su demanda. Si yo podría darle una carta al comandante del campamento de Ben Guérir. Deseaba, ansiosamente, trabajar con los americanos. «¿Qué clase de carta?», pregunté. «Dígale al comandante que debe darme un puesto de trabajo.» «Pero yo no conozco de nada al comandante.» «Escríbale una carta», insistió, como si no hubiese oído lo que le decía. «No conozco al comandante», repetí. «Dígale que debe darme un puesto.» «Pero si ni siquiera sé cómo se llama. ¿Cómo puedo escribirle allí?» «Yo le diré su nombre.» «¿Qué tipo de trabajo le gustaría tener?» «Comme plongeur», dijo, y creí recordar que eso significaba alguien que lavara platos. «¿Ha estado ya alguna vez allí?» «He trabajado de "plongeur" con los americanos», afirmó muy orgulloso. «¿En Ben Guérir?» «Sí.» «¿Y por qué se fue de allí?» «Me despidieron», dijo también con orgullo. «¿Hace mucho de eso?» «Un año.» «¿Por qué no se presentó entonces de nuevo?» «La gente de Marruecos no debe quedarse en el campamento. Sólo si trabajan allí.» «Pero, ¿por qué se le despidió? ¿Quería, tal vez, marcharse usted?», agregué con tacto. «No había suficiente trabajo; se despidió a mucha gente.» «En ese caso no quedará un solo puesto libre para usted, si es que hay tan poco trabajo.» «Escríbale al comandante que debe darme el puesto.» «Una carta mía no tendría ningún efecto, puesto que no le conozco.» «Con una carta se me admitirá.» «Pero yo no soy siquiera americano. Le he dicho que soy inglés. ¿No recuerda?» Frunció el ceño. Era la primera vez que atendía a una objeción mía. Recapacitó y dijo: «Su amigo es americano.» Comprendí al fin. Yo, el verdadero amigo de un auténtico americano debía escribir una carta al comandante del campamento de Ben Guérir en la que se solicitara que se le diese a Élie Dahan un puesto como «plongeur». Le dije que hablaría con mi amigo americano. Seguro que él sabría qué hacer en un caso así. Tal vez podría escribir él mismo una carta semejante; pero, por supuesto, debería consultarle antes. Yo sabía bien que él no conocía de nada al comandante. «Escriba usted que debe darle también un puesto a mi hermano.» «¿Su hermano? ¿El relojero?» «Tengo también un hermano menor. Se llama Simón.» «¿Qué hace?» «Es sastre. También ha trabajado con los americanos.» «¿De sastre?» «Contaba la colada.» «¿Y también hace un año que él está fuera de allí?» «No, fue despedido hace catorce días.» «Eso significa que no hay más trabajo para él.» «Escriba usted por los dos. Yo le daré el nombre del comandante. Escriba desde su hotel.» «Hablaré con mi amigo.» «¿Debo recoger la carta en el hotel?» «Vuelva de aquí dos o tres días, cuando haya hablado ya con mi amigo y entonces le diré si puede escribir una carta en su favor.» «¿No conoce el nombre del comandante?» «No. Usted mismo quería darme el nombre, ¿no?» «¿Debo llevarle el nombre del comandante al hotel?» «Sí, puede hacerlo.» «Le llevo hoy mismo el nombre del comandante; y usted le escribe una carta diciendo que debe darnos un puesto a mi hermano y a mí.» «Tráigame mañana el nombre.» Comencé a mostrarme intransigente. «No puedo prometerle nada antes de haber hablado con mi amigo.» Maldije el momento en que pisé la casa de su familia. Ahora vendría diariamente, quizás más de una vez, y siempre repitiendo la misma frase. No debí aceptar la hospitalidad de aquella gente. En ese preciso instante, dijo: «¿No desearía volver a casa?» «¿Ahora? No; por el momento tengo poco tiempo. Con gusto en otra ocasión.» Me levanté y abandoné la terraza. Se levantó indeciso y me siguió. Noté que vacilaba y apenas dimos unos pasos preguntó: «¿Ha pagado?» «No». Lo había olvidado. Quise huir tan rápido como me fuera posible de su lado, y olvidé pagar el café al que le había invitado. Me sentí avergonzado y mi irritación se disipó. Regresé, pagué y vagamos juntos por el callejón que conducía al Melah. Entonces adoptó el papel de cicerone y me mostró todo cuanto ya conocía. Sus explicaciones consistían, a lo sumo, en dos frases: «Esto es la Bahía. ¿Estuvo usted ya en la Bahía?» «Ahí están los orfebres. ¿Ha visto usted ya a los orfebres?» Mi respuesta no era menos estereotipada. «Sí, ya estuve allí», o «Sí, ya los he visto». Tan sólo tenía un simple deseo: ¿Cómo hacerle comprender que no me llevase a ningún sitio? Pero él había decidido serme útil; y la tenacidad de un tonto es inquebrantable. Cuando vi que insistía, eché mano de un ardid. Pregunté por el Berrima, el palacio del sultán. Todavía no he estado allí, confesé, pero sabía bien que no se podía entrar. «¿El Berrima?» repitió entusiasmado. «Mi tía vive allí ¿Debo llevarle?» No pude decir que no. Tampoco comprendía lo que su tía tenía que hacer en el palacio del sultán. ¿Era tal vez portera del palacio? ¿Lavandera? ¿Cocinera? Me sedujo poder llegar de esta forma a la fortaleza. Quizás podría entablar amistad con la tía y así conocer algo sobre la vida cortesana. En el camino hacia el Berrima llegamos a hablar del Glaoui, el bajá de Marrakesh. Pocos días antes se había dado un intento de atentado contra el nuevo sultán de Marruecos en la mezquita del barrio. El servicio religioso era la única posibilidad para el autor del atentado de entrar en estrecho contacto con el rey. Este nuevo sultán era un hombre mayor. Era el tío del anterior, al que los franceses habían destronado y expulsado de Marruecos. Como instrumento de los franceses, el tío-sultán fue combatido por todos los medios desde el partido liberal. Entre los naturales del país sólo contaba con un apoyo firme, y éste era el Glaoui, el bajá de Marrakesh, al que ya desde hacía dos generaciones se le conocía como el aliado más desvalido de los franceses. El Glaoui había acompañado al nuevo sultán a la mezquita y dado muerte allí mismo al autor del atentado. El propio sultán sólo había resultado levemente herido. Justo cuando tuvo lugar este acontecimiento paseaba yo con un amigo por esa parte de la ciudad; dimos por casualidad con la mezquita, y observamos a la multitud, que esperaba entonces la llegada del sultán. La policía presentaba un alto grado de excitación, pues ya había administrado una buena dosis de golpes, y tomaba sus disposiciones desatinada y estentóreamente. También nosotros nos vimos dirigidos bruscamente, pero contra los nativos se arremetía con mayor furia y a gritos, hasta que se situaban justo en el lugar donde les estaba permitido hacerlo. En estas circunstancias sentimos poco interés en esperar la llegada del sultán y continuamos nuestro camino. Media hora después ocurrió el atentado y la noticia se propagó como mecha encendida por la ciudad. -Caminaba, pues, ahora con mi nuevo acompañante por los mismos callejones que entonces; y esto era lo que había motivado la charla acerca del Glaoui. «El bajá odia a los árabes», afirmó Élie. «Aprecia a los judíos. Es amigo de los judíos. No tolera que les ocurra nada.» Hablaba más y con más rapidez que de costumbre, y sonaba raro, como si lo hubiese aprendido de memoria en algún viejo libro de historia. El aspecto mismo del Melah no me había parecido tan medieval como estas palabras sobre el Glaoui. Advertí su rostro desencajado cuando repitió las mismas palabras. «Los árabes son sus enemigos. Tiene consigo a los judíos. Habla con judíos. Es el amigo de los judíos.» Prefirió el título de «bajá», que caracterizaba a la nobleza, al apellido «Glaoui». Siempre que yo decía Glaoui, replicaba él «bajá». En su boca sonaba al igual que la palabra comandante, con la que hacía poco me había llevado a la desesperación. No obstante, su mayor y más alentadora palabra siguió siendo, el Glaoui por así decir a la terquedad, «americano». Entretanto, a través de un pequeño portal habíamos dado con un barrio situado fuera de los muros de la ciudad. Las casas eran de un solo piso y parecían miserables. Por los pequeños, sinuosos callejones no se veía una sola persona, acá y allá, un par de niños jugando. Me preguntaba cómo llegaríamos al palacio por aquí, cuando se paró frente a una de las casas más modestas y dijo: «Aquí vive mi tía.» «¿No vive en el Berrima?» «Esto es el Berrima», dijo. «Todo el barrio se llama Berrima.» «¿Y aquí también pueden vivir judíos?» «Sí», respondió, «el bajá lo ha autorizado». «¿Hay muchos por aquí?» «No, la mayoría son árabes. Pero también viven algunos judíos. ¿No desea usted conocer a mi tía? Mi abuela también vive aquí.» Estaba muy contento de poder ver de nuevo otra de sus casas y me sentí dichoso de que fuese una casa tan sencilla e insignificante. Estaba satisfecho con el cambio; y de haberle entendido al momento, me hubiese alegrado más por este hecho que de una visita al palacio del sultán. Llamó y aguardamos un poco. Apareció una mujer joven, fuerte, de facciones amables. Nos hizo pasar, aunque, no obstante, parecía algo abochornada, puesto que recientemente habían estado pintando todas las habitaciones y no podía de ninguna manera recibirnos como correspondía. Estábamos en el patio diminuto, al que daban tres pequeñas habitaciones. La abuela de Élie, que no parecía demasiado vieja, estaba allí. Nos recibió sonriente, pero me dio la impresión de que no se sentía particularmente orgullosa de él. Tres niños pequeños jugueteaban en derredor del patio gritando como locos. Eran todos menudos y deseaban ser cogidos en brazos; el escándalo de los dos más pequeños era ensordecedor. Élie animaba a su joven tía, charlaba mucho para mi sorpresa. Su árabe adquirió una cierta vehemencia de la que no le hubiese creído capaz en absoluto, pero quizás todo fuera debido a la propia naturaleza del idioma. La tía me agradó. Era una mujer lozana, joven, que me maravilló por entero y que no se comportaba nada servilmente. Recordaba a primera vista esas mujeres orientales como las que ha pintado Delacroix. Tenía la misma forma oblonga y a su vez plena de rostro, idéntico corte de ojos, la misma nariz recta y, quizás, estilizada en exceso. En el pequeño patio permanecí muy cerca de ella; nuestras miradas confluían en natural complacencia. Estaba tan sobrecogido que bajaba los ojos; pero entonces veía sus fuertes empeines tan atrayentes como su rostro. A gusto le hubiese buscado las vueltas. Guardó silencio mientras Élie todavía le daba ánimos y los niños gritaban más y más fuerte cada vez. Su madre no estaba más lejos de mí que de ellos. Seguro que nota algo, pensé para mis adentros, y me resultaba penoso. Los escasos muebles aparecían apilados en el patio unos encima de otros; las habitaciones, de las que podía verse el interior, se encontraban vacías, nadie hubiese podido acomodarse en ninguna parte. Las paredes estaban recién enjalbegadas, como si se acabasen de mudar. La joven mujer olía a limpio al igual que sus paredes. Traté de imaginarme a su marido y tuve envidia de él. Me incliné ante ellas, estreché su mano y di la vuelta para marcharme. Élie me siguió. Fuera, ya en la calle, dijo: «Siente mucho que estén de limpieza.» No pude contenerme y exclamé: «Su tía es una hermosa mujer.» Tenía que decírselo a alguien y quizás esperaba, contra toda razón, que él hubiese respondido: «Ella desea volver a verle.» Pero enmudeció. Hacía tan poco caso de mi inexplicable inclinación que propuso llevarme a ver a un tío suyo. Me resigné a ello, un poco avergonzado, puesto que ya me había delatado; quizás actué contra lo establecido. Un tío horrible o aburrido podría acaso compensar a la hermosa tía. Por el camino me aclaró las complicadas relaciones familiares. Eran verdaderamente más copiosas que complicadas; tenía parientes en las más diversas ciudades de Marruecos. Llevé la conversación hacia su cuñada, que había visto días atrás y me procuré información asimismo acerca de su padre en Mazagan. «C'est un pauvre», dijo, «un pobre». Era, como se recordará, aquel hombre que se llamaba Samuel. No ganaba nada. Su mujer trabajaba para él; sola había mantenido a la familia. Si en Marrakesh había muchos judíos pobres, «doscientos cincuenta», afirmó, «la comunidad les da de comer». Por pobre entendía él la gente que pedía limosna; y se desmarcaba muy claramente de esta clase de hombres. El tío al que íbamos ahora a visitar poseía un pequeño cuchitril en las afueras del Melah, donde vendía piezas de seda. Era un hombre enjuto, pequeño, pálido y triste, de pocas palabras. Su tienducha parecía solitaria; nadie se acercó mientras estuve enfrente. Parecía como si todos los transeúntes describiesen un cerco en torno suyo. Contestaba a mis preguntas en correcto francés, quizás algo monosilábico. El negocio iba muy mal. Nadie compraba nada. Se carecía de dinero. Extranjeros no venían apenas a causa de los atentados. Él era un hombre silencioso y los atentados le resultaban demasiado ruidosos. Su lamento era menos acre que vehemente. Pertenecía a ese género de personas que piensan en todo momento que oídos extranjeros podían estar a la escucha, y su voz era tan sofocada que a duras penas se le entendía. Le abandonamos como si nunca hubiésemos estado allí. Tuve deseos de preguntar a Élie cómo se había desenvuelto su tío en la boda. En definitiva hacía tan sólo dos días que la familia había celebrado su gran fiesta. Pero reprimí esta pregunta, algo maliciosa, que él de todos modos no hubiese comprendido, y sugerí que debía volver a casa. Me acompañó hasta el hotel. Pero en el camino aún me mostró la relojería en la que trabajaba su hermano. Eché un vistazo desde fuera y le vi cómo, serio, reclinado sobre una mesa, observaba a través de una lupa las piececitas de un reloj. No quise molestarle y seguí andando sin que se diera cuenta. Me detuve frente al hotel para despedirme de Élie. Su prodigalidad con sus parientes le había dado de nuevo ánimos y volvió a hablar de la carta. «Le traeré el nombre del comandante», me dijo, «mañana.» «Sí, sí», respondí, y entré raudo y dando gracias a ese mañana. Desde entonces aparecía diariamente. Cuando yo no estaba daba la vuelta a la manzana y volvía de nuevo. Si seguía sin aparecer, se plantaba en la esquina frente a la entrada del hotel y aguardaba pacientemente. En días más osados tomaba asiento en el hall del hotel. Pero no permanecía sentado allí más que un par de minutos. Sentía aversión por el personal árabe del hotel que le trataba con desdén, pues quizás le reconocía como judío. Apareció con el nombre del comandante. Pero trajo también todos los documentos que había poseído a lo largo de toda su vida. No los trajo de una sola vez. Cada día se añadía uno o dos que había recordado entre tanto. Parecía ser de la opinión de que yo podría redactar muy bien, con sólo quererlo, la deseada petición al comandante de Ben Guérir, y sobre su efecto, una vez hubiese sido escrita, no albergaba la más ligera duda. Los papeles tenían algo de irresistible en tanto se leía al pie un nombre extranjero. Me trajo referencias de todos los puestos en los que había estado; realmente había trabajado hacía poco tiempo de «plongeur» con los americanos. Me trajo referencias de su hermano menor, Simón. Jamás venía sin sacar un papel del bolsillo y ponérmelo ante los ojos. Se cuidaba de aguardar brevemente al efecto de mi lectura y proponía entonces variaciones al texto de la carta que yo debía escribir al comandante. Entretanto había comentado por mi parte hasta el mínimo detalle todo el affaire con mi amigo americano. Éste se ofreció para recomendar a Élie Dahan a sus paisanos, pero no esperaba de ello nada para el joven. Ni conocía al comandante, ni siquiera a una persona que tuviese influencia en la adjudicación de puestos. Pero ambos no queríamos robarle a Élie la esperanza y así fue como se escribió la carta. Yo quedé más aliviado cuando pude recibirle con esta noticia y, por variar, meter la mano en el bolsillo y poder sacar un papel. «¡Lea usted!», me dijo receloso y algo serio. Leí el texto inglés de principio a fin, y a pesar de que sabía que no entendía una palabra de todo aquello, leí lo más lentamente que pude. «¡Traduzca!», dijo sin inmutarse. Traduje y di a mis palabras francesas una nota enfática y festiva. Le entregué la carta. Buscó algo y comprobó entonces la firma. La tinta no era muy oscura y movió la cabeza. «Esto no podrá leerlo el comandante», dijo, y me devolvió la carta. Sin el más leve recato añadió: «Escríbame tres cartas. Si el comandante no contesta la carta, enviaré la segunda a otro campamento.» «¿Para qué necesita usted la tercera carta?», le pregunté para ocultar mi estupefacción ante su desenvoltura. «Es para mí», dijo orgulloso. Comprendí que quería incorporarla a su colección de documentos, y la idea de que esa tercera carta era para él la más importante, parecía fuera de dudas. «Escriba su «Pero todo eso no tiene sentido alguno», exclamé. «Nosotros partimos pronto. Si ha de contestarse a la carta, ¡se necesita su dirección!» «¡Escriba su dirección!», respondió impasible; mi objeción no le causó la más mínima impresión. «Eso lo podemos hacer de todos modos», insistí. «Pero su dirección tiene que constar, de lo contrario todo esto es absurdo.» «No», repitió, «¡escriba el hotel!» «Pero, ¿qué ocurrirá si realmente se le desea dar a usted el puesto? ¿Cómo se le encontrará? Partimos la semana que viene y seguro que la respuesta no llega tan rápido.» «¡Escriba el hotel!» «Se lo diré a mi amigo. Espero que no se enoje por tener que escribir de nuevo la carta.» No podía menos de reprenderle por su testarudez. «Tres cartas», fue su respuesta. «Escriba el hotel en cada una de las tres cartas.» Le despedí enfadado y pensé para mí: ¡si no tuviese que volver a verlo! Al día siguiente llegó con cierto talante festivo y me preguntó: «¿Desea usted conocer a mi padre?» «¿Dónde está, pues?», inquirí. «En la tienda. Tiene un negocio junto con mi tío. A dos minutos de aquí.» Acepté y nos dirigimos hacia allá. Se encontraba en la calle moderna que conducía desde el hotel al Bab Agenaou. Yo había recorrido ese camino con frecuencia varias veces al día y echado algún vistazo a las tiendas a izquierda y derecha. Entre los propietarios de esas tiendas había muchos judíos, sus rostros eran dignos de confianza. Me preguntaba si uno de ellos sería su padre, y pasé revista mentalmente: ¿Quién podría ser? Pero menosprecié el número y variedad de estas tiendas, pues apenas hube pisado la calle comencé a maravillarme de cómo hasta ahora jamás tomara en cuenta tan extraordinario comercio. Había azúcar de cualquier género, sea en pilones, sea en sacos. A cualquier altura, sobre todas las estanterías en derredor no había más que azúcar. Todavía no conocía un negocio en el que no se vendiese otra cosa que azúcar y encontré este hecho, Dios sabe porqué, muy divertido. El padre no estaba, pero el tío sí y me di a conocer. Era un hombrecillo desagradable, flaco, de rostro amargado, que no me hubiese merecido la menor confianza. Vestía a la europea, pero su traje se veía sucio y era fácil ver que la suciedad consistía en una mezcla extraña de polvo callejero y azúcar. El padre no estaba lejos y se mandó en su busca. Mientras tanto se dispuso en mi honor, como es costumbre aquí, té de menta. Pero en vista de la subyugantemente empalagosa fuerza del local, me hice a la idea de que tendría que beberlo, fácil vomitivo. Élie aclaró en árabe que yo era de Londres. Un hombre con sombrero de calle europeo sobre la cabeza, que yo había tomado por un comprador, se me acercó unos pasos y dijo en inglés: «Yo soy británico.» Era un judío de Gibraltar y hablaba su peculiar inglés nada mal. Pretendió información sobre mis negocios y como no tuviese nada que decirle repetí la vieja historia sobre el film. Conversamos un poco y sorbí pausadamente el té; en esto llegó el padre. Era un hombre elegante con una hermosa barba blanca. Llevaba una chía y la ropa al estilo de los judíos marroquíes. Poseía una cabeza grande y redonda de amplia frente; pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos risueños. Élie se colocó junto a él y dijo con un emotivo movimiento de brazo: «Je vous présente mon pére.» Todavía no había dicho nada con tanta solemnidad y convicción. «Pére» sonó en su boca francamente sublime y jamás habría pensado que un hombre así de tonto pudiese llegar a tal elevación. «Pére» sonó, en importancia, por encima de «americano»; y yo estaba contento de que del comandante no quedase ya mucho. Estreché la mano del hombre y miré hacia sus ojos risueños. Preguntó a su hijo, en árabe, sobre mi nombre y mi procedencia. Dado que no hablaba ninguna palabra en francés, el hijo se colocó entre nosotros dos y se convirtió, muy en contra de su estilo apenas vehemente, en nuestro intérprete. Explicó de dónde venía y que yo era judío, y le dijo mi nombre. De la forma en que lo hizo, con su indolente y casi inarticulada voz, sonó a nada. «¿E-li-as Ca-ne-ti?» repitió el padre interrogativa y trémulamente. Dijo para sí el nombre un par de veces, a cuyo efecto separaba claramente las sílabas unas de otras. En su boca, el nombre se hizo más importante y bello. Entretanto no me veía sino que miraba al frente; como si el nombre fuese más real que yo y más digno de ser interrogado. Atendí sorprendido y atónito. En su cantinela encontré mi nombre tal como si perteneciese a una lengua extraña que no conocía en absoluto. Lo sopesó generosamente cuatro o cinco veces; me pareció como si oyese el tintineo de las pesas. No sentí preocupación alguna; no era ningún juez. Sabía que encontraría sentido y entidad a mi nombre; y alcanzado ese punto me miró de nuevo y sonrió con los ojos. Estaba ahí como si quisiese decir: el nombre está bien, pero no existía ningún idioma en el que me lo pudiese expresar. Lo leía en su cara y sentí un irrefrenable afecto hacia él. Jamás me habría atrevido a imaginármelo como era. Su estúpido hijo, su amargado hermano, eran ambos de otro mundo, y sólo el relojero había heredado algo de su porte, pero éste no estaba presente; y entre tanto azúcar no habría habido sitio para nadie. Élie esperó a una palabra mía para traducir, pero no proferí ninguna. Permanecí por respeto totalmente mudo, pero quizás también para no romper el prodigioso hechizo del nombre-cantinela. Así estuvimos un largo rato frente a frente. Si sólo comprendiese él por qué no puedo decir nada, me dije a mí mismo, si mis ojos tan sólo pudiesen sonreír como los suyos. Hubiese sido incluso humillante confiar algo a este intérprete, ningún Esperó pacientemente mientras yo perseveraba en mi mutismo. Por último, algo como un vago despecho pasó rápidamente por su frente y dijo una frase en árabe a su hijo, que vaciló un momento antes de traducírmela. «Mi padre ruega le disculpe, pues desearía retirarse.» Asentí y me estrechó la mano. Sonrió y parecía como si tuviese que hacer algo a la fuerza; seguro que era algún negocio. Volvió la cara y abandonó la tienda. Esperé un par de minutos y entonces salí con Élie a la calle. Le dije lo bien que me había caído su padre. «Es un gran erudito», respondió lleno de veneración y extendió los dedos de la mano izquierda hacia arriba, donde quedaron expresivamente suspendidos. «Lee Desde aquel día Élie tenía ganado el juego conmigo. Yo atendía con devoción todos sus pequeños y fastidiosos deseos, porque era el hijo de aquel hombre excepcional. Me dio un poco de lástima que no desease nada más, pues nada existía que yo no le hubiese concedido. Recibió tres cartas inglesas en las cuales sus afanes, su formalidad y honradez, cuando trabajaba alguna vez para alguien, fueron exaltadas hasta el cielo, incluso su absoluta necesidad de lograrlo. Su hermano más pequeño, Simón, al que no conocía de nada, era, en otro terreno, no menos hábil. La dirección de los dos en el Melah fue omitida intencionadamente. En el encabezamiento de las cartas lucía el nombre de nuestro hotel. Cada una de las tres estaba, empero, firmada por mi amigo americano con tinta negra y, al parecer, eterna. Para hacer todavía otra excepción, había añadido su dirección habitual de los Estados Unidos y el número de su pasaporte. Cuando le expliqué a Élie este pasaje de la carta casi no pudo creerlo de contento. Por su parte me transmitió una invitación de su padre al Purim: podía celebrar la fiesta con ellos en casa, en el círculo familiar. Accedí agradecido de todo corazón. Me imaginé la perplejidad de su padre ante mi desconocimiento de las viejas costumbres. Lo habría hecho casi todo mal y las oraciones sólo las hubiera podido repetir como una persona que jamás reza. Me avergoncé frente al anciano al que estimaba y quise ahorrarle esa preocupación. Pretexté trabajo y me prometí a mí mismo cancelar la invitación y no volverle a ver. Me bastó haberle visto una vez. |
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