"Las Voces De Marrakesh" - читать интересную книгу автора (Canetti Elias)

VISITA AL MELAH

A la mañana del tercer día, tan pronto estuve solo, encontré el camino del Melah. Llegué a un cruce donde había numerosos judíos. El tráfico fluía ante ellos y giraba por una esquina. Vi gente que atravesaba un pasadizo que parecía excavado en el muro, y seguí tras ella. Dentro de esa especie de muralla, que lo circundaba por sus cuatro costados, se encontraba el Melah, el barrio judío.

Me hallaba ante un pequeño bazar abierto. En el centro de estancias diminutas se agachaban unos hombres entre mil objetos; algunos iban vestidos a la europea, y estaban sentados o en pie. La mayoría llevaba esa chía negra sobre la cabeza que suele distinguir aquí a los judíos; otros muchos llevaban barba. En las primeras tiendas con las que tropecé se vendían paños. Uno medía seda con el ana; otro dirigía reflexivo y vivaz su lapicero y sacaba cuentas. Incluso las tiendas más ricamente abastecidas parecían muy pequeñas. Muchas tenían clientela; en uno de los puestos se acodaban negligentemente dos hombres muy gruesos en torno a un tercero enjuto, que parecía ser el dueño, y mantenían con él una animada y seria conversación. Pasé de largo tan despacio como me fue posible y observé sus rostros, cuya heterogeneidad era sorprendente. Había caras que con otros atuendos las habría tomado por árabes. También viejos judíos radiantes a lo Rembrandt; clérigos católicos de sosiego y humildad ladinos. Judíos eternos, en quienes la inquietud estaba grabada por toda su figura. Había asimismo franceses, españoles y rusos rubicundos. A uno debería habérsele honrado como al patriarca Abraham, hablaba condescendientemente a un cierto Napoleón, y un petulante sabihondo que se parecía a Goebbels se entrometía en todo momento. Pensé en la transmigración de las almas. Tal vez, me decía, toda alma humana tiene que ser alguna vez judía, y ahora todas ellas han coincidido aquí: ninguna se acuerda de lo que fue anteriormente, y cada una de ellas cree fervientemente que desciende por línea directa de los personajes de la Biblia, cuando se traiciona tan claramente a sí misma en los rasgos, que incluso yo, un extraño, puedo reconocerlo.

Pero tenían algo que era común a todos, y tan pronto como me acostumbré a la variedad de sus rostros y de su expresión, procuré encontrar lo que de hecho constituía esa comunidad. Poseían un modo fugaz de mirar y formarse un juicio de cualquiera que pasaba. Ni una sola vez ocurrió que yo pasase desapercibido. Cuando me detenía, gustaba de adivinarse en mí a un vendedor y de ponderarme para ello. Pero con frecuencia percibía la rauda e inteligente mirada mucho antes de detenerme, cuando andaba por el otro lado de la calleja la captaba también. Aun entre los pocos que holgazaneaban, como los árabes, la mirada no era nada indolente: Venía como un seguro emisario y desaparecía rauda. Se daba entre ellos miradas hostiles, frías, indiferentes, despectivas y de matiz interminable. Pero nunca se revelaban torpes. Eran miradas de personas acostumbradas a estar siempre por encima de las cosas, pero que no querían suscitar la hostilidad que esperaban: ni huella de desafío siquiera; y un cierto temor que se mantenía prudentemente oculto.

Podría afirmarse que la virtud de esos hombres está contenida en su prudencia. La tienda sólo está abierta por un lado, y no necesitan preocuparse por nada de cuanto ocurre a sus espaldas. Las personas mismas en el callejón se sienten más inseguras. Pronto advertí que los «Judíos Eternos» incluso entre ellos quienes actuaban sin descanso y con un punto de indecisión, siempre resultaban ser trashumantes, gentes que llevaban consigo todos sus enseres y que tenían, con ellos, que abrirse camino a través de la multitud, y que ignoraban si alguien no se abalanzaría por la espalda sobre su mísera propiedad; por la izquierda, por la derecha o por todas partes a la vez. Quien se decía propietario de una tienda y en ello perseveraba, siempre podía esperar lo peor.

Algunos, no obstante, se acurrucaban en el callejón y ofrecían chucherías a la venta. Con frecuencia se trataba de montoncitos de verdura o frutas muy llamativos. Se comportaban tal como si no tuviesen verdaderamente nada que vender y se ceñían exlcusivamente a los ademanes propios del negocio. Miraban con desinterés; eran muchos y no me resultó nada sencillo acostumbrarme a ellos. Pero pronto me hice a todo y no me maravillé demasiado cuando vi a un hombre viejo enfermizo acurrucado en el suelo que ofrecía a la venta un único y reseco limón.

Me metí entonces en un callejón que desde la entrada del bazar llevaba a las profundidades del Melah. Estaba demasiado poblado. De entre los innumerables hombres, vinieron hacia mí algunas mujeres sin velo. Una mujer avejentada y apergaminada del todo marchaba a paso lento, parecía el más viejo de los seres humanos. Sus ojos estaban dirigidos fijamente a la lejanía; parecía mirar exactamente a donde se encaminaba. No apartó a nadie; mientras otros describían círculos para abrirse paso, a su alrededor siempre había sitio. Pienso que se la temía: Caminaba muy lentamente y habría tenido tiempo sobrado para maldecir a cada una de las criaturas vivientes. El temor que infundía era, en efecto, el que le daba fuerza en su caminar. Cuando finalmente se cruzó conmigo, me di la vuelta y la miré. Sintió mi mirada, pues se volvió hacia mí tan lentamente como caminaba y la sorprendió de lleno. La esquivé con rapidez; y ante su mirada mi reacción fue tan instintiva que poco después me di cuenta de cuan velozmente caminaba yo mismo.

Pasé por delante de una serie de barberías. Hombres jóvenes, peluqueros al parecer, permanecían ociosos a la puerta; del otro lado, en el suelo, un hombre ofrecía a la venta un cesto de langostas asadas. Pensé en la famosa plaga egipcia y me extrañó que también los judíos comiesen langostas. En un puesto especialmente elevado se acurrucaba un hombre que poseía los rasgos y el color de un negro. Llevaba la chía de los judíos y vendía carbón, que amontonado alrededor suyo, parecía como si tuviese que ser emparedado con él y esperase tan sólo que llegasen los albañiles que deberían llevar a cabo tal cometido. Se comportaba tan sigilosamente que en un principio me pasó por alto, y sólo me di cuenta de su presencia por sus ojos que brillaban en medio de todo aquel carbón. Junto a él vendía verduras un tuerto. El ojo con el que no veía estaba monstruosamente hinchado y producía una impresión amenazadora. Él mismo se ocupaba en trasladar sus verduras. Las hacía cuidadosamente a un lado y luego, con gran cautela, de nuevo hacia atrás. Otro se acurrucaba en el suelo al lado de cinco o seis piedras. Las tomaba una por una en la mano, soplaba sobre ella, la observaba y la mantenía por un momento en el aire. Volvía a colocarla junto a las otras y repetía con éstas el mismo juego. No me miró una sola vez, a pesar de permanecer de pie muy cerca de él. Era la única persona en todo el barrio que no me miró siquiera. Las piedras que pretendía vender no le daban tregua y parecía más interesado en ellas que en los compradores mismos.

Sentí que todo se volvía más mísero a medida que me iba adentrando en el Melah. Quedaron tras de mí los bellos tejidos y las sedas. Ya nadie parecía rico y majestuoso como Abraham. El bazar, justo en la puerta de entrada, era una especie de barrio de lujo; la vida real, la vida del pueblo sencillo se representaba aquí. Me encontraba ahora en una pequeña plaza rectangular que se me reveló como el corazón del Melah. Junto a una fuente oblonga había hombres y mujeres. Las mujeres portaban cántaros que llenaban de agua. Los hombres llevaban sus pellejos de cuero. Las acémilas permanecían junto a ellos y esperaban ser llevadas a abrevar. En medio de la plaza podía verse agachados algunos vendedores ambulantes. Unos exponían carne, otros bollitos fritos; tenían consigo a sus familias, mujer y niños. Era algo así como si hubiesen instalado su hogar en la plaza y viviesen y cocinasen allí.

Campesinos en atuendo beréber pululaban alrededor con gallinas vivas en la mano; las cogían de las patas, que llevaban atadas, cabeza abajo. Cuando se acercaban las mujeres, se las ofrecían para que las sopesasen. La mujer tomaba al animal entre las manos sin que el beréber lo soltara, pero sin variar de posición. Ésta lo apretaba, lo pellizcaba y lo palpaba por allí donde debería tener carne. Nadie decía una palabra durante esta prueba, tanto el hombre, como la mujer, como el animal, incluso, permanecían mudos. Después lo dejaba de nuevo en su mano, de la que seguía colgando, y se dirigía al campesino siguiente. Jamás compraba una mujer una gallina sin antes haber examinado concienzudamente muchas otras.

Alrededor de la inmensa plaza había tiendas, en alguna de las cuales trabajaban artesanos; su martilleo sonaba fuerte entre la algarabía de los hablantes. En un rincón de la plaza había reunidos gran cantidad de hombres que disentían acaloradamente. Yo no entendía nada de lo que decían, pero a juzgar por sus ademanes el asunto trataba de los grandes recursos del mundo. Había diversidad de opiniones que esgrimían con argumentos; me pareció comprender que abordaban con entusiasmo los argumentos de los demás.

En el centro de la plaza se erguía un viejo mendigo, el primero que vi allí, y no era judío. Con la moneda que recibía, se volvía inmediatamente hacia uno de los bollitos que crepitaban en la sartén. Había distintos clientes alrededor del fuego, y el viejo mendigo tenía que aguardar hasta que le tocase el turno. Pero permanecía resignado, tan cercano ya a la satisfacción de su acuciante deseo. Cuando finalmente recibía el bollito se colocaba con él de nuevo en el centro y se lo zampaba con glotonería. Su apetito se expandía como una nube de satisfacción sobre la plaza. Nadie le prestaba atención, y, sin embargo, todos aspiraban el aroma de su bienestar; el mendigo me pareció muy importante para la vida y bienestar público de la plaza, su monumento a la glotonería.

Pero no creo que fuese sólo a él a quien habría que agradecer el feliz embrujo de esta plaza. Me sucedía algo así como si hubiese llegado realmente a otra parte en la meta de mi viaje. No quería marcharme jamás de aquí, desde hacía cientos de años yo había estado aquí, pero lo había olvidado y ahora todo renacía. Veía expresada toda la densidad y calor de la vida que sentía en mí mismo. Cuando me encontraba allí yo era esa plaza. Pienso que siempre vuelvo a esa plaza.

Separarme de ella me resultaba tan arduo que cada cinco o diez minutos volvía de nuevo. Allá donde fuese, por más que penetrase en el Melah, me detenía para volver a la placita, cruzándola en esta o aquella dirección para cerciorarme de que todavía estaba allí. Desemboqué primero en uno de los callejones más tranquilos donde no había tienda alguna; sólo viviendas. Por doquier, sobre los muros, junto a las puertas, a cierta altura del suelo, había grandes manos pintadas, cada dedo netamente perfilado, y por lo general de color azul: Se las consideraba como prevención al mal de ojo. Fue el emblema más común que encontré por aquí, y las personas gustaban de colocarlo especialmente allí donde vivían. A través de las puertas abiertas podía atisbar en los patios; eran más limpios que los callejones. Llegaba a mí la paz de su interior. Por mi vida que hubiese entrado gustoso, pero no me atreví a ello, pues no vi a nadie. No sabía a ciencia cierta lo que podría decir si de repente me tropezase, en una casa semejante, con una mujer. Me asustaba ante la idea de que pudiese sobresaltar a alguien. El silencio de las casas transmitía a uno cierta suerte de circunspección. Pero no duró mucho el silencio. Un fino y agudo estertor, que sonaba en principio a grillos, se acrecentó hasta el punto que me hizo pensar en una jaula de pájaros. «¿Qué puede ser eso? ¡Aquí no existen, evidentemente, pajareras con cientos de pájaros! ¡Niños tal vez! ¡Un colegio!» Pronto no quedó duda alguna; el ensordecedor barullo provenía de una escuela.

Miré por un portón abierto al interior de un gran patio. Se apretaban allí sentados, quizás, doscientos chiquillos; algunos corrían de acá para allá o jugaban en el suelo. La mayoría, sentados en los bancos, sostenían catones en la mano. En pequeños grupos de tres o cuatro se balanceaban agitadamente hacia adelante y hacia atrás y recitaban al tiempo con agudas vocecitas: «Aleph. Beth. Gimel.» Las pequeñas cabezas negras se mecían de un lado a otro; siempre había uno entre ellos más apresurado, sus movimientos más impetuosos; y de su boca salían los vocablos del alfabeto hebraico como un floreciente decálogo.

Ya había entrado y me esforzaba por desenmarañar el trajín de tal cantidad de niños. Los más pequeños jugaban en el suelo. Había un maestro entre ellos, vestido muy pobremente, que en la diestra blandía un cinto de cuero para golpear. Se me aproximó sumiso. Su alargado rostro era chato e inexpresivo; contrastaba ostensiblemente, en su exánime rigidez, con la viveza de los niños. Se comportaba como si no pudiese ser su maestro, como si estuviese muy mal pagado para ello. Era una persona joven, aunque su juventud lo convertía en viejo. No hablaba una palabra de francés y por mi parte no esperaba nada de él. Me sentía satisfecho con permanecer en medio del ensordecedor barullo y de poder observar un poco. Apenas le tuve en cuenta. Tras su rigidez cadavérica se ocultaba algo como de ambición: quería mostrarme de cuánto eran capaces sus niños.

Llamó a un jovencito y le puso delante una página del catón, de modo que yo también pudiese verla, y señaló veloz una tras otra las sílabas hebreas. Cambiaba de una línea a otra, aquí y allá; yo no debía creer que el joven lo hubiese aprendido de memoria, y que recitase a ciegas, sin leer. Los ojos del pequeño centelleaban mientras leía en voz alta: «La -lo- ma- nu- sche- ti- ba- bu.» No cometía un solo fallo y jamás tartamudeaba. Era el orgullo de su maestro y leía cada vez más rápido. Cuando hubo terminado y el maestro le retiró el catón, acaricié su cabeza y le elogié en francés, eso sí que lo entendía. Volvió al banco e hizo como si ya no me viese; entretanto, vino el muchacho siguiente de la fila, que era algo más apocado y cometía errores. El maestro le despidió con un ligero bofetón y todavía hizo salir a uno o dos niños. Durante todo este procedimiento no cesó en lo más mínimo el estrepitoso alboroto; las sílabas hebraicas caían como gotas de lluvia sobre el embravecido mar de la escuela.

Entretanto, otros niños se me aproximaban y me observaban curiosos; unos, desvergonzados; otros, tímidos; algunos, con cierta coquetería. El maestro, según su inexcrutable resolución, despedía con dureza a los tímidos, mientras dejaba hacer a los descarados. Todo tenía su sentido. Él era el pobre y triste señor de esta sección escolar. Cuando hubo terminado la representación desaparecieron de su rostro las mezquinas huellas de complacido orgullo. Expresé mi agradecimiento muy amablemente y, para enaltecerle, con cierto engolamiento, como si fuese yo un visitante insigne. Mi satisfacción era evidente; con mi falta de tacto, que siempre me acompañó en el Melah, decidí volver al día siguiente y ofrecerle entonces algún dinero. Miré todavía un instante a los muchachos, su vaivén me había hechizado; del conjunto fueron lo que más me gustó. Entonces me fui, pero el barullo lo llevé conmigo un buen trecho. Me acompañó hasta el final de la calle.

La calle resultó ser más concurrida al llegar a un importante lugar público. Vi a cierta distancia de mí una muralla y un gran portón. No supe a dónde conducía; pero cuanto más me acercaba, más frecuentemente me tropezaba con mendigos que se sentaban a derecha e izquierda de la calle. Me sorprendieron, puesto que todavía no había visto a ningún mendigo judío. En cada una de las puertas vi a diez o quince en fila, hombres y mujeres rumiando entre ellos, la mayoría gente mayor. Permanecí algo perplejo y silencioso en medio de la calle, en apariencia examinando el portón, cuando en realidad observaba los rostros de los mendigos.

Un hombre joven se me acercó desde un lado, señaló la muralla, y dijo: «le cimetiére israélite», disponiéndose a hacerme entrar. Eran las únicas palabras francesas que hablaba. Le seguí velozmente a través del portón. Parecía avispado, pero no había nada de qué hablar. Me encontré en un lugar tremendamente estéril, donde no crecía ni una mala hierba. Las lápidas eran tan bajas que apenas se las veía; andando se tropezaba con ellas como con piedras corrientes. El cementerio parecía una gigantesca escombrera; quizás lo había sido y sólo más tarde se le había añadido su más auténtico destino. Nada sobresalía del lugar. Las piedras que se veían, y los huesos que se adivinaban, yacían revueltos. No era agradable caminar por aquí, no había forma de hacerse a la idea, y sólo imaginarlo resultaba ridículo.

Los cementerios están dispuestos de tal manera en otras partes de la Tierra que deparan alegría a los vivientes. Vive mucho en ellos, plantas y pájaros; y el visitante, como único ser humano entre tantos muertos, se siente, en consecuencia, alentado y fortalecido. Su propia condición le resulta envidiable. Sobre las lápidas lee los nombres de diferentes personas; ha sobrevivido a cada una de ellas. Sin necesidad de reconocerlo, parece un poco como si las hubiese vencido a todas en el desafío último. También se entristece, es cierto, por tantos que ya no están, pero con ello se siente a sí mismo invencible. ¿En qué otro lugar podía llegar a tanto? ¿En qué campo de batalla del mundo queda como único sobreviviente? Permanece erguido en medio de todos aquellos que yacen. Pero también los árboles y las lápidas se mantienen en pie. Han sido plantados y dispuestos aquí y le rodean como una suerte de legado para su satisfacción, pues ese es su objetivo.

Sin embargo, nada hay sobre este desértico cementerio de los judíos. Es la verdad misma; un paisaje lunar de muerte. Al observador le es francamente indiferente en qué lugar repose alguien. No se agacha y nada busca para adivinarlo. Se amontonan ahí como basura y desearía uno salir huyendo de allí raudo como un chacal. Es el desierto de los muertos sobre el que ya nada crece; el último, el desierto póstumo.

Cuando me hube adentrado un trecho, escuché rumores tras de mí. Me volví y permanecí quieto. También en esta parte de la tapia, cerca del portón, había mendigos. Eran viejos con barba; unos, con muletas; otros, ciegos. Quedé desconcertado, pues no había reparado anteriormente en ellos; y dado que mi guía había tenido tanta prisa, mediaba de seguro entre ellos y yo una distancia de cien pasos. Vacilé, pues, a la hora de atravesar de nuevo esa parte de yermo antes de haberme adentrado más. Pero ellos no titubearon. Tres del grupo de la tapia se separaron y se me aproximaron renqueantes a toda prisa. El primero era un hombre macizo, de anchas espaldas y con una majestuosa barba. Tenía una sola pierna y se lanzaba con brío sobre sus muletas hacia delante. Pronto tomó considerable ventaja sobre los demás. Las livianas lápidas no le suponían impedimento alguno; sus muletas tocaban siempre el terreno en el lugar preciso y no resbalaban jamás sobre ninguna piedra. Se abalanzó sobre mí como una fiera vieja amenazadora. En su rostro, que muy pronto tuve cerca, no había nada que moviese a compasión. Expresaba, como toda su figura, una sola y exigente demanda: «¡Vivo. Dame!» Experimentaba yo el inexplicable sentimiento de que pretendía aplastarme con su mole, y me producía horror: Mi guía, persona ligera y enjuta que poseía la agilidad de un lagarto, tiró rápidamente de mí antes de que el otro me alcanzase. No quería que les diese nada a esos mendigos y les gritó algo en árabe. El hombre recio de las muletas intentó aproximársenos, pero cuando vio que éramos más veloces desistió y se quedó quieto. Le oí maldecir colérico durante un buen rato, y las voces de los demás, que habían quedado rezagados, se unían a la suya en un coro enfurecido.

Me sentía aliviado por haber podido esquivarles, e incluso me avergonzaba por despertar en vano sus esperanzas. La embestida del viejo cojitranco no fracasó a causa de las piedras, que bien soportaron él y sus muletas; fue mejor por la destreza de mi guía. De la victoria en esta desigual carrera no se beneficia Dios. Quise averiguar algo sobre nuestro pobre contrincante y me dirigí al guía. No entendió una sola palabra, y en lugar de una respuesta se ensanchó su rostro en una estúpida sonrisa. A lo que añadía «Oui», siempre «Oui». No sabía ni a dónde me guiaba. Pero el desierto parecía, tras la experiencia con el anciano, no tan desértico. Era él su legítimo morador, un guardián de rocas estériles, de basuras y de huesos invisibles.

Sin embargo, yo había asimilado bien su significado. No había transcurrido mucho tiempo cuando llegué frente a todo un pueblo que se congregaba ante mí. Tras una pequeña elevación desembocamos en una hondonada y aparecimos de repente frente a un oratorio diminuto. Fuera, en semicírculo, se habían acomodado como podían tal vez cincuenta mendigos, hombres y mujeres, con cada una de sus deformidades expuestas al sol, como toda una estirpe de la que descollaban aquellos de edad más avanzada. Tendidos sobre el suelo, en grupos variopintos, se movían todos a la vez, no demasiado apresuradamente. Comenzaron a farfullar bendiciones a la vez que alargaban los brazos. Pero no se acercaron mucho, antes de atravesar el umbral del oratorio.

Miré hacia una estancia alargada y diminuta en la que ardían cientos de candelas. Metidas en cortos cilindros de cristal, nadaban en aceite. La mayoría de ellas se encontraban esparcidas sobre una mesa de regular altura y se las podía mirar como se lee un libro. Un reducido número colgaba del techo en recipientes más capaces. A cada lado del recinto había un hombre en pie, encargado, evidentemente, de dirigir las oraciones. Sobre las mesas próximas se veían algunas monedas. Vacilé en el umbral, puesto que no iba cubierto. El guía se quitó su negra chía de la cabeza y me la alcanzó. Me la coloqué, no sin cierto escrúpulo, pues estaba bastante sucia. Los recitadores me hicieron señas y me introduje entre las candelas. No se me tomó por judío y en consecuencia no recé. El guía señaló las monedas y entonces capté lo que debía hacer. Permanecí sólo un instante. Sentí miedo ante aquel impresionante recinto en medio del desierto, todo lleno de candelas, sólo constituido por luminarias. Difundían una callada serenidad que no cesaba en tanto seguían ardiendo. Quizás únicamente estas tenues llamas era cuanto quedaba de los muertos. En el exterior, sin embargo, se sentía muy de cerca la vehemente vitalidad de los mendigos.

Me mezclé de nuevo con ellos y comenzaron a agitarse de verdad. Por todas partes se apiñaron a mi alrededor, de tal modo que podía entonces abarcar su decrepitud de una sola mirada y me sumieron en una especie de complicada y, ciertamente, violenta danza. Agarraban mi rodilla y me besaban la chaqueta. Bendecían, o así me lo pareció, cada parte de mi cuerpo. Era como si una masa de gente con boca y ojos y nariz, con brazos y piernas, con harapos y muletas, con todo cuanto tenían, con todo de cuanto se componían, se empeñase en pedirle a uno sólo. Quedé aterrorizado, pero no podía desasirme, puesto que estaba conmovido y todo el horror pronto se diluía en esa profunda emoción. Jamás la gente se me había aproximado tanto físicamente. Olvidé su suciedad, me era indiferente; no reparé en la mugre. Sentí qué tentador podía ser para el cuerpo humano vivo dejarse descuartizar. Esta horrible dosis de veneración hace válido el sacrificio, y cómo no suscitar entonces maravillas.

Pero el guía se ocupó de que no continuase en manos de los mendigos. Eran antiguos sus ruegos y todavía no satisfechos. Yo no tenía suficiente calderilla para todos. Apartó con gritos y voces airadas a los descontentos y se me llevó asiéndome del brazo. Cuando tuvimos el oratorio a nuestras espaldas, dijo con una estúpida sonrisa tres veces «Oui», a pesar de que yo no le había preguntado nada. Cuando regresé por el mismo camino no parecía ya la misma escombrera. Pero supe bien a dónde habían ido a parar su vida y su luz conjuntamente. El viejo del portón, el que corrió sobre sus muletas con tanta energía, me miró con hosquedad, pero permaneció mudo y guardó para sí su desprecio. Salí por el portón del cementerio y mi guía se esfumó tan rápido como había venido, y por el mismo lugar. Es posible que viviese en una grieta de la tapia del cementerio y que saliese de ella en contadas ocasiones. Desapareció, no sin antes recibir lo que se le debía, y como despedida repitió «Oui».