"Cuentos" - читать интересную книгу автора (Andahazi Federico)3El doctor Perrier era un hombre que infundía respeto. Afable, cierto, pero de una mirada tan honda y severa que resultaba difícil de sostener; la misma mirada que exhibía el cura Toribio de Almada antes de la intrusión de La Medicina. Nacido en Marsella, el doctor había sido discípulo del Marqués Chastenet de Puysegur y del Abate Faría, quienes le revelaron los inextricables arcanos curativos del Magnetismo Animal. De Pinel había aprendido las aplicaciones del Tratamiento por la Moral, mediante cuyo uso podía devolver a la recta vía de la razón a los espíritus extraviados; tratamiento este que iba desde el consejo franco y sabio, al más efectivo uso del cepo o, llegado el caso, del piadoso azote del látigo. Era autor, además, de un memorable tratado de fisonomopatología sobre las dolencias del espíritu, que se titulaba casualmente, Tratado de Fisonomopatología sobre Dolencias del Espíritu. El libro versaba sobre el arte según el cual podían determinarse, de acuerdo a tales características fisonómicas, tales otras características anímicas o degeneraciones patológicas. Cierto es que el doctor Perrier, después de un desgraciado trance en Lyon, abandonó por completo este arte. Por entonces, se hallaba trabajando en el hospital general local, cuando llevaron a su despacho a un joven que había sido recogido de las calles mientras deambulaba aparentemente perdido. El doctor, luego de someterlo a un exhaustivo estudio, decidió internarlo dejando constancia del diagnóstico: El paciente es un joven de unos doce o trece años. Se deduce inmediatamente, a juzgar por su fisonomía, un profundo grado de idiotismo característico del mongolismo. Presenta los ojos rasgados, los pómulos extremadamente planos y los lóbulos de las orejas son notablemente pendientes: el típico lóbulo del Buda descripto en el tratado de Fisonomopatología. Cuando se lo interroga, sonríe inmotivadamente y pronuncia frases ininteligibles, a la vez que inclina hacia adelante y hacia atrás el torso, semejando este movimiento el llamado reflejo de la reverencia, típico de la idiosia. Lo cierto es que el pretendido idiota del doctor Perrier resultó ser el hijo del embajador japonés. El lamentable episodio puso en peligro las relaciones diplomáticas franco-niponas, de modo que el doctor fue invitado amablemente a abandonar el hospital. Poseído por la verguenza, suplicó que lo tragase la tierra. Augurio que, de algún modo, habría de cumplirse el día que decidió marcharse al fin del mundo que, ciertamente, tenía un nombre: Quinta del Medio. Aunque al principio lo disimulaban, el doctor y el cura no se caían en mutua gracia. En Quinta del Medio era un hecho indiscutible que cuando el cura daba la extremaunción no quedaba otra alternativa que obedecer y morirse. Sucedió sin embargo que el doctor curó a un anciano desahuciado a quien el padre Toribio de Almada había despachado con el último sacramento. El cura, naturalmente, tomó esto como una ofensa personal contra su autoridad y un grave menoscabo a su predicamento. Esta fue la primera desavenencia que precipitó los acontecimientos posteriores, aunque los hechos no pasaron a mayores. Después de este episodio y de otras curaciones poco menos que milagrosas, el doctor no tardó en ganarse el respeto del pueblo. Las visitas al hospital se hacían más frecuentes, las almas castigadas iban a buscar consuelo a sus pesares y los cuerpos dolientes, el bálsamo que morigeraba el sufrimiento. Tal era la eficacia del médico que ya casi nadie acudía a lavar sus pecados en el confesionario ni a pedir el sabio consejo del padre Toribio de Almada. El cura había observado un hecho curioso: desde la fundación del asilo, el pueblo había crecido en número de enfermos que, luego, el mismo doctor se encargaba de curar; que cuando sanaban unos, enfermaban otros y que ya no resultaban ni el tilo ni las cataplasmas ni los baños de pie con mostaza ni siquiera los baños de asiento con hojas de laurel. Las enfermedades eran ahora tan complejas y de nombres tan incomprensibles como lo era la misma medicina del doctor Perrier. Pero bastaba con que el médico apoyara una mano sobre la cabeza de los enfermos y les ordenara curarse para que se iluminaran los ojos de los ciegos y los mudos volvieran a hablar y los postrados a caminar y los tísicos a respirar, y no levantó a los muertos de las tumbas por explícita súplica del registro civil. Pero no era menos cierto que los ciegos, los sordos, los mudos, los postrados y los tísicos habían empezado a padecer tales dolencias, casualmente, desde la fundación del hospital. Tanta era la gente que llegaba al asilo que el doctor se vio obligado a oficiar sesiones masivas de magnetismo. A los pocos meses tuvo que construir en la segunda planta del edificio un salón más amplio al que bautizó con el altisonante nombre de Sala de Mesmer en homenaje al viejo alienista. Las relaciones entre el doctor y el cura terminaron por romperse definitivamente cuando el primero decidió celebrar las sesiones de magnetismo a la misma hora en que se oficiaba la misa del domingo. De un día para el otro la iglesia se había quedado sin un solo feligrés. Tan multitudinarias llegaron a ser las sesiones que la sala no alcanzaba a albergar al gentío venido hasta Quinta del Medio que eran, en rigor, verdaderas peregrinaciones en carreta o diligencia, a caballo o de a pie. Venían los ricos con su cohorte de sirvientes y cargados de equipaje y venían los pobres sin más cargas que las de sus dolencias. Viendo que ya ni siquiera la Sala de Mesmer podía cobijar a tantos visitantes, el doctor Perrier no tuvo otro remedio que apelar a los lugares públicos abiertos; así, decidió magnetizar con sus propias manos y en un acto multitudinario, el sauce de la plaza, a cuyo pie se formarban interminables filas de enfermos que debían esperar horas hasta poder tocar el tronco para obtener la curación. Algunos llegaron a arriar el ganado hasta la plaza para despojar a los animales de parásitos y garrapatas. Otros esperaban días enteros para consultar personalmente al doctor Perrier. Y no faltaban quienes se acercaban a pedirle absoluciones y hasta bendiciones. Pero las cosas pasaron a mayores cuando el pueblo empezó a faltarle el respeto al cura Toribio de Almada. Algunos exageraban maliciosamente su inocente afición por el juego que, en realidad, no pasaba de algún que otro tute cabrero por unos pocos pesos y su católico pero moderado gusto por el vino. Las habladurías pronto se convirtieron en anatemas hasta que la paciencia de Dios terminó por colmarse y sucedió lo que debía suceder. |
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