"Cuentos" - читать интересную книгу автора (Andahazi Federico)4Fue en el día de San Bonifacio que es el Santo de los sepultureros y al que invocan los verdugos para que el Altísimo les dé puntería. A las diez en punto un lejano bullicio rompió el silencio de la noche. Dos disparos anticiparon un griterío general. El padre Toribio de Almada, que se disponía a acostarse, alcanzó a ponerse la sotana -que acababa de quitarse-y, descalzo como estaba, corrió hasta la puerta. El tumulto venía desde el final de la calle. Entre el alboroto de gente que corría de aquí para allá, el cura, de pie en el atrio de la iglesia, vio cómo el doctor Perrier se asomaba desde el vano de la puerta del asilo mientras se acomodaba, perplejo, la chaqueta blanca. Se miraron a los ojos durante un tiempo incalculable. Ninguno de ambos sabía aún de qué se trataba todo aquello, pero el cura intuía que allí, en el fondo de la calle, en el interior de aquel rancho miserable desde el cual -ahora podía distinguirlo-provenía el griterío, estaba, podía jurarlo, el prestigio perdido. El padre Toribio de Almada se lanzó a la carrera calle abajo. El doctor Perrier no iba a permitir que nadie le arrebatara el predicamento ganado, de modo que, a medio vestir, se precipitó tras los pasos del párroco. Corrían entre el gentío, uno descalzo y sosteniéndose la sotana por encima de las rodillas, el otro con paso vacilante de miope, en una carrera torpe pero desesperada. Los dos a un tiempo llegaron a la puerta de la casa desde donde provenía el alboroto. Cuando entraron tuvieron frente a sus ojos un paisaje tartáreo: una mujer que acababa de ser enlazada y atada como un carnero, vociferaba y maldecía en latín -idioma que, desde luego, ignoraba- con una voz áspera, masculina, surgida como desde el fondo de una caverna y sin que articulara los labios. Tenía los ojos inyectados en sangre y presentaba una tez decididamente violeta. Se agitaba con movimientos de serpiente o bien saltaba en el mismo lugar como una tarántula. Momentos antes, había atacado, sin que mediara motivo, a su marido y a sus tres hijos a punta de cuchillo, afortunadamente sin mayores consecuencias. Su esposo se vio obligado a hacer unos disparos al aire ya que no había forma de domeñarla y, por fin, un vecino pudo enlazarla y, entre diez hombres, lograron atarla a uno de las vigas del techo. La presencia del cura y del médico había tranquilizado a familiares y curiosos que asomaban su estupor por las ventanas. El padre Toribio de Almada daba vueltas en torno de Robustiana Paredes -tal era el nombre de la mujer- quien, colgando desde el techo, le enseñaba los dientes como lo haría un lobo acorralado. Con una mano el cura apretaba el crucifijo y con la otra no dejaba de santiguarse. El veredicto del padre no se hizo esperar: primero recordó en voz alta y grandilocuente algunos párrafos del libro del padre Gassner, sacerdote de los Grisons, relativos a los exorcismos practicados en Ratisbone: uno a uno, todos los signos que presentaba la mujer correspondían, como era evidente, a un caso de posesión demoníaca. No había terminado de hablar, cuando se escuchó la estruendosa caracajada del doctor Perrier. Con voz decidida, se interpuso entre el cura y la mujer, la risa del médico se había transformado en ira. Entonces emprendió una arenga inflamada, cómo se podía ser tan ignorante, supersticioso y, sobre todo, irresponsable, dijo. Habló con una decisión tal que hasta la propia víctima, entre estertores y gruñidos, parecía asentir y prestar acuerdo con el médico. Era clarísimo, dijo, que se trataba de un típico caso de histeria demonopática. Y repitió con firmeza mirando severamente al párroco: histeria demonopática. Fue una calurosa discusión que cerca estuvo de terminar a golpes de puño. Entonces terció la tímida opinión del marido de la víctima. Sin ánimo de ofender a nadie, dijo, y apelando al mismo juramento que hiciera frente al cura el día en que se casó, en cumplimiento del cual se había comprometido a cuidar de su mujer tanto en la salud como en la enfermedad, invocó su derecho a decidir qué hacer con su esposa. Dado que se presentaban dos alternativas planteadas por sendos hombres sabios, dijo, él debía elegir una de ambas: exorcismo o terapéutica médica. Desde las ventanas, los vecinos y curiosos manifestaban sus opiniones a los gritos. En una suerte de compulsa popular se decidió por unanimidad la internación de la enferma en el asilo donde la mañana siguiente habría de ser sometida por el doctor Perrier a una sesión de magnetismo. El cura se encogió de hombros, giró sobre sus talones y se retiró meneando la cabeza, como así dijera "perdónalos, no saben lo que hacen". Fue una noche larga y tensa. Quinta del Medio guardó una temerosa vigilia, sobresaltada por los furiosos anatemas en latín que podían oirse de extremo a extremo del pueblo. Con las primeras luces del alba, una procesión hecha de miedo y asombro acompañó a la enferma -maniatada y rugiente- desde la casa hasta la Sala de Mesmer. Una multitud se hacinaba expectante, esperando la curación. Cuando finalmente el médico -ayudado por diez asistentes- subió a la enferma a la tarima, se desató una ovación como si fuera a iniciarse un acto circence. El doctor Perrier pidió silencio. La enferma, atada por la muñecas y los tobillos, se revolvía más furiosa que nunca. Los asistentes se alejaron a una distancia prudente y el médico quedó cara a cara con la mujer. Primero posó la palma de su mano en la frente de la enferma y, con voz imperativa, le ordenó que se durmiera. Esto último pareció tener un efecto inmediato: la mujer, exánime, dejó caer pesadamente la cabeza sobre el pecho. Luego le ordenó que se pusiera de pie. Como una sonámbula, así lo hizo. El doctor le explicó que ahora él contaría hasta diez y que, cuando concluyera la cuenta, ella se olvidaría de todo cuanto hubo sucedido desde la noche anterior. El médico contaba lentamente y, entre un número y el siguiente, la conminaba a que recordara los momentos más felices de su vida. La expresión de la enferma había cambiado de aquella mueca bestial de fiera a una actitud de tierna mansedumbre. El público, boquiabierto, seguía los movimientos del médico con una mezcla de asombro y pleitesía. El padre Toribio de Almada, sentado en el rincón más oscuro de la sala, pedía perdón a Dios por no poder ver alegrarse a su corazón por la recuperación de la mujer. Finalmente el doctor concluyó la cuenta de diez. Le ordenó a la paciente que despertara, a la vez que le desataba los pies y las manos. La mujer tambaleó un poco, sacudió levemente la cabeza y, para espanto del médico, vio cómo sus ojos se abrían con la expresión de malicia más espantosa que jamás haya visto. Libre de ataduras, Robustiana Paredes, poseída y furiosa, se abalanzó sobre el cuello del médico, prorumpiendo en maldiciones dichas con aquella misma voz masculina y cavernosa. El cura saltó de su silla y, aterrado, vio como la multitud que hasta hacía unos momentos aplaudía, ahora se contagiaba de una furia idéntica a la que exhibía Robustiana Paredes. Ayudado por sus colaboradores, el médico pudo escapar de las manos de la poseída y correr escaleras abajo. El padre Toribio de Almada, considerando la iracundia general repentina y, sobre todo, su proximidad con la puerta, huyó calle arriba. En su carrera pudo escuchar cómo la turbamulta bramaba frases en latín. A su lado corría el doctor Perrier. |
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