"Zona erógena" - читать интересную книгу автора (Djian Philippe)

11

Esperé a Nina durante una hora larga en el aparcamiento del supermercado; hacía tanto calor que había bajado todos los cristales y me pasaba todo el rato despegándome del respaldo de skai. Prácticamente dormitaba en ese principio de tarde luminosa, con un ojo semiabierto tras las gafas de sol. La radio retransmitía íntegro un concierto de los Stranglers. Nina me había dicho quédatesi quieres oírlo, quédate, puedo arreglármelas perfectamente.

Bueno, así que al cabo de una hora larga vi llegar un mogollón de paquetes con las piernas apretadas por un tubo amarillo limón. Bajé para ayudarla a meter las cosas en el maletero.

– ¿Ha sido bueno? -preguntó.

– ¿Eh…? Ah, sí, me gustan sobre todo los últimos trozos.

– Aún tenemos que ir por la ropa -dijo ella.

– De acuerdo -dije yo.

– También tenemos que comprar cigarrillos. Luego en la tiend del italiano tardaré unos cinco minutos; compraré algunas de esas cosas con queso para esta noche…

Arrancó y luego encendió un cigarrillo mentolado.

– Espero que estés en forma, ¿eh? -me dijo.

– Claro. Los vamos a machacar.

Me quedé mirándola mientras conducía. Me tomé todo tiempo del mundo. Iba un poco de prisa, evidentemente, pero la circulación era fluida y yo no me preocupaba demasiado. A fin de cuentas era su coche, y además tenía un perfil radiante. Hasta el momento no nos los montábamos mal del todo, incluso nos lo montabamos bastante bien los dos. Yo aún no había vuelto a trabajar en mi novela; lo único que hacía era vivir con ella, ni de noche ni de día nos separábamos; yo no pensaba en nada. Está bien eso de vivir con una mujer; a veces incluso consideraba que demasiado bien, y la cosa parecía una broma.

Un airecillo suave entraba por las ventanillas, y no creo que nadie pueda pedirle más a la vida. Yo no tenía nada pero no apetecía nada realmente. El coche ronroneaba. Yo aún no tenía treinta y cuatro años y, carajo, la savia seguía corriendo por mi interior. Sí, ni siquiera había cumplido treinta y cuatro años y tenía la suerte de poder degustar momentos así. No me lo montaba tan mal. Saludé con un ligero signo amistoso al guardia que estaba de plantón en un cruce, cociéndose al sol. Le di mi bendición. Me estiré. En realidad, no me había dado cuenta de que la semana pasaba. Todo se había arreglado maravillosamente desde el principio: Marc se había llevado a Cecilia, Sylvie se había largado y, apenas Lili hubo cerrado los ojos, acorralé a Nina contra el reborde de una ventana. Estaba trompa pero le bloqueé una pierna con mi cadera y le rompí las bragas por la mitad. No pude hacer otra cosa. La cabeza de mi cacharrro lucía violeta oscuro. A continuación, pusimos la directa; eran mis últimos cartuchos y no iba a dejar que me agarraran vivo. Seguimos jodiendo en la cama.

Al día siguiente continuaba el milagro, hubo algunas llamadas por teléfono, y Lili volvió a casa de su padre. Yo estaba totalmente de acuerdo con Nina, teníamos necesidad de reencontrarnos un poco a solas los dos para volver a aprender. Simplemente ella y yo. Por lo que a mí respecta, volví a aprender rápidamente. Sólo había olvidado un poco, hasta qué punto ADORABA acostarme con ella; creo que es preciso conocer una cosa así al menos una vez en la vida.

– ¿Te estás durmiendo? -preguntó ella.

– ¿Estás de broma?

– Tenías los ojos cerrados, especie de tramposo. Te los veía perfectamente bajo las gafas.

– Es el sol interior, ¿sabes?

– Oye, tendrías que darme algo de pasta.

Le di la que llevaba y paró para ir a la lavandería. Luego la calle dirigiéndome un leve saludo, y entró en la tienda del italiano.

El espectáculo me puso soñador. La verdad es que desde hacía una semana no había bajado de las nubes. Era el tipo de la eterna sonrisa en los labios. El tipo de la cabeza partida. Las puertas del coche ardían; no era cuestión de dejar caer el brazo por fuera, asi que salí. Me regalé un helado y me lo tomé en la acera, delante del escaparate del italiano. Me quedé plantado al sol, con mi cacharro congelado entre los labios. La veía discutir con el tipo y mover su cabellera rubia, a través de los reflejos plateados y de las mortadelas que colgaban del techo, como bombas blandas y rosadas. Realmente era una tía de narices. A fin de cuentas, la separación nos había beneficiado. Ella no me había dado demasiadas explicaciones acerca del episodio de la habitación de la mierda, pero tampoco yo estaba ávido de detalles; la cosa ya me jodia suficientemente sin removerla. Tal vez el tipo estuviera medio chiflado, pero ella, ¿cómo había llegado hasta allí? La verdad es que había preparado cuidadosamente su montaje, me había endosado a su hija para poder joder a brazo partido, y eso era lo único que yo veía. El resto era más fácil de olvidar, aunque el tipo fuera un picha de oro. La cosa se me ocurrió al ver las mortadelas que se balanceaban encima de ella, aunque no puede decirse que el tema me obsesionara. No me gusta pensar demasiado cuando estoy con una chica. Trato de no perderme ni una migaja.

La acera estaba desierta, y yo era el único candidato a la insolación. Por supuesto, el tipo la acompañó hasta el umbral de la puerta. Entiendo que le era difícil montárselo de otra manera. Siguió camelándosela, mientras intentaba echar una ojeada por la abertura de la camiseta de Nina para ver qué hacían sus tetas; ni siquiera yo pude dejar de mirar el bamboleo por encima de mis gafas… Apenas estemos solos le pediré que se quede únicamente con esa camiseta, pensé; y ahora éramos los dos mirones. Me acerqué a ella para darle una lección al italiano, para darle una prueba de que el mundo es injusto. Tomé a Nina por la cintura, e hice una observación acerca de lo que acababa de comprar, le dije espero que bastará si nos pasamos tres días más en la cama. Caminamos lentamente hasta el coche. Yo estaba seguro de que iba a sonar un disparo en la tienda.

A continuación, fuimos sin prisas hasta la casa de Yan. Normalmente, era una velada para hacerse con dinero, y la verdad es que hacía falta. Navegábamos en plena crisis y el problema consistía en mantenerse a flote de una forma u otra. Yan ya había organizado algunas buenas partidas de póquer en su casa, con tipos que localizaba en el bar, que llevaban los bolsillos forrados y que estaban me-dio dormidos. Reconozco que los elegía bien; la última vez había sido una pareja que vendía carne al por mayor. Hacia el final, el tipo se enjugaba la frente sin cesar, mientras la mujer rastrillaba el fondo de su bolso para cubrir la última postura. A la una de la madrugada el problema estaba resuelto, y los habíamos acompañado tranquilamente hasta la puerta.

Llegamos los primeros y encontramos a Yan al fondo del jardín, hundido en una tumbona y con una copa en la mano, aprovechando los últimos rayos del sol.

– ¡Brigada contra el juego! -grité.

Me enseñó su copa sin volverse.

– He pensado en ti -me dijo-. Está preparada en la cocina.

– Enseguida vuelvo -dije.

Había una jarra llena de Blue Wave en la nevera, y estaba cubierta de escarcha cuando la saqué. Era uno de mis cócteles preferidos, de un espléndido color azul lapislázuli. También había rodajas de limón para ensartar en las copas; cuando el condenado de Yan hace las cosas, siempre tienen un cierto nivel, con la marca de la finura homosexual, lo que da un cierto toque particular. Yan era mi único amigo, y la cosa no me iba mal. La verdad es que cuando miro a mi alrededor me parece que tengo suerte por tener un amigo.

Repartí las copas y me senté en la hierba. Estaban hablando. Mientras, yo me dediqué a mirar algunas gaviotas, que revoloteaban por encima de los techos sin el menor esfuerzo, planeando en tas corrientes de aire caliente con la mirada inmóvil. Comprendo por qué tienen el cerebro pequeño. Mi cerebro más bien me clava al suelo.

Barrí esa mala vibración con una Ola Azul, y al mismo tiempo cayó la noche. En el preciso momento en que hacía bajar mi copa. Y me hice esta reflexión, me dije no hay nada tan espantoso como descubrirse un poco más cada día. Llegado a ese punto, sentí necesidad de hablar con alguien.

– ¡Eh! -exclamé-. ¿Qué cono estáis haciendo? Podríamos tomarnos las cosas esas de queso, ¿no?

– No -dijo Yan-, nos las tomaremos en la mitad de la partida. Haremos un descanso.

– Bueno, espero que traigan algo…

– No creo, no es su estilo.

– Jo, me pone enfermo -comenté-. ¿Qué puede ser tan importante como para que pasemos la velada con tipos así?

Yan apartó algo invisible de delante suyo, con gesto irritado.

– Oye, no nos fastidies. Tú y tu maldita beca. Si apenas te da para comer…

– De acuerdo -admití-. Creo que tratan de convertirme en un mártir. A lo mejor temen que mi talento quede ahogado con un poco de dinero; o no se atreven a hablarme de estas cosas a la cara…

En aquel momento llamaron a la puerta. Yan fue a abrir. Le sonreí a Nina. Me terminé mi copa y llegaron dos tipos. Eran dos tíos de treinta o treinta y cinco años, con camisas de colorines, y «Ray Ban» estilo new wave, y un aire muy suelto. En general, los tipos con aire suelto me fastidian con bastante rapidez. El más bajo atravesó el jardín por las buenas, sin decir ni hola, y se aposentó en la tumbona de Yan. Estiró las piernas y las dejó debajo de mi nariz.

– Uuuaaauuuuuu… -soltó-. Se está bien aquí.

Me levanté. Era prácticamente de noche y aquellos dos imbéciles seguían con sus gafas de sol puestas como dos tarados. Todo lo demás hacía juego, la ropa, la actitud, el propio olor, e incluso ese brillo en la sonrisa. Un brillo ferozmente estúpido.

– Bueno, ya es de noche. Adentro -dije yo.

Pasé por la cocina dando un rodeo para llenar mi copa, y ya el contré a todo el mundo en la otra habitación. Yan hizo rápidamente las presentaciones, pero yo miraba hacia otro lado; me preguntaba cuánto daría por no tener que soportarlos y calculaba cuánto les iba a sacar. Así que hice una rápida sustracción para ver si la cosa funcionaba. Un coche hizo rechinar los neumáticos en una curva, y yo me bebí mi Veneno Azul mientras Yan nos situaba alrededor de la mesa. A los tipos les crujían los billetes en los bolsillos.

El juego arrancó lentamente. Fue un verdadero suplicio. Aquellos dos imbéciles confundían el póquer con una partida chusca, hablaban sin cesar y bromeaban con Nina; se habían fijado en sus pezones a través de la camiseta, y seguro que podría haber cambiado veinte veces mis cartas sin que se dieran ni cuenta. Pero el juego aún no valía la pena, todavía no había salido todo el dinero.

Estaba incluso perdiendo un poco cuando hicimos la primera pausa. Dejé a Nina con aquellos dos y me reuní con Yan en la cocina. Me serví un gran vaso de agua.

– Vamos a tener que ponernos serios -dijo Yan-, esto es una verdadera lata…

– Aja, no hay ningún sistema fácil para hacernos con el dinero. Y atracar un Banco aún parece más duro.

– Parece que Nina les interesa. Vamos a aprovecharlo.

– Tengo cojones como escritor, pero no como individuo. Ni siquiera sería capaz de quitarle el bolso a una abuelita ciega. Estoy condenado a ganarme mi pasta, y el combate es difícil.

– Oye -dijo Yan-, vamos a comernos esas cosas de queso a todo gas, y luego vamos a hacer que esta partida arda como una hoguera. Los vamos a hacer sudar un poquito…

– ¿Por qué? ¿Esperas visita? -pregunté yo.

– Exactamente. Pero no lo conoces.

– Bueno, espero que sea menos imbécil que el último.

– Oh, cómo puedes decir que era imbécil si nunca habías hablado ni una palabra con él.

– Hay gente a la que tengo la suerte de no dirigirle jamás la palabra.

– No le diste ni una sola oportunidad de justificarse.

– Claro que no -dije yo-. Nunca doy una segunda oportunidad a un tipo que me aborda berreando: «Uy, ¿tú eres el que escribes esos poemas tipo búscame el nudo…?»

Así que servimos las cosas de queso, amontonamos unas cuantas botellas de cerveza en la mesa, y seguimos con la partida. Ellos continuaron charlando un poco al principio, se tomaban la partida a la ligera y soltaban algunas coñas mortales sobre el sexo. Nina los tenía trincados en sus asientos, se tocaba soñadoramente las tetas entre cada reparto o se balanceaba en su silla, con una mano apretada entre los muslos. Esos pequeños detalles nos permitieron jugar un póquer nervioso e incisivo, en el que nos llevábamos todas las manos importantes.

Paramos de nuevo hacia medianoche, cinco minutos para beber y abrir las ventanas. Yo ya había ganado el equivalente a mi cheque mensual. No estaba nada mal. Era inesperado. Los tipos no parecían en absoluto molestos por haber perdido todo ese dinero. Yo en su lugar me hubiera puesto realmente enfermo aunque a lo mejor nos habían caído unos tipos con el riñon forrado, de esos que ponen de rodillas a sus banqueros y se tiran a sus mujeres; unos tipos de esos que seguro que no tienen NINGUNA PREOCUPACIÓN MATERIAL.

Empezaba a hacer calor, como si se anunciara una tempestad, pero el cielo seguía claro y estrellado en lo alto de la ventana. El calor subía directamente del juego, y de la tensión nerviosa que provoca haber hecho trampas varias veces seguidas y tener juegos espléndidos. Hacía calor, y Nina empezó a tomar colores en serio. Estoy seguro de que sus tetas habían aumentado de volumen, y me la imaginaba toda mojada, chorreando. Cagoendiez, pensé, ¿todavía no se les ha acabado todo su dinero?

Durante la pausa me incliné hacia ella, aprovechando que Yan discutía con los otros.

– No sé cómo se las apañan para aguantar -le dije.

– Tienen pasta. Tienen un verdadero mogollón de pasta.

– No, quiero decir para no saltarte encima.

– Pero la cosa funciona, ¿no? Me parece que no acaban de concentrarse, ¿verdad?

– Eres una tía sensacional -le dije.

– Me gustaría tanto que estuviéramos los dos solos, y que volvieras a decírmelo…

Me incorporé a medias para echar un vistazo a los otros, y volví a inclinarme hacia ella:

– De acuerdo -dije-. Tomo nota.

Miré un momento entre sus piernas el tejido amarillo que se le pegaba a los muslos. Esa imagen barría con todo en mi cerebro. El veneno empezaba a correr por mis venas, y hasta que terminó la partida no pensé más que en una cosa, en una única cosa, en meterme en su vagina.

Estuve sufriendo durante todo el resto de la partida, plegado en mi silla con el pito tieso y aplastándose contra los botones de hierro de los tejanos. No lograba concentrarme y ya habíamos perdido, por mi culpa, varias buenas manos; pero el póquer no es nada comparado con el Juego Supremo, unos cuantos billetes muertos contra algo vivo. Soñaba dos tetas empapadas de sudor cuando le di una mala carta a Yan. No vi las miradas que me lanzaba. En esa mano perdí un mes en las islas, y una segunda vez vi volar el equivalente a un magnetoscopio del tipo zona superior de la gama, que me habría permitido pasarme días enteros viendo películas, con una reserva de cigarrillos y cervezas. Todo eso volaba de golpe y por culpa mía, pero me importaba un comino; lo único que quería era acostarme con Nina lo antes posible.

Los tipos se quedaron todavía un buen rato, y mientras tanto llegó el amiguito de Yan. Vi que se besaban en la oscuridad, muy rápidamente, porque esperábamos a Yan para repartir. Era un tipo de unos dieciocho años, no más, con el cabello rubio y los ojos maquillados. Se sentó en un rincón sin concederle ni una mirada a nadie, con las piernas cruzadas y los puños hundidos en los bolsillos de su chaqueta.

Yan propuso que se fijara una hora para el término de la partida. A los otros la cosa les pareció totalmente normal, perdían un buen pastón pero ni chistaron. A lo mejor tenían dinero para perder, o tal vez se habrían pasado la noche metiéndole ese dinero a una tragaperras, aunque la tragaperras estuviera estropeada; así que nos quedamos con la pasta.

El compañero de Yan se levantó un momento y nos distribuyó unas cervezas. Hizo una pausa antes de pasarme la mía:

– Oye, ¿tú eres el que escribes esos poemas? -me preguntó.

– No -le dije-, ¿o te refieres a esas cosas tipo búscame el nudo…?

– Claro, a eso.

– Yan -declaré-, ya lo ves, date cuenta de que todo está jugado por anticipado.

Pero el muy cerdo no levantó los ojos de su juego. Luego liquidamos las últimas manos y los tipos se tomaron una última copa mirando a Nina. Se me hizo muy largo, creí que no iba a terminar nunca y el día estaba a punto de llegar. Debían de ser las cuatro de la madrugada y se tiraron una enormidad de tiempo diciendo gilipolleces en la acera, buscando por todas partes las jodidas llaves de su puto coche. Todos estábamos afuera y los vimos arrancar en la madrugada, rasgar unas hebras de bruma rosada, escalar lo alto de la calle y doblar a la derecha justo después del semáforo. Y volvió el silencio. Di media vuelta para entrar en la casa, y el tipo de dieciocho años estaba plantado justo detrás mío.

Le dediqué una sonrisa.

– Me gusta todo esto, me gusta el silencio y la madrugada irreal -me burlé-. Me gustan todas esas cosas de tipo búscame el nudo, ¿sabes?

– De forma general, no puedo cargarme toda la poesía -dijo.

– Eso está bien -le dije-. Sigue así…

Yan juntó las cartas bostezando, amontonamos todos los billetes encima de la mesa y nos repartimos el dinero. Buenas noches, dije mientras saludaba a todo el mundo con mi paquete de pasta. Nina me alcanzó en la escalera y entramos en una habitación. Ella se lanzó sobre la cama, y de verdad que no había sido preparado con antelación, pero dos o tres rayos de sol pasaban a través de las persianas y resbalaban sobre su cuerpo, cortándola en rodajas. Me senté a su lado, adelanté una mano entre los hilos de luz y la moví lentamente a través de ellos. Me dejé aturdir por el olor de sexo que perfumaba delicadamente la habitación. Poco a poco el sol empezó a trepar por las paredes, y yo la penetré tomándome todo el tiempo del mundo.