"Zona erógena" - читать интересную книгу автора (Djian Philippe)

12

Me desperté antes que ella, cerca del mediodía, y la casa estaba silenciosa y tibia. Me costó un rato comprender que estábamos en la habitación de Annie. A continuación recordé que Yan me había explicado no sé exactamente qué acerca de ella, en todo caso que se había ido durante unos días. Pensé en ella, imaginé que volvía a su habitación y me encontraba enrollado en sus sábanas, con ese abominable par de cojones y con barba de tres días. Me levanté silenciosamente, me puse los pantalones, y bajé. Hacía buen tiempo, el piso de la cocina estaba caliente bajo mis pies y hurgué vagamente en los armarios buscando el café. Puse agua al fuego, me quedé de pie frente a la olla, y esperé tranquilamente a que aparecieran las burbujas, balanceándome sobre uno y otro pie.

Al cabo de un momento empecé a sentirme realmente raro, como un tipo que vuelve lentamente en sí después de un desvanecimiento, incluso la luz exterior me parecía diferente. No era nuevo para mí, no era la primera vez que me pasaba. Y sin embargo habría jurado que la vida con Nina era formidable, había degustado cada minuto hasta en los menores detalles; no entendía por qué me sentía tan jodido así de golpe.

Fui hasta la ventana y miré la calle durante largo rato. Miré a la gente que pasaba por la acera. Era un espectáculo bastante triste y bastaba para fastidiarte el día, pero me di cuenta demasiado tarde. Así que me encontré con la frente apoyada en el vidrio mientra Yan me acariciaba el hombro.

– Qué tonterías -dijo-. Es un día hermoso.

Su voz me parecía lejana, y su mano falta de vida.

– Oye -le dije- ¿podrías prestarme tu coche?

– No. Ella se va a creer que yo tengo algo que ver.

– Qué va. Esta vez le dices que se trata de una cosa grave, que me han llamado con urgencia…

– ¿Y quién podría llamarte con urgencia a ti? -preguntó.

– No estoy de broma -le dije.

Me soltó el hombro sin contestarme, y yo puse mala cara mientras se servía una gran taza de café. Di vueltas a su alrededor rechinando los dientes. Nina podía despertarse de un momento a otro.

– Oye -le dije-, en todo caso tú podrías pedirme cualquier cosa, y yo la haría sin ni siquiera tratar de entender.

– Es demasiado fuerte -señaló Yan-. Te pasas mucho.

– Me cago en la puta. He hecho lo que decían. He seguido el asunto al pie de la letra.

Colocó la taza en un rincón de la mesa y sacó las llaves del bolsillo. Las sostuvo en el aire.

– Me molestaría que te suicidaras en mi coche -dijo-. Acaban de ponerme la caja de cambios nueva.

– Vale, tranquilo, que no voy a ir por ahí como un loco.

Corrí hasta la habitación para recuperar mis cosas, y giré en torno a la cama más silencioso que una serpiente y con la mirada clavada en aquel cuerpo dormido. Me reí porque era duro luchar contra eso. Me quedé plantado a su lado con aquel deseo enloquecido que me invadía, pero no hice ni el menor gesto. Respiraba tranquilamente, e hice chasquear una por una las articulaciones de todos mis dedos. Estuve así al menos cinco minutos, apuñalan dome con sus rizos rubios. Ella me daba la espalda, con las piel ñas plegadas sobre el vientre, y me largué antes de que su raja hi meda me hiciera caer de rodillas. Me largué antes de volverme totalmente loco.

Yan alzó los ojos al cielo cuando me vio pasar, y yo recordé que olvidaba algo, así que di media vuelta.

– Mierda, me olvidaba de los papeles del coche -le dije.

– Están debajo del asiento. Pero, a ver, ¿qué es lo que no funciona con Nina? ¿Por qué te buscas todas esas historias?

Abrí la nevera, cogí dos o tres cervezas para el camino y cerré la puerta pensando, porque era mi único amigo y no quería contestarle con cualquier tontería.

– ¿Sabes qué es lo mejor del mundo? -le pregunté.

– Suéltalo, te estoy escuchando -me dijo.

– Sentirse como al principio de la propia vida.

– Vale, bebé. Pero no te olvides de devolver el coche cuando hayas terminado.

Era un «Mercedes» amarillo descapotable, con los asientos de cuero negro. Me encantaba pasearme en ese coche, sobre todo porque esta vez iba con los bolsillos repletos de dinero y estaba dispuesto a tirarlo por la ventana. La pasta siempre me da ganas de hacer gilipolleces con una sonrisa en los labios. Atravesé la ciudad conduciendo lentamente, con un cassette de María Callas a todo volumen, Manon Lescaut, acto IV, y tratando de coger el máximo de semáforos en rojo. Las chicas de la acera me miraban, y también los tíos, pero de forma menos agradable, sobre todo los que ya no esperaban nada de la vida y les cogía el sofoco detrás del parabrisas de sus cochecitos cutres. Cada vez me ponía de nuevo en marcha acompañado por un concierto de bocinas, sabía que les ofrecía una imagen insoportable, a pleno sol y en un día laborable. Puede que hasta estuviera bronceado como un cerdo y el «Mercedes» lanzara destellos en todas direcciones, pero mientras uno de aquellos majaras no se bajara de su cacharro con una manivela en la mano, yo iba a seguir fastidiándolos. Me cagaba en todos ellos, y a los que me parecían más tarados los miraba directamente a los ojos.

No sabía a dónde iba, pero al salir por el cinturón vi a algunos autoestopistas alineados junto a la cuneta. Principalmente eran chicas. Me detuve al lado de la más fea para estar tranquilo, y en el preciso momento en que ella subía, salió de la zanja un tipo con una bolsa a la espalda y la tiró al asiento trasero. Era un tipo joven, muy delgado, con gafas y granos en la cara. No me miró.

– Voy con ella -dijo.

Sentí que una pequeña punta de nerviosismo zigzagueaba por mi cabeza, pero la machaqué. A fin de cuentas es normal que la gente trate de forzar un poco su suerte en ciertas ocasiones, así que arranqué en tromba y el flaco se dio contra el asiento trasero lanzando un grito agudo.

Estuvimos un rato sin decir ni una palabra. Iba a unos 180, y conducía con una sola mano mientras miraba distraídamente la carretera, con la cabeza totalmente vacía. La chica era bastante gorda y el sol le había coloreado los muslos al rosa vivo. Era bastante repugnante, como todo el resto. Los rodillos de grasa alrededor de su vientre, las tetas fofas y el short que le entraba claramente en la raja. Pero ella parecía sentirse bastante bien con el cabello en la cara, los ojos en el vacío y un brazo por encima de la puerta.

A continuación, empezó a meterle mano a los cassettes de la guantera. Lo hacía de una forma excesivamente brusca, y el tipo sacó de su bolsa un bocadillo de ochenta centímetros, con lonchas de jamón que colgaban por todo su perímetro. En ese momento estuve a punto de abandonarlos en la cuneta y de dejar que se asaran a pleno sol sobre una alfombra de hierba seca, con el horizonte líquido y sin ni una gota de esperanza. Era un pensamiento agradable y un poco enloquecido, pero la chica se salvó in extremis al poner una buena cassette. Lo que le salvó la vida fue All roads lead to Rome, una de mis piezas preferidas en aquel momento. Me sentí aturdido y ligero, la vida no tenía ningún tipo de sentido, habría podido abrir la mano y dejar que fluyera al final de mi brazo como una cometa multicolor. Al terminar la pieza, la chica me habló del lugar al que iban y yo asentí con la cabeza. Veía vagamente dónde estaba aquello, alrededor de doscientos kilómetros al norte.

– ¿Vas hacia allá? -preguntó ella.

– Podría ir -dije yo.

Arrugó los ojos demostrando su alegría y se hundió un poco más en el fondo del asiento. Sus muslos hicieron un ruido chusco al resbalar por el cuero, como cuando se aspira el fondo de un vaso con una paja. Debían de ser las dos de la tarde cuando me detuve para poner gasolina. Las trece cuarenta y siete, dijo el tipo de la gasolinera después de echarle una mirada a su porquería de cuarzo. Había una especie de autoservicio ahí al lado y les propuse que fuéramos a pegar un mordisco. El chico que iba con ella no parecía muy animado.

– Os invito. Pago YO -precisé.

El chico se quitó las gafas y se las secó con la camiseta, luego dio un salto para salir del coche y me sonrió con su acné que palpitaba al sol.

– Bueno, ¿vamos o qué?

El local estaba prácticamente vacío. Cogimos bandejas y cubiertos, e íbamos a ponernos en marcha cuando el flaco, que iba en cabeza, se negó a avanzar.

– ¿Qué te pasa? -le pregunté.

Se puso a bailar sobre un pie y sobre el otro mientras se miraba las manos.

– Eeehhh… este… Es que… Bueno, que me he comido mi bocadillo hace muy poco y me siento un poco lleno, ¿no? No sé si voy a comer, no sé…

Empujé su bandeja con la mía, como si el chiringuito estuviera lleno a rebosar y las masas rugieran a nuestra espalda.

– Qué más da. Tómate un postre -le dije-. Tómate una cosa de esas con crema.

– ¡Tira para adelante! ¡Jo, qué plasta eres, tío! -lanzó la chica.

– Vale, de acuerdo. También me tomaré una coca. Me tomaré una coca fresquita, ¿eh?

– ¡¡BUENO!! -exclamé.

Arrancó y dejé de fijarme en él. A continuación, nos dirigimos hacia una mesa de fórmica anaranjada. El chico ya se había sentado y así, de pronto, me pareció que miraba de una forma rara, con una sonrisa un poco débil. Le eché una mirada a su bandeja. Conté cinco pasteles borrachos, dos pasteles de crema y un buen surtido de tartas apiladas las unas sobre las otras. No hice ningún comentario, sólo tomé mi parte de flan con ciruelas y lo puse en medio de sus cosas.

– ¿No te gusta el flan? -me preguntó.

– Sí, pero no quiero coger una diarrea.

La chica le lanzó una mirada asesina antes de atacar su plato de espagueti, y lo ignoró por completo durante el resto de la cocida. Hablaba mucho y yo la oía distraídamente, fumando; sólo entendí que estaban de vacaciones y que habían tardado tres días en recorrer 250 kilómetros. Qué gente tan chunga hay por aquí, decia ella, nunca había visto nada igual, y encima tuvimos que hacer doscientos kilómetros en el fondo de una camioneta, sentados encima de sacos de patatas. Oh, mierda, ¿cómo se lo montaría Kerouac?

– Hizo trabajar sus sesos -dije yo.

– Claro, pero seguro que la cosa habría ido mejor si hubiese estado sola -añadió ella.

El otro levantó la mirada de las migas que poblaban su camiseta, y se inclinó ligeramente por encima de la mesa:

– ¿Ah, sí, eh? ¿Eso es lo que crees, eh? -farfulló-. Mierda, tía, ¿te crees que sólo tienes que ponerte al borde de la carretera para que los tíos se peguen para llevarte a su lado…? Pero tía, ¿te has mirado bien? ¿Eh? ¿de verdad, te has mirado bien, tía?

Me levanté en aquel preciso momento, era una forma de acabar con la tormenta cuando estaba en embrión.

– Bueno, nos vamos -dije.

Recorrimos el aparcamiento envueltos por un viento caliente y el tipo farfulló no sé qué mientras corría hacia los lavabos. La chica y yo subimos al coche y esperamos. Ella miraba al frente con aire molesto.

– ¡Qué memo! -exclamó.

Yo no tenía grandes cosas que decir sobre el tema, y me dediqué a limpiar metódicamente mis gafas y a hacer pequeñas pruebas a contraluz.

– De verdad, no sé por qué he tenido que ir cargando con un tipo así -dijo-. Debo de estar totalmente chalada. ¿Qué, no estás de acuerdo?

No le contesté, una mancha minúscula me tenía entretenido en un ángulo del cristal derecho. Entonces ella se volvió con rabia, agarró la bolsa del tipo refunfuñando y la arrojó al suelo con todas sus fuerzas.

– No veo por qué tenemos que seguir aguantándolo -exclamó.

– A lo mejor cuando sea mayor se convertirá en guapo y rico -dije yo.

– Sólo tengo dieciocho años -comentó ella-. Correré el riesgo.

En el momento en que giraba la llave de contacto, el tipo salió corriendo de una puerta al otro extremo del aparcamiento y se acercó hacia nosotros gritando:

– ¿Pero qué cono pasa, tíos? ¡Me cago en la puta, ¿por qué habéis tirado mi bolsa?!

Arranqué un poco tarde y aquel cretino tuvo tiempo de agarrarse a la puerta, y su primer gesto fue el de lanzarle una bofetada increíble a la chica, mientras corría al lado del coche. El asunto hizo el mismo ruido que cuando haces explotar una bolsa de papel, y la chica empezó a chillar apretándose contra mí.

Al cabo de trescientos metros acabé por dirigirme al pobre chico, que resoplaba como un condenado.

– ¡Coño, suelta esa jodida puerta o te va a dar un ataque! Tienes los labios totalmente amoratados, muchacho.

Me contestó con una mueca y siguió aferrándose, cuando la verdad es que no tenía ni la menor oportunidad. Lo felicité interiormente por su valor y a continuación me acerqué todo lo posible al borde de la carretera. El tipo desapareció en la cuneta con un ruido de hojas secas removidas.

La chica lloriqueaba suavemente apoyada en mi hombro y acariciándose la mejilla, y debo decir que yo, que tengo buena experiencia en eso de las lágrimas, vi que la cosa no iba en broma, había algo que andaba realmente mal. Por otra parte, no me gustaba nada que estuviera pegada a mí, y no sólo porque estaba sudando y porque era gorda y fofa, sino porque en general no me gusta el contacto físico con la gente. La aparté explicándole que así no podía conducir y que nos arriesgábamos a tener un accidente, y entonces ella inundó el asiento con lágrimas gordas como puños y se puso a gritar:

– ¡¡¿¿QUÉ MIERDA PUEDO HACER…??!! ¡¡¿¿QUÉ PUEDE IMPORTARME MORIR, EH??!!

– Vale ya, ¿no? No tengo ganas de oír tonterías de ese tipo -dije yo.

Estábamos en pleno campo, sólo había cables de teléfono a lo largo de la carretera columpiándose en el aire caliente, y ella continuaba llorando y sonriendo ruidosamente. Me detuve. Cogí una cerveza de debajo de mi asiento y la abrí de inmediato. Era un lugar particularmente desierto, definitivamente cocido por el sol y cubierto por un polvo muy fino. No era lo más adecuado para levantar la moral y yo mismo sentía algo indefinible, algo así como la borrachera del absurdo.

Busqué nerviosamente la segunda cerveza, pero fue en vano; Pensé que tal vez había rodado hacia atrás, así que me incliné por encima de mi asiento y lo primero que vi fue el tapón abandonado encima del asiento. Oh, no, pensé, y encontré en el suelo la botella vacía. Me quedé totalmente cortado.

– Ese cerdo de mierda se ha bebido mi cerveza a escondidas -logré articular.

La chica tenía los ojos enrojecidos e hinchados y el pelo pegado en la cara, en todas direcciones.

– Bueno, a ver -le dije-, trata de hacer un esfuerzo. Deja ya de llorar…

Levantó las rodillas hasta apoyarlas en el pecho, las rodeó con sus brazos y echó la cabeza hacia atrás para mirar el cielo. Un inmenso lagarto verde atravesó la carretera precisamente en aquel momento, pero no dije nada porque seguro que la cosa no le habría interesado; tal vez fuera mejor dejarla en paz. Volví a arrancar sin decir ni una palabra más. Creí que ya se había calmado un poco, pero inmediatamente volvió a la carga sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda.

– ¿Por qué tengo que ser tan fea? -dijo-. ¿Por qué pasan cosas así?

– No sé -dije yo-. No quiero explicarte cuentos.

– Es normal que no pare ni un solo tío… Cómo les va a parecer agradable viendo esto, toda esta porquería…

Se agarraba sus michelines llorando y se trituraba los muslos, dejando amplias marcas blancas en la piel que le duraban unos cuantos segundos; creo que de haber podido se habría cortado en pedazos. De pronto se puso a gritar mira, fíjate bien, mientras se quitaba la camiseta y la carretera seguía increíblemente desierta. Yo no iba demasiado deprisa y la miraba, y ella tan pronto reía como lloraba. Tenía unos pechos enormes para su edad, con pezones muy rojos, casi violeta. ¿Has visto qué maravillas?, sollozaba, ¿te das cuenta? Yo no contestaba pero me daba cuenta, casi llegaba a comprenderla. Ella se enjugó las lágrimas aplastándose los ojos con las manos abiertas, y a continuación se hundió en el asiento y levantó las caderas para quitarse el short; las bragas también bajaron. Tenía la piel muy blanca excepto donde el sol le había dado, en brazos y piernas; era como si se hubiera caído a cuatro patas en una bañera medio llena de mercurocromo.

Se colocó en una especie de postura imbécil, con las manos cruzadas detrás de la nuca, una pierna plegada bajo las nalgas y las ojillas separadas, y me miraba con ojos enloquecidos.

– ¡Caray, tío! -soltó-. Parece que te quedas muy tranquilo en tu rinconcito, ¿eh? ¿No te excito? ¿A qué se debe que aún no te hayas enamorado enloquecidamente de mi cuerpo?

Esperé una docena de segundos y luego puse una mano en sus muslos. Sentí que se ponía rígida.

– Recuerdo a una mujer de ciento dos kilos -dije-. Era bastante mayor. Pero era totalmente imposible aburrirse con ella, ¿sabes?, y en la cama era como si bajara directamente del cielo; siempre me da un cosquilleo cuando pienso en ella. Bueno, vamos a buscar un sitio tranquilo, vamos a estirar esos putos asientos y vas a ver…

De golpe dejó de llorar y cruzó las piernas, pero yo seguí aferrado a su muslo.

– Tienes suerte al haberte topado conmigo -añadí-. Soy totalmente indiferente a la belleza física. Me fastidia.

Me quité la camiseta con una mano y me enjugué el cuerpo y la cara con ella. El campo estaba derritiéndose a nuestro alrededor.

– Santo Dios -aseguré-, estoy más caliente que un mono.