"Zona erógena" - читать интересную книгу автора (Djian Philippe)13Llegamos a nuestro destino a última hora de la tarde, porque ella se había empeñado en parar en la ciudad para hacer unas pequeñas compras. Pasamos por el cedazo todas las panaderías del lugar para tener un surtido de esas porquerías blandas, perfumadas y transparentes en forma de oso, de cocodrilo y de pezón. Vas a ver, le encantan estas cosas, me había explicado, no lo veo más que una vez al año, lo adoro, su mujer ha muerto y soy la única de la familia que viene a verlo. Por mi parte, también había puesto algunos billetes para redondear las provisiones del abuelo. Nos pusimos nuevamente en camino con varios kilos de golosinas apilados en el asiento trasero. La chica estaba de buen humor desde hacía un buen rato; se había puesto unos pantalones y una inmensa camisa a cuadros amarillos y negros; aquella ropa le sentaba bastante bien. Se había recogido el cabello hacia atrás, y cuando se reía uno podía encontrar cierto encanto en su cara, aunque sólo fuera por el brillo de la mirada o el grosor de los labios, aunque el resto no estuviera a la altura. A fin de cuentas, no había pasado nada entre nosotros dos. Si ella hubiera jugado la partida hasta el final, le habría pegado un buen polvo, porque lo que me faltaban no eran precisamente las ganas, me bastaba con imaginar su raja húmeda y pegada al cuero del asiento, o su enorme culo blanco. De forma general puedo enfilarme con las nueve décimas partes de las mujeres que estén mínimamente vivas. Lo único que me detiene, y que reduce mi marca a un miserable puñado, es lo que ocurre después. Quiero decir que te das cuenta de que estás con una mujer cuando aún tienes el pito lleno de pringue, y te preguntas qué mierda estás haciendo allí, con las mandíbulas apretadas y planeando el mejor sistema para llegar hasta la escalera de los incendios. Formo parte de ese grupo de tipos angustiados, y eso era lo que me inquietaba un poco con esa chica, que veía mal la continuación del viaje con ella una vez que hubiera salido de entre sus piernas. Pero ahora ya no podía echarme atrás, había llegado demasiado lejos con el torso desnudo y recocido por el sol, y aquella chorra que se había puesto en pelotas en un momento de chifladura. Mierda, soy un desgraciado, pensé, pero voy a tomar el primer camino que se aleje un poco de la carretera. Lo hice así y nos encontramos en un camino de tierra, lleno de baches, y en medio de grillos excitados. Logré aparcar bajo un árbol. Salté por encima de la portezuela y le hice una señal para que me siguiera. Era necesario tener algo muy importante que hacer para dar uno o dos pasos con aquel calor, era necesario tener realmente muchas ganas. Cuando me giré vi que la chica no me seguía. Volví al coche. Ella no se había movido, simplemente tenía la cabeza baja y apretaba sus shorts contra el pecho. – Bueno, ¿qué te pasa ahora? -le pregunté. No dijo nada. Los bichos chirriaban a nuestro alrededor y algo parecido a moscas revoloteaban en el aire. – A ver, ¿de verdad sabes lo que quieres? -solté-. Estás un poco majara, ¿no? Puse las dos manos sobre el capó ardiente y cerré los ojos. Luego arranqué un tallo de hierba y di unos cuantos pasos reduciendolo a migajas entre mis dedos. Di una vuelta para relajarme, aunque la verdad es que no abandonaba el paraíso, y cuando regresé al coche ella había vuelto a ponerse los pantalones y su increíble camisa. – Ahora lo más duro va a ser encontrar algo para beber -dije. – Preferiría un helado -dijo ella. Cuando llegamos a casa del abuelo, me quedé realmente sorprendido. La chica no había dado detalles, y yo abría los ojos como platos. – ¿Pero qué demonios es esto? -pregunté-. ¿Qué es lo que apesta así? – Bueno, ¿sabes?, es una reserva -me dijo-. Y eso es el olor de los animales salvajes. Están aquí al lado. – Ah… Pero no veo las jaulas. ¿Dónde están las jaulas? – No he dicho que fuera un zoo. La mayor parte de los animales están en el parque, al aire libre, y sólo hay un cacharro cerrado para los reptiles. Hay otro para el personal, lo llaman cafetería. – ¿Y todo esto es de tu abuelo? – No, qué va, sólo es el guarda, pero se encarga de todo, dirige el equipo de mantenimiento y el equipo de vigilancia. Es el único que vive siempre aquí. – Santo Dios, pues la verdad es que me esperaba una casita pulcra, con un anciano perfumado con agua de colonia y con dos o tres gatos remoloneando por los cojines. – Pues no es exactamente así -dijo ella. Dejé el coche en el aparcamiento y nos dirigimos hacia una casa de una sola planta que se encontraba justo a la entrada. Cada uno de nosotros llevaba una gran bolsa de golosinas en los brazos. Un poco más lejos había un tipo, en una cabina de plástico; un tipo que accionaba la barrera y que vendía las entradas. La chica le dirigió un leve saludo y el otro hizo un gran gesto, se inclinó peligrosamente hacia afuera y me pareció que estuvo a punto de caerse o de volcar su cabina, pero debía de estar acostumbrado. -Está arriba -gritó-. Allá, allá arriba. – ¿Por qué dice arriba? La casa no tiene piso -le dije a la chica. – Así son las cosas -me contestó-. El Jefe siempre está «allá arriba». Entramos en la casa y la chica abrió una puerta a su izquierda. Lanzó un grito de alegría, se desprendió de sus tres kilos de porquerías gelatinosas poniéndolas en mis brazos, y corrió hacia un tipo de cabellos blancos sentado al fondo de la habitación. Mientras se abrazaban y se besaban, miré hacia arriba y mordisqueé distraídamente unas cuantas cosas de aquéllas, inundado por el sol poniente que atravesaba la ventana. A continuación el viejo se dio cuenta de mi presencia. – Así que ése es tu amigo, ¿eh? -dijo. – No -le contestó ella-, el otro no aguantó el viaje. Además, que no habría servido. – Mierda, pero es que yo contaba con él, habría podido ayudarme, tengo la mitad de la gente de vacaciones… Pareció reflexionar un momento y luego se dirigió directamente a mí: – Estoy pensando una cosa -explicó-. ¿Qué te parecería un trabajito tranquilo…? No pareces totalmente imbécil, muchacho, ¿qué te parece? – No, estoy de paso -dije. – Por supuesto, todos estamos de paso, pero ¿qué contestas a mi propuesta? – Durante toda mi vida he buscado esos pequeños trabajitos tranquilos -dije-, he tenido un montón pero siempre escondían algo. La última vez sólo tenía que limpiar cristales, pero el tipo no me había dicho que estaban en el octavo piso y que tenía que hacerlo desde afuera. El viejo se rascó la mejilla, yo aproveché la ocasión para adelantarme y dejar las bolsas encima de la mesa. Le brillaban los ojos. Hizo un movimiento para levantarse, pero en aquel momento una luz roja parpadeó en un panel situado enfrente suyo, y el cacharro se puso a meter más bulla que un flipper electrónico. El viejo empuñó un micrófono, pulsó un botón y una voz nasal explotó en la habitación: – ¿Jefe? Soy Henri. Me parece que tenemos un problema en el número siete. El viejo le pegó un puñetazo a la consola y a continuación lanzó un suspiro espantoso. – ¡Me cago en la puta, Henri, es la tercera vez hoy! ¿Qué coño pasa ahora, a ver, qué chorrada se le puede haber ocurrido ahora a uno de esos gilipollas? – Parece que hay uno por ahí que tiene problemas con su coche. Acaban de avisarme. – De verdad, te lo juro, estoy harto de esas historias… Bueno, ¿lo ves? – Pues claro que no, cómo voy a verlo si estoy del otro lado de la barrera. Estoy demasiado lejos. – ¿Y tus prismáticos, Henri? ¡¡¿Y tus PUTOS PRISMÁTICOS?!! Me peleé durante meses con la Dirección para que todos mis muchachos tuvieran esos aparatos que ni tienen precio y parece que tú ni siquiera sabes cómo se usan. ¡Henri, ¿te interesa conservar tu puesto, especie de imbécil?! – Vale, de acuerdo, tranquilo… Sí, espere, los veo, pero por un ojo veo totalmente desenfocado. – No importa. Dime qué cono están haciendo. ¿Han salido de su coche? ¡Dime algo ya! – No, creo que no. El coche está lleno de vaho y están parapetados adentro, creo que al menos son dos. – Vale. Oye, estaré allí antes de cinco minutos. Coge el megáfono y diles que tranquilos. ¡La puta, ya tenemos suficientes complicaciones sin ellos! – ¿Eh, pero de qué megáfono está hablando…? Aquí nunca hemos tenido nada parecido. – ¡¡PUES ENTONCES, ESPECIE DE CRETINO, YA ESTÁS CORRIENDO HASTA LA CERCA Y QUIERO OÍR TUS GRITOS DESDE AQUÍ, QUIERO QUE DEJES PARALIZADOS A ESOS GILÍ POLLAS SÓLO CON TUS GRITOS!! ¡¡TE HAGO RESPONSABLE, HENRI, TE LA VAS A CARGAR EN SERIO COMO HAYA LA MENOR COMPLICACIÓN, ¿OÍDO?!! Cortó la comunicación pegándole un viaje a un botón, y la lucecita roja se apagó. Qué buen ambiente, me dije con una sonrisa en los labios. Inmediatamente el viejo se levantó de un salto, tirando casi su silla. Era un tipo de estatura media, todo nervio y con el pelo hirsuto, e iba vestido como usted o como yo, pero llevaba en los pies unas zapatillas deformes y gastadas hasta lo imposible. De un manotazo agarró un puñado de golosinas de una de las bolsas, mientras le guiñaba un ojo a la chica, y a continuación se plantó frente a mí mascando una de aquellas cosas. – Oye -me dijo-, no vas a negarme un pequeño favor, ¿verdad? Hay que remolcar ese coche y a lo mejor necesitaré que me eches una mano, muchacho. No le contesté, pero el viejo me dedicó una gran sonrisa mientras me ponía unos cuantos cocodrilos en la mano. – Bueno, prepárate -me dijo. Salimos a la carrera con una luz cegadora y dorada, y el viejo corrió a través del aparcamiento como si lo persiguiera una jauría de perros rabiosos. Yo iba justo detrás de él, tenía treinta y cuatro años y me consideraba en plena forma, así que cuando lo vi encaramarse a aquella enorme grúa todo terreno, hice como si no hubiera visto el escalón, me agarré a la barra del retrovisor y, gracias al impulso, caí limpiamente en el asiento del otro lado. Muy pocos escritores pueden hacer una cosa así, hay que tener los brazos sólidos y una cierta fuerza en las manos, pero he hecho tantos trabajos chorras, tantas cosas agotadoras e inimaginables, que aún conservo algo. Cuando trabajaba en los muelles, era capaz de atrapar al vuelo un saco de cincuenta kilos de café únicamente con mi gancho, y de mandarlo más lejos. Había centenares de sacos para descargar durante el día, y por la noche no podía dormir de lo que me dolían los brazos. Era una época en la que escribía historias propias de loco furioso. El viejo puso el motor en marcha, y el tipo de la barraca apenas tuvo tiempo de levantar su barrera, porque salimos a todo gas levantando una nube de polvo. Era un camino lleno de baches, y la grúa bailaba en todas direcciones y le vibraban todas las planchas. El lugar seguía siendo relativamente salvaje, con árboles y arbustos tupidos, pero había que hacer un esfuerzo para olvidar los papeles aceitosos, descoloridos por el sol, y todas las porquerías que los delicados visitantes tiraban por las ventanillas; todas esas cochinadas que nacían del alma de los cretinos que iban de excursión. El viejo conducía con una mano, y con la otra hacía aparecer los pequeños dulces pegajosos que se iba metiendo en la boca a toda velocidad. Aún hacía calor y yo hice una observación sobre el tema mientras entornaba los ojos. -Sí -dijo-, ¿pero te imaginas en África, chico? ¿Te imaginas a esos cretinos en plena selva bajo un sol de infierno y sin una malta alma viviente a la vista, sin nada más que animales acostados a a sombra y las luces del cielo? Pasamos una cerca y después de dos curvas caímos sobre el coche averiado, un VW rojo con adhesivos y banderines en la parte trasera. El viejo paró a su lado, pero no veíamos el interior debido al vaho. Se enjugó la frente con el dorso de la mano antes de golpear la ventanilla. – ¡Eh, los de adentro! ¿Se han muerto? -gritó. Un pájaro lanzó un grito lúgubre en los árboles, y la ventanilla del VW bajó lentamente. Un tipo al borde de la asfixia, con los ojos extraviados, sacó la cabeza por la abertura envuelto en una pequeña nube de vapor. Tenía a su lado a una mujer, situada en la cincuentena, descolorida, con un vestido estampado con grandes girasoles y que mantenía su bolso apretado contra el vientre. – Es el carburador -suspiró el tipo-. Seguro que es el carburador. No es la primera vez que me lo hace. – Uno de estos días, este coche va a ser nuestra tumba -gruñó la mujer. – Vamos, cariño, no digas eso… – ¡¡Es la última vez que pongo los pies aquí adentro, ¿oyes?!! ¡¡Cómprate un coche nuevo, como todo el mundo!! ¡¡Venga, a ver si eres capaz de hacerlo!! – Me haces gracia. Te juro que me haces mucha gracia -rechinó el tipo. – Pues tienes suerte. La verdad es que tú a mí me pareces más bien siniestro. Menos mal que estamos saliendo de ésta. El viejo dio un golpe en el techo del VW. – Bueno, ciérrenme esa ventanilla. Nosotros nos ocuparemos de todo. Hizo una maniobra y paró justo delante del – Ahora voy a bajar el gancho -dijo-. Y tú no te busques problemas, simplemente lo pones en el parachoques del VW. No hay nada más sólido que el parachoques de un VW. Lo que me pedía no era excesivamente complicado, y además era un atardecer muy suave y calmado; podía hacerlo tranquilamente, y entreabrí mi puerta mirando el horizonte sostenido pot unas nubes de color rosa. En el mismo momento me quedé totalmente paralizado, sentí a la vez frío y calor en el estómago. – ¡¡La puta!! -lancé- ¿Qué significa esto? ¡Veo un LEÓN que se acerca, allí! – Pues claro, es el parque número siete -dijo el viejo-. Trece leones adultos y unas cuantas leonas. Pero no corres ningún peligro, muchacho, a esta hora ya han comido y sólo son como gatos grandes. – Óyeme -le dije-, estás maduro para que te metan en el asilo de ancianos, si te crees que voy a poner un pie afuera. No lo haría ni por todo el oro del mundo. – Cuando yo tenía tu edad, no lo habría dudado ni por un momento. ¡Me habría parecido EXCITANTE! – Lo único que me excita es trabajar en mi novela. En cuanto a lo demás, sólo trato de no aburrirme demasiado. – Sí, la verdad es que pareces más que un poco especial -comentó. – Sí, y no acabo de tragar eso de que no me hayas avisado. He estado a punto de encontrarme afuera con esos putos leones, a lo mejor me habría estirado bajo el parachoques y total para que me comieran una pierna. Sólo de pensarlo me siento mal, mamón. – Vale, muchacho, tampoco es tan grave. Vistas las circunstancias, yo me encargo de todo. Por otro lado siempre me las he apañado sin nadie, es el mejor método. – Estoy totalmente de acuerdo -le dije-. Puedes empezar cuando quieras, yo te estaré mirando. El león se paró a un centenar de metros y se dedicó a mover la cola. – Según mis cálculos -continué-, a partir del momento en que el bicho ese se lance, tendrás cuatro o cinco segundos, no más. Deja tu puerta abierta. Alzó los ojos al cielo y luego bajó de la grúa. Sin dejar de mirar a la fiera, agarró el cable y lo enrolló alrededor del parachoques. A continuación, volvió tranquilamente y se instaló al volante. – Son como gatos grandes, ya te lo había dicho, no hay que exagerar. Dio el contacto, embragó y la grúa dio un salto hacia delante. Se oyó un leve silbido seguido de un choque espantoso, como si el techo de la cabina hubiera chocado con la entrada de un túnel. El viejo giró hacia mí su rostro deshecho. – ¡Dios! ¿Qué ha pasado, muchacho? Me volví, pero ya tenía una vaga idea del asunto. – Lo que me había imaginado -dije-. Hemos arrancado el parachoques y nos ha dado el porrazo. Oh, Virgen Santísima, gruñó el viejo mientras bajaba la cabeza; luego puso la marcha atrás y volvió hasta el VW. Arrastrábamos el parachoques por las piedras y a veces veíamos saltar un destello plateado a la altura de los cristales. El tipo del VW nos recibió con gritos histéricos, medio colgado fuera de la ventanilla, pero no lo oíamos demasiado bien. El viejo permaneció un momento triturando el volante, la cabeza medio hundida entre los hombros, y le echó una mirada al retrovisor, mientras el otro seguía chillando. Luego abrió su ventanilla a todo trapo y sacó la cabeza. – Óyeme bien -gritó-, te doy treinta segundos, imbécil. Baja de tu cacharro y ata el jodido cable tú sólito, porque si no te vas a pasar la noche aquí y los buitres te destrozarán los neumáticos a picotazos, ¿oído? La mujer lanzó un grito y el tipo salió casi instantáneamente. Lanzó miradas de pánico a su alrededor y agarró el cable. El león rugió antes de tumbarse en la hierba y patear no sé qué cosas invisibles. El tipo se arrodilló frente al VW, luego se estiró debajo y puso manos a la obra. Sólo se veían sus piernas que sobresalían del coche; sus perneras estaban llenas de polvo. Con un gesto de la cabeza el viejo me señaló al león, que seguía jugando y lanzando gruñidos a la caída de la tarde, en el aire tibio y azulado. – Mira qué bonito es -comentó. Encendí un cigarrillo, con los dos pies apoyados en el parabrisas. Me hubiera quedado así horas y horas, meditando sobre la Creación de manera abstracta y deshilvanada, pero el viejo siguió desarrollando su idea: – Fíjate, voy a decirte algo. Aquí ya hemos tenido accidentes. Dos tipos dejaron que se los comieran, dos listillos. Pero no puedo culpar a los leones, incluso me parece normal que de vez en cuando puedan darse el gusto de zamparse a un tipo. Se detuvo un momento, sólo el tiempo necesario para mirarme, y añadió: – ¿Sabes?, no pasa un día sin que algún gilipollas se divierta quemándolos con un espejo o intentando pisarles las patas con su maldito coche. Reflexioné un momento acerca de lo que acababa de decirme y luego abrí mi ventanilla. El otro seguía estirado debajo de su coche. – ¡¡CUIDADO, TIENES A UNO OLIÉNDOTE LAS PIERNAS!! -grité. El chorbo se acurrucó bajo su VW gimiendo y yo le sonreí al viejo. – Yo sería partidario de dejarlos ahí tirados -dije-. Podríamos volver por la mañana a ver qué tal. – Sería estupendo -dijo. Esperamos cinco minutos más y el tipo emergió de debajo de su cacharro, recuperó su parachoques y se instaló al volante del VW sin mirarnos. El viejo arrancó y esa vez todo fue bien. Volvimos sin apresurarnos, pasando al lado de unas roderas para sacudirlos un poco. Ya casi era de noche, y oí que un perro ladraba, o tal vez fuera un coyote; un pájaro enorme levantó el vuelo delante de los faros y desapareció entre los árboles. – Si quieres, puedes quedarte unos cuantos días -dijo el viejo. -No sé, ya veré, depende… – ¿Y de qué depende? -me preguntó-. ¿Depende de la pasta? – No -le dije. – Entonces es que tienes algo más que hacer, ¿no? – No, no especialmente. – ¿Entonces, de qué depende? – Depende de por dónde me dé. Depende de que el cielo me envíe una señal. Soltamos al VW en el aparcamiento, dejamos que el tipo se las apañara con su carburador y, por lo que respecta a la historia del parachoques, el viejo le dijo que la reserva estaba cerrada, que volviera mañana y harían todos los papeles. No quería ni oír hablar de nada cuando terminaban las visitas, así que plantamos al tipo, entramos en la casa y cerramos la puerta con doble vuelta de llave. La chica había preparado una tortilla y ensalada, y nos sentados rápidamente a la mesa. Me tomé varias cervezas seguidas y pronto estuve a gusto. No tuve conciencia de que pasaba la velada, aunque el viejo era un verdadero fanático del jazz y se empeñó en hacerme oír todos sus discos. Por supuesto es el tipo de música que no aguanto y yo trataba de hacérselo entender, pero el tipo, ese viejo rescatado de la De cuando en cuando ella levantaba la vista y me miraba. Me parecía agradable que me mirara así una chica de dieciocho años, una escolar atraída por el misterio del Sexo, mirándote directamente a los ojos con una mezcla de temor y de arrogancia. Ese tipo de chicas se creaban un mundo mágico y todo eso podía ser de un raro refinamiento, pero el problema es que todo se estropea cuando ellas aprenden a conocernos. El viejo me hacía bostezar con sus cacharros y para luchar contra el sueño empecé a imaginar cosas espantosas. Me dije imagínate que Nina coge un cabreo enloquecido y que tira tu original por la ventana. Casi podía ver las hojas volando por la calle negra, enrollándose en los cables de la electricidad, y esa imagen me despertó por completo. Me levanté sacudido por estremecimientos y empecé a caminar nerviosamente por la habitación. Trabajaba en ese libro desde hacía más de un año y cada página representaba un trabajo considerable porque había conseguido un estilo nerviosoy etéreo, silbante como una cuchilla, la primera escritura aerodinámica con líneas de majestuosa pureza, lisas como bolas de carburo de tungsteno, y todo eso no me caía del cielo sino que incluso me hacía doblar las rodillas. Lamentablemente, en la actualidad ya nadie se interesa por el estilo, y eso que es lo único que cuenta. Afortunadamente hay gente como yo que trabaja duro, que permanece en la sombra, aunque el hecho de que las cosas sean así me parece realmente un asco. Al menos, podrían pagar bien… Me acerqué a la ventana para airearme las ideas. El tipo seguía en medio del aparcamiento, metido en el motor del VW como si fuera la boca de un hipopótamo, y la mujer dormía en el asiento de lantero, con la cabeza caída hacia atrás. Sí, la vida está llena de imágenes horrorosas; no siempre es fácil, en la noche, poder entrar en una habitación y sentarse en el borde de la cama para desabrocharse tranquilamente los cordones, y a continuación deslizarse entre las sábanas y mirar al techo con el corazón ligero. El viejo nos deseó buenas noches y la chica me dijo si quieres puedo enseñarte tu habitación. Le dije sí, y al pasar cogí una última cerveza; no tenía ningunas ganas de que me despertaran a media noche los aullidos de las hienas o las risas de los monos. La chica me condujo hasta una habitación situada al fondo de un pasillo. Inmediatamente fui a comprobar si la cama era del tipo adecuado, es decir, no demasiado blanda, porque no estoy en contra de una cierta rudeza. Era perfecta aquella cama, así que me estiré con la sonrisa en los labios, pero la chica se quedó en el marco de la puerta. Crucé las manos detrás de la cabeza para ver lo que iba a venir. – No estoy cansada -dijo ella-. ¿Qué te parece si jugáramos a algo? Temí comprender y me incorpore apoyándome en un codo. – ¿Estás pensando en una partida de dominó? -pregunté. – Sí, si te parece. O de ajedrez. – No, estoy demasiado reventado. Trae el dominó. Fue a buscar las fichas y nos instalamos encima de la cama. Encendí un cigarrillo mientras ella mezclaba el juego y yo tenía mi cerveza bien sujeta entre las piernas; sólo faltaba un poco de música para que la cosa fuera perfecta. No existe en el mundo un juego más relajante que el dominó, sobre todo si se juega con cierto distanciamiento. – ¿Te gustaría un poco de música? -preguntó ella. – Sí, cualquier cosa excepto jazz. Se levantó y volvió con un magnetófono y una pila de casettes. – ¿Supertramp? -preguntó. – Tampoco conviene exagerar -dije yo. – ¿Fela? – Perfecto. Para empezar ahí va el doble seis. Hicimos unas cuantas partidas en silencio, absortos en el juego y en la música. Las fichas se alineaban en los pliegues de la colcha. La cosa era un poco confusa, pero la chica jugaba bien y yo no pensaba en nada, a veces la noche empieza con una pendiente suave. Rebebía tranquilamente mi cerveza mirando el techo cuando ella me preguntó: – ¿Qué edad tienes? – Tendré treinta y cuatro el mes que viene. – ¿Se ha adelantado algo a los treinta y cuatro? – No, creo que no… – De verdad, no puedes ni imaginarte qué mierda me parece esta vida. – Es un buen principio. Es una prueba de que tienes buena salud. – Quisiera encontrar algo que me mantuviera en pie, algo que, realmente valiera la pena. – Es una carrera enloquecida en la soledad helada -comenté. – No es ninguna broma… – Claro que no, pero es más aconsejable mantenerse a cubierto. Mira a tu alrededor, ¿crees que la gente se preocupa por saber si la vida tiene sentido? No, evidentemente no, lo que les interesa es protegerse de los golpes duros, aprovechar el máxime tiempo posible y pensar lo mínimo. Por eso vivimos en un mundo duro, con escaparates llenos de mierda y calles vacías que no llevan a ninguna parte. – ¡Mierda, me cortas todas las salidas! – Sí, lo jodido de la cerveza es que nunca sabes si tienes que llevar un cazamariposas o una bazuca. La verdad es que la cosa no está tan negra, pero hay que saber liberarse un poco. Creo que, a fin de cuentas, no soy un tipo desesperado. Ella pareció desentenderse de la conversación y suspiró mirándose las manos. – ¿Tú crees que la vida tiene sentido? -me preguntó. – Un día mis piernas ya no me aguantarán -contesté-. Una enfermera me llevará al fondo del jardín, y me pasaré días enteros con la mirada inmóvil, babeando bajo un rayo de sol blanco. Puse las fichas boca abajo y las desparramé por la cama. – Fíjate -continué-, no creo que pueda ayudarte demasiado. Cuando veo a toda esa gente de tu generación corriendo furiosamente a la caza de un trabajo y haciéndoseles la boca agua ante LA SEGURIDAD, me pregunto si no sería mejor detenerse ya. De lo contrario, no vengas a buscarme dentro de diez años, cuando tus amigas se vayan a practicar deportes de invierno, y tú te quedes sola en una habitación congelándote el culo con montones de facturas sin pagar. También hay que ver ese lado del problema. – Sí, pero no puedo liquidar los deportes de invierno. Ni las playas. Y no tengo ningunas ganas de tener un coche grande ni una casa inmensa; ¿sabes?, me fastidiaría mucho desear lo mismo que todo el mundo. Me daría miedo. – Eres una especie de extraterrestre -le dije. – Ya vale, no me tomes por gilipollas. – No te lo creas -le dije-. Pero si fuera tu padre, pensaría «Mejor que ese tipo se la tire antes de que la destruya con sus ideas de mierda sobre la vida». – Lo mejor es que no te conozco en absoluto. Por eso tengo ganas de hablar contigo, me parece realmente fácil. – Creo que he perdido esa frescura de alma -dije-. Pero te comprendo. Yo ahora hablo solo, así no jodo a nadie. – ¿Quieres decir que ya estás harto? -me preguntó. – Bueno, estoy cansado. – Vale, te dejo. Pero de todas formas quisiera tener tu opinión acerca de una cosa. – A ver, ¿cuál es el problema? – ¿Tiene sentido la vida? Me estiré hacia atrás, sobre la cama, y encendí un cigarrillo. Puta mierda, esperaba de mí algo profundo y eso no era mi especialidad, yo era un tipo aéreo y sabía que era necesario que no fallara el golpe. Inundé la habitación con una nube de humo azulado, con la vista fija en el techo: – Por supuesto -afirmé-. Me cago en la puta, claro que sí. |
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