"La cabeza del cordero" - читать интересную книгу автора (Ayala Francisco)

III

A partir de ahí, la guerra., -lo que para el teniente Santolalla estaba siendo la guerra: aquella espera vacía, inútil, que al principio le trajera a la boca el sabor delicioso de remotas vacaciones y que, después, aun en sus horas más negras, había sabido conllevar hasta entonces como una más de tantas incomodidades que la vida tiene, como cualquier especie de enfermedad pasajera, una gripe, contra la que no hay sino esperar que buenamente pase- comenzó a hacérsele insufrible de todo punto. Se sentía sacudido de impaciencias, irritable; y si al regresar de su aventura le sostenía la emocionada satisfacción de haberle dado tan fácil remate, luego, los documentos del miliciano dejados sobre la mesa, el aburrido transcurso de los días siguientes, el curioseo constante, le producían un insidioso malestar, y, en fin, lo encocoraban las bromas que más tarde empezaron a permitirse algunos a propósito del olor. La primera vez que el olor se notó, sutilmente, todo fueron conjeturas sobre su posible origen: venía, se insinuaba, desaparecía; hasta que alguien recordó al miliciano muerto ahí abajo por mano del teniente Santolalla y, como si ello tuviese muchísima gracia, explotó una risotada general.

También fue en ese preciso momento y no antes cuando Pedro Santolalla vino a caer en la cuenta de por qué desde hacía rato, extrañamente, quería insinuársele en la memoria el penoso y requeteolvidado final de su perra Chispa; sí, eso era: el olor, el dichoso olor… Y al aceptar de lleno el recuerdo que lo había estado rondando, volvió a inundarle ahora, sin atenuaciones, todo el desamparo que en aquel entonces anegara su corazón de niño. ¡Qué absurdo! ¿Cómo podía repercutir así en él, al cabo del tiempo y en medio de tantas desgracias, incidente tan minúsculo como la muerte de ese pobre animalito? Sin embargo, recordaba con preciso dolor en todas sus circunstancias la desaparición de Chispa. A la muy pícara le había gustado siempre escabullirse y hacer correrías misteriosas, para volver horas después a casa; pero en esta ocasión parecía haberse perdido: no regresaba. En familia, se discutieron las escapatorias del chucho, dando por seguro, al principio, su vuelta y prometiéndole castigos, cerrojos, cadena; desesperando luego con inquietud. Él, sin decir nada, la había buscado por todas partes, había hecho rodeos al ir para el colegio y a la salida, por si la suerte quería ponerla al alcance de sus ojos; y su primera pregunta al entrar, cada tarde, era, anhelante, si la Chispa no había vuelto… "¿Sabes que he visto a tu perro?", le notificó cierta mañana en la escuela un compañero. (Con indiferencia afectada y secreta esperanza, se había cuidado él de propalar allí el motivo de su cuita.) "He visto a tu perro" -le dijo; y, al decírselo, lo observaba con ojo malicioso. "¿De veras? -profirió él, tratando de apaciguar la ansiedad de su pecho-. ¿Y dónde?" "Lo vi ayer tarde, ¿sabes?, en el callejón de San Andrés". El callejón de San Andrés era una corta calleja entre tapias, cortada al fondo por la cerca de un huerto. "Pero… -vaciló Santolalla, desanimado-. Yo iría a buscarlo; pero… ya no estará allí". "¿Quién sabe? Puede que todavía esté allí -aventuró el otro con sonrisa reticente-. Sí -añadió-; lo más fácil es que todavía no lo hayan recogido". "¿Cómo?", saltó él, pálida la voz y la cara, mientras su compañero, después de una pausa, aclaraba, tranquilo, calmoso, con ojos chispeantes: "Sí, hombre; estaba muerto -y admitía, luego-: Pero ¡a lo mejor no era tu perro! A mí, ¿sabes?, me pareció; pero a lo mejor no era". Lo era, sí. Pedro Santolalla había corrido hasta el callejón de San Andrés, y allí encontró a su Chispa, horrible entre una nube de moscas; el hedor no le dejó acercarse. "¿Era por fin tu perro? -le preguntó al día siguiente el otro muchacho. Y agregó-: Pues, mira: yo sé quién lo ha matado". Y, con muchas vueltas mentirosas, le contó una historia: a pedradas, lo habían acorralado allí unos grandullones, y como, en el acoso, el pobre bicho tirase a uno de ellos una dentellada, fue el bárbaro a proveerse de garrotes y, entre todos, a palo limpio… "Pero chillaría mucho; los perros chillan muchísimo". "Me figuro cómo chillaría, en medio de aquella soledad". "Y tú, ¿tú cómo lo has sabido?" "¡Ah! Eso no te lo puedo decir". "¿Es que lo viste, acaso?" Empezó con evasivas, con tonterías, y por último dijo que todo habían sido suposiciones suyas, al ver la perra deslomada; Santolalla no consiguió sacarle una palabra más. Llegó, pues, deshecho a su casa; no refirió nada; tenía un nudo en la garganta; el mundo entero le parecía desabrido, desolado -y en ese mismo estado de ánimo se encontraba ahora, de nuevo, recordando a su Chispa muerta bajo las ramas de un cerezo, en el fondo del callejón-. ¡Era el hedor! El hedor, sí; el maldito hedor. Solamente que ahora provenía de un cadáver mucho más grande, el cadáver de un hombre, no hacía falta averiguar quién había sido el desalmado que lo mató.

– ¿Para qué lo mató, mi teniente? -preguntaba, compungido, aquel bufón de Iribarne por hacerse el chistoso-. Usted, que tanto se enoja cada vez que a algún caballero oficial se le escapa una pluma… -y se pinzaba la nariz con dos dedos-, miren lo que vino a hacer… ¿Verdad, mi capitán, que el teniente Santolalla hubiera hecho mejor trayéndomelo a mí? Yo lo pongo de esclavo a engrasar las botas de los oficiales, y entonces iban a ver cómo no tenían ustedes queja de mí.

– ¡Cállate, imbécil! -le ordenaba Santolalla-. Pero como el capitán se las reía, aquel necio volvía pronto a sus patochadas.

Enterraron, pues, y olvidaron al miliciano; pero, con esto a Santolalla se le había estropeado el humor definitivamente. La guerra comenzó a parecerle una broma ya demasiado larga, y sus compañeros se le hacían insoportables, inaguantables de veras, con sus bostezos, sus "plumas" -como decía ese majadero de Iribarne- y sus eternas chanzas. Había empezado a llover, a hacer frío, y aunque tuviera ganas, que no las tenía, ya no era posible salir del puesto de mando. ¿Qué hubiera ido a hacer fuera? Mientras los otros jugaban a las cartas, él se pasaba las horas muertas en su camastro, vuelto hacia la pared y -entre las manos, para evitar que le molestaran, una novela de Sherlock Holmes cien veces leída- barajaba, a solas consigo mismo, el tema de aquella guerra interminable, sin otra variación, para él, que el desdichado episodio del miliciano muerto en la viña. Se representaba irrisoriamente su única hazaña militar: "He matado -pensaba- a un hombre, he hecho una bala al enemigo. Pero lo he matado, no combatiendo, sino como se mata a un conejo en el campo. Eso ha sido, en puridad: he matado a un gazapo, como bien me dijo ése". Y de nuevo escuchaba el timbre de voz de Molina, el capitán Molina, diciéndole después de haber examinado con aire burocrático (el empleado de correos, bajo uniforme militar) los documentos de Anastasio López Rubielas, natural de Toledo: "… parece que has cazado un gazapo de tu propia tierra". Y por enésima vez volvía a reconstruir la escena allá abajo, en la viña: el bulto que de improviso se yergue, y él que se lleva un repullo, y mata al miliciano cuando el desgraciado tipo está diciendo: "¡No, no!…" "¿Que no? ¡Toma!" Dos balas a la barriga… En defensa de la propia vida, por supuesto… Pero ¡qué defensa!; bien sabía que no era así. Si el infeliz muchacho no había tenido tiempo siquiera de echar mano al fusil, paralizado, sosteniendo todavía entre los dedos el rabo del racimo de uvas que en seguida rodaría por tierra… No; en verdad no hubiera tenido necesidad alguna de matarlo: ¿no podía acaso haberle mandado llevantar las manos y, así, apoyada la pistola en sus riñones, traerlo hasta el puesto como prisionero. ¡Claro que sí! Eso es lo que hubiera debido hacer; no dejarlo allí tendido… ¿Por qué no lo hizo? En ningún instante había corrido efectivo riesgo, pese a cuanto pretendiera sugerir luego a sus compañeros relatándoles el suceso; en ningún instante. Por lo tanto, lo había matado a mansalva, lo había asesinado, sencillamente, ni más ni menos que los moros aquellos que, al entrar en Toledo, degollaban a los heridos en las camas del hospital. Cuando eso era obra ajena, a él lo dejaba perplejo, estupefacto, lo dejaba agarrotado de indignación; siendo propia, todavía encontraba disculpas, y se decía: "en todo caso, era un enemigo…" Era un pobre chico -eso es lo que era-, tal vez un simple recluta que andaba por ahí casualmente, "divirtiéndose, como yo, en coger uvas; una criatura tan inerme bajo el cañón de mi pistola como los heridos que en el hospital de Toledo gritarían: "¡No, no!" bajo las gumías de los moros. Y yo disparé mi pistola, dos veces, lo derribé, lo dejé muerto, y me volví tan satisfecho de mi heroicidad". Se veía a sí mismo contar lo ocurrido afectando quitarle importancia -alarde y presunción, una manera como otra cualquiera de énfasis-, y ahora le daba asco su actitud, pues… "Lo cierto es -se decía- que, con la sola víctima por testigo, he asesinado a un semejante, a un hombre ni mejor ni peor que yo; a un muchacho que, como yo, quería comerse un racimo de uvas; y por ese gran pecado le he impuesto la muerte". Casi era para él un consuelo pensar que había obrado, en el fondo, a impulsos del miedo; que su heroicidad había sido, literalmente, un acto de cobardía… Y vuelta a lo mismo una vez y otra.

En aquella torturada ociosidad, mientras estaba lloviendo afuera, se disputaban de nuevo su memoria episodios remotos que un día hirieran su imaginación infantil y que, como un poso revuelto, volvían ahora cuando los creía borrados, digeridos. Frases hechas como ésta: "herir la imaginación", o "escrito con sangre", o "la cicatriz del recuerdo", tenían en su caso un sentido bastante real, porque conservaban el dolor quemante del ultraje, el sórdido encogimiento de la cicatriz, ya indeleble, capaz de reproducir siempre, y no muy atenuado, el bochorno, la rabia de entonces, acrecida aún por la soflama de su actual ironía. Entre tales episodios "indeseables" que ahora lo asediaban, el más asiduo en estos últimos meses de la guerra era uno -él lo tenía etiquetado bajo el nombre de "episodio Rodríguez"- que, en secreto, había amargado varios meses de su niñez.¡Por algo ese apellido, Rodríguez, le resultó siempre, en lo sucesivo, antipático, hasta el ridículo extremo de prevenirle contra cualquiera que lo llevase! Nunca podría ser amigo, amigo de veras, de ningún Rodríguez; y ello, por culpa de aquel odioso bruto, casi vecino suyo, que, parado en el portal de su casucha miserable… -ahí lo veía aún, rechoncho, más bajo que él, sucias las piernotas y con una gorra de visera encima del rapado melón, espiando su paso hacia el colegio por aquella calle de la amargura, para, indefectiblemente, infligirle alguna imprevisible injuria-. Mientras no pasó de canciones alusivas, remedos y otras burlas -como el día en que se puso a andar por delante de él con un par de ladrillos bajo el brazo imitando sus libros- fue posible, con derroche de prudencia, el disimulo; pero llegó el lance de las bostas… Rodríguez había recogido dos o tres bolondrones al verle asomar por la esquina; con ellos en la mano, aguardó a tenerlo a tiro y…, él lo sabía, lo estaba viendo, lo veía en su cara taimada, lo esperaba, y pedía en su interior: "¡que no se atreva! ¡que no se atreva!"; pero se atrevió: le tiró al sombrero una de aquellas doradas inmundicias, que se deshizo en rociada infamante contra su cara. Y todavía dice: "¡Toma, señoritingo!"… A la fecha, aún sentía el teniente Santolalla subírsele a las mejillas la vergüenza, el grotesco de la asquerosa lluvia de oro sobre su sombrerito de niño… Volvióse y, rojo de ira, encaró a su adversario; fue hacia él, dispuesto a romperle la cara; pero Rodríguez lo veía acercarse, imperturbable, con una sonrisa en sus dientes blancos, y cuando lo tuvo cerca, de improviso, ¡zas!, lo recibió con un puntapié entre las ingles, uno solo, atinado y seco, que le quitó la respiración, mientras de su sobaco se desprendían los libros, dehojándose por el suelo. Ya el canalla se había refugiado en su casa, cuando, al cabo de no poco rato, pudo reponerse… Pero, con todo, lo más aflictivo fue el resto: su vuelta, su congoja, la alarma de su madre, el interrogatorio del padre, obstinado en apurar todos los detalles y, luego, en las horas siguientes, el solitario crecimiento de sus ansias vengativas. "Deseo", "anhelo", no son las palabras; más bien habría que decir: una necesidad física tan imperiosa como el hambre o la sed, de traerlo a casa, atarlo a una columna del patio y, ahí, dispararle un tiro con el pesado revólver del abuelo. Esto es lo que quería con vehemencia imperiosa, lo que dolorosamente necesitaba; y cuando el abuelo, de quien se prometía esta justicia, rompió a reír acariciándole la cabeza, se sintió abandonado del mundo.

Habían pasado años, había crecido, había cursado su bachillerato; después, en Madrid, filosofía y letras; y con intervalos mayores o menores, nunca había dejado de cruzarse con su enemigo, también hecho un hombre. Se miraban al paso, con simulada indiferencia, se miraban como desconocidos, y seguían adelante; pero ¿acaso no sabían ambos?… "Y ¿qué habrá sido del tal Rodríguez en esta guerra?", se preguntaba de pronto Santolalla, representándose horrores diversos -los moros, por ejemplo, degollando heridos en el hospital-; se preguntaba: "si tuviera yo en mis manos ahora al detestado Rodríguez, de nuevo lo dejo escapar…". Se complacía en imaginarse a Rodríguez a su merced, y él dejándolo ir, indemne. Y esta imaginaria generosidad le llenaba de un placer muy efectivo; pero no tardaba en estropeárselo, burlesca, la idea del miliciano, a quien, en cambio, había muerto sin motivo ni verdadera necesidad. "Por supuesto -se repetía-, que si él hubiera podido me mata a mí; era un enemigo. He cumplido, me he limitado a cumplir mi estricto deber, y nada más". Nadie, nadie había hallado nada de vituperable en su conducta; todos la habían encontrado naturalísima, y hasta digna de loa… "¿Entonces?", se preguntaba, malhumorado. A Molina, el capitán de la compañía, le interrogó una vez, como por curiosidad: "Y con los prisioneros que se mandan a retaguardia, ¿qué hacen?" Molina le había mirado un momento; le había respondido: "Pues… ¡no lo sé! ¿Por qué? Eso dependerá". ¡Dependerá!, le había respondido su voz llena y calmosa. Con gente así ¡cómo seguir una conversación, cómo hablar de nada! A Santolalla le hubiera gustado discutir sus dudas con alguno de sus compañeros; discutirlas, ¡se entiende!, en términos generales, en abstracto, como un problema académico. Pero ¿cómo? ¡si aquello no era problema para nadie! "Yo debo de ser un bicho raro"; todos allí lo tenían por un bicho raro; se hubieran reído de sus cuestiones; "éste -hubieran dicho- se complica la existencia con tonterías". Y tuvo que entregarse más bien a meras conjeturas sobre cómo apreciaría el caso, si lo conociera, cada uno de los suyos, de sus familiares, empleando rato y rato en afinar las presuntas reacciones: el orgullo del abuelo, que aprobaría su conducta (¿incluso -se preguntaba- si se le hacía ver cuán posible hubiera sido hacer prisionero al soldado enemigo?); que aprobaría su conducta sin aquilatar demasiado, pero que, en su fondo, encontraría sorprendente, desproporcionada la hazaña, y como impropia de su Pedrito; el susto de la madre, contenta en definitiva de tenerlo sano y salvo después del peligro; las reservas y distingos, un poco irritantes, del padre, escrutándolo con tristeza a través de sus lentes y queriendo sondearle el corazón hasta el fondo; y luego, las majaderías del cuñado, sus palmadas protectoras en la espalda, todo bambolla él, y alharaca; la aprobación de la hermana, al sentirle a la par de ellos.

Como siempre, después de pensar en sus padres, a Santolalla se le exasperó hasta lo indecible el aburrimiento de la guerra. Eran ya muchos meses, años; dos años hacía ya que estaba separado de ellos, sin verlos, sin noticias precisas de su suerte, y todo -pensaba-, todo por el cálculo idiota de que Madrid caería en seguida. ¡Qué de privaciones, qué de riesgos allá, solos!

Pero a continuación se preguntó, exaltadísimo: "¿Con qué derecho me quejo yo de que la guerra se prolongue y dure, si estoy aquí, pasándome, con todos estos idiotas y emboscados, la vida birlonga, mientras otros luchan y mueren a montones?" Se preguntó eso una vez más, y resolvió, "sin vuelta de hoja", "mejor hoy que mañana" llevar a la práctica, "ahora mismo, sí", lo que ya en varias ocasiones había cavilado: pedir su traslado como voluntario a una unidad de choque. (¡La cara que pondría el abuelo al saberlo!) Su resolución tuvo la virtud de cambiarle el humor. Pasó el resto del día silbando, haciendo borradores, y, por último, presentó su solicitud en forma por la vía jerárquica.

El capitán Molina le miró con curiosidad, con sospecha, con algo de sorna, con embarazo.

– ¿Qué te ha entrado, hombre?

– Nada; que estoy harto de estar aquí.

– Pero, hombre, si esto se está acabando; no hagas tonterías.

– No es una tontería. Ya estoy cansado -confirmó él, sonriendo: una sonrisa de disculpa.

Todos lo miraron como a un bicho raro. Iribarne le dijo:

– Parece que el teniente Santolalla le ha tomado gusto al "tomate".

Él no contestó; le miró despectivamente.

– Pero, hombre, si la guerra ya se acaba -repitió el capitán todavía.

Dióse curso a la solicitud, y Santolalla, tranquilizado y hasta alegre, quedó a la espera del traslado.

Pero, entretanto, se precipitaba el desenlace: llegaron rumores, hubo agitación, la campaña tomó por momentos el sesgo de una simple operación de limpieza, los ejércitos republicanos se retiraban hacia Francia, y ellos, por fin, un buen día, al amanecer, se pusieron también en movimiento y avanzaron sin disparar un solo tiro.

La guerra había terminado.