"La cabeza del cordero" - читать интересную книгу автора (Ayala Francisco)IV Al levantarse y abrir los postigos de su alcoba, se prometió Santolalla: "¡No! ¡De hoy no pasa!" Hacía una mañana fresquita, muy azul; la mole del Alcázar, en frente, se destacaba, neta, contra el cielo… De hoy no pasaba -se repitió, dando cuerda a su reloj de pulsera-. Iría al Instituto, daría su clase de geografía y, luego, antes de regresar para el almuerzo, saldría ya de eso; de una vez, saldría del compromiso. Ya era hora: se había concedido tiempo, se había otorgado prórrogas, pero ¿con qué pretexto postergaría más ese acto piadoso a que se había comprometido solemnemente delante de su propia conciencia? Se había comprometido consigo mismo a visitar la familia de su desdichada víctima, de aquel miliciano, Anastasio López Rubielos, con quien una suerte negra le llevó a tropezarse, en el frente de Aragón, cierta tarde de agosto del año 38. El 41 corría ya, aún no había cumplido aquella especie de penitencia que se impusiera, creyendo tener que allanar dificultades muy ásperas, apenas terminada la guerra. "He de buscar -fue el voto que formuló entonces en su fuero interno-, he de buscar a su familia; he de averiguar quiénes son, dónde viven, y haré cuanto pueda por procurarles algún alivio". Pero, claro está, antes que nada debió ocuparse de su propia familia, y también, ¡caramba!, de sí mismo. Apenas obtenida licencia, lo primero fue, pues, volar hacia sus padres. Sin avisar y, ¡cosa extraña!, moroso y desganado en el último instante, llegó a Madrid; subió las escaleras hasta el piso de su hermana donde ellos se alojaban y, antes de haber apretado el timbre, vio abrirse la puerta: desde la oscuridad, los lentes de su padre le echaron una mirada de terror y, en seguida, de alegría; cayó en sus brazos y, entre ellos, le oyó susurrar: "¡Me has asustado, chiquillo, con el uniforme ese!" Dentro del abrazo, que no se deshacía, que duraba, Santolalla se sintió agonizar: la mirada de su padre -un destello- ¿no había sido, en la cara fina del hombre cultivado y maduro, la misma mirada del miliciano pasmado a quien él sorprendió en la viña para matarlo? Y, dentro del abrazo, se sintió extraño, espantosamente extraño, a aquel hombre cultivado y maduro. Como agotado, exhausto, Santolalla se dejó caer en la butaquilla de la antesala… "Me has asustado, chiquillo"… Pero ahora ¡cuánta confianza había en la expresión de su padre!, flaco, avejentado, muy avejentado, pero contento de tenerlo ante sí, y sonriente. Él también, a su vez, lo contemplaba con pena. Inquirió: "¿Mamá?" Mamá había salido; venía en seguida; habían salido las dos, ella y su hermana, a no sabía qué. Y de nuevo se quedaron callados ambos, frente a frente. La madre fue quien, como siempre, se encargó de ponerle al tanto, conversando a solas, de todo. "No me pareces el mismo, hijo querido -le decía, devorándolo con los ojos, apretándole el brazo-; estás cambiado cambiado". Y él no contestaba nada: observaba su pelo encanecido, la espalda vencida -una espalda ya vieja-, el cuello flaco; y se le oprimía el pecho. También le chocaba penosamente aquella emocional locuacidad de quien era toda aplomo antes, noble reserva… Pero esto fue en el primer encuentro; después la vio recuperar su sensatez -aunque, eso sí, estuviera, la pobre, ya irremediablemente quebrantada- cuando se puso a informarle con detalle de cómo habían vivido, cómo pudieron capear los peores temporales, "gracias a que las amistades de tu padre -explicaba- contrarrestaron el peligro a que nos dejó expuestos la fuga de tu cuñado…" Durante toda la guerra había trabajado el padre en un puesto burocrático del servicio de abastecimientos; "pero, hijo, ahora, otra vez, ¡imagínate!… En fin -concluyó-, de aquí en adelante ya estaremos más tranquilos: oficial tú y, luego, con tu abuelo al quite…" El abuelo seguía tan terne: "¡Qué temple, hijito! Un poco más apagado, quizá; tristón, pero siempre el mismo" Santolalla le contó a su madre la aventura con el miliciano; se decidió a contársela; estaba ansioso por contársela. Comenzó el relato como quien, sin darle mayor importancia, refiere una peripecia curiosa acentuando más bien en ella los aspectos de azar y de riesgo; pero notó pronto en el susto de sus ojos que percibía todo el fondo pesaroso, y ya no se esforzó por disimular: siguió, divagatorio, acuitado, con su tema adelante. La madre no decía nada, ni él necesitaba ya que dijese; le bastaba con que lo escuchara. Pero cuando, en la abundancia de su desahogo, se sacó del bolsillo los documentos de Anastasio y le puso ante la cara el retrato del muchacho, palideció ella, y rompió en sollozos. ¡Ay, Señor! ¿Dónde había ido a parar su antigua fortaleza? Se abrazaron, y la madre aprobó con vehemencia el propósito que, apresuradamente, le revelaba él de acercarse a la familia del miliciano y ofrecerle discreta reparación. "¡Sí, sí, hijo mío, sí!" Mas, antes de llevarlo a cabo, tuvo que proveer a su propia vida. Arregló lo de la cátedra en el Instituto de Toledo, fue desmovilizado del ejército, y -a Dios gracias- consiguieron verse al fin, tras de no pocas historias, reunidos todos de nuevo en la vieja casa. Tranquilo, pues, ya en un curso de existencia normal, trazó ahora Pedro Santolalla un programa muy completo de escalonadas averiguaciones, que esperaba laboriosas, para identificar y localizar a esa pobre gente: el padrón, el antiguo censo electoral, la capitanía general, la oficina de cédulas personales, los registros y fichas de policía… Mas no fue menester tanto; el camino se le mostró tan fácil como sólo la casualidad puede hacerlo; y así, a las primeras diligencias dio en seguida con el nombre de Anastasio López Rubielos, comprobó que los demás datos coincidían y anotó el domicilio. Sólo faltaba, por lo tanto, decidirse a poner en obra lo que se tenía prescrito. "¡De hoy no pasa!", se había dicho aquella mañana, contemplando por el balcón el día luminoso. No había motivo ya, ni pretexto para postergar la ejecución de su propósito. La vida había vuelto a entrar, para él, en cauces de estrecha vulgaridad; igual que antes de la guerra, sino que ahora el abuelo tenía que emplear su tiempo sobrante, que lo era todo, en pequeñas y -con frecuencia- vejatorias gestiones relacionadas con el aceite, con el pan, con el azúcar; el padre, pasarse horas y horas copiando con su fina caligrafía escrituras para un notario; la madre, azacaneada todo el día, y suspirona; y él mismo, que siempre había sido taciturno, más callado que nunca, malhumorado con la tarea de sus clases de geografía y las nimias intrigas del Instituto. ¡No, de hoy no pasaba! Y ¡qué aliviado iba a sentirse cuando se hubiera quitado de una vez ese peso de encima! Era, lo sabía, una bobada ("soy un bicho raro"): no había quien tuviera semejantes escrúpulos; pero… ¡qué importaba! Para él sería, en todo caso, un gran alivio. Sí, no pasaba de hoy. Antes de salir, abrió el primer cajón de la cómoda, esta vez para echarse al bolsillo los malditos documentos, que siempre le saltaban a la vista desde allí cuando iba a sacar un pañuelo limpio; y, provisto de ellos, se echó a la calle. ¡Valiente lección de geografía fue la de aquella mañana! Apenas la hubo terminado, se encaminó, despacio, hacia las señas que, previamente, tuviera buen cuidado de explorar: una casita muy pobre, de una sola planta, a mitad de una cuesta, cerca del río, bien abajo. Encontró abierta la puerta; una cortina de lienzo, a rayas, estaba descorrida para dejar que entrase la luz del día, y desde la calle podía verse, quieto en un sillón, inmóvil, a un viejo, cuyos pies calentaba un rayo de sol sobre el suelo de rojos ladrillos. Santolalla adelantó hacia dentro una ojeada temerosa y, tentándose en el bolsillo el carnet de Anastasio, vaciló primero y, en seguida, un poco bruscamente, entró en la pieza. Sin moverse, puso el viejo en él sus ojillos azules, asustados, ansiosos. Parecía muy viejo, todo lleno de arrugas; su cabeza, cubierta por una boina, era grande: enormes, traslucidas, sus orejas; tenía en las manos un grueso bastón amarillo. Emitió Santolalla un "¡buenos días!", y notó velada su propia voz. El viejo cabeceaba, decía: "¡Sí, sí!"; parecía buscar con la vista una silla que ofrecerle. Sin darse cuenta, Santolalla siguió su mirada alrededor de la habitación: había una silla, pero bajita, enana; y otra, con el asiento hundido. Mas ¿por qué había de sentarse? ¡Qué tontería! Había dicho: "¡Buenos días!" al entrar; ahora agregó: – Quisiera hablar con alguno de la familia -interrogó-: la familia de Anastasio López Rubielos ¿vive aquí? Se había repuesto; su voz sonaba ya firme. – Rubielos, sí: Rubielos -repetía el viejo. Y él insistió en preguntarle: – Usted, por casualidad, ¿es de la familia? – Sí, sí, de la familia -asentía. Santolalla deseaba hablar, hubiera querido hablar con cualquiera menos con este viejo. – ¿Su abuelo? -inquirió todavía. – Mi Anastasio -dijo entonces con rara seguridad el abuelo-, mi Anastasio ya no vive aquí. – Pues yo vengo a traerles a ustedes noticias del pobre Anastasio -declaró ahora, pesadamente, Santolalla. Y, sin que pudiera explicar cómo, se dio cuenta en ese instante mismo de que, más adentro, desde el fondo oscuro de la casa, alguien lo estaba acechando. Dirigió una mirada furtiva hacia el interior, y pudo discernir en la penumbra una puerta entornada; nada más. Alguien, de seguro, lo estaba acechando, y él no podía ver quién. – Anastasio -repitió el abuelo con énfasis (y sus manos enormes se juntaron sobre el bastón, sus ojos tomaron una sequedad eléctrica)-. Anastasio ya no vive aquí: no, señor -y agregó en voz más baja-: nunca volvió. – Ni volverá -notificó Santolalla-. Todo lo tenía pensado, todo preparado. Se obligó a añadir: – Tuvo mala suerte Anastasio: murió en la guerra; lo mataron. Por eso vengo yo a visitarles… Estas palabras las dijo lentamente, secándose las sienes con el pañuelo. – Sí, sí, murió -asentía el anciano; y la fuerte cabeza llena de arrugas se movía, afirmativa, convencida-; murió, sí, el Anastasio. Y yo, aquí, tan fuerte, con mis años: yo no me muero. Empezó a reírse. Santolalla, tonto, turbado, aclaró: – Es que a él lo mataron. No se hubiera sentido tan incómodo, pese a todo, sin la sensación de que lo estaban espiando desde adentro. Pensaba, al tiempo de echar otra mirada de reojo al interior: "Es estúpido que yo siga aquí. Y si quisiera, en cualquier momento podría irme: un paso, y va estoy en la calle, en la esquina". Pero no, no se iría: ¡quieto! Estaba agarrotado, violento, allí, parado delante de aquel viejo chocho; pero ya había comenzado, y seguiría. Siguió, pues, tal como se lo había propuesto: contó que él había sido compañero de Antasasio; que se habían encontrado y trabado amistad en el frente de Aragón, y que a su lado estaba, precisamente, cuando vino a herirle de muerte una bala enemiga; que, entonces, él había recogido de su bolsillo este documento… Y extrajo del suyo el carnet, lo exhibió ante la cara del viejo. En ese preciso instante irrumpió en la saleta, desde el fondo, una mujer corpulenta, morena, vestida de negro: se acercó al viejo y, dirigiéndose a Santolalla: – ¿De qué se trata? ¡Buenos días! -preguntó. Santolalla le explicó en seguida, como mejor pudo, que durante la guerra había conocido a López Rubielos, que habían sido compañeros en el frente de Aragón; que allí habían pasado toda la campaña: un lugar, a decir verdad, bastante tranquilo; y que, sin embargo, el pobre chico había tenido la mala pata de que una bala perdida, quién sabe cómo… – Y a usted ¿no le ha pasado nada? -le preguntó la mujer con cierta aspereza, mirándolo de arriba abajo. – ¿A mí? A mí, por suerte, nada. ¡Ni un rasguño, en toda la campaña! – Digo, después -aclaró, lenta, la mujerona. Santolalla se ruborizó; respondió, apresurado: – Tampoco después… Tuve suerte ¿sabe? Sí, he tenido bastante suerte. – Amigos habrá tenido -reflexionó ella, consultando la apariencia de Santolalla, su traje, sus manos. El le entregó el carnet que tenía en una de ellas, preguntándole: – ¿Era hijo suyo? La mujer ahora, se puso a mirar el retrato muy despacio; repasaba el texto impreso y manuscrito; lo estaba mirando y no decía nada. Pero al cabo de un rato se lo devolvió, y fue a traerle una silla: entre tanto, Santolalla y el viejo se observaban en silencio. Volvió ella, y mientras colocaba la silla en frente, reflexionó con voz apagada: – ¡Una bala perdida! ¡Una bala perdida! Ésa no es una muerte mala. No, no es mala; ya hubieran querido morir así su padre y su otro hermano: con el fusil empuñado, luchando. No es ésa mala muerte, no. ¿Acaso no hubiera sido peor para él que lo torturasen, que lo hubiesen matado como a un conejo? ¿No hubiera sido peor el fusilamiento, la horca?… Si aún temía yo que no hubiese muerto y todavía me lo tuvieran… Santolalla, desmadejado, con la cabeza baja y el carnet de Anastasio en la mano, colgando entre sus rodillas, oía sin decir nada aquellas frases oscuras. – Así, al menos -prosiguió ella, sombría-, se ahorró lo de después; y, además, cayó el pobrecito en medio de sus compañeros, como un hombre, con el fusil en la mano… ¿Dónde fue? En Aragón, dice usted. ¿Qué viento le llevaría hasta allá? Nosotros pensábamos que habría corrido la ventolera de Madrid. ¿Hasta Aragón fue a dejarse el pellejo? La mujer hablaba como para sí misma, con los ojos puestos en los secos ladrillos del suelo. Quedóse callada, y, entonces, el viejo, que desde hacía rato intentaba decir algo, pudo preguntar: – ¿Allí había bastante? – ¿Bastante de qué? -se afanó Santolalla. – Bastante de comer -aclaró, llevándose hacia la juntos, los formidables dedos de su mano. – ¡Ah, sí! Allí no – ¡Ah, sí! Allí no nos faltaba nada. Había abundancia. No sólo de lo que nos daba la Intendencia -se entusiasmó, un poco forzado- sino también -y recordó la viña- de lo que el país produce. La salida del abuelo le había dado un respiro; en seguida temió que a la mujer le extrañase la inconveniente puerilidad de su respuesta. Pero ella, ahora, se contemplaba las manos enrojecidas, gordas, y parecía abismada. Sin aquella su mirada reluciente y fiera resultaba una mujer trabajada, vulgar, una pobre mujer, como cualquiera otra. Parecía abismada. Entonces fue cuando se dispuso Pedro Santolalla a desplegar la parte más espinosa de su visita: quería hacer algo por aquella gente, pero temía ofenderlos: quería hacer algo, y tampoco era mucho lo que podría hacer; quería hacer algo, y no aparecer ante sí mismo, sin embargo, como quien, logrero, rescata a bajo precio una muerte. Pero ¿por qué quería hacer algo?, y ¿qué podría hacer? – Bueno -comenzó penosamente; sus palabras se arrastraban, sordas-; bueno, voy a rogarles que me consideren como un compañero…, como el amigo de Anastasio… Pero se detuvo; la cosa le sonaba a burla. "¡Qué cinismo!", pensó; y aunque para aquellos desconocidos sus palabras no tuvieran las resonancias cínicas que para él mismo tenían…, no podían tenerlas, ellos no sabían nada…, ¿cómo no les iba a chocar este "compañero" bien vestido que, con finos modales, con palabras de profesor de Instituto, venía a contarles?… Y ¿cómo les contaría él toda aquella historia adobada, y los detalles complementarios de Sin embargo, algo habría que decir; no era posible seguir callando; la mujerona había alzado ya la cabeza y lo obligaba a mirar para otro lado, hacia los pies del anciano, enormes, dentro de unos zapatos rotos, al sol. Ella, por su parte, escrutaba a Santolalla con expectativa: ¿adónde iría a parar el sujeto este? ¿Qué significaban sus frases pulidas: rogar que lo considerasen como un amigo? – Quiero decir -apuntó él- que para mí sería una satisfacción muy grande poderles ayudar en algo. Se quedó rígido, esperando una respuesta; pero la respuesta no venía. Dijérase que no lo habían entendido. Tras la penosa pausa, preguntó, directa ya y embarazadamente, con una desdichada sonrisa: – ¿Qué es lo que más necesitan? Díganme: ¿en qué puedo ayudarles? Las pupilas azules se iluminaron de alegría, de concupiscencía, en la cara labrada del viejo; sus manos se revolvieron como un amasijo sobre el cayado de su bastón. Pero antes de que llegara a expresar su excitación en palabras, había respondido, tajante, la voz de su hija: – Nada necesitamos, señor. Se agradece. Sobre Santolalla estas palabras cayeron como una lluvia de tristeza; se sintió perdido, deshauciado. Después de oírlas, ya no deseaba más que irse de allí; y ni siquiera por irse tenía prisa. Despacio, giró la vista por la pequeña sala, casi desmantelada, llena tan sólo del viejo que, desde su sillón, le contemplaba ahora con indiferencia, y de la mujerona que lo encaraba de frente, en pie ante él, cruzados los brazos; y, alargándole a ésta el carnet sindical de su hijo: – Guárdelo -le ofreció-; es usted quien tiene derecho a guardarlo. Pero ella no tendió la mano; seguía con los brazos cruzados. Se había cerrado su semblante; le relampaguearon los ojos y hasta pareció tener que dominarse mucho para, con serenidad y algún tono de ironía, responderle: – ¿Y qué quiere usted que haga yo con eso? ¿Que lo guarde? ¿Para qué, señor? ¡Tener escondido en casa un carnet socialista, verdad? ¡No! ¡Muchas gracias! Santolalla enrojeció hasta las orejas. Ya no había más que hablar. Se metió el carnet en el bolsillo, musitó un "¡buenos días!" y salió calle abajo. (1949) |
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