"El Mico" - читать интересную книгу автора (Mauriac Francois)2 Al comienzo de la tarde del día siguiente, con impermeable, gruesos zapatos y una boina hundida hasta los ojos, se dirigió al pueblo. Creía que la lluvia sobre la cara borraría los rastros de su orgía solitaria. Ya no la sostenía ninguna exaltación: solamente su voluntad. Otra mujer hubiera elegido cuidadosamente el traje que convenía a una diligencia de esa naturaleza. En todo caso, se habría esforzado en sacar el mejor partido de su aspecto físico. La señora Galeas ni siquiera tuvo la idea de empolvarse la cara, ni de intentar nada para disimular el bozo moreno que le recubría los labios y las mejillas. Sus cabellos, lavados habrían parecido menos grasientos. Podría haber supuesto que el preceptor desconocido era, como la mayoría de los hombres, sensible a los perfumes… Pero no: iba a tentar su última oportunidad sin más arreglo que el de costumbre, más descuidada que nunca. El hombre, ese preceptor, estaba en la cocina sentado frente a su mujer, y hablaba mientras desgranaba porotos. Era un jueves, día bendito entre todos. La escuela se alzaba al borde del camino como, por lo demás, todas las casas del poco agraciado pueblo de Cernes. La herrería, la carnicería, la taberna y el correo no formaban un grupo viviente alrededor del campanario. Sólo la iglesia se destacaba, con las tumbas apretadas contra ella, sobre un promontorio que domina el valle del Ciron. Cernes no tenía más que una calle, que era, precisamente, el camino departamental. La escuela estaba un poco retirada. Los niños entraban por la puerta central, pero la cocina del preceptor se abría a la derecha, sobre el pasillo que llevaba al patio de recreo. Más allá se extendía la huerta. Sin presentir nada de lo que se aproximaba a su casa, Robert y Léone Bordas discutían todavía el motivo de la extraña visita de la víspera. – Por más que digas -insistía la mujer-, ciento cincuenta, o tal vez doscientos francos más por mes por hacer trabajar al chiquitín del castillo, es algo. Valía la pena pensarlo dos veces… – No estamos tan apretados como para eso. ¿Acaso nos falta algo? Y menos ahora que recibo casi todos los libros que necesito. (Hacía comentarios críticos de novelas y poemas en el – No piensas más que en ti; pero está Jean Pierre… – Jean-Pierre tampoco necesita nada. De cualquier modo, no pretenderás que tenga maestro particular. Ella sonrió complacida. Por supuesto, su hijo no necesitaba lecciones particulares; en cualquier materia que fuera, era siempre el primero. Tenía trece años y estaba cursando el penúltimo de la escuela; pero como estaba dos años adelantado, probablemente tendría que repetir el último, pues no había muchas posibilidades de que pudiese obtener permiso para continuar sus estudios antes de alcanzar la edad reglamentaria. En el Liceo ya lo consideraban una futura gloria. Sus profesores no dudaban de que lo verían ganar del primer golpe los dos concursos: Normal de Letras y Normal de Ciencias. – Y bien. ¡Exactamente! Quiero que tome lecciones particulares. Esa declaración de Léone no fue acompañada de ninguna mirada, de ningún signo que indicara duda o ruego. Esa mujer delgada, de mejillas pálidas, ligeramente pelirroja, cuyos rasgos menudos conservaban su encanto a pesar de estar ajada, tenía una voz seca, penetrante, acostumbrada a gritar para dominar la clase. – Tiene que tomar lecciones de equitación. Robert Bordas continuó clasificando sus porotos, fingiendo creer que ella bromeaba: – Pero sí, seguro, y además, lecciones de danza, ya que estás en eso. La risa empequeñecía sus grandes ojos rasgados. Aunque estuviese sin afeitar y con el cuello desabrochado, ese hombre que se aproximaba a la cuarentena tenía todavía la gracia de la juventud. Era fácil imaginar al niño que debió haber sido. Se levantó y dio una vuelta a la mesa, ayudándose con un bastón, de punta de caucho, renqueando apenas. Su largo espinazo de gato flaco era el de un adolescente. Encendió un cigarrillo y dijo: – He aquí otra más que quiere la revolución, pero que sueña con transformar a su hijo en propietario de caballos de carrera. Ella se encogió de hombros. – Entonces -insistió él- ¿por qué quieres hacer un jinete de Jean-Pierre? ¿Para que se enganche a los dragones de Libourne con un montón de marranos que pondrán en cuarentena al hijo del preceptor? – No te exaltes, ahorra tu voz para el mitin del once de noviembre… Ella vio, por su expresión, que había ido demasiado lejos; volcó en una fuente los porotos que llenaban su delantal y fue a abrazar a su marido. – Oye, Robert… Robert bien sabía que ella quería las mismas cosas que él. Lo seguía ciegamente, con una confianza total. Pero la política no era su fuerte e imaginaba bastante mal cómo iría el mundo una vez cumplida la revolución. Sería siempre un grupo de elegidos quienes dirigirían el país, ella estaba segura de eso. Los más inteligentes, los más instruidos, pero también los que tuvieran virtudes de jefe. – Y bien, quiero que Jean-Pierre sepa montar a caballo y, sobre todo, que adquiera las cualidades de destreza, valentía y audacia que en parte le faltan. Tiene todas las otras, salvo ésas… Robert Bordas observaba la mirada perdida de su mujer. No lo veía. Su corazón, en ese momento, estaba lejos de él. – La Escuela Normal forma profesores selectos para la Universidad -observó él un poco secamente-. Es su única razón de ser. – ¡Vamos! Mira un poco a todos los ministros, los grandes escritores, todos los jefes de partido que han salido de ella… ¡Y Jaurés, el primero, y León Blum!… Él interrumpió: – Me sentiría orgulloso si Jean-Pierre presentara un día una buena tesis y se graduara en la Facultad de Letras. No pido nada más para él…O quizá en la Sorbona…, o en el Colegio de Francia… ¿Quién sabe? ¡Esto sí sería hermoso! Ella rió agriamente. – ¡Ah!, ¡ahora sí! ¡Ahora me toca a mí admirar al famoso revolucionario que hay en ti! ¿Entonces crees que todas esas antiguallas quedarán en pie? – ¡Seguramente! La Universidad será transformada, renovada; pero en Francia la enseñanza superior será siempre la enseñanza superior… Tú no sabes lo que dices… Se interrumpió. A través de los vidrios de la puerta divisó a una mujer en la niebla. – Y ahora, ¿quién es ésa? – Una madre que viene a molestarnos y a quejarse de que hemos sido injustos con su pequeña. Antes de entrar, Paule se limpió cuidadosamente los zapatos para quitarles el barro. No la reconocieron. No sabían quién era esa extraña mujer con una boina calada hasta los ojos, negros y ojerosos, que ardían en un rostro tan velludo como el de un muchacho. Evitó nombrarse. Dijo a Robert que era la madre del niño de quien le había hablado la víspera la baronesa de Cernes. Él tardó algunos segundos en comprender de qué se trataba, pero Léone ya lo había adivinado. Precediendo a la señora Galeas, la condujo a una habitación glacial, y abrió los postigos. Todo relucía: el piso, el aparador y la mesa de estilo Lévitan. Un cortinado de encaje crudo velaba la ventana. Enormes hortensias dibujaban un ancho friso a la altura del cielo raso. El empapelado era de color granate. – Dejo a usted con mi marido… Paule le aseguró que no tenía nada secreto que comunicarle; sólo disipar un mal entendido nada más. Esa ola de sangre que avivó las mejillas de Robert Bordas era una debilidad que conservaba de su juventud. Sintió que le ardían las orejas. Esa señora de desagradable mirada, ¿iba a forzarlo a explicar su broma del día anterior? ¡Pero sí! Ella tenía el tupé de abordar el tema con la mayor tranquilidad. Paule le dijo que temía que su suegra hubiese comprendido mal una reflexión completamente inocente y que por ese motivo se hubiera peleado con él. En modo alguno trataba de hacer volver al señor Bordas sobre su negativa; pero sería muy doloroso que ese incidente significara un nuevo adversario en el pueblo para una mujer indefensa como era ella. Siendo de él, precisamente, de quien hubiera tenido el derecho de esperar más comprensión. Sus ardientes ojos iban de Robert a Léone. Las comisuras de su boca, un poco caídas, daban un aspecto trágico a esa cara grande y velluda, a esa máscara. Robert balbuceaba que lo sentía mucho, que no había puesto ninguna intención malévola en sus palabras. Paule abrevió, y volviéndose hacia Léone, dijo: – Jamás he dudado de que así fuera. Ustedes dos están en las mejores condiciones para conocer el pueblo y los chismes que en él corren. ¿Comprenderían la alusión? ¿Sabrían que corría el rumor de que el preceptor había sido herido a traición en un puesto de emboscado? Algunos insinuaban que él mismo había disparado su fusil tan torpemente… Ellos no parecieron conmovidos. Paule ignoraba si sus palabras habían dado en el blanco. Agregó: – Señora, sé que usted pertenece a una antigua familia de Cadillac… Los padres de Léone eran, en efecto, pequeños propietarios, campesinos de vieja cepa, pero muy mal vistos a causa de sus ideas avanzadas. Su hija no estaba casada por la iglesia y se dudaba de que el pequeño Jean-Pierre estuviera bautizado. Por permanecer cerca de su familia, los Bordas habían renunciado a un ascenso que hubiera sido rápido. – Cernes -decía Paule- tiene un preceptor que no merece. De nuevo el rostro juvenil se tornó escarlata. – ¡Sí! -insistió Paule, pues sabía que no dependía sino de Robert Bordas el ocupar una cátedra en el Palacio Borbón. Robert se ruborizó una vez más, y encogiéndose de hombros; – ¡Usted se burla de mi! -le dijo. Léone reía: – ¡Oh, señora! Usted lo va a hacer engreír. ¡Mi pobre Robert! Una sonrisa empequeñeció los rasgados ojos del joven. – No soy yo quien lo dice, sino el señor Lousteau, nuestro administrador y su amigo, creo. Un partidario del rey, pero que sabe hacer justicia a sus adversarios. Cuando se tiene un marido como el suyo, no hay por qué tener miedo de ser ambiciosa. Y agregó a media voz: – ¡Ah, si yo estuviera en su lugar!… Dijo esta frase en el tono preciso. Apenas acentuó la alusión a su miserable marido. – El primer gran hombre de nuestra familia -dijo el preceptor- será nuestro hijo Jean-Pierre. ¿Verdad, Léone? ¿Ese pequeño Jean-Pierre? Una sonrisa de complacencia suavizó los rasgos de la señora, Por supuesto, su fama había llegado hasta ella; el señor Lousteau le había hablado a menudo de él. ¡Qué felices y orgullosos debían de estar! De nuevo un suspiro, vuelta otra vez a su propia desgracia. Pero esta vez no temió decir: – A propósito de niño prodigio, es necesario que le hable de mi propio hijo. Mi suegra tal vez ha exagerado la nota. Es cierto que es muy atrasado, y comprendo que eso lo acobarde a usted… Robert protestó vivamente. Su negativa no había tenido otra razón que la falta de tiempo libre y el temor de no poder consagrarse a esa nueva tarea, pues la secretaría de la alcaldía y sus ocupaciones personales le tomaban todo el tiempo libre que le dejaban los muchachos del pueblo. – Sí, sé que usted está muy ocupado. Y hasta he llegado a creer que ciertos artículos no firmados de Las mejillas y las orejas del preceptor volvieron a enrojecer. Para abreviar, hizo algunas preguntas sobre Guillaume. ¿El pequeño escribía y leía de corrido? Siendo así, no se había perdido nada. Paule permanecía indecisa. Era importante no desanimarlo de entrada y, al mismo tiempo, ponerlo en antecedentes de la imbecilidad de su futuro alumno. Sí, afirmó: leía y releía dos o tres libros. Hojeaba sin cesar una colección de revistas de fines de siglo, aunque jamás habían tenido pruebas de que pudiera retener algo. ¡Oh! Y además no era muy atrayente, no, ni muy repulsivo. ¡Su pobre "mico"! Era preciso ser madre; a ella misma, a veces, le costaba soportarlo… El preceptor sufría por ella. Propuso tomar al pequeño en observación, por la tarde, a eso de las cinco, después de la salida de los niños. Pero no se comprometía a nada antes de haberlo visto… Paule le tomó las dos manos, y con la voz sofocada por una emoción semifingida, agregó: – Pienso en la comparación que usted no podrá evitar de hacer entre mi desdichado pequeño y su Jean-Pierre. Volvió un poco la cabeza como para ocultar su vergüenza. ¡Qué inspirada estaba ese día! Esa pareja de preceptores acostumbrada a una atmósfera hostil, sospechosos a los campesinos como a los propietarios, tratados por el clero como enemigos públicos, jamás habrían podido imaginar que lo que les sucedía fuera posible. Alguien del castillo tenía que pedirles un favor; venía a implorarlo, y no solamente los admiraba, sino que los envidiaba. ¡Con qué humildad había hecho alusión a su marido y a su hijo degenerado! Robert, un poco excitado por la aventura y recordando que esa boina y ese impermeable disfrazaban a una baronesa auténtica, arriesgó con tono bondadoso: – Pero, señora, me sorprende que no tema mi influencia sobre el pequeño… ¿Usted conoce mis ideas? La risa le arrugaba las sienes; de sus ojos estirados no se veía más que el brillo. – Usted no me conoce -dijo Paule gravemente-. Usted no sabe quién soy. No la creerían si les aseguraba que deseaba que su pobre hijo fuera capaz de sentir esa influencia. Así preparaba sus futuras confidencias. No había que agregar nada ni estropear nada. Ya se despedía de sus huéspedes, sorprendidos por lo que acababa de decirles respecto a sus ideas. Convinieron en que llevaría a Guillaume al día siguiente, después de las cuatro de la tarde. Y de pronto, tomando un tono de gran señora, imitado de su suegra y de su cuñada Arbis agregó: – ¡Muy agradecida! ¡No sabéis el bien que me habéis hecho! Sí, sí. ¡Vosotros no podéis saberlo! – Es evidente que tú le gustas -dijo Léone. Desocupó la mesa y, suspirando, tomó una pila de deberes para corregir. – Ya no la encuentro tan antipática. – ¡Miren eso! Te trata con deferencia: pero ¿qué quieres que te diga? Desconfíale. – La creo un poco loca… De cualquier modo, es una exaltada. – Una loca que sabe lo que quiere. Acuérdate de lo que se cuenta… ¡Su historia con el cura! Ponte en guardia. Él se levantó, estiró sus grandes brazos y dijo: – No me gustan las mujeres con barba. – No estaría tan mal si estuviera mejor arreglada -observó Léone. – Ahora recuerdo lo que me dijo Lousteau; no es verdaderamente una noble. Es la hija o la sobrina de Meuliére, el ex alcalde de Burdeos… ¿Por qué te ríes? – Porque pareces defraudado de que ella no sea una noble verdadera… Robert, con aire furioso, los hombros alzados y soplando su pipa, fue hasta el umbral de la puerta y se apoyó en la pared. Mientras su madre se ocupaba de entregarlo al preceptor rojo, la pequeña liebre, desalojada de su madriguera y sin esperanzas de poder agazaparse en ella, parpadeaba ante la luz enceguecedora de las personas mayores. Durante la ausencia de su madre había estallado una diferencia entre las tres divinidades favorables: papá, Mamie y – ¿Por qué no podría llegar a ser un señor instruido? ¡Creo que vale tanto como los otros! Y volviéndose hacia Guillaume: – Ve a divertirte afuera; ve, mi pollito; ve, mi pajarito… Salió. Luego se deslizó de nuevo en la cocina. ¿Acaso no estaba admitido que nunca escuchaba, y que, por otra parte, no entendía nada? La baronesa, sin dignarse responder a – Galeas, muestra tu autoridad una vez en tu vida -suplicaba la anciana-. No tienes más que decir una palabra: "¡No y no! Yo no quiero entregar mi hijo a ese comunista…" Después deja pasar la tormenta. Pero Fraulein protestaba: – No escuches a la señora baronesa -tuteaba a Galeas, pues lo había criado-. ¿Por qué Guillou no habrá de ser instruido como los niños de Arbis? – Deje tranquilos a los Arbis, – ¡Pobre pichón! Como si le fueran a hablar de política. – No se trata de política… ¿Y la religión? ¿Qué hace con ella? Todavía no sabe bien el catecismo… Guillaume observaba a su padre, inmóvil, los ojos fijos en los sarmientos abrasados. No daba señales de inclinarse por un lado u otro. Guillou, con la boca abierta, trataba de comprender. – En el fondo, a la señora baronesa le importa muy poco que él viva, más tarde, como un campesino… Después de todo, ¡quién sabe si no es lo que ella desea! – Usted no tiene por qué abogar ante mí a favor de mi nieto. De todos modos, es el colmo -insistió la baronesa con un tono falsamente indignado y que traicionaba cierta confusión. – Sí, sí. La señora baronesa quiere mucho a Guillou, está contenta de tenerlo aquí, cerca; pero es con los otros con quienes cuenta cuando piensa en el porvenir de la familia… La baronesa trató a – La prueba está en que después de la muerte de Georges se convino en que el mayor de los Arbis, Stanislas, agregaría el nombre de Cernes al nombre de Arbis, como si en este mundo no quedara nada de Cernes; como si Guillou no se llamara Guillaume de Cernes. – El pequeño escucha -dijo de pronto Galeas. Y volvió a caer en su silencio. – He aquí uno que no habría podido llamarse Désiré 1 cuando nació. ¿Recuerda la señora baronesa que me dijo que no debía ser frecuente que un enfermo diera un hijo a su enfermera…? – Yo no le he dicho tal cosa, Galeas estaba muy bien de salud… No entra en mis costumbres ser tan grosera. – En fin, la señora baronesa debe recordar que el niño no estaba previsto en el programa. Yo, que conocía a mi Galeas, sabía que no era más lerdo que otros, como bien se ha visto. Una llama de sospecha brilló entre los rosados párpados sin pestañas de la austríaca. "Ojos de marrana…", le había dicho un día la señora de Galeas. La baronesa, ofendida, le dio la espalda. Guillou, con la nariz aplastada contra el vidrio de la antecocina, miraba saltar las gotas de lluvia, cada una de las cuales era como un pequeño personaje danzarín. Las personas mayores se ocupaban de él sin cesar y estaban divididas al respecto. No habrían podido llamarlo Désiré. Él habría querido volver a pensar en esas historias que se narraba a sí mismo y que sólo él conocía, pero esta vez era imposible evadirse, a menos que el preceptor hubiera mantenido su negativa. Entonces Guillou sería tan feliz, que le importaría muy poco no haber sido deseado. Sólo pedía no ser mezclado con otros niños que le harían sufrir; no tener nada que ver con maestros que hablan a gritos, que se exasperan y que articulan palabras desprovistas de sentido, en un tono duro. Mamie no lo había deseado; ¡su madre tampoco! ¿Sabrían ellas por anticipado que él no sería como los otros? ¿Y el pobre papá? De cualquier modo, no sería él quien lo libraría del preceptor. Cómo se agotaba la baronesa repitiéndole: – Sólo tienes que decir "no"… ¡No es tan difícil, que digamos! Puesto que te repito que no tienes más que decir "no"… No tienes más que decir "no"… Pero Galeas, sin responder nada, sacudía su gruesa cabeza gris y rizada. Por fin, dijo: – No tengo derecho… – ¿Qué quieres decir con eso, Galeas? El padre tiene todos los derechos en lo que concierne a la educación de los niños. Pero, siempre sacudiendo la cabeza con aire terco, repetía: "No tengo derecho…" Fue entonces cuando Guillaume volvió llorando y se abalanzó contra las piernas de – ¡Aquí está mamá! Ríe sola. Seguramente el preceptor ha aceptado. – ¿Y qué hay con eso? Él no te comerá tontito. Limpíele la nariz, Desapareció por el lavadero en el momento en que su madre pasaba, triunfante, el umbral de la cocina. – Todo está arreglado -dijo-. Llevaré a Guillaume mañana, a las cuatro de la tarde. – Si su marido consiente. – Seguro, madre. Pero, por supuesto, él consiente. ¿Verdad, Galeas? – De cualquier modo, hija mía, le aseguro que el pequeño le va a dar que hacer. – Y a todo esto, ¿dónde está? -preguntó Paule-. Me parece que le he oído sollozar. Entonces vieron a Guillaume que salía del lavadero con su aspecto más miserable, la cara embadurnada de mocos, saliva y lágrimas. – ¡No iré! -gimió sin mirar a su madre-. ¡No iré a casa del preceptor! Paule siempre se había avergonzado de él, y ese día, detrás de ese pequeño ser que hacía muecas, aparecía el padre en su sillón. La boca abierta del niño era la réplica de esa otra boca mojada y fría. Con cólera contenida y voz casi dulce, Paule dijo: – No podré arrastrarte hasta allí a la fuerza. No nos quedará, pues, otro recurso que ponerte de pupilo en el Liceo. La baronesa se alzó de hombros. – Usted sabe que no aceptarán al pequeño desdichado. – Entonces no veo otra solución que un reformatorio… Había amenazado a Guillou tan a menudo con eso, que él ya se hacía una vaga y terrorífica idea de las casas de corrección. Se puso a temblar y gimió: – ¡No, mamá! No, no… Y se arrojó contra – No lo creas, pichón… ¿Piensas que la dejaré…? Lo que acabó de abrumar al niño fue la carcajada de su vieja Mamie. – ¿Por qué no ponerlo en una bolsa, hija mía? ¿Por qué no tirarlo al río como a un gatito? Loco de terror, el pequeño se frotaba la cara con el pañuelo sucio: – ¡No, Mamie, en una bolsa no! No tenía ningún sentido de la ironía y tomaba todo al pie de la letra. – ¡Tontito! -dijo la baronesa atrayéndole hacia sí. Pero sin brusquedad volvió a alejarlo. – No se sabe por dónde tomarlo. ¡Qué sucio! Llévelo, – Iré a casa del preceptor, mamá. ¡Seré muy juicioso! – ¡Ah! Por fin eres razonable. – Es para asustarte, mi pichón; no lo creas, búrlate de ellas. Galeas, entonces, se irguió y sin mirar a nadie dijo: – Ahora hay sol. ¿Me acompañas al cementerio, pequeño? Guillou temía los paseos con su padre; pero esta vez se dejó tomar la mano con gusto y, siempre sollozando, lo siguió. Ya no llovía. La hierba empapada brillaba bajo el sol tibio. El camino contorneaba el pueblo, a través de las praderas. Habitualmente Guillaume tenía miedo de las vacas que levantan la cabeza y siguen a uno con la vista, como si vacilaran en abalanzarse. Su padre le apretaba la mano sin pronunciar una palabra. Habrían podido caminar horas sin decirse nada. Guillou no sabía que el pobre hombre estaba desesperado por ese silencio y que trataba, en vano, de fijar una idea. Pero él nada tiene que decir a un muchachito. Entraron en el cementerio por una brecha llena de ortigas, detrás del presbiterio de la iglesia. Las tumbas todavía estaban cubiertas con ramos marchitos del día de Todos los Santos. Galeas soltó la mano de su hijo y tomó una carretilla. Guillaume lo miró alejarse. Esa tricota zurcida, de color pardo; esos fondillos del pantalón que parecían vacíos; esa enorme pelambre bajo la boinita: eso era su padre. Permaneció sentado sobre una lápida semidesaparecida, entibiada un poco por el sol de otoño. Sin embargo, sentía frío; pensó que podría enfermarse, que al día siguiente no podría salir. La muerte… Volverse como esos que trataba de imaginar en esa tierra grasa: los muertos. Esos topos humanos, cuya presencia se manifiesta por pequeños montículos. Más allá del muro veía la campiña, ya inhabitable ante la proximidad del invierno: las viñas ateridas; la tierra como aceitosa, viscosa, elemento inhumano donde hubiera sido tan loco aventurarse como sobre las olas del mar. Abajo de la colina corría hacia el río Ciron un arroyo hinchado por las lluvias y se acumulaba un misterio de marismas y tallares inextricables. Guillou había oído decir que allí se veía, algunas veces, levantar vuelo a una becada. El niño expulsado de su madriguera temblaba de miedo y de frío en medio de la vida hostil y de la naturaleza enemiga. En el flanco de las colinas estallaba el rojo industrial de las tejas nuevas, pero por instinto su mirada buscaba el rosado, deslucido por las lluvias, de las viejas tejas redondas. Muy cerca de él, las grietas deshonraban el presbiterio de la iglesia; un vitral estaba rajado. Sabía que "Dios no estaba más allí", que el señor cura no quería dejar ahí a Dios por temor a los sacrilegios. Dios tampoco estaba en la capilla del castillo, donde Guillou sintió frío. Una ortiga le quemó la pantorrilla. Se levantó y dio algunos pasos hasta la pirámide del monumento a los muertos que se había inaugurado el año anterior. Trece nombres para el pueblito: de Cernes, Georges; Loclotte, Jean; Lapeyre, Joseph; Lapeyre, Ernest; Lartigue, Rene… Guillou veía la tricota color pardo de su padre agacharse y levantarse entre las tumbas; oyó el rechinar de la rueda de la carretilla. Mañana sería entregado al preceptor rojo. El preceptor podría morir, súbitamente esa noche. Quizá sucediera algo: un ciclón, un terremoto… Pero no, nada haría callar jamás esa voz terrible de su madre; nada apagaría esos malvados ojos clavados sobre él, que a la vez lo hacían consciente de su flacura, de sus rodillas sucias, de sus calcetines caídos. Entonces Guillaume volvía a tragar saliva y para desarmar a su enemiga trataba de cerrar la boca… Pero la voz exasperada estallaba (y él creía oírla aún, en ese pequeño cementerio donde él tiritaba): "Vete donde quieras, pero que no te vea más". A esa misma hora, Paule había encendido el fuego en su dormitorio y pensaba. Uno, voluntariamente, no puede hacerse amar; no es libre para agradar, pero ningún poder de la tierra o del cielo podría impedir a una mujer elegir un hombre y escogerlo por dios. Ni a él mismo le concierne puesto que nada se le pide en cambio. Está resuelta a hacer de ese ídolo el centro de su vida. No le falta más que levantar un altar en su desierto y consagrarlo a esa divinidad de cabellos rizados. Los otros terminan siempre por implorar a su dios, pero ella está resuelta a no esperar nada del suyo. No le quitará más que lo que se puede tomar de un ser, sin que él lo sepa. ¡Milagroso poder de la mirada solapada y del pensamiento incontrolable! Tal vez un día le fuera dado arriesgar un gesto; tal vez ese dios soporte el contacto de una boca sobre su mano… |
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