"El Mico" - читать интересную книгу автора (Mauriac Francois)3 Su madre lo arrastraba rápidamente por la carretera hendida de huellas llenas de agua de lluvia. Se cruzaron con los niños de la escuela que entraban en sus casas sin hablar ni reír. Las carteras, invisibles, que llevaban sobre la espalda, hinchaban sus abrigos. Los ojos, sombríos o claros, de esos jorobaditos, resplandecían en el fondo de los capuchones. Guillou pensaba que si hubiese tenido que trabajar y jugar con ellos, habrían sido sus verdugos. Pero sería entregado al preceptor, solo. No se ocuparía más que de él, y sobre él concentraría ese temible poder de las personas mayores, para fastidiar al pequeño Guillou con sus preguntas, para acosarlo con explicaciones y argumentos. Ese poder no se agotaría sobre una clase entera. Guillou, solo, debería hacer frente a ese monstruo de la ciencia, indignado y exasperado contra un niño que ignora hasta el sentido de las palabras con que se lo aturde. Iba a la escuela a la hora en que los otros muchachos salían de ella. Eso lo impresionó. Tuvo como una sensación de su diferencia, de su soledad. La mano seca y cálida que retenía la suya estrechó su apretón. Una fuerza indiferente, si no enemiga, lo remolcaba. Su madre, encerrada en un universo desconocido de pasiones y pensamientos, no le dirigió la palabra ni una sola vez. He aquí ya las primeras casas en el crepúsculo bañado y perfumado por sus humos; el resplandor de las lámparas y de las llamas detrás de los vidrios empañados, y la claridad más viva del hotel Dupuy. Había dos carros detenidos; las anchas espaldas de los boyeros se movían delante del mostrador. Un minuto más, Esa luz: era allí… Recordó la gruesa voz que adoptaba Mamie cuando contaba el Pulgarcito: "¡Es la casa del ogro!". Ahora él distinguía, a través de los vidrios de la puerta, a la mujer del ogro, sin duda al acecho de su presa. – ¿Por qué tiemblas, imbécil? El señor Bordas no te comerá. – ¿Quizá tenga frío? Paule se encogió de hombros y dijo con tono exasperado: – No. Es nervioso. No se sabe por qué le ocurre eso. A los dieciocho meses tuvo convulsiones… Los dientes de Guillou castañeteaban. No se oía más que ese castañeteo y el péndulo del gran reloj. – Léone, quítale los zapatos -dijo el ogro-. Ponle las pantuflas de Jean-Pierre. – Por favor -protestó Paule-. No se tornen esa molestia. Pero Léone ya volvía con un par de pantuflas. Tomó a Guillou sobre sus rodillas, le quitó el abrigo y se acercó al fuego. – Un muchacho grande como tú -dijo su madre-. ¿No tienes vergüenza? No he traído ni libros ni cuadernos -agregó. El ogro aseguró que no los necesitaba. Esa tarde se contentarían con hablar y trabar relación. – Volveré dentro de dos horas -dijo Paule. Guillou no oyó las palabras que su madre y el preceptor cambiaron a media voz, sobre el umbral. Supo que ella había partido, porque no sentía más frío. La puerta había sido cerrada. – ¿Quieres ayudarnos a desgranar porotos? -preguntó Léone-. Pero tal vez tú no sepas hacerlo. Él rió y dijo que siempre ayudaba a – En casa los han recogido hace mucho tiempo. – ¡Oh! Éstos son los tardíos -dijo la institutriz-. Muchos están podridos; hay que clasificarlos. Guillou se acercó a la mesa y se puso a trabajar. La cocina de los Bordas era igual a todas las cocinas, con la gran chimenea de cuya cremallera pendía la olla; la larga mesa, los calderos de cobre sobre un estante y, sobre otro, potes con encurtidos, y dos jamones envueltos en bolsas, suspendidos de las vigas… Y sin embargo, Guillou había penetrado en un mundo extraño y delicioso. ¿Era quizá el olor de la pipa del señor Bordas, que aun apagada no se la quitaba de la boca? Pero, sobre todo, había libros por todas partes, montones de periódicos sobre el aparador y sobre una mesita al alcance de la mano del maestro. Con las piernas estiradas y sin prestar ninguna atención a Guillou, el señor Bordas cortaba las páginas de una revista con tapa blanca y título rojo. En la campana de la chimenea estaba colgado un retrato de un hombre gordo y barbudo, con los brazos cruzados. Había una palabra impresa en la parte inferior, que el niño, desde su lugar, trataba de deletrear a media voz: Jau… Jau… – Jaurés -dijo de pronto el ogro-. ¿Sabes quién era Jaurés? Guillou sacudió la cabeza. Léone intervino: – ¿Vas a comenzar hablándole de Jaurés? – Es él quien me habla de Jaurés -dijo el señor Bordas. Reía. A Guillou le gustaban esos ojos achicados por la risa. Él había querido saber quién era Jaurés. No le molestaba clasificar porotos. Hacía un montón con los que estaban picados. Lo dejaban tranquilo. Podía pensar en lo que quería, observar al ogro, a la ogresa y su casa. – ¿Quizá estés aburrido de hacer eso? -preguntó de pronto el señor Bordas. El preceptor no leía su revista: descifraba el índice, cortaba las páginas, se detenía en las firmas, aproximaba el fascículo a su rostro, lo husmeaba con glotonería. Esa revista que venía de París… Pensaba en la inmensa felicidad de los hombres que colaboraban en ella. Trataba de representarse sus rostros, la sala de redacción donde se reunían para cambiar opiniones; esos hombres que saben todo, "que han rumiado las ideas…" Léone ignoraba que había enviado un estudio sobre Romain Rolland a la revista. Recibió una respuesta muy cortés, pero negativa. El estudio tenía un carácter político demasiado acentuado. La lluvia que corría desbordaba las goteras. No se vive más que una vez. Robert Bordas jamás conocería esa vida de París. El señor Lousteau afirmaba que la vida en Cernes le podía proporcionar tema para un libro… Le aconsejó escribir su diario, pero él no se interesaba en sí mismo. Los otros tampoco le interesaban mucho. Hubiera querido persuadirlos, imponerles sus ideas, pero eran tan simples que no atraían su atención… Estaba dotado para hablar y para el artículo rápido. El señor Lousteau encontraba que sus artículos de Robert tenía la frente pegada al vidrio de la puerta; se dio vuelta y vio los tiernos ojos de Guillou, húmedos, fijos en él, que se desviaron al momento. Recordó que al niño le gustaba leer. – Pequeño, ¿estás cansado de desgranar porotos? ¿Quieres que te preste un libro con figuras? Guillou respondió que le era igual que tuviera o no figuras. – Muéstrale la biblioteca de Jean-Pierre y podrá elegir -dijo Léone. Precedido por el señor Bordas, quien llevaba una lámpara Pigeon, el niño atravesó el dormitorio del matrimonio. Le pareció magnífico. Sobre el enorme lecho esculpido se extendía majestuoso un edredón de color cereza, como si, sobre la colcha, se hubiera vertido jarabe de grosellas. Muy cerca del techo se veían algunas fotografías ampliadas. Después, el señor Bordas lo hizo entrar en una habitación más pequeña que olía a encierro. El preceptor levantó con orgullo la lámpara y Guillou admiró el dormitorio del hijo. – Evidentemente, en el castillo se debe estar mejor alojado…, pero de todas maneras -agregó satisfecho el preceptor-, no está mal… El niño, deslumbrado, no podía creer lo que veían sus ojos. Por primera vez el pequeño castellano pensó en el reducto donde dormía. Reinaba allí el olor de la señorita Adrienne -encargada de cuidar la ropa blanca del castillo-, pues allí la señorita Adrienne pasaba las tardes. Un maniquí inservible se erguía al costado de la máquina de coser. Una cama plegadiza, recubierta con una funda, era utilizada por – Casi todos son premios -dijo el señor Bordas-. Siempre ha ganado todos los premios de su clase. Guillou rozaba con la mano cada volumen. – Elige el que quieras. – ¡Oh! La isla misteriosa… ¿Usted la ha leído? -preguntó, los ojos brillantes dirigidos hacia el señor Bordas. – Sí, cuando tenía tu edad -dijo el preceptor-. Pero la he olvidado… ¡Creo que es una historia de Robinson! – ¡Oh! ¡Es mucho mejor que Robinson! – exclamó Guillou con fervor. – ¿Por qué es mejor? Pero ante esa brusca pregunta, se encerró en su torre. Retomó su aire ausente, casi atontado. – Yo creía que era su continuación -prosiguió el señor Bordas después de un silencio. – Sí, es preciso haber leído – ¿No hay un hombre abandonado que los compañeros del ingeniero descubren en una isla vecina? – Sí, sí, Ayrton, ¿lo recuerda? Es tan hermoso cuando Cyrus Smith le dice: "Tu eres hombre, puesto que lloras…" El señor Bordas, sin mirar al niño, tomó el grueso libro rojo y, tendiéndoselo: – Toma; busca el lugar… Creo recordar que hay una lámina. – Es al final del capítulo quince -dijo Guillou. – Veamos, léeme toda la página… Eso me hará recordar mi niñez. El señor Bordas encendió una lámpara de queroseno e instaló a Guillou delante de la mesa donde Jean-Pierre había dejado manchas de tinta. El niño comenzó a leer con voz ahogada. Al principio, el preceptor no captó más que algunas palabras. Estaba sentado un poco hacia atrás, en la sombra, y casi reteniendo su aliento como si hubiese temido espantar a un pájaro salvaje. Después de algunos minutos, la voz del lector se hizo más cálida… Sin duda, había perdido conciencia de que se le escuchaba: Llegaron al lugar donde crecían los primeros hermosos árboles de la selva, cuyo follaje era ligeramente agitado por la brisa; el desconocido pareció sorber con embriaguez ese penetrante olor que impregnaba la atmósfera y un largo suspiro se escapó de su pecho. Los colonos se mantenían detrás, listos para retenerlo si hubiera hecho un movimiento para escaparse. Y en efecto, el pobre ser estuvo a punto de lanzarse al riachuelo que lo separaba de la selva y sus piernas se aflojaron, por un instante, como un resorte… Pero casi en seguida se replegó sobre sí mismo, se desplomó a medias y una gruesa lágrima fluyó de sus ojos. "¡Ah! -exclamó Cyrus Smith-, hete aquí vuelto hombre, puesto que lloras" – ¡Qué hermoso es! -dijo el señor Bordas-. Ahora recuerdo… ¿No es que la isla había sido atacada por los presidiarios? – Sí, Ayrton es el primero que reconoce el pabellón negro… ¿Quiere que lo lea? El preceptor apartó un poco su silla. Habría podido, habría debido maravillarse de oír la voz ferviente de ese niño que pasaba por idiota. Habría podido y habría debido alegrarse de la tarea que se le había asignado; del poder que tenía para salvar a ese pobre ser tembloroso. Pero no oía al niño más que a través de su propio tumulto. Era un hombre de cuarenta años, lleno de deseos e ideas y jamás saldría de esa escuela que se levantaba al borde de una ruta desierta. Comprendía y juzgaba todo lo que estaba impreso en la revista, de la que aspiraba el olor a tinta y cola. Todos los debates suscitados le eran familiares, aunque no pudiera comentarlos más que con el señor Lousteau. Léone hubiera sido capaz de comprender muchas cosas, pero prefería dedicarse a las tareas domésticas. Su actividad física crecía con la pereza de su espíritu. Por la noche se enorgullecía de no poder mantener los ojos abiertos; tal era su cansancio. Era bastante inteligente como para comprender que su marido sufría y a veces lo compadecía; pero Jean-Pierre sería su desquite. Creía que un muchacho, a la edad a que había llegado su marido, se conformaría con ver cumplido su destino en un hijo… ¡Eso era lo que ella creía! Notó que al fin del capítulo el niño se había detenido. – ¿Debo continuar? – No -dijo el señor Bordas-, descansa. Lees muy bien. ¿Quieres que te preste un libro de Jean-Pierre? El niño se levantó vivamente y comenzó de nuevo a examinar los libros uno a uno, deletreando los títulos a media voz. – Sin familia. ¿Es bonito? – A Jean-Pierre le gustaba mucho. Ahora lee libros más serios. – ¿Cree usted que comprenderé? – ¡Seguro que comprenderás! Con mis clases no tengo mucho tiempo para leer… Pero cada día me contarás la historia y así me distraerás. – ¡Eso dice usted!; pero bien sé que es en broma… Guillou se había aproximado a la chimenea. Examinaba una fotografía apoyada contra el espejo: alumnos del Liceo agrupados alrededor de dos profesores con lentes, cuyas gruesas rodillas estiraban los pantalones. Preguntó si Jean-Pierre estaba entre ellos. – Sí, en la primera fila, a la derecha del profesor. Guillou pensó que lo habría reconocido aunque no se lo hubieran señalado. Entre tantas caras insignificantes, ese rostro resplandecía. ¿Era por todo lo que se le había contado de Jean-Pierre? Por primera vez el niño discernía una faz humana. Hasta entonces sólo había podido permanecer largos instantes contemplando una imagen o interesarse por los rasgos de un héroe inventado. De pronto pensó que ese muchacho de amplia frente y rizos cortos, y ese pliegue entre las cejas, era el mismo que leía esos libros, que trabajaba en esa mesa, que dormía en esa cama. – Entonces, ¿este cuarto es sólo de él? ¿No se puede entrar si él no quiere? En cambio, él no estaba solo más que en el retrete… La lluvia corría sobre el techo. Qué dulce debía de ser vivir allí, en medio de libros, bien resguardado…, fuera del alcance de los otros hombres. Pero él, Jean-Pierre, no tenía ninguna necesidad de protección: era el primero de su clase en todas las materias. Hasta había obtenido el premio de gimnasia, decía el señor Bordas. Léone entreabrió la puerta. – Allí está tu mamá, hombrecito. De nuevo siguió al preceptor, que llevaba la lámpara. Atravesó la cámara nupcial. Paule de Cernes había acercado al fuego sus zapatos embarrados. Según su costumbre, debía haber errado por los caminos… – ¡Seguramente usted no habrá podido sacarle nada! El preceptor protestó diciendo que de ningún modo había estado mal. El niño bajaba la cabeza; Léone le abotonaba el abrigo. – Si usted quiere acompañarme un instante, me podría dar su impresión -dijo Paule-. No llueve más. El señor Bordas descolgó su impermeable. Su mujer lo siguió hasta el dormitorio. ¡No iba a correr por los caminos, de noche, con esa loca! Lo señalarían con el dedo. Pero él la rechazó con aspereza. Paule, que había adivinado el motivo de la disputa, fingió no haber oído nada y, sobre el umbral, todavía abrumaba a Léone con demostraciones y agradecimientos. ¡Por fin! Ya avanzaba en la noche mojada, al lado del preceptor. Dijo a Guillou: – Camina delante. No te quedes pegado a nuestras piernas. Después, con voz insistente, inquirió: – No me oculte nada. Por penoso que sea su juicio para una madre… Robert había moderado el paso. ¿Cómo no dar la razón a Léone? No tenía que atravesar el charco de luz que se veía delante de la puerta del hotel Dupuy. Pero aunque hubiese estado seguro de no ser visto, se habría mantenido a la defensiva. ¿Acaso había sido otra su actitud, desde su adolescencia, con respecto a las mujeres? Siempre eran ellas quienes lo buscaban y él quien se escondía, pero no para ser perseguido. Como ya se acercaban al hotel Dupuy, se detuvo. – Mañana conversaremos mejor, en casa, al terminar la mañana. Yo salgo de la alcaldía un poco antes del mediodía. Ella sabía por qué Bordas no daría un paso más. Se alegró de lo que le parecía un comienzo de complicidad. – Sí, sí -susurró ella-, será mejor. – Hasta mañana a la tarde, mi pequeño Guillaume. Me leerás El señor Bordas se contentó con tocar su boina con un dedo. Paule ya no lo veía, pero oía aún el ruido del bastón al chocar contra los guijarros. También el niño permaneció algunos segundos inmóvil en medio del camino, vuelto hacia esa luz que iluminaba la casa de Jean-Pierre Bordas. Su madre lo tomó por el brazo. No le hacía ninguna pregunta: no había nada que sacar de él. Por otra parte, ¿qué le importaba? Mañana tendría lugar el primer encuentro, la primera conversación a solas. Ella apretaba demasiado fuerte la pequeña mano de Guillou y sus pies, a veces, sentían el frío del agua de lluvia. – Acércate al fuego -dijo Todos tenían los ojos clavados en él. Había que responder a sus preguntas. – Y bien. ¿No te comió crudo el maestro? Él movió la cabeza. – ¿Qué es lo que hiciste durante esas dos horas? No sabía qué responder. ¿Qué había hecho exactamente? Su madre le pellizcó el brazo: – ¿No oyes? ¿Qué has hecho durante esas dos horas? – Desgrané porotos… La baronesa levantó sus viejas manos: – ¡Te han hecho desgranar sus porotos! ¡Magnífico! -repetía, imitando sin darse cuenta a sus nietos Arbis-. ¿Oye usted, Paule? El preceptor y su mujer se dan el lujo de hacerse desgranar sus porotos por mi nieto. ¡Habráse visto! ¿Y no te pidieron que les barrieras la cocina? – No, Mamie; solamente he desgranado porotos… Había muchos podridos y era necesario clasificarlos. – En seguida han visto de lo que es capaz -dijo Paule. – Yo pienso que no han querido asustarlo el primer día. Pero la baronesa sabía lo que se podía esperar de "esas gentes" cuando uno se mezcla con ellos. – Esas gentes han sido muy felices al jugarnos esa broma. Han creído vejarme, pero se equivocan si piensan que han podido herirme en lo más mínimo… – Si trataran mal a Guillou -interrumpió agriamente Entonces se alzó la voz de Guillou: – ¡El preceptor no es malo! – ¿Por qué te ha hecho desgranar porotos? Te gustan los trabajos de sirvientes, de holgazanes… Pero también te hará leer, y escribir, y contar… Y con él -agregó Paule-, eso tiene que marchar. ¡Piensa! ¡El preceptor! Guillou, en voz baja y temblorosa, repitió: "No es malo, ya me ha hecho leer y dice que leo bien…" Pero su madre, Mamie y A esa misma hora, Léone gritaba a su marido, que seguía leyendo: – ¡Mira lo que ha hecho ese mico con el libro de Jean-Pierre! Marcas de dedos por todas partes. ¡Y hasta rastros de mocos! ¿Qué idea nos llevó a prestarle los libros de Jean-Pierre? – No son objetos sagrados… No eres la madre del Mesías… Léone, desconcertada, subió más el tono: – Y para empezar, no quiero ver más aquí a ese mico. Dale sus lecciones en la escuela, en la caballeriza, donde quieras, pero no en casa. Robert cerró el libro, se levantó y fue a sentarse cerca de su mujer, delante del fuego. – No tienes continuidad en las ideas -dijo-. Hace un instante me reprochabas el haber desairado a la vieja baronesa y ahora me guardas rencor por haber recibido demasiado bien a su nuera… Confiesa que es la mujer con barba la que te da miedo. ¡Pobre mujer con barba! Rieron juntos. – ¡Bien orgulloso que estarías! -dijo Léone abrazándolo-. ¡Te conozco! ¡Con la dama del castillo! – Creo que aunque quisiera no podría. – Sí -dijo Léone-. Me has explicado lo que distingue a los hombres: están los que pueden siempre y los que no pueden siempre… – Sí, y los que pueden siempre no viven más que para eso, pues, por más que se diga, es lo más agradable que hay en el mundo… – Y los que no pueden siempre -prosiguió Léone; había entre ellos temas repetidos hasta el cansancio, en los que chocaban desde su noviazgo y que les ayudaban a terminar sus riñas- ésos se dan a Dios, a la ciencia o a la literatura… – O a la homosexualidad -concluyó Robert. Léone rió y pasó al tocador sin cerrar la puerta. Mientras se desnudaba, él le gritó: – Sabes, me habría interesado ocuparme del mico. Salió del tocador y vino hacia él con aire feliz, el pelo trenzado y pobre, graciosa en su camisa de bombasí de un rosado descolorido. – Entonces, ¿renuncias? – No es a causa de la mujer con barba. Pero he reflexionado: es necesario rectificarse. Hice mal en aceptar. Nosotros no debemos tener relaciones con el castillo. La lucha de clases no es una historia para los manuales. Está inscrita en nuestra vida de cada día. Debe inspirar toda nuestra conducta. Se interrumpió. Ella, en cuclillas, se cortaba las uñas de los dedos de los pies; estaba resuelta a no escuchar. Con las mujeres no se puede hablar. El colchón elástico gimió bajo su cuerpo pesado. Léone se acurrucó contra él y sopló la bujía. Reinó un olor a sebo que agradaba a los dos, porque anunciaba el amor y el sueño. – Esta noche no -dijo Léone. Cuchichearon algo. – No me hables más, estoy durmiendo. – Todavía tengo algo que preguntarte: ¿Qué hacer para librarse del mico? – No tienes más que escribir a la mujer con barba y explicarle la lucha de clases. Es una persona que comprenderá el asunto… La señorita Meuliére, ¡imagínate! Mañana por la mañana le haremos llevar la carta por un chico… ¡Mira qué clara está la noche! Los gallos se contestaban. En el cuarto de la ropa blanca, donde |
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