"El Mico" - читать интересную книгу автора (Mauriac Francois)

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Esa carta traída por un chico había hecho descender de los dormitorios a su madre y a Mamie más temprano que de costumbre. Cuando se despertaban tenían esas terribles cabezas de los viejos que todavía no se han lavado y cuyos dientes grises engarzados en rosa llenan un vaso en la cabecera de la cama. El cráneo de Mamie resplandecía entre los mechones amarillentos y su boca vacía le aspiraba las mejillas. Hablaban las dos a la vez. Galeas, sentado a la mesa entre sus dos galgos, cuyos hocicos chasqueaban cuando él les arrojaba un bocado, bebía su café como si le hiciese daño. Se hubiera dicho que cada sorbo pasaba con dificultad. Guillaume creía que era la enorme nuez de Adán de su padre lo que atajaba los alimentos. Detenía su pensamiento sobre su padre. No quería comprender el significado de las injurias que cambiaban su madre y Mamie, con motivo de esa carta. Pero él ya sabía que nunca más entraría en el cuarto de Jean-Pierre.

– ¡Entienda bien!: eso no me afecta. ¡Ese maestrito comunista! -gritaba Mamie-. Le ha escrito a usted; la afrenta es para usted, hija mía.

– ¿Por qué una afrenta? Es una lección que me da y que ha tenido razón en darme; y que recibo sin vergüenza. ¿La lucha de clases? Pero si yo también creo en ella. Sin proponérmelo, lo había incitado a traicionar a la suya…

– ¡Qué ocurrencia tiene usted, pobre hija mía!

– He tratado de comprometer, ante sus camaradas y jefes, a ese muchacho que tiene toda la vida por delante, que tiene el derecho de esperar todo… ¿Y por quién? ¿Puede usted decirme? Por un pequeño atrasado, por un pequeño degenerado…

– Estoy aquí, Paule.

Más que entender, ella adivinó esa protesta de Galeas, que no había levantado la nariz del tazón lleno de sopas de pan. Cuando estaba emocionado su lengua espesa no dejaba pasar más que una papilla de palabras. Agregó en voz más alta:

– Y Guillaume también está aquí.

– Parece increíble lo que hay que oír -exclamó Fräulein al tiempo que desaparecía en el lavadero.

Mientras tanto, la anciana baronesa recobraba el aliento:

– ¡Me parece que Guillaume es también su hijo!

Era el odio el que aceleraba los cabeceos seniles de ese cráneo desnudo, ya preparado para la nada. Paule le susurró al oído:

– Mire, pues, a los dos. ¿No es el uno la réplica del otro? ¡Vamos! ¡Es alucinante!

La anciana baronesa se irguió, examinó a su nuera de arriba abajo y, sin contestar nada, sin una palabra para Guillou, dejó la cocina. Nada se podía descifrar en la carita gris del niño. Por otra parte, reinaba una espesa niebla; y como Fräulein jamás lavaba los vidrios de la única ventana, la cocina estaba apenas iluminada por la llamarada de los sarmientos. Los dos perros, acostados debajo de la mesa, con el hocico entre las patas, estuvieron un instante como abrasados por las llamas.

Ya nadie hablaba. Paule había colmado la medida; tenía conciencia de ello. Había ofendido a la raza, a millares de padres dormidos. Galeas se irguió sobre sus largas piernas, se secó los labios con el revés de la mano y preguntó al pequeño si tenía allí su abrigo. Él mismo lo abrochó a ese cuello de pájaro, y lo tomó de la mano. Dio un puntapié a los dos perros, que saltaban sobre él y querían seguirlo. Fräulein le preguntó a dónde iban. Paule respondió por él.

– ¡Al cementerio, seguro!

Sí. Iban al cementerio. El sol rojo luchaba contra la niebla que quizá se levantaría o volvería a caer en forma de lluvia. Guillou retenía la mano de su padre, pero estaba tan húmeda que debió soltarla muy pronto. No cambiaron ni una sola palabra hasta llegar a la iglesia. La tumba de los Cernes se alza contra el parapeto del cementerio que domina el valle del Ciron.

Galeas fue a la sacristía a tomar una azada. El pequeño se sentó sobre una lápida, un poco a la expectativa. Hundió el capuchón sobre su cabeza y no se movió más. El señor Bordas ya no quería ocuparse de él. La niebla era sonora: por encima del acompañamiento ininterrumpido del molino sobre el Ciron y de la esclusa, donde los muchachos se bañan desnudos en verano, se destacaban la sacudida de un carro, el canto de un gallo y un motor monótono. Un petirrojo cantaba muy cerca de Guillaume. Habían pasado las aves de paso que a él le gustaban. El señor Bordas no quería ocuparse más de él. Ninguna otra persona lo querría. Dijo a media voz: "Me es completamente igual…" Y repitió, como para desafiar a un enemigo invisible: "Me es completamente igual…" ¡Qué batahola hacía la esclusa! Es verdad que a vuelo de pájaro no hay más que un kilómetro. Un gorrión salió de la iglesia por el agujero del vitral. "Dios no está allí…" Era una de esas cosas que decía Mamie. "Se han llevado a Dios…" No está más que en el cielo. Los niños muertos se parecen a los ángeles, y sus rostros son puros y resplandecientes. Mamie dice que las lágrimas de Guillou ensucian. Cuanto más llora, más sucia tiene la cara, porque se embadurna con sus manos llenas de tierra. Cuando vuelva, su madre le dirá… Mamie le dirá… Fräulein le dirá…

El señor Bordas no quiere ocuparse más de él. Nunca más entrará en el cuarto de Jean-Pierre. Jean-Pierre. Jean-Pierre Bordas. Es raro querer a un muchacho a quien jamás se ha visto, a quien jamás se conocerá. "Y si él me hubiese visto, me habría encontrado feo, sucio y tonto". Eso es lo que su madre le repite cada día: "Eres feo, sucio y tonto". Jean-Pierre Bordas jamás sabría que Guillaume de Cernes era feo, sucio y tonto: un mico. ¿Y qué más era? ¿Qué era lo que acababa de decir su madre? ¿Esa palabra que había sido como una piedra que papá recibiera en el pecho? Buscó, y no encontró más que "regenerado". ¿Era una palabra que se asemejaba a regenerado?

Esa noche se dormiría, pero no en seguida. Habría que esperar el sueño. Esperar durante una noche igual a la de la víspera, en la que se había estremecido de felicidad; se había dormido pensando que al despertar volvería a ver al señor Bordas, que al anochecer, en el cuarto de Jean-Pierre, comenzaría a leer Sin familia… ¡Ah! ¡Pensar que en torno de él esta noche sería igual a todas las noches!…

Se levantó, caminó alrededor de la tumba de los Cernes, pasó por encima del parapeto y tomó un sendero en pendiente, que descendía hacia el Ciron.

Galeas volvió la cabeza y vio que el niño ya no estaba allí. Se aproximó al parapeto: el pequeño capuchón se movía entre los retoños de viña y se alejaba. Galeas tiró su azada y tomó el mismo sendero. Cuando estuvo a pocos metros del niño, acortó el paso. Guillou se había librado de su capuchón. No tenía boina. Su cabeza rapada, entre las grandes orejas desplegadas, parecía muy pequeña. Sus piernas eran dos sarmientos terminados en enormes zapatos. Su cuello de pollo emergía del abrigo. Galeas devoraba con los ojos a ese pequeño ser que trotaba; esa musaraña herida, escapada de una trampa, que sangraba; su hijo, igual a él. Con toda esa vida por vivir, y que, sin embargo, sufría ya desde hacía años. Pero la tortura apenas comenzaba. Los verdugos se renovarían: los de la infancia no son los de la adolescencia. Y aún había otros para la edad madura. ¿Sabría él embotarse, embrutecerse? ¿Tendría que defenderse en todos los instantes de su vida contra esa mujer siempre presente, contra esa cara de Gorgona, sucia de bilis? El odio lo sofocaba, pero con menos fuerza que la vergüenza, pues él era el verdugo de esa mujer. No la había tomado más que una vez, una sola vez; ella había sido como una perra encerrada, no por el espacio de algunos días, sino durante toda su juventud, y aún tenía años por delante para aullar por el macho ausente. ¡Y con qué sueños, acompañados de qué gestos, él, Galeas, engañaba su hambre! Cada noche; sí, cada noche… Y aun por la mañana… Tal sería el destino de ese aborto, nacido de su único abrazo, que trotaba, que se apresuraba. ¿Hacia qué? ¿Lo sabía él? A pesar de que el pequeño no había vuelto la cabeza en ningún momento, quizá había olfateado la presencia de su padre. De pronto, Galeas estuvo persuadido de ello: "No ignora que le sigo los rastros. No trata de esconderse de mí, ni de borrar sus huellas. Es un guía que me lleva allí, donde desea que yo vaya con él". Galeas no mira de frente la salida hacia la que se apresuran los dos últimos Cernes. Los alisos temblorosos anuncian que el río está próximo. Ya no es el rey de los alisos quien persigue al hijo en una última cabalgata, sino el mismo niño quien arrastra a su padre, destronado e insultado, hacia el agua dormida de la esclusa donde en verano los muchachos se bañan desnudos. Helos aquí, por alcanzar ya, los húmedos bordes del reino donde la madre, donde la esposa, no los hostigarán más. Van a liberarse de la Gorgona. Van a dormir.

Habían penetrado bajo el abrigo de los pinos, que la vecindad del río hacía enormes… Los heléchos, aún vivos, eran casi tan altos como Guillou, de quien Galeas divisaba el cráneo rapado emergiendo apenas de su ola leonada, y desaparecía de nuevo en una vuelta del camino de arena. Podían haberse encontrado con un recolector de resina, con el mulero del molino, con un cazador de becadas. Pero todas las comparsas se habían retirado de ese rincón del mundo para que se cumpliera, al fin, el acto que ellos debían realizar. ¿El uno arrastrando al otro, o empujándolo a pesar suyo? ¿Quién lo sabría jamás? No hubo allí más testigos que los pinos gigantes apretados alrededor de la esclusa. Ardieron durante el siguiente agosto. Se tardó en explotarlos. Largo tiempo extendieron sus brazos calcinados sobre el agua dormida. Largo tiempo aún alzaron sus negros rostros hasta el cielo.

Se admitió que Galeas se había arrojado al agua para salvar a su hijo, y que el pequeño se había aferrado a su cuello y lo había arrastrado. Los vagos rumores que corrieron al principio cedieron rápidamente ante esa imagen enternecedora de su padre arrastrado al abismo por su hijo que se le aferra al cuello. Si alguien movía la cabeza y decía: "Para mí, las cosas no han debido pasar así…", tampoco llegaba a imaginar lo que había podido ser. ¿Verdad que no? ¿Cómo sospechar de un padre que quería a su muchachito y a quien todos los días llevaba con él al cementerio…? "El señor Galeas era un poco simple, pero no le faltaba el buen sentido y no había nadie más suave que él".

Nadie disputó a Fräulein el abrigo de Guillou, que ella había desatado, chorreante, de su cuerpecito. La anciana baronesa se alegraba porque sus niños Arbis serían Cernes; por otra parte, Paule desaparecía de su vida. Los Meuliére la habían recogido; volvía a ser, como decían, una carga para ellos. Pero ahora tenía un "tumor maligno".

Sobre las paredes blanqueadas, en esa atmósfera sofocante de la clínica (y la enfermera que entra con la palangana, lo quiera o no lo quiera, y hasta si no tiene más fuerzas para abrir los ojos; y esa morfina que su hígado no soporta; y esas visitas de su tía, desolada por tan enorme gasto inútil, puesto que la recaída era segura), sobre esas paredes blanqueadas, se le aparecía a veces la gruesa cabeza ensortijada de Galeas como una pantalla; y el mico levantaba, por encima de un libro destrozado o de un cuaderno manchado con tinta, su carita embadurnada y ansiosa. ¿Quizá ella imaginaba esas cosas? El niño se había aproximado al borde, lo más posible; temblaba, tenía miedo, no de la muerte, sino del frío. Su padre había avanzado sigilosamente, a pasos de lobo… En ese punto ella vacilaba: ¿lo había empujado y se había precipitado tras él? ¿O había tomado al niño en sus brazos diciéndole: "Estréchame bien fuerte, no vuelvas la cabeza…"? Paule no sabía, no lo sabría jamás. Estaba contenta de que su propia muerte estuviese tan cerca. Repetía a la enfermera que la morfina le hacía daño, que su hígado no soportaba ninguna inyección; quería beber ese cáliz hasta la última gota; no ciertamente porque creyera que existe ese mundo invisible donde nuestras víctimas nos han precedido, donde podremos caer de rodillas ante los seres que nos han sido confiados y que por nuestra culpa se perdieron. Ella no imaginaba que pudiera ser juzgada. Ella no dependía más que de su conciencia. Se absolvía por haber tenido horror de un hijo, réplica viviente de un horrible padre; había vomitado a los Cernes porque uno no es dueño de su náusea. Pero había dependido de ella no compartir la cama de ese monstruo débil. Ese abrazo al que ella había consentido; he aquí ante sus ojos el inexpiable crimen.

El dolor era a veces tan agudo, que Paule cedía a la tentación de la morfina. Entonces, en la tregua obtenida por un instante, soñaba con otras vidas que hubiesen sido posibles. Ella era la mujer de Robert Bordas; la rodeaban muchachitos robustos que no babeaban y cuyos labios inferiores no pendían. El hombre la tomaba cada noche entre sus brazos; dormía contra su pecho. Soñaba con el pelaje de los machos, con su olor.

No sabía qué hora del día o de la noche era; el dolor ya golpeaba a su puerta; penetraba en ella, se instalaba, comenzaba a devorarla lentamente.

"No debería permitirse que una madre sienta vergüenza de su hijo y de su nieto", piensa Fräulein. No perdona a su ama el haber llorado tan poco a Galeas y a Guillou; tal vez, de haber estado contenta de su muerte. Pero la señora baronesa lo pagará caro. Los Arbis no la dejarán morir en paz en Cernes. "¡Si yo repitiera a la señora baronesa lo que el chófer de los Arbis decía la noche del entierro! Encuentran que a su edad no es razonable tanto lujo en su casa: un jardinero, un ayudante jardinero, dos sirvientes. He sabido que ya han averiguado los precios en la casa de retiro para ancianos, de Verdelais, de las Damas de la Presentación ". La baronesa agita su cabeza calva de ave de rapiña por encima de las almohadas. Ella no irá al asilo de las Damas de la Presentación. "Si los Arbis lo han decidido, la señora baronesa irá, y yo con ella. La señora baronesa nunca ha sabido decir "no" a los Arbis: le dan miedo, y a mí también me dan miedo."

Hoy, jueves, no vendrán los niños. Pero el preceptor tiene trabajo en la alcaldía. Se pasa rápidamente una esponja sobre la cara, hinchada por el sueño. ¿Para qué afeitarse y para quién? No se calza zapatos; con semejante tiempo, los calcetines mantienen los pies calientes, y con los zuecos no hay temor de que se mojen. Léone ha ido a la carnicería. Él escucha la lluvia sobre las tejas; en la carretera un charco se ensancha de una huella a otra. Cuando Léone regrese, le preguntará: "¿En qué piensas?" Él contestará: "En nada". No hablaron de Guillou más que el día en que los cuerpos fueron rescatados, cerca de la rueda del molino. Ese día él dijo una sola vez: "El pequeño se ha matado o bien es su padre quien…" Y Léone, encogiéndose de hombros: "¿Te parece?" Después no han vuelto a pronunciar el nombre del niño. Pero Léone sabe que el pequeño esqueleto, bajo su abrigo y su capuchón, anda errando día y noche entre los muros de la escuela y se desliza en el patio de recreos sin mezclarse en los juegos. Ella está en la carnicería. Robert Bordas entra en el cuarto de Jean-Pierre, toma La isla misteriosa; el libro, solo, se abre en la misma página:


…el pobre ser estuvo a punto de lanzarse al riacho que lo separaba de la selva, y sus piernas se aflojaron, por un instante, como un resorte… Pero casi en seguida se replegó sobre sí mismo, se desplomó a medias y una gruesa lágrima fluyó de sus ojos. "¡Ahí -exclamó Cyrus Smith-, hete aquí vuelto hombre, puesto que lloras."


El señor Bordas se sentó sobre el lecho de Jean-Pierre con el grueso libro rojo y oro abierto sobre las rodillas. Guillou… ¡Ah, qué maravilloso hubiera sido ayudar a surgir al espíritu que palpitaba en esa carne sufriente! Tal vez, Robert Bordas había venido a este mundo para esa tarea. En la escuela normal, uno de sus maestros les enseñaba etimología: preceptor, de praeceptor, el que enseña, el que instruye, el que instituye la humanidad en el hombre. ¡Qué hermosa palabra! Quizá se encontraran otros Guillou en su camino. Por ese niño que había dejado morir, no escatimaría nada de sí mismo a los que vinieran hacia él. Pero ninguno de ellos sería ese muchachito, que había muerto porque el señor Bordas lo había recogido una tarde y después lo había vuelto a tirar como a esos perritos perdidos, a quienes sólo damos calor por un instante. Él lo había devuelto a las tinieblas, que lo guardarían para siempre. Pero ¿eran ciertamente tinieblas?

Su mirada busca más allá de las cosas, más allá de los muros, de los muebles y de las tejas del techo; y de la noche láctea y de las constelaciones invernales. Busca ese reino de los espíritus desde donde, quizá, el niño, eternamente vivo, vea a ese hombre y, sobre su mejilla ennegrecida por la barba, la lágrima que olvida enjugar.

La hierba primaveral invadió el cementerio de Cernes. Las zarzas recubrieron las tumbas abandonadas, y el musgo terminó por hacer indescifrables los epitafios.

Desde que el señor Galeas tomó a su muchachito de la mano y decidió compartir su sueño, en Cernes ya nadie se ocupa de los muertos.