"La Isla de los Jacintos Cortados" - читать интересную книгу автора (Ballester Gonzalo Torrente)III1.- Fue una mañana movida, esta de hoy, Ariadna, y no porque me haya demorado con mi curso, que lo terminé a su hora, ni por trabajos o encargos impertinentes e ineludibles, que tampoco los hubo, sino por imprevistas bagatelas. Viniste a verme, como siempre: eran las diez y diez, entre una clase y otra de las tuyas: sólo para decirme que no comeríamos juntos, pero que charlaríamos un rato por la tarde: me pareciste animada y con esperanza; y cuando tú saliste, llegó una chica con su cuento de amor y sufrimiento, que necesitaba contármelo, ya sabes, los muy jóvenes aún no han aprendido a discernir una cosa de otra, y así las mezclan y no aciertan a saber si duelen o si son felices. A esta de hoy parece que el muchacho no le presta la debida atención sexual, al menos según su punto de vista, que no sé en qué medida le pertenece como propio, quiero decir, si obedece a una necesidad o a una opinión; el mancebo es poeta, y concede a la poesía más tiempo que al amor, si bien por ser su poesía monótonamente erótica, según tuve ocasión de comprobar, lo que por un lado se pierde, se gana por el otro; pero acerca de esto duda precisamente la muchacha, Ruth de nombre y judía de Brooklin, muy bonita por cierto y que parece lista, pero que todavía anda mal de experiencia; su pregunta, a fin de cuentas, podía resumirse en estas pocas palabras: ¿es la cama el único lugar en que un hombre puede manifestar su amor a una mujer? ¿es el juego del amor lo único que pueden hacer juntos dos que se aman? Tuve que explorarle el alma, sacarle un inventario de ideas y, si me apuro, un gráfico, e incluso clasificárselas a la vista de que muy pocas le pertenecían, recibidas como órdenes anónimas con la apariencia de convicciones generacionales sin que nadie de los que las comparten sepan de dónde vienen y adonde les conducen. Así pude poner en claro que ella apetecía algo más que pasarse el día en la cama con su novio, algo tan elemental como vivir con él sin un programa consabido, sin una idea preconcebida: a la buena de Dios, como quien dice, aunque sin Dios: un amor hecho de libertad y azar. Se marchó del despacho muy contenta, y me dejó una flor de regalo, y yo pensé en que el destino de los jóvenes es sufrir: antes, porque se les prohibía el amor; ahora, porque no saben qué hacer con él. De todas maneras, Ruth es tan bonita, y me habló con tan encantadora sinceridad, que, más que la flor, fue ella la que dejó un perfume de juventud y de gracia en mi recuerdo. ¡Ojalá que sea feliz! Un comienzo como éste parece poner en orden las ideas, parece que las ayuda a salir, fáciles y tranquilas como barcos bien botados; pero a los pocos momentos de marchar Ruth, entró sin llamar la profesora Ansúrez, esa uruguaya especialista en Delmira Agustini, con el pitillo en la boca y unos pantalones nuevos, más apretados que aquellos violeta de que tanto nos hemos reído: como que se marcaba sin perder un detalle la orografía de su parte media, así delantera como trasera, oronda en las colinas, profunda en valles que se suponen umbrosos y poblados de pájaros cantores. Y me vino a decir que lo mismo ella que la señora Kramer habían decidido que almorzásemos juntos, y no en el En fin, que he derivado sin desearlo hacia temas de los que no tenía la intención de escribir. Porque lo último de que se trató en la comida (o, más exactamente, a la hora del café, que tomamos los tres a la europea, bien negro y fuerte: ése por el que empieza la inmoralidad, según los bostonianos), fue de que yo guardase silencio acerca de lo de Norman Leeds: debo saberlo; pero tú, no. Y ya te enterarás (decía la doctora Ansúrez), porque por mucho que se guarden los secretos, siempre acaban por ser noticias de prensa (siguió diciendo ella), y algo que se refiere a asunto de tanto estruendo como el libro de Claire, acabará por salir de los ámbitos científicos (que ellas, con otros más, constituyen) para saltar a las páginas de Time, con entrevista y con fotografía. Mi razonamiento, sin embargo, no coincide con el de ellas. Voy a ocultarte la existencia de ese artículo de Spencer, y hasta del mismo Spencer, aunque no sólo por no hacerte daño, sino porque dure un poco más, entre nosotros, la esperanza y la alegría, o, al menos, esa situación crepuscular de quien no sabe aún si es verdad lo que cree y si es esperable lo que espera. De todos modos, voy a intentar convencerte, a modo de precaución, de que Claire alcanzó por vía intuitiva una verdad que la ciencia histórica no está aún capacitada para demostrar: la inexistencia de Napoleón, y menos aún, preparada la sociedad para recibir con indiferencia o, al menos, con serenidad, una verdad como ésa. Porque estoy persuadido de que muchos de los críticos de Claire saben que es cierto lo que dice, pero comprenden al mismo tiempo que pertenece a ese orden de realidades que no deben propalarse: como si alguien, ahora, pudiera demostrar que existe Dios. ¿No crees que lo harían callar por cualquier medio, sin excluir la muerte? Vamos a ver si consigo preparar tu espíritu para que asistas, sin desmoronarte tú también, al fracaso de Claire; y si consigo al mismo tiempo convencerte por mis propios medios de que él ha acertado, que de momento es el pito que estoy tocando en el concierto, pues mejor. 2- – De modo que te expliqué las particularidades de mi método, tan exquisitamente anticientífico, tan rigurosamente poético, de averiguar los hechos por la contemplación del fuego, procedimiento de oscura cuanto arcaica reputación, propio del tiempo de los reyes por derecho propio y de los magos llamados sabios, los todopoderosos. Y tú me escuchaste con una media sonrisa en que mezclabas la diversión y la incredulidad, algo así como decir: «Ojalá fuera cierto ese cuento tan bonito». Pero cuando te dije que podíamos hacer juntos una prueba, no sólo ver la historia, sino sobrevolarla también, te negaste… Bueno, no llegaste a decir francamente que no, sino que lo encontrabas un poco prematuro, que tu ánimo no estaba preparado y que convendría irte haciendo a la idea, y otra clase de precauciones más o menos semejantes a las que toma consigo mismo un partidario del realismo socialista cuando se pone a leer una novela de aventuras. Sin embargo, a partir del momento en que empecé a contarte mis averiguaciones acerca de la revolución en La Gorgona, me prestaste atención, y hasta creo que no pestañeaste en tanto que mis palabras duraron en aquella penumbra: tú en el suelo del salón, yo tumbado en el sofá, ambos fumando, y el fuego de la chimenea alumbrándonos y oscureciéndonos los rostros, como un vaivén. Creo recordar que el silencio, y la ocasión propicia, y el deseo que tenía de interesarte, inspiraron mi palabra, y que fueron fluentes y brillantes las imágenes de mi relato. Cuando terminé, permanecimos un buen rato callados, más de lo esperado, hasta el punto que temí que te hubieras dormido; pero un vistazo con disimulo me permitió comprobar que contemplabas las llamas con los ojos muy abiertos, como quien está leyéndolas. Poco después me preguntaste: «¿Y no encuentras chocante, como quien dice contradictorio, el que la aristocracia de La Gorgona participase en las ideas de la Revolución Francesa, fuese lo que hoy se llama liberal, mientras que los burgueses, en todas partes liberales, hiciesen en La Gorgona una revolución reaccionaria, más bien un golpe de estado?». «Yo no sé -te respondí- si los orígenes de unos y otros tendrán que ver con ese reparto de las ideas y de las funciones, porque los banqueros y los navegantes vinieron de familias venecianas y florentinas, en tanto que los importadores y los tenderos procedían de Genova y Milán.» «A ninguna de esas ciudades podemos adjudicar una ideología concreta, menos todavía una especialización profesional, y está claro que en todas ellas hubo progresistas y reaccionarios, partidarios de Francia y partidarios del Imperio.» «Pensemos la cuestión de otra manera: el comercio marítimo, la banca, favorecen el desarrollo del espíritu liberal: tengamos siempre presente el ejemplo de Inglaterra.» «Pero eso no autoriza a suponer que el negocio de los efectos navales propicie el oscurantismo.» Desde mi punto de vista, la cuestión carecía de importancia, pero no debo olvidar que me las había con una distinguida Me preguntaste también, Ariadna, si no sería posible averiguar más detalles acerca de la intimidad matrimonial de Flaviarosa, si se piensa sobre todo que el adulterio fue una de sus etapas, y si no sería conveniente precisar ciertos aspectos relativos a los trámites de la coyunda, al porqué de aquella elección, y al de su consentimiento, y si bien es cierto que en los secretos de alcoba no me entretuve en hurgar, al menos en toda su extensión monótona, sobre todo por considerar explicación suficiente la que Flaviarosa dio a Nicolás «Pues me parece -dijiste, Ariadna-, que si bien es cierto que ya tenemos los datos necesarios para entender la historia, lo es también que la has contado con tal frivolidad de las palabras que da la impresión de haber sido farsa lo que sin duda fue tragedia.» «Es que yo -te respondí-, carezco de sensibilidad para lo trágico, y la verdad, en este caso presente, no lo veo asomar por ninguna rendija. La tragedia, según lo que yo entiendo y se me alcanza, es algo que va dentro, a modo de destino, contra la voluntad y a pesar de ella, aunque en algunos aspectos también requiera de ciertas condiciones exteriores. Entiendo sin embargo que en este caso las circunstancias importan más o menos lo mismo que mi sensibilidad incompleta, es decir, apenas nada, y que todo viene de la interioridad. Sería conveniente que recordases a lady Macbeth asesinando al sueño o temblando ante los espectros de sus muertos, para alcanzar por contraste lo que quiero darte a entender: porque Ascanio, no por amor que le tuviera a Flaviarosa, sino por algún escrúpulo de su conciencia, que fue tal vez enrevesada, o acaso únicamente como respuesta a alguna insinuación del confesor y al consejo siguiente, le endilgó a Flaviarosa, después de haber desahogado en aquel cuerpo divino todo lo que el suyo propio reclamaba, y sin que ella se hubiera divertido con las acostumbradas interrupciones, un sermón bastante extraordinario en cuanto pieza oratoria, verdadero modelo de encadenados razonamientos sofísticos, con el que intentaba convencerla de que hiciera penitencia y, sobre todo, de que disciplinase su mente y su voluntad a fin de eliminar las imágenes en que se engendran los deseos satánicos. Cuáles eran sus verdaderas intenciones, cuáles sus motivos, puedo sólo colegirlo, nunca saberlo a ciencia cierta, porque yo alcanzo a escuchar, y escuché, las palabras de Ascanio, pero no me fue dado escrutar en su interior; aunque por su personalidad, y por lo que llevo hasta ahora oído de su boca y aprendido de sus actos, sean lícitas algunas conjeturas: lícitas por coherentes con esa personalidad; y son éstas: Ascanio estaba persuadido de que aquellos deseos de su mujer, que su confesor estimaba peligrosos, pero no pecaminosos, llegaban a ponerla en riesgo de condenación casi segura, como él sabía a ciencia cierta, ya que la oía, ya que tenía que escucharla; y a una mujer así, con esa clase de deseos, únicamente alguna clase de prisión con añadidura de cadenas para brazos y manos, la remediaría, aunque sólo en cierto modo y, sobre todo, hasta cierto punto, ya que la imaginación y el pensamiento, ni se encierran ni se encadenan. Ahora bien, él no estaba en situación de proteger de ese modo, por esos procedimientos tradicionales y extremos, la virtud desfalleciente de su esposa, entre otras razones por imposibilidad material (ella mandaba más; ella podía, si se le antojaba, ponerle en prisión a él), y aunque fuera previsible un cambio, no lo era a plazo próximo, sino indeterminado, y por eso decidió usar de la oratoria, pues si bien no ignoraba que Flaviarosa no le haría el menor caso, era indudable que, llegada la ocasión de comparecer ante el Divino Tribunal, siempre podría responder al requerimiento del Altísimo: "Yo, Señor, hice por ella cuanto pude; pero Satán ya la tenía ganada para sí, ese Satán que sabe apoderarse, y mis fuerzas no fueron suficientes para rescatarla". De ahí, pues, el sermón, que Flaviarosa escuchó como había escuchado ciertas lecciones de derecho romano: la inteligencia alerta, la sensibilidad dormida. Y, cuando Ascanio hubo terminado, le respondió de este modo, ¡bien oirás lo que dijo! y por si te interesa, puedo añadirte que estaban en la alcoba de Flaviarosa, la misma que había usado de soltera, tapizada de seda verde en la que esbeltos emperadores persas perseguían con lanzas a tigres enfurecidos; y que el salón contiguo tenía abiertos ventanas y balcones, abiertos a la noche cálida de julio: oscura y transida de mandolinas, porque aún no había triunfado la revolución y los muchachos daban serenatas a tus amadas: "Mira, marido: ese cielo al que tan caritativamente intentas enviarme, está vacío, y no hay en él quien determine lo que es bueno y lo que es malo, de manera que tan indiferente es que yo me vaya a Roma y me acueste con el Santo Padre, como que te introduzca delicadamente un estilete en las telas del corazón: una y otra cosa, el amor y la muerte, son lo mismo que la lluvia, y así todo lo demás. Lo bueno es lo que me place; lo malo, lo que me disgusta. Cuando marido y mujer están de acuerdo en lo que les disgusta y en lo que les complace, es una felicidad. Cuando sucede lo que a nosotros, cada uno irá por su lado: tú, con tu miedo al Infierno; yo, con mi deseo de pasarlo lo mejor posible y hacer lo que me da la gana. De modo que no pierdas el tiempo en palabras". Ascanio, entonces, le preguntó si, al menos, le sería materialmente fiel, aunque fuese a la manera como lo había sido hasta el momento, sin participación de tercero. Ella le respondió, bostezando, con unos versos antiguos en que se formulaba la incertidumbre del futuro, y añadió que, como ya él había hecho lo que había venido a hacer, que la dejase sola cuanto antes, porque tenía sueño. A partir de aquella noche, Ascanio meditó con frecuencia obsesiva, y consultó con el confesor, sobre la conveniencia y oportunidad de un jicarazo, cuestión que en su vertiente jurídica resolvió pronto con la ayuda de su saber, pero que en la moral el confesor no pudo resolverle tan aína, por cuanto no estaba claro si el marido podía o no matar discretamente a su esposa, no por adulterio consumado, que no era el caso, sino por su mero presentimiento: de modo que se hizo indispensable el envío de un propio a Roma, con la consulta en latín aprendida de memoria: quien la depuso ante un tribunal imponente de moralistas, los cuales pidieron plazo para dictaminar, puesto que los dominicos se inclinaban hacia el "No, aunque acaso…", mientras que los jesuítas habían optado por el "No ha lugar, si bien…", y en dilucidar o en poner de acuerdo el "si bien" con el "aunque acaso", se calculaban unos cinco años de discusiones, durante los cuales se conminaba al consultante a que se abstuviera de cualquier intervención en el curso de la vida de la esposa, salvo, naturalmente, si durante ese plazo adquiriese la certeza de un adulterio consumado con varón operante, lo cual cambiaría las cosas, aunque no aclarasen en qué sentido. Pero la semilla de aquella solución quedó sembrada. En estas condiciones, querida Ariadna, ¿dónde está la tragedia? Lady Macbeth mató por ambición, pero no había tomado las precauciones indispensables para evitar el remordimiento, el cual, surgiendo de su escondrijo como un asesino a sueldo, la llevó a ver visiones y, finalmente, a la muerte. Flaviarosa no cree en el bien ni en el mal, de modo que no parece verosímil que, si mata alguna vez a su marido, se suicide luego, perseguida por un fantasma ensangrentado, entre otras razones porque la tienen imbuida en la idea de que ciertos venenos no deforman el cuerpo hasta extremos repugnantes y melodramáticos. En cuanto a Ascanio, como hombre de leyes que es, le basta con un código como justificación, aunque lo haya inventado él, y, así, piensa ahora que el adulterio de Flaviarosa, si llega a acontecer (él ignora, por supuesto, que su mujer ha dormido con Nicolás Parecías en cierto modo transida y soñolienta, pero yo sé que escuchabas alerta y que ordenabas en figuras y en hechos encadenados cuanto yo te iba diciendo. La pregunta siguiente versó acerca del papel que había cabido a Flaviarosa en el proceso político. Te respondí que, ante todo, el de la fuente y el viento, si bien el viejo Della Croce hubiera actuado de creador de los vientos y las fuentes. La revolución salió de la tertulia que Flaviarosa congregaba en su salón, al modo de las damas francesas, sugerida por ella, empujada por ella, pero entregada, porque así lo creyeron conveniente el Viejo y la Niña, a la ejecución inmediata por Ascanio, tan cuidadoso con los detalles, tan buen contable y, sobre todo, de tan excelente reputación entre los presuntos secuaces. No me atrevería a asegurar que la presencia de Flaviarosa haya introducido en el proceso revolucionario un mínimo temblor erótico: nadie fue a la revolución por su amor ni cosa parecida. Pero sí puedo informarte (acaso lo haya hecho ya) de que en las reuniones secretas, en las algaradas callejeras, en las juntas y comités, una figura grácil de muchacho con sombrero de copa ponía en el conjunto un tanto pesadote, un tanto serio, la esbeltez de su presencia, la alegría de sus labios sonrientes. Flaviarosa comparecía así, con tal disfraz y un guiño, en todos los lugares y ocasiones en que actuaba su marido, y no por razones precisamente decorativas, menos aún por amor a la aventura, sino tan sólo por precaución y desconfianza. El hacerlo en tal hábito obedecía en cierto modo a una vertiente folletinesca, pero también juguetona, de su fantasía. 3. – De manera que estábamos ya hablando de Ascanio y Flaviarosa como de personajes reales, protagonistas más o menos importantes de sucesos que no llegaron a conmover al mundo ni a interesar con exceso a los profesionales. ¡No sabes todavía cuan escasa, cuan insignificante es la bibliografía acerca de La Gorgona y de su revolución! Si no hubiera vivido allí durante algunos meses, tal vez un año, sir Ronald Sidney, nadie habría vuelto a hablar de ella con más extensión que la que se concede a otras islas menores del mismo mar, aunque en distintas derrotas. Pero he aquí que nosotros, inopinadamente, andamos dándole vueltas a la Isla y a sus personajes, y que tú, también sin esperarlo, o, al menos, sin esperarlo tan pronto, me dijiste que te sentías más dispuesta que unas horas antes a acompañarme en la contemplación del fuego, en el caso, aún incierto para ti, de que las llamas nos devolviesen unas imágenes convincentes. Fue en ese mismo momento cuando yo pegué un salto, me acerqué a ti, y te pedí un acomodo a propósito, o más adecuado, al periplo que acaso se iba a iniciar, y tú te limitaste a sonreír (asintiendo), a recoger las piernas, y a sentarte encima de ellas, bien marcados los muslos, y contra mí el fino juego de tus rodillas; de manera que yo, en el suelo, pudiera reposar en ellas mi cabeza, aunque naturalmente por la parte de la nuca o el colodrillo. Y así situados, el fogaril enfrente, te invité a contemplarlo con el ánimo libre de prejuicios, los ojos bien abiertos y los oídos atentos a mi palabra: pues yo no sé todavía si es ella la que saca las imágenes del fuego, o el fuego el que me hace hablar: en todo caso, y como habrás advertido, entre las llamas y mis palabras existe una relación de naturaleza más bien desconocida que me hace recordar, y pensar en consecuencia, que estamos llevando a cabo con relativa tranquilidad, o al menos sin temor ni temblor, un acto religioso que en otros tiempos requería la presencia de los druidas y de las hoces de oro, la reconditez de una caverna o por lo menos la proximidad del cielo, y al que sólo podían asistir los iniciados o las estirpes reales, si no querían morir. Algunos detalles de los presentes (nuestros libros, por ejemplo, por allí desperdigados) hubieran trivializado el acto, de no esforzarme yo en redimirlo de la vulgaridad por la poesía. Reconozco que sin embargo mis palabras vibraron y que mi cabeza registró el estremecimiento de tus rodillas criando se abrió la hoguera como un telón viviente y pudiste contemplar la calima lechosa de los amaneceres, y que aquello movedizo que quedaba a tus pies era la mar, tu propia mar, la mar en que naciste, aunque no de una concha, y no por falta de méritos. ¡Míralo, Ariadna, gris en la madrugada, con reflejos de nácar malvarrosa: mira ese barquito que navega, todo el trapo cargado para sacar provecho de la brisa temprana! ¿No conoces aún esa estampa marinera? Mientras el aire se aclara, vayamos a curiosear en la cubierta, donde se adormecen los marineros de guardia, donde también dormita, arrimado a un calabrote, un petimetre que aspira -¿ves qué casualidad?- a eliminar el drama de la vida de Agnesse con su oferta de amor eterno, y con el fin de probarle la realidad de sus sentimientos y su inmensa capacidad de sacrificio, monta la guardia a la puerta del camarote, que es esa que está delante, bien cerrada por cierto, de acuerdo con el consejo del capitán Triantafilu, que no sabemos por qué se ha convertido en protector de Agnesse, y no sólo vigila o manda vigilar los apasionamientos del petimetre, sino que ha llegado a decirle a la viajera, en un momento confidencial de incertidumbre: «Si alguna vez, signorina, comprende que le conviene salir de la Isla sin que nadie lo sepa, no dude en acudir al capitán Triantafilu, que tiene medios para sacarla». Y a esto añadió el nombre de alguien de su confianza a quien se podía recurrir en caso extremo: vecino del barrio de los griegos, griego también, como él. Pero este asunto del petimetre no debe distraernos: no pasa de episodio al que le quedan escasas horas de duración, porque una vez desembarcada Agnesse, ya no la volverá a ver; y tampoco es cosa de lamentarlo, pues por la cara, aún dormido, el petimetre parece un poco estúpido. Y como al barco todavía le esperan unas millas de navegación, será mejor que presencies lo que empieza a suceder en La Gorgona, que más tarde veremos de lejos, pero a la que ahora nos acercamos rápidamente y sin tiempo para demoras de turista. Ahí están las calles, los palacios antiguos de aleros grandes y reja en las ventanas, las casas más modestas, las casuchas: todas blancas o pardas,', de piedra o cal. En sus paredes, nunca se sabe en cuál, una mano ignorada escribe cada noche: ASCANIO, ASESINO y cada madrugada, esos hombres que ves, de dos en dos, con brocha y cubo, escrutan los rincones, borran o cubren la inscripción cuando la encuentran. Si hubiéramos llegado antes, durante las tinieblas o el luar, habrías visto parejas de polizontes, uno linterna, otro pistola, a la busca del que se atreve, nocturno, acaso fantasmal, a insultar de esa manera al todopoderoso Ascanio, al ministro universal y absoluto del general Della Porta, el «solitario grandioso» (la «carroña escondida» según otros). Esos treinta o cuarenta policías que recorren las calles, alguna vez detienen a un ciudadano rezagado en el amanecer, que intenta disimularse y escurrirse en las sombras; lo conducen a la jefatura y acaban por sacarle la confesión de que es él el autor de los insultos; tras de lo cual se le juzga y se le condena a la horca por delito grave contra el Estado. Te conviene tener en cuenta, sin embargo, que antes de la policía de linterna y pistola ha salido a la calle la de silencio y garrote: aquélla obedece a Ascanio; ésta, a Flaviarosa. No falta quien opine que los del garrote son los autores de las pinturas, pero habrá que preguntarse entonces por qué a Flaviarosa le interesa insultar a su marido, sobre todo sabiendo que el insulto queda borrado mucho antes de que puedan leerlo los ciudadanos. Lo único seguro a este respecto, es que, como no son portadores de brocha y cubo, sino tan sólo de garrote y silencio, los policías de Flaviarosa se limitan a leer la inscripción y pasar adelante. EÍ barco ha navegado un par de millas más, pero aún le falta cosa de una hora para arribar a la Isla. Tenemos tiempo de contemplar nuevamente las calles, a estas horas tempranas de repente concurridas. Porque hoy es viernes, ¿sabes?, y ese día, con el amanecer, sale de la Catedral la procesión de los disciplinantes, recorre la avenida del Temple, hasta la Señoría, y se recoge en la capilla del Nazareno, que cae por allí. Ese chirrido lento es el de la gran puerta catedralicia, bronce sobredorado, relieves de universal renombre. Abierta ya, los penitentes, doble fila de cirios temblorosos, se alargan desde la entrada hasta el altar mayor. Ahora podemos verlos con capirote y túnica, aquél de blanco, ésta morada. Se oyen, en el carrillón, las seis. Sale el portador con la cruz, negra con velos, y, tras él, los penitentes, a un lado y otro, silenciosos y secretos. Conforme atraviesan el pórtico, van alzándose las túnicas y dejando las espaldas al aire: ¡espaldas espantables, verdugones y cardenales como en las de un marinero inglés visitadas del gato! Cosa curiosa, ¡cosa importante!, todos cojean del mismo pie, del izquierdo: no demasiado, una cojera suave, casi elegante, y a compás, ya que, cuando suena el tambor, les marca el ritmo de la cojera, de modo que el conjunto se inclina al mismo lado, como en un baile, que lo parecería si no fuera por los sayones, que ahora salen y que atizan a las espaldas desnudas zurriagazos potentes: ¡zas! Salta la sangre, se entumece la piel, quedan las túrdigas adheridas al látigo: los penitentes, no obstante, mantienen impertérritos el ritmo sin quejarse, rataplán-plán-plán, el pie firme, el pie cojo, una inclinación del hombro, del capirote, de la llama del cirio. ¿Y sabes por qué, Ariadna, este baile de sangre y madrugada? Para que los cuerpos de los casados templen con los azotes penitenciales su carnal calentura, y piensen más en Dios y en los negocios. Y esa cojera unánime, ¿sabes por qué? Pues para que no se reconozca a Ascanio Aldobrandini, mezclado a los penitentes. Hay sin embargo quien dice que es uno de los sayones, el que pega más fuerte, el que se ensaña en las espaldas de los más jóvenes, de los que se sospecha que no sólo gozan en la cama, sino que hacen gozar también a sus mujeres (por la sonrisa que ellas traen, por la alegría). Quienes saben que no duerme con Flaviarosa (pocos, muy pocos) piensan, pero lo callan, que el ministro concurre a la procesión de tapadillo para que crea la gente que no ha pasado nada, y que sigue ofreciendo sacrificios (dos por semana) en el altar palpitante de su mujer. Pero esto, Ariadna, pueden ser calumnias. La gente siempre es desagradecida con sus gobernantes. En cualquier caso, ese cojo de buena talla es el que da más fuerte, con más ganas, como si se vengara, como si hiciera justicia. No intentes averiguar quién es, la historia no lo sabe, nosotros no tenemos derecho a investigarlo. Que te baste la contemplación del espectáculo: para que después digan los pobres que no sufren los ricos (aunque también se murmure que hay quien paga para que le sustituyan, para que reciba los golpes. A Ascanio le gustaría saberlo, sí…). Y ahí van, a toque de tambor, el pie firme, el pie cojo, el zurriago en el aire, el ¡ay! reprimido, ¿Qué habrás hecho esta noche con tu carne pecadora? ¡Zas a la diestra, zas a la siniestra! ¡Encógete, cabrón, y sufre! La luz de la mañana, cada vez más crecida, resume en figuras concretas lo que hasta ahora hubiera podido parecer un sueño de fantasmas: cuarenta, cincuenta capirotes como de niebla clara a cada lado de la calle, otras tantas candelas, otros tantos dolores. A la gente ya no la despierta el rataplán. Sin embargo, Ariadna, como he visto que torcías el morro ante las espaldas zurradas, te quiero compensar del espectáculo. Volvamos al Y ahora ya puedes mirar hacia la lejanía del horizonte, por donde el sol va a salir. Si se apresura, habremos perdido el espectáculo del que nos tiene Homero informados hace unos tres mil años más bien escasos. Pero parece que no, porque los pasajeros van saliendo, seguramente advertidos, y buscan un lugar en las amuras, o en otro sitio de babor en que puedan instalarse y desde el que puedan mirar. Fíjate que el capitán se ha acercado a Demónica. Señala un punto que todavía no vemos, que no es más que una mota en que el horizonte se interrumpe. Le he llamado en otro lugar de este cuaderno peñasco resplandeciente: todavía no reluce, pero poco a poco se va configurando. A la gente que por primera vez se aproxima a la Isla, se le suele citar aquel pasaje de la Odisea en que se cuenta cómo los marineros de Ulises, también de madrugada, la descubrieron, y cómo al acercarse a ella estuvieron a punto de morir espantados: ¿no te lo dije todavía? ¡Pues mira ya, y escucha a los demás, sobre todo a las mujeres! Algunas chillan: no creo que lo haga Demónica, ni tampoco lo harás tú: la Isla, efectivamente, parece desde aquí la espeluznante cabeza de La Gorgona, rostro de horror, cabello de culebras, y ahora que apunta el sol parece que se mueve y que un cuerpo más horroroso aún va a surgir de las aguas. La visión permanece unos minutos, los que el barco demora en acercarse un poco más, en alterar el rumbo: el rostro del espanto desaparece, y se pueden columbrar rocas peladas en la costa, las colinas desnudas, una isla por fin. Los marineros de Ulises, perdido el miedo, osaron desembarcar en lo que hoy es el puerto: hallaron esa fuente inagotable que también atrajo a Napoleón, como quizá veamos. El barco no tiene prisa. Nosotros, sí. Quiero que asistas al despertar de la ciudad, varios momentos de su vida matutina. Advierte que está construida en un cerro, y parte de sus calles son pendientes: bajan por ellas, los puedes ver, los trabajadores del astillero, los que están construyendo para Inglaterra esos cinco navíos que ves en las gradas. A esa gente que a tal hora entra todos los días en la ciudad y desciende con ruido de suelas claveteadas, se le llama la Maestranza, y son excelentes operarios, carpinteros de ribera, herreros, fundidores, lefres, como que tienen fama de que sus manos construyen los mejores buques de línea del mundo: por eso los encarga Inglaterra y los envidia Francia, que no puede pagarlos. Ese estampido que acaba de retumbar en el espacio y que te ha sorprendido es el cañonazo que anuncia la salida del sol. Le acompañan las trompetas que oyes, que duran y que llenan el ámbito mientras izan en aquel mástil la bandera. Pero no es esa ceremonia la que debe atraerte, repetida con ligeras variaciones en todos los países, sino lo que sucede en la terraza del castillo, fíjate bien, justo delante de esa torre almenada cuya piedra rojea con las primeras luces: ¿no ves la silueta de un hombre que se adelanta hasta el mismo parapeto, que contempla la mar y que empieza después a retirarse lentamente? Durante el tiempo de su quietud, los rayos del sol han enviado su sombra a las olas del mar, la han alargado hasta casi tocar el infinito. Los ciudadanos de Gorgona lo saben, pero no suelen verlo. Pero si ahora apresuramos el tiempo y hacemos que transcurran las horas de la jornada (después volveremos atrás); si esperamos a que el sol se sitúe al otro lado, hacia poniente, y el cielo se ponga cárdeno, el cañonazo se repite: suena otra vez la trompetería, aunque con música distinta, ésta lenta y solemne, puesto que tocan a oración; el general Della Porta vuelve a salir a la terraza y escucha desde allí, inmóvil, la tocata, como lo puedes ver, siempre la misma figura: sombrero oscuro, la redingote gris, una mano en el pecho, otra a la espalda. Pero advierte que ahora su silueta cae sobre la ciudad, la atraviesa como un cuchillo de sombra, la domina, y el ciudadano de La Gorgona que descubre allá arriba ese contorno escueto y rígido, se siente al mismo tiempo sojuzgado y protegido: el general Della Porta es el verdadero padre de los que le obedecen; entre su aparición matutina, y ésta, más solemne, de la tarde, dicta su ley, que Ascanio Aldobrandini recoge, interpreta y hace cumplir. Por medio de esta ceremonia, el general mantiene con sus subditos una relación visible. La ocurrencia fue de Ascanio -¿la recuerdas? Creo habértela contado-, que descubrió el efecto, entre mayestático y siniestro, de la primera aparición del general, el día del triunfo. ¿En qué país se puede contemplar dos veces al día al Jefe del Estado? Cuando corren los bulos de su muerte, de puro podre ya, se espera a la caída de la tarde para saber si todavía comparece, o si en las altas terrazas queda una sombra vacante. Ascanio Aldobrandini sale entonces al balcón de la Señoría, y con un catalejo escruta la azotea del castillo: hay quien dice que sólo en tales ocasiones puede ver al general, pero lo cierto es que todas las tardes, en el mismo balcón, agradece a Dios que el Podestá continúe viviendo: porque se inclina, se santigua después y reza. Se comunican de viva voz -se susurra, se cuenta- por un extraño agujero, Della Porta en un extremo, el ministro en el otro: así llegan las órdenes de muerte, a veces acompañadas del hedor del leproso, cuando hay que matar. «Yo no soy nadie -dicen que dijo Ascanio a la viuda De Risi-; él es el vencedor, él es quien manda, y él ha ordenado que muera tu marido. ¡Cuánto lo siento, Margherita!» Ahora ya podemos volver a la mañana: quiero que veas al ciudadano Cavicciuli, que sale de su casa dándole vueltas a la caña de Ceilán con puño de plata: pertenece a la policía de Ascanio y tiene la misión de escuchar lo que se dice en los mercados y redactar un informe que su jefe recibe y traslada todas las tardes al ministro. Pero ese que le sigue, el bastón, no de caña, sino de ébano, y de los que encierran una espada, es el ciudadano Altoviti, de la policía particular de Flaviarosa, cuya misión consiste en vigilar a Cavicciuli y redactar un informe de todo lo que hizo y de cuanto averiguó. Finalmente, ese tercer ciudadano, que no lleva bastón, responde al nombre de Benedetto Scali, pertenece a la policía del Estado, y cumple la misión de vigilar a los otros e informar cada noche al Jefe Superior de Policía, quien a su vez, despacha con Ascanio y oculta lo que le parece de cuanto va pasando. Lo más curioso es que Altoviti, Scali y Cavicciuli se encuentran, como ves, cada mañana, en la taberna de Annunzzia, la candiota; beben juntos el primer aguardiente, se ponen de acuerdo acerca de la tarea, y, al caer de la tarde, vuelven a reunirse y a concordar los respectivos papeles. A Altoviti lo paga también el cónsul de Inglaterra, que es a quien dice la verdad: Cavicciuli recibe subvención del obispado e instrucción casi directa del Vaticano: miente, pues a ese tenor; por lo que a Scali respecta, informa a la República Francesa y al Imperio Austríaco, según quién dé más. Ahora el ATRACAR PARA SER RECONOCIDOS 4. – Quedamos en silencio: yo, cansado de hablar, fatigada la vista de aquel torbellino de imágenes. ¿Acaso de escucharme tú? Es posible que así fuera, pero no quiero creerlo, ni aun pensarlo. Te confieso que intento fascinarte, atraerte, mantenerte pendiente de mí, pero tú te resistes, como si lo que te digo pasase por un filtro que lo retiene todo, menos la mera historia: que aprisione lo que de mí otras veces te atraía y sujetaba, la voz, la fantasía. Sé también que tienes miedo de noches como ésta: asomaba la luna por encima del bosque y clareaban las aguas en el lago, pero tú escapas al hechizo, te esfuerzas en destruir, a fuerza de raciocinio, la carga erótica que como una masa eléctrica saca chispas de nuestras miradas al chocar. Sospecho además que te sentías pecadora de traición: te habías pasado, durante aquellas horas, del mundo de Claire al mío, de sus razonamientos a mis imaginaciones, y ahora, al terminar, una especie de arrepentimiento, un deseo de revancha pudo más que tu intención espontánea de decir al menos «¡Qué bonito!». Es lo que ahora colijo de lo que sucedió inmediatamente. La fantasmagoría de La Gorgona se había diluido ya en el espacio, y un hueco triste se columpiaba entre nosotros. Te pregunté si te apetecía oír música. «¡Como quieras!» «¿Algo determinado?» «¡Me da igual!» Puse en el magnetófono una cinta de Joan Baez: tan por lo bajo, que no rompió el silencio: yo miraba los árboles del bosque, pero pensaba en ti; te sugerí que te acercases, que me cogieses de la mano, pero si mi mensaje te alcanzó no lo escuchaste. Quizá tampoco la música. Al terminar me preguntaste: «¿Toca algún pito esa muchacha nueva en nuestra historia?». «¿Esa muchacha?» «Sí, Demónica.» «Pues no lo sé todavía, aunque creo que no.» «Entonces, ¿por qué me has hablado de ella? Podrías haberla dejado que siguiera su vida. Y no lo digo porque hayas desatendido a Agnesse, de quien sé lo que pensó, lo que hizo, lo que sucedió al atracar el barco al muelle. Podría relatarlo ce por be y con bastante detalle. Lo que tú puedes averiguar por tus procedimientos mágicos, y por lo que hayas leído, no alcanza junto, por supuesto, a lo que yo llego a saber, a lo que estoy sabiendo. La vida de Agnesse me viene como oleadas, casi la veo y la oigo: ¿no comprendes que lo que hizo Claire, eso que llama el haya injerta en el roble, empieza a dar bellotas? En este mismo momento ha llegado Agnesse a esa casa en la que va a vivir:…no recuerdo ahora el nombre de la dueña…» No me atreví a sonreír, pero comprendí tu esfuerzo al inventar lo que era obvio y bastante innecesario, aunque quizá, como se demostró inmediatamente, fueras capaz de hipótesis más acertadas y sustanciales. Por lo pronto intenté ayudarte: «La viuda Fulcanelli -te interrumpí-, esposa de un comodoro que murió en la batalla de las Islas Cicladas. Le quedó una pensión del Estado, que los que actualmente mandan le respetan, para que no se diga que si ellos, que si los otros, que si tal, que si cual». Te echaste a reír con esa media risa tuya a la que me tienes acostumbrado, quizá más media risa esta vez porque con ella expresabas una especie de victoria. «Sobre todo, queda claro -me dijiste-; cuando traduces del español al inglés, así, literalmente, como lo acabas de hacer, organizas generalmente las fórmulas sintácticas más peregrinas y oscuras y, sobre todo, más vacuas, que he escuchado jamás. No entendí una palabra de tu respuesta porque no quiere decir nada, salvo que a la viuda Fulcanelli le quedó una pensión del Estado.» «Es lo principal», y con un gesto te animé a que continuaras. Lo hiciste sin más trámites. «A Agnesse le cayó simpática; la encontré amable y maternal. No hace más que decirle que si es una niña, que cómo anda sola por el mundo, que allí lo pasará muy bien, que ya verá… Y le enseñó la casa. La casa de la viuda Fulcanelli no es la que corresponde a una mujer que, para vivir, se ayuda con un par de huéspedes.» Marcaste entonces una breve pausa involuntariamente interrogante, que aproveché para mostrarte que, por poderosa que sea tu inventiva, la historia entera no la podrás saber sin mí. En mi respuesta no hubo, sin embargo, petulancia, o síntomas de triunfo, sino la deseada naturalidad: «El comodoro Fulcanelli, evidentemente, no necesitaba de un par de huéspedes para vivir muy bien. Ganaba mucho dinero, hacía largos viajes, traía en el barco, lo mismo que sus colegas, muebles exóticos, objetos raros y de valor. Agnesse verá marfiles y conchas, podrá tocar sedas bordadas, acariciar pieles de animales feroces. La viuda Fulcanelli la habrá conducido hasta el rincón de la sala en donde permanece una silla de manos de laca negra dibujada en oro e incrustada en marfil. No la trajo el comodoro, sino su padre, que lo era también, y que también recorrió el mundo y peleó en cuatro o cinco batallas. Y le habrá mostrado ya la inmensa piel de un tigre de cuya cacería le contará seguramente una leyenda, si no ahora mismo, en cuanto tenga más confianza. Tampoco es regalo de su marido, sino cosa heredada. Puedo garantizarte que quien la adquirió en la India, un abuelo de otro nombre, aunque asimismo marino, la misma noche de su llegada encerró a su mujer en el salón, la desnudó, la acostó en la piel de tigre y la cabalgó con ímpetus más cinegéticos que eróticos: a pesar de lo cual se dice que, aquella noche, los tigres de Bengala se enternecieron con sus víctimas, pero me inclino a tomarlo como exageración». «Y, todo esto, ¿lo llegará a saber Agnesse?» «Probablemente, ¿por qué no? Se me ocurre incluso que alguna vez, aprovechando la ausencia de la viuda o la oscuridad nocturna, se arrastre desnuda hasta la piel del tigre y se deje envolver por su caricia.» «Eso de atribuirle hábitos de sensualidad refinada, ¿es una venganza?» «Aspiro -te respondí- a que sea una precisión histórica. Pero me doy cuenta ahora mismo de que te has adelantado en el tiempo, de que has pasado por encima de acontecimientos importantes. Por ejemplo: Agnesse, antes de ir a casa de la viuda Fulcanelli, fue recibida por Ascanio.» Y te ofrecí, con esto, en bandeja, otro cabo de la narración. «¡Oh, la entrevista con Ascanio! Fue de lo más solemne, de lo más imponente, como que Agnesse quedó bastante impresionada, y llegó a tener miedo y a arrepentirse de la aventura, aunque por poco tiempo: un mero resplandor del sol la deja levada de tristezas. Pues había en el muelle un coche con un sargento, encargados de recogerla y de llevarla al palacio de la Señoría. Allí la dejaron, en una antesala enorme y abrumada de cuadros y tapices, una hora, dos horas. Vinieron a decirle que no se impacientara y que si quería una copa de vino. Ella lo aceptó y eso le salvó de echarse a llorar o de echar a correr; aunque, claro, siendo una isla, ¿adónde? Por fin la recibió el ministro. Ella le hizo una buena reverencia a la francesa, que no pareció disgustar a Ascanio, a juzgar por su sonrisa; la mandó sentar, le hizo preguntas acerca del viaje, le recordó cuáles eran las condiciones de su trabajo… "Le tengo buscado a usted acomodo en una casa de bien, donde se encontrará contenta y protegida. Marietta Fulcanelli es una dama de las de antes, religiosa, educada y de elevada moralidad: no encontrará en la Isla mejor amiga." Le dijo también a Agnesse que todas las mañanas la esperaría un coche a la puerta de casa, el mismo que, por las tardes, la llevaría, una vez terminado el trabajo; que tendría un despacho, y que, como además de enseñarle el inglés a él, le confiaría la traducción de algunos papeles, sería lo más conveniente que se quedase a almorzar en la propia Señoría, y que si tenía la costumbre de echar la siesta, mandaría que le habilitasen una alcoba para que pudiera hacerlo cómodamente.» Me miraste entonces, Ariadna, como diciéndome: «¿Ves hasta dónde llego?». Y yo te pregunté que cuál era la impresión que había causado Ascanio a Agnesse: me respondiste que le daban un poco de miedo la cara cetrina, los ojos penetrantes, y que no hubiera vuelto a sonreír; sacaba la conclusión de haber quedado prisionera, además de un poco fastidiada porque en el palacio había demasiados santos, y demasiadas cruces en el despacho de Ascanio, y que éste se había referido expresamente a su conducta moral y a la conveniencia de que no descuidara las prácticas religiosas: como que llegó a decirle algo como esto: «Señora, yo estoy aquí y gobierno la Isla, para que sus habitantes puedan vivir tranquilos y salvar en paz sus almas, para lo cual no tienen más que obedecerme, no porque mis órdenes sean mías, sino porque expresan la voluntad de Dios. En esta ciudad el pecado mortal es delito de leso Estado, y, por supuesto, los delitos contra el Estado son pecados mortales». Agnesse se atrevió a preguntarle que por qué, entonces, no mandaba el obispo: «Los obispos, señora, no entienden de construcciones navales; por otra parte, a veces no son muy de fiar y hasta los hay masones. Nosotros nos entendemos directamente con la Santa Sede». «Y, del general Della Porta, ¿no le habló?», pregunté a Ariadna. «No, que yo sepa.» «¿Y no lo encuentras raro?» «¿Agnesse o yo?» «Una y otra.» «Ella no ha oído hablar en su vida del general.» «Por eso, por eso, precisamente por eso…» Esto fue cuanto dieron de sí el método de injertar, en los robles, las hayas; tu preparación histórica, y tu deseo de mantenerte de la parte de Claire: algo así como la respuesta a un desafío que contuviera (la respuesta) este mensaje: «Sin tu ayuda, también nosotros llegaríamos a la verdad». Lo que entonces sucedió, lo que hice y dije, me llevó a verme a mí mismo (después, cuando quedé solo y recordé lo pasado) como un pavo real que abruma a la pava con el lujo de sus plumas, y que así, con esas vibraciones que salen de ellas y casi se oyen, la deja apabullada: «Yo puedo completar tan preciosos informes, querida Ariadna. Porque Agnesse, en efecto, se sintió sobrecogida al verse dentro de un coche casi cerrado, acompañada por un sargento feo y silencioso, y, más tarde, sola en la vastedad del palacio, en aquellos pasillos y en aquellos salones donde todos parecían curas vestidos de paisano, pero no como los vaticanos, que ella conocía muy bien y sabía cómo tratar, petulantes, muy seguros de sí y siempre en busca de presa, sino sumisos e insignificantes, que no metían ruido al caminar, que hablaban en voz baja, como si fueran a despertar de su lejana muerte a los comodoros cuyos retratos colgaban de las paredes; como si los grandes barcos de las batallas pintadas fueran a disparar sus andanadas en el caso improbable de que alguien taconease. Esto no es más que decir lo que tú has dicho, aunque con otras palabras; la estampa conmovedora que podemos imaginar de la asustada Agnesse en pos de aquel sargento feo, por un pasillo ancho e interminable, de suelos brillantes, de techos altísimos, de puertas inmensas, todo de tal magnitud que ella en comparación queda en menuda e insignificante, siendo como es de buena talla. Pero eso no es más que un modo cinematográfico de ver la escena, y lo que intento comunicarte es precisamente lo que devolvió a Agnesse a sí misma: Ascanio Aldobrandini, como otros de su oficio, recurre a la complicidad de los grandes espacios para compensar alguna deficiencia a la que probablemente los demás no conceden importancia. ¿Será tal vez su cojera? Después de lo que sabemos de la procesión disciplinante, es lo más seguro. El salón en que recibe es el mayor de la Señoría; es, asimismo, el menos decorado; como que eso que Agnesse dijo de muchas cruces se reduce únicamente a dos: una, inmensa, que cuelga de la pared desnuda; otra, pequeña, de marfil, puesta en una esquina de la mesa. La puerta por la que se entra está en la diagonal del ángulo en el que Ascanio espera: el visitante se ve obligado a recorrer la máxima distancia en línea recta, mirado por unos ojos lejanos, más adivinados que vistos, y no hay un solo objeto en el que pueda descansar o encontrar apoyo para compensar la sensación de vacío y desamparo que va sintiendo conforme avanza. Ni siquiera hay alfombra, sino un pavimento de grandes losas de mármol, blancas y negras, como un inmenso ajedrez. En esa desolación, aquel hombre que aguarda, inmóvil, frío, es sin embargo lo único humano, la salvación. Lo corriente es llegar hasta él vencido ya, desarbolado. Y eso fue lo que encontró Agnesse al entrar en la estancia: desolación artificiosa y un hombre oliváceo al fondo. Pero Agnesse había recorrido, de niña, los inmensos espacios, desolados también, de su propio palacio, y, de muchacha, los salones donde el dux celebraba sus fiestas. Más tarde había pasado y repasado por logias y estancias vaticanas, y por la misma plaza de San Pedro, vacía de madrugada, ella sola… No advirtió el artificio, no cayó en la trampa: recorrió naturalmente la diagonal, sin titubeos ni tropiezos, con el paso de corte que le habían enseñado, y, al hallarse ante Ascanio, hizo esa reverencia francesa a que te has referido. Ascanio está desde pequeño ejercitado en el dominio de sí mismo, como que no se trasluce jamás nada de lo que piensa o siente. No manifestó sorpresa, menos aún asombro o admiración. Pero intento, querida Ariadna, que consideres en lo que valen ciertos pequeños detalles relativos al caso: Agnesse no fue llevada a casa de la viuda Fulcanelli en el coche siniestro que la recogió en el muelle, sino en una berlina elegante, tapizada de seda, toda ella lujosa y suntuosa, y tirada por muy buenos caballos; y no la acompañó un sargento mal encarado, sino un capitán respetuoso que se deshizo en cortesías. El segundo detalle cuya consideración te ofrezco es el súbito ajetreo, el apresurado trajín a que se entregó Aldobrandini en cuanto despachó a Agnesse: llamar a gente, dar o retirar órdenes, recorrer tres o cuatro despachos y otras tantas estancias de uso indefinido, y, lo que es más chocante, lo que llamó la atención a algún subordinado observador, fue que todo lo hacía con una sombra de sonrisa en los labios, no de la especie conocida cuando triunfaba la justicia sobre el desorden y había que ahorcar a alguien, sino de una naturaleza nueva que pudiera interpretarse como bondadosa: todo para concluir disponiendo que aquella misma tarde el cuarto de trabajo de Agnesse quedaría instalado en un regular salón vecino al suyo, puerta por medio, y que sería amueblado, no con los trastos previstos, sino con piezas de más lujo que mandó traer de aquí y de allá, de manera que el conjunto saliese lo más alegre posible y bastante elegante: también mandó que se pusieran flores cada día. Lo tercero que quiero que contemples es el hecho enteramente insólito de que Áscanio se haya quedado con la mirada en las nubes, lo que se dice arrobado, durante casi un minuto, y que en seguida, como si le hubiese mordido una tarántula, corriese a arrodillarse delante del crucifijo grande para permanecer allí un buen rato, caída la cabeza, los párpados bajos, las manos contra el pecho. Una luz que venía de lo alto, lanzaba contra el suelo su sombra arrodillada, la humillaba más aún…». Y aquí callé, con la mano en lo alto y tus ojos puestos en ella. Al dejarla caer, también cayó tu mirada. ¡Me sentí triunfante, Ariadna! Vanidosa y estúpidamente triunfador, si bien, por el respeto que te tengo, me haya esforzado en disimularlo. Tú me habías escuchado progresivamente distensa, progresivamente sencilla: lo interpreté como que te habías olvidado de tu intención, apenas esbozada, de oponer al mío el método de Claire. Pero tus palabras me dieron a entender que no fue así, sino algo todavía un poco más satisfactorio. Dijiste: «Te confieso que por mí misma nada de eso lo hubiera averiguado». Entonces, mi plumaje de pavo se cerró como un paraguas con el viento, cesados los efluvios cautivadores. Me sentí feo y un poco tonto. Perdóname, Ariadna. |
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