"La Isla de los Jacintos Cortados" - читать интересную книгу автора (Ballester Gonzalo Torrente)

III

1.- Fue una mañana movida, esta de hoy, Ariadna, y no porque me haya demorado con mi curso, que lo terminé a su hora, ni por trabajos o encargos impertinentes e ineludibles, que tampoco los hubo, sino por imprevistas bagatelas. Viniste a verme, como siempre: eran las diez y diez, entre una clase y otra de las tuyas: sólo para decirme que no comeríamos juntos, pero que charlaríamos un rato por la tarde: me pareciste animada y con esperanza; y cuando tú saliste, llegó una chica con su cuento de amor y sufrimiento, que necesitaba contármelo, ya sabes, los muy jóvenes aún no han aprendido a discernir una cosa de otra, y así las mezclan y no aciertan a saber si duelen o si son felices. A esta de hoy parece que el muchacho no le presta la debida atención sexual, al menos según su punto de vista, que no sé en qué medida le pertenece como propio, quiero decir, si obedece a una necesidad o a una opinión; el mancebo es poeta, y concede a la poesía más tiempo que al amor, si bien por ser su poesía monótonamente erótica, según tuve ocasión de comprobar, lo que por un lado se pierde, se gana por el otro; pero acerca de esto duda precisamente la muchacha, Ruth de nombre y judía de Brooklin, muy bonita por cierto y que parece lista, pero que todavía anda mal de experiencia; su pregunta, a fin de cuentas, podía resumirse en estas pocas palabras: ¿es la cama el único lugar en que un hombre puede manifestar su amor a una mujer? ¿es el juego del amor lo único que pueden hacer juntos dos que se aman? Tuve que explorarle el alma, sacarle un inventario de ideas y, si me apuro, un gráfico, e incluso clasificárselas a la vista de que muy pocas le pertenecían, recibidas como órdenes anónimas con la apariencia de convicciones generacionales sin que nadie de los que las comparten sepan de dónde vienen y adonde les conducen. Así pude poner en claro que ella apetecía algo más que pasarse el día en la cama con su novio, algo tan elemental como vivir con él sin un programa consabido, sin una idea preconcebida: a la buena de Dios, como quien dice, aunque sin Dios: un amor hecho de libertad y azar. Se marchó del despacho muy contenta, y me dejó una flor de regalo, y yo pensé en que el destino de los jóvenes es sufrir: antes, porque se les prohibía el amor; ahora, porque no saben qué hacer con él. De todas maneras, Ruth es tan bonita, y me habló con tan encantadora sinceridad, que, más que la flor, fue ella la que dejó un perfume de juventud y de gracia en mi recuerdo. ¡Ojalá que sea feliz! Un comienzo como éste parece poner en orden las ideas, parece que las ayuda a salir, fáciles y tranquilas como barcos bien botados; pero a los pocos momentos de marchar Ruth, entró sin llamar la profesora Ansúrez, esa uruguaya especialista en Delmira Agustini, con el pitillo en la boca y unos pantalones nuevos, más apretados que aquellos violeta de que tanto nos hemos reído: como que se marcaba sin perder un detalle la orografía de su parte media, así delantera como trasera, oronda en las colinas, profunda en valles que se suponen umbrosos y poblados de pájaros cantores. Y me vino a decir que lo mismo ella que la señora Kramer habían decidido que almorzásemos juntos, y no en el patroon, como es nuestra costumbre, sino en un restaurante italiano que no-sé-quién ha descubierto un-día-de-éstos en el condado de no-sé-dónde, aunque cerca de aquí, por la parte de Troya y en el que parece ser que la pasta es barata y sabrosa: sé conoce que tanto la una como la otra, la Ansúrez y la Kramer, pretenden aumentar, con espaguetis y canelones, la turgencia y la solidez de su mentada orografía, es de imaginar que para provecho y regodeo recíprocos; y como si el ofrecimiento fuese un anzuelo de cebo insuficiente, añadió desde la puerta que había noticias nuevas de lo de Claire, lo cual evidentemente me comunicó la energía necesaria para resolver mi indecisión en favor del ágape. «¡Cuenten conmigo! -le grité-, y pase luego a buscarme.» Lo hizo, ya con la chaqueta puesta y un gorro de pompón que según me explicó la hace muy juvenil; Grazziella Kramer nos esperaba frente a la puerta del ascensor, y venía con ella, como agregada al previsto consumo de raviolis, míster Barnacle más o menos: esa californiana que explica la Historia del Oriente Medio cuando aún no se llamaba así: Shubiluliuma y todo lo demás. Se había unido al grupo con perfecto derecho, según averigüé más tarde, puesto que las noticias referentes a Claire las aportaba ella. Lo que no alcanzo a explicarme son las razones por las que me las contaron a mí, ya que, según también pude colegir mientras duró la compañía, el camino recorrido por las dichosas noticias fue exclusivamente femenino: la vicedecana Schultz se lo contó en secreto a Danielle, ésa tan bonita de ojos negros que procede de Luisiana, y que fue de quien lo recibió la otra, la especialista en mittanis, lulubis y gutis, o sea, la que dicen que prepara un libro en el que se demuestra que Nefertiti, según ha sospechado alguien hace tiempo, fue, como su marido, homosexual. ¡Pues bueno anda el cotarro! Te puedo asegurar que la primera hora en esta compañía me divertí, pero después del café fueron tantos los arrumacos, caricias, celos y protestas de cariño entre mis tres anfitrionas, que llegó un momento en que me sentí avergonzado, además de excluido, por supuesto, del maneje, y les rogué que me contaran de una vez lo que pasaba con Claire. Entonces la biógrafa de Nefertiti sacó del bolso la fotocopia de un recorte de revista, dijo cuál pero no lo recuerdo: en cualquier caso, una muy importante de no sé qué universidad de New England, y nos leyó un texto muy riguroso, de esos que no contienen más palabras que las precisas, sin una broma, sin un chiste en el que descansar, firmado por alguien que no me suena, pero que también es muy importante, en el que se dice, más o menos, según pude entender, y por este orden: toda la investigación del profesor Alain Sidney se apoya, como resulta obvio, como él mismo declara, en las teorías lingüísticas y hermenéuticas de Casius Blay, cuyo nombre, en efecto, unido al de la escuela de Darmstadt, gozó de estimación universal y secuacidad entusiasta durante los últimos diez años, y cuyo sistema conmovió los cimientos de varias disciplinas teóricas y especulativas, singularmente la metafísica y la teología (no digamos la historia); ahora bien, Norman Leeds, de Wisconsin, acaba de demostrar que todas las hipótesis de Blay son falsas, así como sus doctrinas, aunque no enteramente: son falsas en alguna medida, también en cierto modo, pero ante todo en determinado matiz, lo cual, como Norman Leeds proclama, las invalida en cuanto base epistemológica y, por supuesto, metodológica. No se limita el profesor Leeds a esta afirmación (de consecuencias negativas, evidentemente), sino que corrige a Blay en la medida, en el modo, en el matiz equivocados y los sustituye por otros cuya virtualidad hace innecesario y, sobre todo, inconsistente, lo que pudiera subsistir, después de tal análisis, del sistema de Blay: con lo cual se le relega a la más inoperante inutilidad. A continuación, el autor del artículo, que se llama precisamente Spencer, ahora acabo de acordarme, y que lo es también de una monografía sobre las costumbres sexuales de Napoleón entendidas más bien como costumbres escasamente dignas de un conductor de pueblos, el autor del artículo, digo, repite el camino recorrido por Claire a partir de Vigny, la escena aquella del emperador y el papa, la cual, estudiada según el método de Leeds, se desprende de lo que todos teníamos por condición poética, algo sacado de la Nada, para subsistir como acontecimiento rigurosamente histórico, presenciado por Vigny con toda seguridad y transcrito merced a una memoria impecable: la base del razonamiento de Claire, pues, se desmorona, pero Spencer no se detiene ahí, sino que estudia asimismo los textos de Chateaubriand y de Metternich escogidos por Claire, y por el mismo procedimiento demuestra su indiscutible historicidad. Y termina diciendo: «No dudo que el profesor Sidney haya procedido con entera honradez; pero debe darse cuenta el distinguido colega de que la honradez es un instrumento peligroso, o al menos sospechoso, cuando no está respaldado por una información exhaustiva y de última hora. Perteneció, quizá pertenezca aún, a ese grupo innumerable de estudiosos deslumhrados por Blay y por su resplandeciente cohetería. Pero el fuego se apagó y a sus propias cenizas se irán sumando poco a poco las de tantas muestras del esfuerzo humano que en ese fuego se habían alumbrado. ¿Habrá que atribuir al todavía famoso lingüista la responsabilidad del casi general derrumbamiento de diez años de actividad científica? Por lo menos es seguro que le cabe la responsabilidad casi entera de que la reputación y la obra de Alain Sidney se hayan desvanecido». Pues, mira, chica: conforme esta Nefertiti de gafas y delicado bigote gris iba leyendo, a mí me dominaba la melancolía, me sentía metido en un mundo siniestro de nieblas y chirridos de carreta y arrastrado con Claire al abismo siniestro del fracaso, pues si bien es cierto que no doy demasiada importancia a las frustraciones, y tú lo sabes (te he demostrado alguna vez que, en cierto modo, todos somos bastante e inevitablemente frustrados), el placer concentrado e intelectualmente irreprochable con que aquellas escrupulosas censoras, lesbianas gloriosas aunque en trance menopausia), iban destrozando a Claire, la una al leer, las otras al interrumpir con sarcasmos exquisitos la lectura, me quedaba entristecido: error sentimental, no cabe duda, de quien sabe hace tiempo que nada alegra a todos como el fracaso de uno: ¡así se sienten realizados, como se dice ahora; auténticos, como se decía antes; felices, como se dirá siempre! Acaso a Claire le perdonen el ingenio y lleguen a disculpar su talento; puedo incluso, en un alarde de optimismo en que escasamente participa mi corazón, pensar que algún día olvidarán el hecho, hoy excesivamente tenido en cuenta, de que Claire lleve la sangre de uno de los más grandes poetas del mundo; transigirán con el perdón de su nombre, de su talento y de su gracia; pero después de haber negado, al nombre, resonancia; al talento, eficacia, y al ingenio, importancia: así, en sus paños menores, Claire reaparece como persona digna de toda conmiseración. ¡Y no sabes, Ariadna, lo preocupadas que quedaron por ti aquellas madres frustradas, aquellos corazones rebosantes de sustancia sentimental! «¡La pobre chica, qué va a ser de ella!» «¡Porque no hay duda de que lo ama, a su manera, claro, como alguien puede amar a Alain Sidney!», y, a propósito de esto, la conversación eminentemente caritativa, derivó hacia nuestras relaciones personales, «Porque usted, profesor, debe de estar muy enterado»; «Porque Ariadna es de toda su intimidad»; «Porque si no vive con usted, poco le falta», y, en fin, el remate a su inquietud, digamos historiográfica, puesto con estas palabras de la doctora Ansúrez: «¡Hay quien dice, profesor, que es usted una especie de suplente de Alain Sidney, encargado de las funciones que él no puede desempeñar!», lo cual corrigió en seguida Nefertiti: «No, mujer; suplente, no. Lo que sucede, o, más bien, lo que parece suceder, es que Ariadna se reparte entre los dos, a uno el cuerpo y el espíritu al otro». ¡Ya ves lo que se piensa de nosotros! Y no les faltan motivos, Ariadna, hay que tener la cabeza en su sitio y juzgar con entereza: desde hace más de un año, no es que pases conmigo más horas que con nadie: es que las pasas casi todas, y, por si fuera poco, ahora dormimos bajo el mismo techo, y aunque sea en diferentes camas, eso lo ignoran Nefertiti y sus damas de Corte. Pero existe además todo eso que nosotros sabemos: el grado de nuestra convivencia, de nuestra intimidad; lo que cada uno tiene del otro y la confianza recíproca que esto nos da: finalmente, aunque no hablemos de amor, hablamos del amor constantemente. Si vistas las cosas desde fuera pareces mi amante, vistas desde dentro, a cualquiera le sorprendería el hecho inexplicable de que no lo seas.

En fin, que he derivado sin desearlo hacia temas de los que no tenía la intención de escribir. Porque lo último de que se trató en la comida (o, más exactamente, a la hora del café, que tomamos los tres a la europea, bien negro y fuerte: ése por el que empieza la inmoralidad, según los bostonianos), fue de que yo guardase silencio acerca de lo de Norman Leeds: debo saberlo; pero tú, no. Y ya te enterarás (decía la doctora Ansúrez), porque por mucho que se guarden los secretos, siempre acaban por ser noticias de prensa (siguió diciendo ella), y algo que se refiere a asunto de tanto estruendo como el libro de Claire, acabará por salir de los ámbitos científicos (que ellas, con otros más, constituyen) para saltar a las páginas de Time, con entrevista y con fotografía. Mi razonamiento, sin embargo, no coincide con el de ellas. Voy a ocultarte la existencia de ese artículo de Spencer, y hasta del mismo Spencer, aunque no sólo por no hacerte daño, sino porque dure un poco más, entre nosotros, la esperanza y la alegría, o, al menos, esa situación crepuscular de quien no sabe aún si es verdad lo que cree y si es esperable lo que espera. De todos modos, voy a intentar convencerte, a modo de precaución, de que Claire alcanzó por vía intuitiva una verdad que la ciencia histórica no está aún capacitada para demostrar: la inexistencia de Napoleón, y menos aún, preparada la sociedad para recibir con indiferencia o, al menos, con serenidad, una verdad como ésa. Porque estoy persuadido de que muchos de los críticos de Claire saben que es cierto lo que dice, pero comprenden al mismo tiempo que pertenece a ese orden de realidades que no deben propalarse: como si alguien, ahora, pudiera demostrar que existe Dios. ¿No crees que lo harían callar por cualquier medio, sin excluir la muerte? Vamos a ver si consigo preparar tu espíritu para que asistas, sin desmoronarte tú también, al fracaso de Claire; y si consigo al mismo tiempo convencerte por mis propios medios de que él ha acertado, que de momento es el pito que estoy tocando en el concierto, pues mejor.


2- – De modo que te expliqué las particularidades de mi método, tan exquisitamente anticientífico, tan rigurosamente poético, de averiguar los hechos por la contemplación del fuego, procedimiento de oscura cuanto arcaica reputación, propio del tiempo de los reyes por derecho propio y de los magos llamados sabios, los todopoderosos. Y tú me escuchaste con una media sonrisa en que mezclabas la diversión y la incredulidad, algo así como decir: «Ojalá fuera cierto ese cuento tan bonito». Pero cuando te dije que podíamos hacer juntos una prueba, no sólo ver la historia, sino sobrevolarla también, te negaste… Bueno, no llegaste a decir francamente que no, sino que lo encontrabas un poco prematuro, que tu ánimo no estaba preparado y que convendría irte haciendo a la idea, y otra clase de precauciones más o menos semejantes a las que toma consigo mismo un partidario del realismo socialista cuando se pone a leer una novela de aventuras. Sin embargo, a partir del momento en que empecé a contarte mis averiguaciones acerca de la revolución en La Gorgona, me prestaste atención, y hasta creo que no pestañeaste en tanto que mis palabras duraron en aquella penumbra: tú en el suelo del salón, yo tumbado en el sofá, ambos fumando, y el fuego de la chimenea alumbrándonos y oscureciéndonos los rostros, como un vaivén. Creo recordar que el silencio, y la ocasión propicia, y el deseo que tenía de interesarte, inspiraron mi palabra, y que fueron fluentes y brillantes las imágenes de mi relato. Cuando terminé, permanecimos un buen rato callados, más de lo esperado, hasta el punto que temí que te hubieras dormido; pero un vistazo con disimulo me permitió comprobar que contemplabas las llamas con los ojos muy abiertos, como quien está leyéndolas. Poco después me preguntaste: «¿Y no encuentras chocante, como quien dice contradictorio, el que la aristocracia de La Gorgona participase en las ideas de la Revolución Francesa, fuese lo que hoy se llama liberal, mientras que los burgueses, en todas partes liberales, hiciesen en La Gorgona una revolución reaccionaria, más bien un golpe de estado?». «Yo no sé -te respondí- si los orígenes de unos y otros tendrán que ver con ese reparto de las ideas y de las funciones, porque los banqueros y los navegantes vinieron de familias venecianas y florentinas, en tanto que los importadores y los tenderos procedían de Genova y Milán.» «A ninguna de esas ciudades podemos adjudicar una ideología concreta, menos todavía una especialización profesional, y está claro que en todas ellas hubo progresistas y reaccionarios, partidarios de Francia y partidarios del Imperio.» «Pensemos la cuestión de otra manera: el comercio marítimo, la banca, favorecen el desarrollo del espíritu liberal: tengamos siempre presente el ejemplo de Inglaterra.» «Pero eso no autoriza a suponer que el negocio de los efectos navales propicie el oscurantismo.» Desde mi punto de vista, la cuestión carecía de importancia, pero no debo olvidar que me las había con una distinguida scholar de profesión historiadora, dotada de un espíritu racionalmente exigente, salvo cuando se toma vacaciones sentimentales o mágicas. De todos modos, si quería dar una explicación satisfactoria, tenía que alcanzarla con mis razones, acaso con mis invenciones, no con las tuyas. Te respondí, entonces, más o menos: «Sería conveniente no perder de vista la situación inicial de las dos clases que durante un proceso largo, sin dejar de colaborar, se van diferenciando, y no tanto los varones, que siempre coinciden en el negocio o en el café, sino ante todo las mujeres, que ya no se visitan, que se ven en la calle, que se miran y se saludan, que se miran y se envidian, que dejan de saludarse pero unas miran y envidian y otras desprecian y hacen como que no ven. Si llegaron a esta divergencia, fue porque los banqueros necesitaban a los marinos como instrumento, y a los otros sólo como servidores. Las funciones crearon las diferencias, no el dinero. La reputación de los marinos, navegantes de mares remotos, héroes de batallas inverosímiles, alcanzó extremos que no podemos calcular, y todo se cifraba en el uniforme. ¡Ay, aquella galería del castillo, donde se conservaban, en vitrinas, todos los de los grandes comodoros desde que el cargo había sido fundado! A Ascanio Aldobrandini le he escuchado, no recuerdo ahora bien en cuál de las ocasiones, decir más o menos esto: «Galvano della Porta y yo fuimos compañeros de colegio, nos queríamos, hubiéramos deseado lo mismo, ser navegantes, aunque a mí me lo impidiera el pie y a ambos el nacimiento. Pero recuerdo que el día de la Fiesta del Mar, ese falsamente glorioso que se venía celebrando desde los tiempos de las galeras, asistíamos juntos al espectáculo de la flota reunida en la bahía, los barcos engalanados, salvas con cualquier pretexto, banderas, grímpolas, gallardetes: después, la gran revista ante el Gran Comodoro y su Estado Mayor: más vítores, más salvas, más colores, y aunque ese día todo el mundo saliese a la calle con sus ropas más lucidas, cualquier traje lujoso, cualquier adorno, desentonaban ante la gala de los marinos, cuando recorrían en procesión la gran avenida del Temple, desde la Señoría hasta la Catedral, y viceversa. Galvano y yo mirábamos como bobos, nuestra escasa estatura nos permitía instalarnos en la primera fila, y veíamos pasar alucinados, capas, casacas y tricornios, oros y plumas. Una vez dijo Galvano: «Lo más que se puede ser en este mundo es comodoro», y, ya ve usted lo que ha tenido que suceder para que reconociésemos el error en que entonces estábamos: «Lo más que se puede ser en el mundo es lo que es Galvano». Por su parte las mujeres llevan dos siglos imitando las unas a las otras y deseando las unas ser las otras, o, al menos, como ellas. Los grandes acontecimientos de la historia privada de La Gorgona, de la pétite hisioire, son los cuatro o cinco matrimonios de navegantes con hijas de tenderos, y los seis o siete de tenderos con hijas de marinos, escándalo y ejemplo unos y otros, muestras de cómo los enamoramientos y otros caprichos de ese jaez constituían aún, como habían constituido hasta entonces, el mayor peligro para la estabilidad social y la prueba fehaciente de que todo estamento cría en su seno, como quien cría cuervos, a sus propios enemigos; y conviene tener en cuenta, además, que en todos estos casos fue la mujer la que arrastró al varón hasta su clase, hacia arriba o hacia abajo, y no al contrario, como parecería lógico en una sociedad informada por los valores viriles, ni más ni menos que la tan escrupulosa de los toros, donde también son las vaquillas las que transmiten la casta: el comodoro De Risi contó entre sus antepasados a un tratante en paños florentino; Ascanio Aldobrandini descendía, en cambio, por su tatarabuelo, de un capitán de navio, lo cual acaso le sirviera de consuelo en sus noches insomnes de abogado sin esperanza. Cuando Flaviarosa della Croce invitaba a Nicolás el hermoso a almorzar en el impresionante comedor del viejo zorro (se decía), importador de efectos navales, lo hacía, ante todo, porque el mancebo le gustaba; después, porque era hijo de un comandante de pedigree impecable; pero nunca se le hubiera ocurrido casarse con él, segura como estaba de que los hijos del matrimonio jamás serían admitidos como aspirantes a pilotos. A esta altura de mi explicación, me interrumpiste, Ariadna, para advertirme de que tanto la historia de Flaviarosa como la de Ascanio quedaban incompletas, como quien dice al aire, y no era fácil explicarse, añadiste, el porqué tanto el uno como el otro habían intervenido en la conspiración casi como si fueran sus propietarios: el uno bien a la vista: la otra, sospechada. Los historiadores, te respondí, presentáis ex-abrupto a los personajes históricos, de modo que tu pregunta, antes que de historiadora, es de lectora de novelas, es de aficionada a Stendhal, quien, indudablemente, hubiera dedicado un volumen de unas seiscientas páginas, con toda seguridad apasionantes, a la exploración del alma de Nicolás, de Ascanio, del viejo zorro y, por supuesto, de Flaviarosa. ¡Oh, qué deliciosa mujer nos habría pintado, quién lo duda! Pero las circunstancias no son las mismas: Stendhal inventaba; yo te cuento lo que vi en las llamas del hogar. Stendhal no tenía prisa; yo, he de apurarme si quiero llegar a tiempo con el descubrimiento que espero (a tiempo para que puedas consolar a Claire de su fracaso); Stendhal, finalmente, inauguraba un modo de novelar que, por desgracia, ya no se lleva: si se llevase todavía, ¡con qué gusto entraríamos en las cámaras secretas y corredores del alma de Flaviarosa, donde con toda seguridad hallaríamos materia de entusiasmo y deleite! En todo caso, y descartados los métodos stendhalianos, de ponerme a escribir una novela, sería un poco más prolijo. Así, por ejemplo, te hubiera contado que a Flaviarosa se la educó, según decían las envidiosas (hijas, por supuesto, de mareantes) para querida de un rey, pues, de no ser así, no se explicaba nadie a qué venían tantos viajes a Viena y a París, tantos profesores de idiomas, tantas clases de historia y de política, y nada de rezar el rosario o de aprender el tejemaneje de un hogar; y cuando micer Della Croce declaraba que, a su muerte, su hija sería la reina de su imperio, la gente no tenía reparos en admitirlo, a condición, naturalmente, de que la acompañase un rey consorte, o al menos un marido morganático, que tomase en sus manos, franca o escondidamente, las riendas, y sobre sí las responsabilidades de aquella balumba de negocios que daba de comer a tanta gente; y todo el mundo esperaba que, finalmente, y conforme al orden cósmico y a lo remotamente estatuido, el mando de derecho acabase por recaer en el marido: de quien se esperó que fuese un extranjero ilustre, marqués acaso, o un marino de media edad y gran experiencia (hasta se llegó a pensar que el elegido sería nada menos que el capitán de fragata Cardona, que descendía de catalanes y no era estricto en sus prejuicios), de modo que la ciudad entera se sorprendió y sus estamentos se conmovieron de sorpresa tanto como de incomprensión, ante el anuncio de que Flaviarosa se casaba con Ascanio Aldobrandini: un abogadete guapo y de buena facha, aunque algo cojo, formado en Bolonia, familia originalmente napolitana, cuyo padre había suministrado maderas al astillero. La conmoción de los estamentos, o, más bien, sus razones, son fáciles de conjeturar: los unos veían con pena que se escapaba hacia manos de voluntad desconocida la fortuna de la signorina Della Croce, quien, además, era guapa, aunque un poco rebelde; los otros celebraban que la misma fortuna quedase en casa, quiere decirse, que no la fuera a disfrutar ningún miembro distinguido u oscuro de la clase envidiada o algún desconocido de importación. Por lo pronto, y a partir del anuncio de la boda, Ascanio pasó de ser un desdeñable abogadete a ingresar en la categoría de los juristas más prometedores; se sacó a luz la brillantez de sus estudios en Bolonia, donde le habían asegurado un gran porvenir, y se corrió, como en secreto, la especie de que el viejo zorro de Della Croce había decidido casarlo con su hija tras el descubrimiento, no ya de sus dotes de hombre de negocios, sino de las de político, a lo cual había que añadir su ostentada e indiscutida moralidad, su religiosidad patente y ejemplar. Los burgueses eran vaticanistas, y Ascanio mantenía relaciones epistolares con personas de gran lustre en la Curia. Se llegó a la convicción de que Ascanio podría ser, en el momento dado, la Persona Indicada para llevar a cabo la Esperanza, y como tal se empezó a considerarle, si bien se tuviera en cuenta la cojera verdaderamente imperceptible, pero al fin perceptible, que no parecía apropiada a la figura de un conductor, aunque no resultase tan incompatible con la palabra de un tribuno. Lo que la gente no llegó a saber a su debido tiempo (cuando lo sospechó, ya las cosas no tenían remedio) era que todas estas opiniones se elaboraban en el gabinete de Flaviarosa, que desde él se propalaban, y que el viejo raposo solía darles forma verbal definitiva. Por lo que a Flaviarosa respecta, las mujeres, las unas y las otras, deploraban, sin por eso dejarla de alabar, su inmensa capacidad de sacrificio, su acrisolado sentido del deber, sólo comparable al de una princesa de la sangre, siempre dispuesta al olvido de sus sentimientos particulares en beneficio de las necesidades o de las conveniencias dinásticas, cuando no las del mismo pueblo: con lo cual se enaltecía a Flaviarosa. Se pensaba en su delicado cuerpo como prenda palpitante de un pacto excepcional de compraventa (se elaboró, no sé si el símbolo o la metáfora, aunque quizás ambas cosas, del zorro entendiéndose con la serpiente, pero no hay duda de que se trata de un tropo exagerado), y la noche de su boda no hubo fantasía femenina, incluidas las enclaustradas, que no imaginase, con más o menos acierto, lo que podía suceder o lo que estaba sucediendo en la alcoba nupcial, y no deja de ser curioso el que la clasificación de tales imaginaciones coincida en estructura con la organización estamental, en el sentido de que las mujeres casadas de la clase burguesa supusieron que a partir de aquellas horas sería el destino de Flaviarosa, la hermosa, la riquísima, remediar la concupiscencia de Ascanio, al modo como remediaban ellas a sus maridos en sus incontenidos, monótonos y aburridos ardores, pero orgullosas de ser como eran y no unas despepitadas al modo de algunas esposas de mareantes, cuyas prácticas matrimoniales incluían ciertas variaciones del partenaire en el deleite: tan peligrosas, eso sí, según los confesores y según las opiniones recibidas, no sólo para la estabilidad moral de las mujeres, sino para la corrección frontal de los maridos, sobre todo de los que se ausentaban en largos, interminables viajes de negocios, en unos casos; navegaciones en los más frecuentes; ausencias y soledades que remediaban algunas (¡ay, pecadoras!, ¡ay, condenadas!) con precavida, aunque sospechada, sustitución de personas: pues éstas pensaron aquella noche con alegría en el destino que esperaba al cuerpo de Flaviarosa, entregado a la administración de Ascanio, torpe por inexperto, y temeroso más que nadie del diablo encerrado en la carne de las hembras (no sabía si un diablo en cada cuerpo, o uno repartido y repetido en todos ellos, pero, en cualquier caso, también en el de su mujer). Todo hubiera sido muy distinto de haber sido el marido de Flaviarosa Nicolás el hermoso; pero, pensándolo bien, el apuesto poeta, de tez oscura y ojos como zafiros rutilantes (que es una verdadera rareza, registrada sin embargo en alguna ocasión), no parecía ser, no era admisible que fuese, la persona pintiparada para el regimiento y conducción del Imperio Della Croce, aunque probablemente sí para despertar al amor la sangre tumultuosa, sospechosa de impaciencia e insaciabilidad, de la futura reina. La cual, por cierto, al día siguiente de la boda, no pareció feliz ni desdichada, sino tranquila, como si nada hubiera sucedido, y hubo quien dijo que, en efecto, no sucediera nada, y que el piadoso Ascanio, al modo de Tobías, había retrasado en una semanita la satisfacción de su concupiscencia, sin otro motivo visible o sospechable que el de dominar, que el de ahuyentar y confinar al desierto de Libia el demonio de la lujuria, ese que se instala cautelosamente en los corazones humanos, les hace apetecer incontables orgasmos y acompaña a sus víctimas, por el camino del placer, a los mismos infiernos. La novedad la constituyó, sin embargo, la presencia, en el despacho, de Flaviarosa, con escritorio propio, y diálogo de tú a tú. Si había que consultar al viejo astuto, era ella y no él quien entraba sin llamar. Y como se le confió a Ascanio el negociado de relaciones con Inglaterra, y como no sabía inglés, a cada paso el marido tenía que recurrir a la esposa en achaques de traducción. Ascanio se propuso aprender el inglés, pero no le quedaba tiempo, ni había nadie a mano que pudiera concordar horarios tan divergentes de cualquier normalidad.

Me preguntaste también, Ariadna, si no sería posible averiguar más detalles acerca de la intimidad matrimonial de Flaviarosa, si se piensa sobre todo que el adulterio fue una de sus etapas, y si no sería conveniente precisar ciertos aspectos relativos a los trámites de la coyunda, al porqué de aquella elección, y al de su consentimiento, y si bien es cierto que en los secretos de alcoba no me entretuve en hurgar, al menos en toda su extensión monótona, sobre todo por considerar explicación suficiente la que Flaviarosa dio a Nicolás el hermoso cuando se lo llevó a la cama, lo es también que acerca del otro proceso estoy mejor informado, y puedo decirte en síntesis que una de las muchas cosas sembradas por el viejo Della Croce en el alma de su hija fue su propia ambición, su deseo de tener un día bajo su mando el mundo entero de La Gorgona; lo había aplazado año tras año por razones de oportunidad y ahora la Revolución Francesa y la ideología liberal de los mareantes lo ponían al alcance de su mano, y no porque el padre o la hija se estremeciesen de pavor, como Ascanio, a la mención de la libertad, de la igualdad o de la fraternidad, entidades que les habían traído siempre sin cuidado, propagadas y defendidas por quien fuese, sino sólo porque creían llegada la coyuntura; al comprender uno y otra que Ascanio era un instrumento adecuado, uno y otra lo admitieron sin más dubitaciones: las cuestiones de la felicidad conyugal, de la satisfacción corporal y demás menudencias privadas no les preocupaban: en todo caso, había más hombres. Un día, y como ocurrencia inesperada, le preguntó Della Croce a Flaviarosa: «¿Y cómo van las cosas con tu marido? ¿No vais a tener un hijo?». «Sólo por esa esperanza sigo durmiendo con él. Por lo demás, no hay quien lo aguante.» A partir de aquel día, el viejo Della Croce comprendió la insistencia con que la luna ostentaba en el horizonte de la noche su cornamenta de plata, aunque el calendario anunciase luna nueva. Y no deja de ser posible que semejante pensamiento se lo hubiera transmitido su hija, o que lo hubiera colegido de una sonrisa o de un mohín. Aquella misma noche, o crepúsculo más bien, en que Flaviarosa llevó al lecho a un Nicolás bastante remolón, cuando ya se habían fatigado de la novedad, llegó la hora de las confidencias, y ella le contó cómo, al poco tiempo de casada, y convencida ya de que Ascanio no pondría jamás en práctica los trámites que la llevasen al menos a los umbrales del placer, a esa zona indecisa y anhelante que vale a veces tanto como el placer mismo, empezó a inventar bromas con las que perturbar el orgasmo de Ascanio, o de retrasárselo cuando parecía inminente, y, así, daba un grito de horror diciendo que debajo de la cama había un hombre armado con un puñal, o dejaba apercibidos unos cuantos objetos en montón, que caían al mero tirón de una guita que Flaviarosa manejaba, en el momento oportuno, y otras jugadas de este orden que ponían un poco de sorpresa y aventura en la prestación del débito, ya que no satisfacción; de manera que Ascanio, que la visitaba ordenadamente una noche sí y dos no, se acostaba temblando de la diablura que se le hubiera ocurrido a su traviesa, irresponsable esposa, quien cierta vez le dijo, riendo, pero en serio: «Cuando me canse de ponerte los cuernos con mi mano, me buscaré un hombre guapo». Y, al contarle esto, volvió a besar a Nicolás.

«Pues me parece -dijiste, Ariadna-, que si bien es cierto que ya tenemos los datos necesarios para entender la historia, lo es también que la has contado con tal frivolidad de las palabras que da la impresión de haber sido farsa lo que sin duda fue tragedia.» «Es que yo -te respondí-, carezco de sensibilidad para lo trágico, y la verdad, en este caso presente, no lo veo asomar por ninguna rendija. La tragedia, según lo que yo entiendo y se me alcanza, es algo que va dentro, a modo de destino, contra la voluntad y a pesar de ella, aunque en algunos aspectos también requiera de ciertas condiciones exteriores. Entiendo sin embargo que en este caso las circunstancias importan más o menos lo mismo que mi sensibilidad incompleta, es decir, apenas nada, y que todo viene de la interioridad. Sería conveniente que recordases a lady Macbeth asesinando al sueño o temblando ante los espectros de sus muertos, para alcanzar por contraste lo que quiero darte a entender: porque Ascanio, no por amor que le tuviera a Flaviarosa, sino por algún escrúpulo de su conciencia, que fue tal vez enrevesada, o acaso únicamente como respuesta a alguna insinuación del confesor y al consejo siguiente, le endilgó a Flaviarosa, después de haber desahogado en aquel cuerpo divino todo lo que el suyo propio reclamaba, y sin que ella se hubiera divertido con las acostumbradas interrupciones, un sermón bastante extraordinario en cuanto pieza oratoria, verdadero modelo de encadenados razonamientos sofísticos, con el que intentaba convencerla de que hiciera penitencia y, sobre todo, de que disciplinase su mente y su voluntad a fin de eliminar las imágenes en que se engendran los deseos satánicos. Cuáles eran sus verdaderas intenciones, cuáles sus motivos, puedo sólo colegirlo, nunca saberlo a ciencia cierta, porque yo alcanzo a escuchar, y escuché, las palabras de Ascanio, pero no me fue dado escrutar en su interior; aunque por su personalidad, y por lo que llevo hasta ahora oído de su boca y aprendido de sus actos, sean lícitas algunas conjeturas: lícitas por coherentes con esa personalidad; y son éstas: Ascanio estaba persuadido de que aquellos deseos de su mujer, que su confesor estimaba peligrosos, pero no pecaminosos, llegaban a ponerla en riesgo de condenación casi segura, como él sabía a ciencia cierta, ya que la oía, ya que tenía que escucharla; y a una mujer así, con esa clase de deseos, únicamente alguna clase de prisión con añadidura de cadenas para brazos y manos, la remediaría, aunque sólo en cierto modo y, sobre todo, hasta cierto punto, ya que la imaginación y el pensamiento, ni se encierran ni se encadenan. Ahora bien, él no estaba en situación de proteger de ese modo, por esos procedimientos tradicionales y extremos, la virtud desfalleciente de su esposa, entre otras razones por imposibilidad material (ella mandaba más; ella podía, si se le antojaba, ponerle en prisión a él), y aunque fuera previsible un cambio, no lo era a plazo próximo, sino indeterminado, y por eso decidió usar de la oratoria, pues si bien no ignoraba que Flaviarosa no le haría el menor caso, era indudable que, llegada la ocasión de comparecer ante el Divino Tribunal, siempre podría responder al requerimiento del Altísimo: "Yo, Señor, hice por ella cuanto pude; pero Satán ya la tenía ganada para sí, ese Satán que sabe apoderarse, y mis fuerzas no fueron suficientes para rescatarla". De ahí, pues, el sermón, que Flaviarosa escuchó como había escuchado ciertas lecciones de derecho romano: la inteligencia alerta, la sensibilidad dormida. Y, cuando Ascanio hubo terminado, le respondió de este modo, ¡bien oirás lo que dijo! y por si te interesa, puedo añadirte que estaban en la alcoba de Flaviarosa, la misma que había usado de soltera, tapizada de seda verde en la que esbeltos emperadores persas perseguían con lanzas a tigres enfurecidos; y que el salón contiguo tenía abiertos ventanas y balcones, abiertos a la noche cálida de julio: oscura y transida de mandolinas, porque aún no había triunfado la revolución y los muchachos daban serenatas a tus amadas: "Mira, marido: ese cielo al que tan caritativamente intentas enviarme, está vacío, y no hay en él quien determine lo que es bueno y lo que es malo, de manera que tan indiferente es que yo me vaya a Roma y me acueste con el Santo Padre, como que te introduzca delicadamente un estilete en las telas del corazón: una y otra cosa, el amor y la muerte, son lo mismo que la lluvia, y así todo lo demás. Lo bueno es lo que me place; lo malo, lo que me disgusta. Cuando marido y mujer están de acuerdo en lo que les disgusta y en lo que les complace, es una felicidad. Cuando sucede lo que a nosotros, cada uno irá por su lado: tú, con tu miedo al Infierno; yo, con mi deseo de pasarlo lo mejor posible y hacer lo que me da la gana. De modo que no pierdas el tiempo en palabras". Ascanio, entonces, le preguntó si, al menos, le sería materialmente fiel, aunque fuese a la manera como lo había sido hasta el momento, sin participación de tercero. Ella le respondió, bostezando, con unos versos antiguos en que se formulaba la incertidumbre del futuro, y añadió que, como ya él había hecho lo que había venido a hacer, que la dejase sola cuanto antes, porque tenía sueño. A partir de aquella noche, Ascanio meditó con frecuencia obsesiva, y consultó con el confesor, sobre la conveniencia y oportunidad de un jicarazo, cuestión que en su vertiente jurídica resolvió pronto con la ayuda de su saber, pero que en la moral el confesor no pudo resolverle tan aína, por cuanto no estaba claro si el marido podía o no matar discretamente a su esposa, no por adulterio consumado, que no era el caso, sino por su mero presentimiento: de modo que se hizo indispensable el envío de un propio a Roma, con la consulta en latín aprendida de memoria: quien la depuso ante un tribunal imponente de moralistas, los cuales pidieron plazo para dictaminar, puesto que los dominicos se inclinaban hacia el "No, aunque acaso…", mientras que los jesuítas habían optado por el "No ha lugar, si bien…", y en dilucidar o en poner de acuerdo el "si bien" con el "aunque acaso", se calculaban unos cinco años de discusiones, durante los cuales se conminaba al consultante a que se abstuviera de cualquier intervención en el curso de la vida de la esposa, salvo, naturalmente, si durante ese plazo adquiriese la certeza de un adulterio consumado con varón operante, lo cual cambiaría las cosas, aunque no aclarasen en qué sentido. Pero la semilla de aquella solución quedó sembrada.

En estas condiciones, querida Ariadna, ¿dónde está la tragedia? Lady Macbeth mató por ambición, pero no había tomado las precauciones indispensables para evitar el remordimiento, el cual, surgiendo de su escondrijo como un asesino a sueldo, la llevó a ver visiones y, finalmente, a la muerte. Flaviarosa no cree en el bien ni en el mal, de modo que no parece verosímil que, si mata alguna vez a su marido, se suicide luego, perseguida por un fantasma ensangrentado, entre otras razones porque la tienen imbuida en la idea de que ciertos venenos no deforman el cuerpo hasta extremos repugnantes y melodramáticos. En cuanto a Ascanio, como hombre de leyes que es, le basta con un código como justificación, aunque lo haya inventado él, y, así, piensa ahora que el adulterio de Flaviarosa, si llega a acontecer (él ignora, por supuesto, que su mujer ha dormido con Nicolás el hermoso), toda vez que es ya el que manda, aunque todavía no lo suficiente, se puede considerar como delito contra la seguridad del Estado y castigarlo con el máximo rigor. La ley propuesta por el general Della Porta, y promulgada ya por los cuerpos legiferantes, aplica a la infidelidad matrimonial la pena de la horca, como se lleva dicho con harta reiteración; llegado el caso, Flaviarosa, dada su condición ilustre, sería ejecutada en secreto, de acuerdo con la más seria casuística: el jicarazo de que hablé antes. Todo lo cual, puesto en solfa poética, no pasa del más conocido y socorrido de los dramas; este de que se trata, lo hubiera reducido Calderón a largos razonamientos, y el razonamiento, como tú sabes, rebaja la calidad de la poesía.

Parecías en cierto modo transida y soñolienta, pero yo sé que escuchabas alerta y que ordenabas en figuras y en hechos encadenados cuanto yo te iba diciendo. La pregunta siguiente versó acerca del papel que había cabido a Flaviarosa en el proceso político. Te respondí que, ante todo, el de la fuente y el viento, si bien el viejo Della Croce hubiera actuado de creador de los vientos y las fuentes. La revolución salió de la tertulia que Flaviarosa congregaba en su salón, al modo de las damas francesas, sugerida por ella, empujada por ella, pero entregada, porque así lo creyeron conveniente el Viejo y la Niña, a la ejecución inmediata por Ascanio, tan cuidadoso con los detalles, tan buen contable y, sobre todo, de tan excelente reputación entre los presuntos secuaces. No me atrevería a asegurar que la presencia de Flaviarosa haya introducido en el proceso revolucionario un mínimo temblor erótico: nadie fue a la revolución por su amor ni cosa parecida. Pero sí puedo informarte (acaso lo haya hecho ya) de que en las reuniones secretas, en las algaradas callejeras, en las juntas y comités, una figura grácil de muchacho con sombrero de copa ponía en el conjunto un tanto pesadote, un tanto serio, la esbeltez de su presencia, la alegría de sus labios sonrientes. Flaviarosa comparecía así, con tal disfraz y un guiño, en todos los lugares y ocasiones en que actuaba su marido, y no por razones precisamente decorativas, menos aún por amor a la aventura, sino tan sólo por precaución y desconfianza. El hacerlo en tal hábito obedecía en cierto modo a una vertiente folletinesca, pero también juguetona, de su fantasía.


3. – De manera que estábamos ya hablando de Ascanio y Flaviarosa como de personajes reales, protagonistas más o menos importantes de sucesos que no llegaron a conmover al mundo ni a interesar con exceso a los profesionales. ¡No sabes todavía cuan escasa, cuan insignificante es la bibliografía acerca de La Gorgona y de su revolución! Si no hubiera vivido allí durante algunos meses, tal vez un año, sir Ronald Sidney, nadie habría vuelto a hablar de ella con más extensión que la que se concede a otras islas menores del mismo mar, aunque en distintas derrotas. Pero he aquí que nosotros, inopinadamente, andamos dándole vueltas a la Isla y a sus personajes, y que tú, también sin esperarlo, o, al menos, sin esperarlo tan pronto, me dijiste que te sentías más dispuesta que unas horas antes a acompañarme en la contemplación del fuego, en el caso, aún incierto para ti, de que las llamas nos devolviesen unas imágenes convincentes. Fue en ese mismo momento cuando yo pegué un salto, me acerqué a ti, y te pedí un acomodo a propósito, o más adecuado, al periplo que acaso se iba a iniciar, y tú te limitaste a sonreír (asintiendo), a recoger las piernas, y a sentarte encima de ellas, bien marcados los muslos, y contra mí el fino juego de tus rodillas; de manera que yo, en el suelo, pudiera reposar en ellas mi cabeza, aunque naturalmente por la parte de la nuca o el colodrillo. Y así situados, el fogaril enfrente, te invité a contemplarlo con el ánimo libre de prejuicios, los ojos bien abiertos y los oídos atentos a mi palabra: pues yo no sé todavía si es ella la que saca las imágenes del fuego, o el fuego el que me hace hablar: en todo caso, y como habrás advertido, entre las llamas y mis palabras existe una relación de naturaleza más bien desconocida que me hace recordar, y pensar en consecuencia, que estamos llevando a cabo con relativa tranquilidad, o al menos sin temor ni temblor, un acto religioso que en otros tiempos requería la presencia de los druidas y de las hoces de oro, la reconditez de una caverna o por lo menos la proximidad del cielo, y al que sólo podían asistir los iniciados o las estirpes reales, si no querían morir. Algunos detalles de los presentes (nuestros libros, por ejemplo, por allí desperdigados) hubieran trivializado el acto, de no esforzarme yo en redimirlo de la vulgaridad por la poesía.

Reconozco que sin embargo mis palabras vibraron y que mi cabeza registró el estremecimiento de tus rodillas criando se abrió la hoguera como un telón viviente y pudiste contemplar la calima lechosa de los amaneceres, y que aquello movedizo que quedaba a tus pies era la mar, tu propia mar, la mar en que naciste, aunque no de una concha, y no por falta de méritos. ¡Míralo, Ariadna, gris en la madrugada, con reflejos de nácar malvarrosa: mira ese barquito que navega, todo el trapo cargado para sacar provecho de la brisa temprana! ¿No conoces aún esa estampa marinera? Mientras el aire se aclara, vayamos a curiosear en la cubierta, donde se adormecen los marineros de guardia, donde también dormita, arrimado a un calabrote, un petimetre que aspira -¿ves qué casualidad?- a eliminar el drama de la vida de Agnesse con su oferta de amor eterno, y con el fin de probarle la realidad de sus sentimientos y su inmensa capacidad de sacrificio, monta la guardia a la puerta del camarote, que es esa que está delante, bien cerrada por cierto, de acuerdo con el consejo del capitán Triantafilu, que no sabemos por qué se ha convertido en protector de Agnesse, y no sólo vigila o manda vigilar los apasionamientos del petimetre, sino que ha llegado a decirle a la viajera, en un momento confidencial de incertidumbre: «Si alguna vez, signorina, comprende que le conviene salir de la Isla sin que nadie lo sepa, no dude en acudir al capitán Triantafilu, que tiene medios para sacarla». Y a esto añadió el nombre de alguien de su confianza a quien se podía recurrir en caso extremo: vecino del barrio de los griegos, griego también, como él. Pero este asunto del petimetre no debe distraernos: no pasa de episodio al que le quedan escasas horas de duración, porque una vez desembarcada Agnesse, ya no la volverá a ver; y tampoco es cosa de lamentarlo, pues por la cara, aún dormido, el petimetre parece un poco estúpido. Y como al barco todavía le esperan unas millas de navegación, será mejor que presencies lo que empieza a suceder en La Gorgona, que más tarde veremos de lejos, pero a la que ahora nos acercamos rápidamente y sin tiempo para demoras de turista. Ahí están las calles, los palacios antiguos de aleros grandes y reja en las ventanas, las casas más modestas, las casuchas: todas blancas o pardas,', de piedra o cal. En sus paredes, nunca se sabe en cuál, una mano ignorada escribe cada noche:


ASCANIO, ASESINO


y cada madrugada, esos hombres que ves, de dos en dos, con brocha y cubo, escrutan los rincones, borran o cubren la inscripción cuando la encuentran. Si hubiéramos llegado antes, durante las tinieblas o el luar, habrías visto parejas de polizontes, uno linterna, otro pistola, a la busca del que se atreve, nocturno, acaso fantasmal, a insultar de esa manera al todopoderoso Ascanio, al ministro universal y absoluto del general Della Porta, el «solitario grandioso» (la «carroña escondida» según otros). Esos treinta o cuarenta policías que recorren las calles, alguna vez detienen a un ciudadano rezagado en el amanecer, que intenta disimularse y escurrirse en las sombras; lo conducen a la jefatura y acaban por sacarle la confesión de que es él el autor de los insultos; tras de lo cual se le juzga y se le condena a la horca por delito grave contra el Estado. Te conviene tener en cuenta, sin embargo, que antes de la policía de linterna y pistola ha salido a la calle la de silencio y garrote: aquélla obedece a Ascanio; ésta, a Flaviarosa. No falta quien opine que los del garrote son los autores de las pinturas, pero habrá que preguntarse entonces por qué a Flaviarosa le interesa insultar a su marido, sobre todo sabiendo que el insulto queda borrado mucho antes de que puedan leerlo los ciudadanos. Lo único seguro a este respecto, es que, como no son portadores de brocha y cubo, sino tan sólo de garrote y silencio, los policías de Flaviarosa se limitan a leer la inscripción y pasar adelante.

EÍ barco ha navegado un par de millas más, pero aún le falta cosa de una hora para arribar a la Isla. Tenemos tiempo de contemplar nuevamente las calles, a estas horas tempranas de repente concurridas. Porque hoy es viernes, ¿sabes?, y ese día, con el amanecer, sale de la Catedral la procesión de los disciplinantes, recorre la avenida del Temple, hasta la Señoría, y se recoge en la capilla del Nazareno, que cae por allí. Ese chirrido lento es el de la gran puerta catedralicia, bronce sobredorado, relieves de universal renombre. Abierta ya, los penitentes, doble fila de cirios temblorosos, se alargan desde la entrada hasta el altar mayor. Ahora podemos verlos con capirote y túnica, aquél de blanco, ésta morada. Se oyen, en el carrillón, las seis. Sale el portador con la cruz, negra con velos, y, tras él, los penitentes, a un lado y otro, silenciosos y secretos. Conforme atraviesan el pórtico, van alzándose las túnicas y dejando las espaldas al aire: ¡espaldas espantables, verdugones y cardenales como en las de un marinero inglés visitadas del gato! Cosa curiosa, ¡cosa importante!, todos cojean del mismo pie, del izquierdo: no demasiado, una cojera suave, casi elegante, y a compás, ya que, cuando suena el tambor, les marca el ritmo de la cojera, de modo que el conjunto se inclina al mismo lado, como en un baile, que lo parecería si no fuera por los sayones, que ahora salen y que atizan a las espaldas desnudas zurriagazos potentes: ¡zas! Salta la sangre, se entumece la piel, quedan las túrdigas adheridas al látigo: los penitentes, no obstante, mantienen impertérritos el ritmo sin quejarse, rataplán-plán-plán, el pie firme, el pie cojo, una inclinación del hombro, del capirote, de la llama del cirio. ¿Y sabes por qué, Ariadna, este baile de sangre y madrugada? Para que los cuerpos de los casados templen con los azotes penitenciales su carnal calentura, y piensen más en Dios y en los negocios. Y esa cojera unánime, ¿sabes por qué? Pues para que no se reconozca a Ascanio Aldobrandini, mezclado a los penitentes. Hay sin embargo quien dice que es uno de los sayones, el que pega más fuerte, el que se ensaña en las espaldas de los más jóvenes, de los que se sospecha que no sólo gozan en la cama, sino que hacen gozar también a sus mujeres (por la sonrisa que ellas traen, por la alegría). Quienes saben que no duerme con Flaviarosa (pocos, muy pocos) piensan, pero lo callan, que el ministro concurre a la procesión de tapadillo para que crea la gente que no ha pasado nada, y que sigue ofreciendo sacrificios (dos por semana) en el altar palpitante de su mujer. Pero esto, Ariadna, pueden ser calumnias. La gente siempre es desagradecida con sus gobernantes. En cualquier caso, ese cojo de buena talla es el que da más fuerte, con más ganas, como si se vengara, como si hiciera justicia. No intentes averiguar quién es, la historia no lo sabe, nosotros no tenemos derecho a investigarlo. Que te baste la contemplación del espectáculo: para que después digan los pobres que no sufren los ricos (aunque también se murmure que hay quien paga para que le sustituyan, para que reciba los golpes. A Ascanio le gustaría saberlo, sí…). Y ahí van, a toque de tambor, el pie firme, el pie cojo, el zurriago en el aire, el ¡ay! reprimido, ¿Qué habrás hecho esta noche con tu carne pecadora? ¡Zas a la diestra, zas a la siniestra! ¡Encógete, cabrón, y sufre! La luz de la mañana, cada vez más crecida, resume en figuras concretas lo que hasta ahora hubiera podido parecer un sueño de fantasmas: cuarenta, cincuenta capirotes como de niebla clara a cada lado de la calle, otras tantas candelas, otros tantos dolores. A la gente ya no la despierta el rataplán.

Sin embargo, Ariadna, como he visto que torcías el morro ante las espaldas zurradas, te quiero compensar del espectáculo. Volvamos al Artemisa, ya cercano a la Isla. Sería de tu gusto, ya lo sé, que penetrásemos en el camarote de Agnesse a contemplarla mientras duerme, o que asistiésemos acaso a su intranquilo despertar, cómo abre los ojos claros, cómo se despereza, cómo salta de la litera al suelo y cómo queda desnuda para vestirse de calle; pero, puedes creerme, ninguno de estos actos menores, si bien cargados de sentido personal y biográfico (nada es más auténtico y vital que lo rutinario, que lo cotidiano, con perdón), ha llegado a imantarse de emoción histórica, ha llegado a cambiar el curso de los acontecimientos. Personalmente no me molesta en absoluto asistir al despliegue ordenado de sus diarias abluciones, aun de las más íntimas, que, por supuesto, a ti te traen sin cuidado. Comprendo que si el trance fuese de novela, tendríamos que demorar la mirada y la palabra, y perseguir la ruta de sus manos a fin de transmitir una sensación erótica; pero como esto es una historia verdadera, me basta, como señal de alarma, la de los pies desnudos cuando aparecen, pichones blancos en vuelo, entre encajes de sábana, y así quedan al borde de la cama, cargados de promesas, sólo un momento. Dejémosla, pues, con sus palanganas, pero preocupada, inquieta, un poco torpe, y volvamos al exterior. Como nunca has viajado a bordo de un velero, presiento que te gustaría acomodarte en lo más empinado de esta proa, ahí de donde arranca el bauprés, y recibir la brisa en la cara, esa misma que sacude los foques y les saca ruidos como latigazos. Te suplico que abandones la experiencia y que te fijes en esa señorita asomada a la baranda del puente, allá arriba, ésa cuya capa oscura también menea la brisa. Su nombre es el de Demónica de Risi, y te aseguro que no es cómodo de pronunciar en La Gorgona: o hacen como que no te oyen, o te dicen: «¡Cállese!», o no te dicen nada y van y te denuncian. Este de Demónica es más bien un viaje de regreso. Nadie cuenta con ella; nosotros mismos no esperábamos columbrarla ahí donde está, el capitán junto a ella, seco, pero devoto. ¿No te hace gracia el nombre? No creo que guarde con los demonios la menor relación, tal vez no sea más que una «Doménica» corrupta. A ella, en todo caso, no se la tiene por diabólica, salvo quizá la opinión del general, que no se sabe.

Y ahora ya puedes mirar hacia la lejanía del horizonte, por donde el sol va a salir. Si se apresura, habremos perdido el espectáculo del que nos tiene Homero informados hace unos tres mil años más bien escasos. Pero parece que no, porque los pasajeros van saliendo, seguramente advertidos, y buscan un lugar en las amuras, o en otro sitio de babor en que puedan instalarse y desde el que puedan mirar. Fíjate que el capitán se ha acercado a Demónica. Señala un punto que todavía no vemos, que no es más que una mota en que el horizonte se interrumpe. Le he llamado en otro lugar de este cuaderno peñasco resplandeciente: todavía no reluce, pero poco a poco se va configurando. A la gente que por primera vez se aproxima a la Isla, se le suele citar aquel pasaje de la Odisea en que se cuenta cómo los marineros de Ulises, también de madrugada, la descubrieron, y cómo al acercarse a ella estuvieron a punto de morir espantados: ¿no te lo dije todavía? ¡Pues mira ya, y escucha a los demás, sobre todo a las mujeres! Algunas chillan: no creo que lo haga Demónica, ni tampoco lo harás tú: la Isla, efectivamente, parece desde aquí la espeluznante cabeza de La Gorgona, rostro de horror, cabello de culebras, y ahora que apunta el sol parece que se mueve y que un cuerpo más horroroso aún va a surgir de las aguas. La visión permanece unos minutos, los que el barco demora en acercarse un poco más, en alterar el rumbo: el rostro del espanto desaparece, y se pueden columbrar rocas peladas en la costa, las colinas desnudas, una isla por fin. Los marineros de Ulises, perdido el miedo, osaron desembarcar en lo que hoy es el puerto: hallaron esa fuente inagotable que también atrajo a Napoleón, como quizá veamos.

El barco no tiene prisa. Nosotros, sí. Quiero que asistas al despertar de la ciudad, varios momentos de su vida matutina. Advierte que está construida en un cerro, y parte de sus calles son pendientes: bajan por ellas, los puedes ver, los trabajadores del astillero, los que están construyendo para Inglaterra esos cinco navíos que ves en las gradas. A esa gente que a tal hora entra todos los días en la ciudad y desciende con ruido de suelas claveteadas, se le llama la Maestranza, y son excelentes operarios, carpinteros de ribera, herreros, fundidores, lefres, como que tienen fama de que sus manos construyen los mejores buques de línea del mundo: por eso los encarga Inglaterra y los envidia Francia, que no puede pagarlos.

Ese estampido que acaba de retumbar en el espacio y que te ha sorprendido es el cañonazo que anuncia la salida del sol. Le acompañan las trompetas que oyes, que duran y que llenan el ámbito mientras izan en aquel mástil la bandera. Pero no es esa ceremonia la que debe atraerte, repetida con ligeras variaciones en todos los países, sino lo que sucede en la terraza del castillo, fíjate bien, justo delante de esa torre almenada cuya piedra rojea con las primeras luces: ¿no ves la silueta de un hombre que se adelanta hasta el mismo parapeto, que contempla la mar y que empieza después a retirarse lentamente? Durante el tiempo de su quietud, los rayos del sol han enviado su sombra a las olas del mar, la han alargado hasta casi tocar el infinito. Los ciudadanos de Gorgona lo saben, pero no suelen verlo. Pero si ahora apresuramos el tiempo y hacemos que transcurran las horas de la jornada (después volveremos atrás); si esperamos a que el sol se sitúe al otro lado, hacia poniente, y el cielo se ponga cárdeno, el cañonazo se repite: suena otra vez la trompetería, aunque con música distinta, ésta lenta y solemne, puesto que tocan a oración; el general Della Porta vuelve a salir a la terraza y escucha desde allí, inmóvil, la tocata, como lo puedes ver, siempre la misma figura: sombrero oscuro, la redingote gris, una mano en el pecho, otra a la espalda. Pero advierte que ahora su silueta cae sobre la ciudad, la atraviesa como un cuchillo de sombra, la domina, y el ciudadano de La Gorgona que descubre allá arriba ese contorno escueto y rígido, se siente al mismo tiempo sojuzgado y protegido: el general Della Porta es el verdadero padre de los que le obedecen; entre su aparición matutina, y ésta, más solemne, de la tarde, dicta su ley, que Ascanio Aldobrandini recoge, interpreta y hace cumplir. Por medio de esta ceremonia, el general mantiene con sus subditos una relación visible. La ocurrencia fue de Ascanio -¿la recuerdas? Creo habértela contado-, que descubrió el efecto, entre mayestático y siniestro, de la primera aparición del general, el día del triunfo. ¿En qué país se puede contemplar dos veces al día al Jefe del Estado? Cuando corren los bulos de su muerte, de puro podre ya, se espera a la caída de la tarde para saber si todavía comparece, o si en las altas terrazas queda una sombra vacante. Ascanio Aldobrandini sale entonces al balcón de la Señoría, y con un catalejo escruta la azotea del castillo: hay quien dice que sólo en tales ocasiones puede ver al general, pero lo cierto es que todas las tardes, en el mismo balcón, agradece a Dios que el Podestá continúe viviendo: porque se inclina, se santigua después y reza. Se comunican de viva voz -se susurra, se cuenta- por un extraño agujero, Della Porta en un extremo, el ministro en el otro: así llegan las órdenes de muerte, a veces acompañadas del hedor del leproso, cuando hay que matar. «Yo no soy nadie -dicen que dijo Ascanio a la viuda De Risi-; él es el vencedor, él es quien manda, y él ha ordenado que muera tu marido. ¡Cuánto lo siento, Margherita!»

Ahora ya podemos volver a la mañana: quiero que veas al ciudadano Cavicciuli, que sale de su casa dándole vueltas a la caña de Ceilán con puño de plata: pertenece a la policía de Ascanio y tiene la misión de escuchar lo que se dice en los mercados y redactar un informe que su jefe recibe y traslada todas las tardes al ministro. Pero ese que le sigue, el bastón, no de caña, sino de ébano, y de los que encierran una espada, es el ciudadano Altoviti, de la policía particular de Flaviarosa, cuya misión consiste en vigilar a Cavicciuli y redactar un informe de todo lo que hizo y de cuanto averiguó. Finalmente, ese tercer ciudadano, que no lleva bastón, responde al nombre de Benedetto Scali, pertenece a la policía del Estado, y cumple la misión de vigilar a los otros e informar cada noche al Jefe Superior de Policía, quien a su vez, despacha con Ascanio y oculta lo que le parece de cuanto va pasando. Lo más curioso es que Altoviti, Scali y Cavicciuli se encuentran, como ves, cada mañana, en la taberna de Annunzzia, la candiota; beben juntos el primer aguardiente, se ponen de acuerdo acerca de la tarea, y, al caer de la tarde, vuelven a reunirse y a concordar los respectivos papeles. A Altoviti lo paga también el cónsul de Inglaterra, que es a quien dice la verdad: Cavicciuli recibe subvención del obispado e instrucción casi directa del Vaticano: miente, pues a ese tenor; por lo que a Scali respecta, informa a la República Francesa y al Imperio Austríaco, según quién dé más.

Ahora el Artemisa, que ya enfila la ría, se dispone a cruzar entre las baterías de la bocana. A la vista del velamen, todavía tendido, en el puerto, allá en el fondo, empieza la animación, bulle la gente en los muelles, entran y salen en la dársena los botes de la faena. A lo mejor te interesa, Ariadna, este ajetreo, pero, a poco que distraigas la mirada, te mostraré esa casa que cierra por una parte la enorme avenida del Temple: ahora la van llamando «del general». A su cabo está el palacio de la Señoría, ese de los aleros grandes y los grandes balcones, y la casa de que te hablo hace ángulo con él, unos jardines por medio. De tal casa conviene que te fijes en el hermoso y celado mirador de la derecha, gótico florido nada menos, obra de algún arquitecto francés que pasó por la Isla: de frente, enfila todo lo largo de la avenida; desde el costado se abarca la extensión del puerto, y, más allá, hasta los mismos castillos que guardan la bocana: detrás de esos cristales emplomados en los que, vistos de cerca, el curioso descubre verdaderas mirillas, vigilan los catalejos y los ojos de las Tres Gracias, Talía, Aglae y Eufrosina, no se sabe si tías lejanas del general o de Ascanio Aldobrandini: en esto no está la gente de acuerdo, pero son desde luego tías de alguien. Los griegos del astillero les llaman, sin embargo, Parcas: Cloto, que corresponde a Talía; Láquesis, a Aglae, y Átropos a Eufrosina: evidentemente los nombres de los griegos no ascienden al barrio de los latinos, ni se mencionan en los comadreos, de modo que no importa olvidarlos. En este mismo momento, el catalejo de Eufrosina acaba de descubrir, en la cubierta del Artemisa y como dispuesta al desembarco, la figura entristecida aunque gallarda, de Demónica. Eufrosina les dice a sus hermanas: «¡La cara de esa mujer me recuerda a no sé quién, y no de ahora!». Eufrosina puede remejer horas y horas en sus recuerdos, porque almacena en ellos los nombres y los hechos de un par de miles de años. Los latinos dicen de ella, aunque en voz baja, que tal debe ser su edad, lustro más, lustro menos, y que de puro vieja que es le han salido en el coño dientes de perra, así como que tiene las tetas rellenas de tornillos. ¡Lo mala que es la gente! Eufrosina, de momento, no ha tenido que hurgar en el pasado más remoto, ése en que se le despiertan las carnes al escuchar la música de nombres como el de Lorenzo de Médicis, el de Can Grande della Scala, el de Septimio Severo, los más notorios de sus amantes infinitos, sino que le bastó el repasar de un corto número de años inmediatos. «¡Ya lo tengo! ¡Es la hija del comodoro De Risi! ¿Qué vendrá a buscar aquí esa revolucionaria?» Ninguna de sus hermanas le responde. A Talía la gente la llama siempre la Muerta: tiene la cara de porcelana, ojos de vidrio, el cuerpo de lienzo basto y estopa, y entre los dientes de su boca abierta cuelgan los hilos de una telaraña arcaica. A Aglae se la conoce por la Tonta, quizá porque no habla jamás por cuenta propia, ni aun los monosílabos del sí o el no, sino que se limita a repetir con voz cascada y un tiempo de retraso, como si lo pensara antes, lo que dice Eufrosina: «¡Ya lo tengo! ¡Es la hija del comodoro De Risi! ¿Qué vendrá a hacer aquí esa revolucionaria?». La lente del catalejo, que se detiene un instante en la persona de Agnesse, busca no obstante aquel rostro ovalado y moreno que se parece al de un hombre de mando que colgaron de una entena hace unos pocos años. Eufrosina abandona el catalejo y bate palmas. Al criado que acude, le ordena que prepare los palanquines laqueados. «¡Vamos, Aglae!» Cogen a Talía entre las dos a la silla de la reina, que quema, que quema, y se la llevan así hasta el zaguán, donde ya esperan los tres relucientes armatostes con sus porteadores. A la Muerta la meten en el del medio; Eufrosina va delante, la Tonta cierra la marcha. No hacen más que atravesar la calle: los soldados de guardia abren el portón del palacio por el que entran las personas de viso. «¡Vosotras, a no moverse de aquí!», manda la Vieja, y las abandona al pie de la escalera: es ella la que sube sola hasta el despacho de Ascanio, más madrugador que nadie, siempre inclinada la cabeza encima de un montón de papeles. «¿Sabes que acaba de llegar la hija de De Risi?», le grita desde la puerta, Eufrosina; y Ascanio queda bastante sorprendido, la mirada vacante unos momentos. «¿Cómo dices?» «Demónica, la hija de De Risi, aquella que enviamos a Francia con su madre y que se metió después en la revolución.» «¿Estás segura?» «¡No hay una cara que se me escape, lo sabes! Y puedo añadirte que ha llegado también, si no me equivoco, esa veneciana que traes para que te enseñe inglés. No puede ser otra: rojilla de cabello, demasiado alta.» Ascanio escribe algo en un papel. «Te lo agradezco, tía. ¿Qué sería del Estado sin ti?» «Sin nosotras, no vayas a olvidar a mis hermanas. Por cierto: esta noche pasada, la policía de tu mujer estuvo en un verdadero tris de sorprender con las manos en la masa a ese empleado tuyo que pinta en las paredes lo de "Ascanio, asesino". Ya puedes prevenirle y que se ande con ojo.» Los palanquines atraviesan otra vez la calle y penetran en el zaguán de donde acaban de salir: Las Tres Hermanas Funestas retornan a su habitual misión diurna: fisgar todo a lo largo de la avenida, todo a lo ancho del muelle. La gente de la ciudad, a ese balcón, le atribuye un rótulo que es una conminación; todos lo hubieran escrito en aquellas paredes, nadie se atreve: repetición del que existe en el arsenal, por la puerta de entrada de la dársena, encima de la escollera, y que ordena:


ATRACAR PARA SER RECONOCIDOS


4. – Quedamos en silencio: yo, cansado de hablar, fatigada la vista de aquel torbellino de imágenes. ¿Acaso de escucharme tú? Es posible que así fuera, pero no quiero creerlo, ni aun pensarlo. Te confieso que intento fascinarte, atraerte, mantenerte pendiente de mí, pero tú te resistes, como si lo que te digo pasase por un filtro que lo retiene todo, menos la mera historia: que aprisione lo que de mí otras veces te atraía y sujetaba, la voz, la fantasía. Sé también que tienes miedo de noches como ésta: asomaba la luna por encima del bosque y clareaban las aguas en el lago, pero tú escapas al hechizo, te esfuerzas en destruir, a fuerza de raciocinio, la carga erótica que como una masa eléctrica saca chispas de nuestras miradas al chocar. Sospecho además que te sentías pecadora de traición: te habías pasado, durante aquellas horas, del mundo de Claire al mío, de sus razonamientos a mis imaginaciones, y ahora, al terminar, una especie de arrepentimiento, un deseo de revancha pudo más que tu intención espontánea de decir al menos «¡Qué bonito!». Es lo que ahora colijo de lo que sucedió inmediatamente. La fantasmagoría de La Gorgona se había diluido ya en el espacio, y un hueco triste se columpiaba entre nosotros. Te pregunté si te apetecía oír música. «¡Como quieras!» «¿Algo determinado?» «¡Me da igual!» Puse en el magnetófono una cinta de Joan Baez: tan por lo bajo, que no rompió el silencio: yo miraba los árboles del bosque, pero pensaba en ti; te sugerí que te acercases, que me cogieses de la mano, pero si mi mensaje te alcanzó no lo escuchaste. Quizá tampoco la música. Al terminar me preguntaste: «¿Toca algún pito esa muchacha nueva en nuestra historia?». «¿Esa muchacha?» «Sí, Demónica.» «Pues no lo sé todavía, aunque creo que no.» «Entonces, ¿por qué me has hablado de ella? Podrías haberla dejado que siguiera su vida. Y no lo digo porque hayas desatendido a Agnesse, de quien sé lo que pensó, lo que hizo, lo que sucedió al atracar el barco al muelle. Podría relatarlo ce por be y con bastante detalle. Lo que tú puedes averiguar por tus procedimientos mágicos, y por lo que hayas leído, no alcanza junto, por supuesto, a lo que yo llego a saber, a lo que estoy sabiendo. La vida de Agnesse me viene como oleadas, casi la veo y la oigo: ¿no comprendes que lo que hizo Claire, eso que llama el haya injerta en el roble, empieza a dar bellotas? En este mismo momento ha llegado Agnesse a esa casa en la que va a vivir:…no recuerdo ahora el nombre de la dueña…» No me atreví a sonreír, pero comprendí tu esfuerzo al inventar lo que era obvio y bastante innecesario, aunque quizá, como se demostró inmediatamente, fueras capaz de hipótesis más acertadas y sustanciales. Por lo pronto intenté ayudarte: «La viuda Fulcanelli -te interrumpí-, esposa de un comodoro que murió en la batalla de las Islas Cicladas. Le quedó una pensión del Estado, que los que actualmente mandan le respetan, para que no se diga que si ellos, que si los otros, que si tal, que si cual». Te echaste a reír con esa media risa tuya a la que me tienes acostumbrado, quizá más media risa esta vez porque con ella expresabas una especie de victoria. «Sobre todo, queda claro -me dijiste-; cuando traduces del español al inglés, así, literalmente, como lo acabas de hacer, organizas generalmente las fórmulas sintácticas más peregrinas y oscuras y, sobre todo, más vacuas, que he escuchado jamás. No entendí una palabra de tu respuesta porque no quiere decir nada, salvo que a la viuda Fulcanelli le quedó una pensión del Estado.» «Es lo principal», y con un gesto te animé a que continuaras. Lo hiciste sin más trámites. «A Agnesse le cayó simpática; la encontré amable y maternal. No hace más que decirle que si es una niña, que cómo anda sola por el mundo, que allí lo pasará muy bien, que ya verá… Y le enseñó la casa. La casa de la viuda Fulcanelli no es la que corresponde a una mujer que, para vivir, se ayuda con un par de huéspedes.» Marcaste entonces una breve pausa involuntariamente interrogante, que aproveché para mostrarte que, por poderosa que sea tu inventiva, la historia entera no la podrás saber sin mí. En mi respuesta no hubo, sin embargo, petulancia, o síntomas de triunfo, sino la deseada naturalidad: «El comodoro Fulcanelli, evidentemente, no necesitaba de un par de huéspedes para vivir muy bien. Ganaba mucho dinero, hacía largos viajes, traía en el barco, lo mismo que sus colegas, muebles exóticos, objetos raros y de valor. Agnesse verá marfiles y conchas, podrá tocar sedas bordadas, acariciar pieles de animales feroces. La viuda Fulcanelli la habrá conducido hasta el rincón de la sala en donde permanece una silla de manos de laca negra dibujada en oro e incrustada en marfil. No la trajo el comodoro, sino su padre, que lo era también, y que también recorrió el mundo y peleó en cuatro o cinco batallas. Y le habrá mostrado ya la inmensa piel de un tigre de cuya cacería le contará seguramente una leyenda, si no ahora mismo, en cuanto tenga más confianza. Tampoco es regalo de su marido, sino cosa heredada. Puedo garantizarte que quien la adquirió en la India, un abuelo de otro nombre, aunque asimismo marino, la misma noche de su llegada encerró a su mujer en el salón, la desnudó, la acostó en la piel de tigre y la cabalgó con ímpetus más cinegéticos que eróticos: a pesar de lo cual se dice que, aquella noche, los tigres de Bengala se enternecieron con sus víctimas, pero me inclino a tomarlo como exageración». «Y, todo esto, ¿lo llegará a saber Agnesse?» «Probablemente, ¿por qué no? Se me ocurre incluso que alguna vez, aprovechando la ausencia de la viuda o la oscuridad nocturna, se arrastre desnuda hasta la piel del tigre y se deje envolver por su caricia.» «Eso de atribuirle hábitos de sensualidad refinada, ¿es una venganza?» «Aspiro -te respondí- a que sea una precisión histórica. Pero me doy cuenta ahora mismo de que te has adelantado en el tiempo, de que has pasado por encima de acontecimientos importantes. Por ejemplo: Agnesse, antes de ir a casa de la viuda Fulcanelli, fue recibida por Ascanio.» Y te ofrecí, con esto, en bandeja, otro cabo de la narración. «¡Oh, la entrevista con Ascanio! Fue de lo más solemne, de lo más imponente, como que Agnesse quedó bastante impresionada, y llegó a tener miedo y a arrepentirse de la aventura, aunque por poco tiempo: un mero resplandor del sol la deja levada de tristezas. Pues había en el muelle un coche con un sargento, encargados de recogerla y de llevarla al palacio de la Señoría. Allí la dejaron, en una antesala enorme y abrumada de cuadros y tapices, una hora, dos horas. Vinieron a decirle que no se impacientara y que si quería una copa de vino. Ella lo aceptó y eso le salvó de echarse a llorar o de echar a correr; aunque, claro, siendo una isla, ¿adónde? Por fin la recibió el ministro. Ella le hizo una buena reverencia a la francesa, que no pareció disgustar a Ascanio, a juzgar por su sonrisa; la mandó sentar, le hizo preguntas acerca del viaje, le recordó cuáles eran las condiciones de su trabajo… "Le tengo buscado a usted acomodo en una casa de bien, donde se encontrará contenta y protegida. Marietta Fulcanelli es una dama de las de antes, religiosa, educada y de elevada moralidad: no encontrará en la Isla mejor amiga." Le dijo también a Agnesse que todas las mañanas la esperaría un coche a la puerta de casa, el mismo que, por las tardes, la llevaría, una vez terminado el trabajo; que tendría un despacho, y que, como además de enseñarle el inglés a él, le confiaría la traducción de algunos papeles, sería lo más conveniente que se quedase a almorzar en la propia Señoría, y que si tenía la costumbre de echar la siesta, mandaría que le habilitasen una alcoba para que pudiera hacerlo cómodamente.» Me miraste entonces, Ariadna, como diciéndome: «¿Ves hasta dónde llego?». Y yo te pregunté que cuál era la impresión que había causado Ascanio a Agnesse: me respondiste que le daban un poco de miedo la cara cetrina, los ojos penetrantes, y que no hubiera vuelto a sonreír; sacaba la conclusión de haber quedado prisionera, además de un poco fastidiada porque en el palacio había demasiados santos, y demasiadas cruces en el despacho de Ascanio, y que éste se había referido expresamente a su conducta moral y a la conveniencia de que no descuidara las prácticas religiosas: como que llegó a decirle algo como esto: «Señora, yo estoy aquí y gobierno la Isla, para que sus habitantes puedan vivir tranquilos y salvar en paz sus almas, para lo cual no tienen más que obedecerme, no porque mis órdenes sean mías, sino porque expresan la voluntad de Dios. En esta ciudad el pecado mortal es delito de leso Estado, y, por supuesto, los delitos contra el Estado son pecados mortales». Agnesse se atrevió a preguntarle que por qué, entonces, no mandaba el obispo: «Los obispos, señora, no entienden de construcciones navales; por otra parte, a veces no son muy de fiar y hasta los hay masones. Nosotros nos entendemos directamente con la Santa Sede». «Y, del general Della Porta, ¿no le habló?», pregunté a Ariadna. «No, que yo sepa.» «¿Y no lo encuentras raro?» «¿Agnesse o yo?» «Una y otra.» «Ella no ha oído hablar en su vida del general.» «Por eso, por eso, precisamente por eso…»

Esto fue cuanto dieron de sí el método de injertar, en los robles, las hayas; tu preparación histórica, y tu deseo de mantenerte de la parte de Claire: algo así como la respuesta a un desafío que contuviera (la respuesta) este mensaje: «Sin tu ayuda, también nosotros llegaríamos a la verdad». Lo que entonces sucedió, lo que hice y dije, me llevó a verme a mí mismo (después, cuando quedé solo y recordé lo pasado) como un pavo real que abruma a la pava con el lujo de sus plumas, y que así, con esas vibraciones que salen de ellas y casi se oyen, la deja apabullada: «Yo puedo completar tan preciosos informes, querida Ariadna. Porque Agnesse, en efecto, se sintió sobrecogida al verse dentro de un coche casi cerrado, acompañada por un sargento feo y silencioso, y, más tarde, sola en la vastedad del palacio, en aquellos pasillos y en aquellos salones donde todos parecían curas vestidos de paisano, pero no como los vaticanos, que ella conocía muy bien y sabía cómo tratar, petulantes, muy seguros de sí y siempre en busca de presa, sino sumisos e insignificantes, que no metían ruido al caminar, que hablaban en voz baja, como si fueran a despertar de su lejana muerte a los comodoros cuyos retratos colgaban de las paredes; como si los grandes barcos de las batallas pintadas fueran a disparar sus andanadas en el caso improbable de que alguien taconease. Esto no es más que decir lo que tú has dicho, aunque con otras palabras; la estampa conmovedora que podemos imaginar de la asustada Agnesse en pos de aquel sargento feo, por un pasillo ancho e interminable, de suelos brillantes, de techos altísimos, de puertas inmensas, todo de tal magnitud que ella en comparación queda en menuda e insignificante, siendo como es de buena talla. Pero eso no es más que un modo cinematográfico de ver la escena, y lo que intento comunicarte es precisamente lo que devolvió a Agnesse a sí misma: Ascanio Aldobrandini, como otros de su oficio, recurre a la complicidad de los grandes espacios para compensar alguna deficiencia a la que probablemente los demás no conceden importancia. ¿Será tal vez su cojera? Después de lo que sabemos de la procesión disciplinante, es lo más seguro. El salón en que recibe es el mayor de la Señoría; es, asimismo, el menos decorado; como que eso que Agnesse dijo de muchas cruces se reduce únicamente a dos: una, inmensa, que cuelga de la pared desnuda; otra, pequeña, de marfil, puesta en una esquina de la mesa. La puerta por la que se entra está en la diagonal del ángulo en el que Ascanio espera: el visitante se ve obligado a recorrer la máxima distancia en línea recta, mirado por unos ojos lejanos, más adivinados que vistos, y no hay un solo objeto en el que pueda descansar o encontrar apoyo para compensar la sensación de vacío y desamparo que va sintiendo conforme avanza. Ni siquiera hay alfombra, sino un pavimento de grandes losas de mármol, blancas y negras, como un inmenso ajedrez. En esa desolación, aquel hombre que aguarda, inmóvil, frío, es sin embargo lo único humano, la salvación. Lo corriente es llegar hasta él vencido ya, desarbolado. Y eso fue lo que encontró Agnesse al entrar en la estancia: desolación artificiosa y un hombre oliváceo al fondo. Pero Agnesse había recorrido, de niña, los inmensos espacios, desolados también, de su propio palacio, y, de muchacha, los salones donde el dux celebraba sus fiestas. Más tarde había pasado y repasado por logias y estancias vaticanas, y por la misma plaza de San Pedro, vacía de madrugada, ella sola… No advirtió el artificio, no cayó en la trampa: recorrió naturalmente la diagonal, sin titubeos ni tropiezos, con el paso de corte que le habían enseñado, y, al hallarse ante Ascanio, hizo esa reverencia francesa a que te has referido. Ascanio está desde pequeño ejercitado en el dominio de sí mismo, como que no se trasluce jamás nada de lo que piensa o siente. No manifestó sorpresa, menos aún asombro o admiración. Pero intento, querida Ariadna, que consideres en lo que valen ciertos pequeños detalles relativos al caso: Agnesse no fue llevada a casa de la viuda Fulcanelli en el coche siniestro que la recogió en el muelle, sino en una berlina elegante, tapizada de seda, toda ella lujosa y suntuosa, y tirada por muy buenos caballos; y no la acompañó un sargento mal encarado, sino un capitán respetuoso que se deshizo en cortesías. El segundo detalle cuya consideración te ofrezco es el súbito ajetreo, el apresurado trajín a que se entregó Aldobrandini en cuanto despachó a Agnesse: llamar a gente, dar o retirar órdenes, recorrer tres o cuatro despachos y otras tantas estancias de uso indefinido, y, lo que es más chocante, lo que llamó la atención a algún subordinado observador, fue que todo lo hacía con una sombra de sonrisa en los labios, no de la especie conocida cuando triunfaba la justicia sobre el desorden y había que ahorcar a alguien, sino de una naturaleza nueva que pudiera interpretarse como bondadosa: todo para concluir disponiendo que aquella misma tarde el cuarto de trabajo de Agnesse quedaría instalado en un regular salón vecino al suyo, puerta por medio, y que sería amueblado, no con los trastos previstos, sino con piezas de más lujo que mandó traer de aquí y de allá, de manera que el conjunto saliese lo más alegre posible y bastante elegante: también mandó que se pusieran flores cada día. Lo tercero que quiero que contemples es el hecho enteramente insólito de que Áscanio se haya quedado con la mirada en las nubes, lo que se dice arrobado, durante casi un minuto, y que en seguida, como si le hubiese mordido una tarántula, corriese a arrodillarse delante del crucifijo grande para permanecer allí un buen rato, caída la cabeza, los párpados bajos, las manos contra el pecho. Una luz que venía de lo alto, lanzaba contra el suelo su sombra arrodillada, la humillaba más aún…». Y aquí callé, con la mano en lo alto y tus ojos puestos en ella. Al dejarla caer, también cayó tu mirada. ¡Me sentí triunfante, Ariadna! Vanidosa y estúpidamente triunfador, si bien, por el respeto que te tengo, me haya esforzado en disimularlo. Tú me habías escuchado progresivamente distensa, progresivamente sencilla: lo interpreté como que te habías olvidado de tu intención, apenas esbozada, de oponer al mío el método de Claire. Pero tus palabras me dieron a entender que no fue así, sino algo todavía un poco más satisfactorio. Dijiste: «Te confieso que por mí misma nada de eso lo hubiera averiguado». Entonces, mi plumaje de pavo se cerró como un paraguas con el viento, cesados los efluvios cautivadores. Me sentí feo y un poco tonto. Perdóname, Ariadna.