"La Isla de los Jacintos Cortados" - читать интересную книгу автора (Ballester Gonzalo Torrente)

II

1. – Me sugirió, pues, el Gran Copto que orientase mi búsqueda, o al menos mi curiosidad, hacia la Isla de La Gorgona: cierto pedrusco resplandeciente que emerge en las derrotas del Mediterráneo central, más historia que tierra, como quien dice toda la historia que cabe en un brazado de peñas amontonadas, Ulises, Eneas, los Templarios, y ya te la contaré. Ese nombre me trajo inmediatamente a la memoria el de sir Ronald Sidney, ese de quien desciende Claire, el que nos cita sin citarlo, venga o no venga a cuento, aunque siempre venga a cuento un poema de amor cuando se está contigo: quizá no los de ese hombre, que nunca son de esperanza, sino sólo de presencia o de recuerdo. ¿No has visto su retrato, el de sir Ronald, colgado en su dormitorio, en el de Claire? ¡Aquel perfil impertinente, aquellos ojos clavados en la Nada! ¿O es que no te ha llevado nunca a su alcoba, Claire? No es menester que te ruborices al confesar que no: Claire es, en eso, muy mirado. No tiene, en cambio, escrúpulos en recitarte poemas de las Melodías eróticas, ese puñado de diamantes en ignición que contiene el repertorio entero de las alegrías y de las decepciones de la carne: todo lo que te falta, Ariadna. Tengo observado que Claire, a este respecto, es de imaginación escasa, como que toda su inventiva la consumió en el libro sobre Napoleón, de modo que si pasa una chica con las tetas bien puestas, el comentario se lo pone con versos de su tío tatarabuelo, cuando no del propio Donne. Pues susurrándote al oído o declamando en tu presencia este poema o el otro; haciendo suyas, en resumen, las palabras ajenas, quedaba bien contigo, que te gustaba escucharlas, las recibías como un mensaje personal, pero sin comprometerse él, después de todo, ya que no obliga a nada el texto repetido de un clásico; declamando, eso sí, con el mejor acento inglés del mundo.

Surgió esta digresión cuando iba a referirte que sir Ronald, tras varias vueltas por Europa, una temporada en Rusia, la acostumbrada visita a las Pirámides y un par de años al socaire del papa, se refugió en La Gorgona. El clima de la Isla es bueno, se vivía barato, y a sir Ronald no le iban bien las cosas en Inglaterra: como que su mujer, una presbiteriana insoportable de puro comedida en la cama, de puro remilgada y avara de sus dulzores, aunque muy bella, para cuya convicción, para cuyo deseo, el poeta estaba ya en el infierno, le perseguía incluso las ganancias granjeadas con aquellos versos pecaminosos, los que todo el mundo leía, esto es lo cierto, aunque nadie quisiera reconocerlo: versos de boudoir recoleto y de rincón nocturno: como que los ingleses que visitaban Italia, si se encontraban con sir Ronald, le volvían la espalda. ¡Lo que cuesta decir en un inglés como el céfiro lo que los demás piensan, pero que no se atreven a proclamar! Sir Ronald muestra en sus cartas la intención de permanecer para siempre en La Gorgona, e incluso en una de ellas asegura que ya tiene adquirido el lugar donde habrán de sepultarlo, cierto lecho de arena entre dos rocas, a la sombra de un ciprés batido por el terral, lo cual era materialmente imposible, por no decir falso, ya que en la Isla no había un solo ciprés, no lo hay aún, y sí algunos olivos varias veces milenarios, de esos que se retuercen como los hijos de Laoconte, y un matorral espeso de valor estratégico; pero quizá sir Ronald haya dado por vivo, por erguido y por plantado ante los aires furiosos un ciprés imaginado. Lo cual no le impidió escribir el famoso poema que figura en todas las antologías, y que también has oído recitar a Claire (cuando se pone triste): «Al ciprés que asombrará mi sueño», un prodigio de humor y fantasía, de fe en la vida y en la carne. He leído bastante de la obra de sir Ronald, pero lo que me gusta de ella es más de oídas, esos fragmentos de poemas o poemas enteros que incluye Claire en sus monólogos y que le sirven para tender, desde la tierra, escalas a la luna; también para excavar los pozos que le llevan al abismo. Un poco más voy conociendo de la vida de Sidney: tengo desde hace días en mi cuarto una biografía breve, de intención escolar, convencional y tópica, escrita para halagar a los escoceses exaltando el genio del poeta, y para no disgustar su quisquillosidad nacionalista con el relato de sus padecimientos en Inglaterra, pero tampoco su escrupulosidad moral con el recuerdo de sus diabólicas orgías en Italia: todo esto lo calla, y algunas cosas más que no deben saber los estudiantes, pero revela, poco antes del final, que el poeta marchó de La Gorgona, expulsado de la Isla, inmediatamente después de la revolución tras de la que una oligarquía innovadora de importadores e industriales suplantó a la oligarquía tradicional de los banqueros y los marinos. Y era precisamente entonces, al arribar sir Ronald al muelle de Palermo viniendo de La Gorgona, al quedar sentado encima de su petate, más impertinente y más altivo que nunca, aunque sin un chelín en el bolsillo, cuando se dice que le encontró Agnesse Contarini y lo aferró a su vida para siempre: al menos así lo cuenta ella en una de sus cartas, si bien parece que algún investigador de los más discretos lo haya puesto recientemente en duda. Tengo encargada, y espero recibirla pronto, una biografía más amplia de sir Ronald, más moderna también, pero, por el momento, con el nombre de Agnesse me basta, y de eso pienso hablarte. Cuando lo haga, darás un salto en la hamaca, hasta quedar sentada y balanceándote; tus ojos anhelantes y asustados, lucirán en la oscuridad como lucen esos insectos luminosos que a veces vuelan en parejas. (Es cierto que hay insectos que de noche vuelan y relumbran, pero, ¿es posible que lo hagan también tus ojos? ¿No estoy exagerando y alterando las leyes de la óptica y, por supuesto, las de la noche profunda?) Te darás cuenta entonces de que aquella tarde en que te sentiste confidencial, porque llegaste triste y te consolé, te fui sacando poco a poco lo de Agnesse de que ya me habíais hablado Claire y tú, pero por alusiones, fantasías o fragmentos que no aclaraban nada, sino más bien embarullaban. ¡Y no digamos cuando fue Claire el que habló, con ese laberinto de sus palabras y de sus intricadas ironías! ¡ Y luego dices que yo soy charlatán! Pues, ¿y Claire? Yo, algunas veces, digo verdades: él no hace más que delirar en un inglés excelente, sí, aunque bastante rebuscado, o en un francés más aceptable, lo reconozco, que el mío. Lo que deduje de aquella confusión brillante en que consistió su cuento, de aquellos retazos inconexos que formaban el tuyo, fue más o menos un esquema biográfico de Agnesse, eso mismo que según su expresión (que aceptas) sembró Claire en tu memoria, al modo ya explicado del haya en el regazo de un alcornoque. Pero yo sé algo más, la vida de la niña abandonada a sí misma y perdida en el palacio inmenso de cimientos lamidos por las aguas: un palacio ya entonces carcomido, a veces caían pedazos de las techumbres al fresco o losanges de las vidrieras emplomadas; los sirvientes, a quienes se tardaba en pagar, robaban cuadros cuyas huellas marcaban las paredes con una ausencia; y así también se rompían las alfombras y se deslucían los tapices: todo envejecido menos los espejos, espejos enormes en todas partes, la mejor colección de Venecia, verticales o apaisados, redondos, ovales. No sabía por qué, empujada por quién, Agnesse iba de uno en otro, y sin saberlo, como si fuera natural, aprendió a descubrir lo que guardaban en su fondo; en éste una escena de alcoba, en aquél un concierto, en el otro una conspiración o un asesinato, y así escuchándolos, mirándolos, averiguó la historia de su familia y otras historias más, y se halló en posesión para siempre de aquella virtud singular, merced a la cual leía en los espejos como en un libro, o presenciaba los espectáculos que se repetían en ellos como si asistiera al teatro, mientras a su alrededor, transcurrían el adulterio, la muerte por veneno, la conspiración, la santidad y la ruina; rezaban, apocalípticas, abuelas enlutadas y solemnes, antaño casquivanas; reñían y amenazaban tías carnales de soltería agriada, trasnochaban hermanos crápulas, robaban proveedores sin escrúpulos, y los mendigos que acudían al pórtico le llenaban la memoria de relatos antiguos, que remontaban a los tiempos en que estaba sin gente la laguna y por la mar andaba Ulises. Un profesor lunático le enseñó unos cuantos idiomas cultos y le imbuyó el gusto por los cuadros y las músicas, le hizo aprender de memoria versos de los poetas muertos, y recitarlos en la terraza nocturna ante la ciudad dormida, envuelta (Agnesse) en clámidas improvisadas. También le hablaba del amor y el heroísmo, de la libertad y de la aventura, y proyectaba con palabras precisas, aunque poéticas, el porvenir de una Agnesse ya adulta, que ella buscó después en los mismos espejos, sin hallarla; que intentó más tarde imaginar, especie de ménade frenética unas veces, perseguidora y perseguida, otras; temida y amada, conductora de muchedumbres o solitaria: si bien, diríamos hoy, aquellas imaginaciones no pasaban de meramente formales, casi puro movimiento y puro cauce, ya que a la niña le faltaba experiencia para llenarlas de sustancia, fuera política, erótica o religiosa, y a lo más que llegaba como cualquiera de su edad, era a atribuirse actos de heroínas halladas en las novelas. Pero, ¡eran tan aburridas aquellas que le traían de Inglaterra, Clarissas y gente así, cuando le hubiera gustado ser una lady Stanhope, de quien su profesor también le había hablado! Aquel chiflado nacido en Rávena y que ocultaba su condición de sacerdote sacrilego bajo el aspecto y la conducta de un erudito libertino con paréntesis líricos, le había hecho escuchar al demonio en las pautas de Tartini, sonata que ejecutaba a veces un ciego en el rincón del puente próximo, y por aquella música a modo de tobogán se deslizaban las esperanzas de Agnesse, furiosas y vacías. Aunque más tarde, algo más tarde (su maestro de inglés había muerto o desaparecido: lo habían ahogado en un canal o lo habían expulsado de la ciudad), al descubrir la sensualidad en un rincón de su cuerpo, tenía ya de qué llenar los sueños, algunos de ellos. Pero no le dieron tiempo de ir muy lejos, porque la casaron a los diecisiete años con un mancebo, Manfredo, noble, rico y valiente, que la usó de momento para su personal desahogo, que hizo con ella lo que quiso, inspirado en los libros más que en su personal necesidad, lo cual le permitió a Agnesse entrever, quizá anhelar, el amor compartido. Manfredo la abandonó en seguida para irse con las tropas francesas cuando Venecia fue invadida. Agnesse se quedó con un cuerpo mancillado y solitario. Ella y sus familiares pertenecían al bando austríaco: tuvieron que emigrar.

Parte de esto lo sabías, Ariadna, aunque yo lo haya completado con mis propias averiguaciones, y eso puede haber hecho que te parezca enteramente nuevo. Confieso que lo de los espejos, ese ir de uno en otro como quien va de una ventana a otra en busca de paisajes distintos, es de mi personal descubrimiento, pero no creo haberme apartado mucho de lo que prueban los documentos, porque me encuentro en situación de asegurar que Agnesse buscó siempre en los espejos alguna forma de revelación, y te diré cómo y por qué, aunque a su tiempo. Parte de esto lo sabías, insisto, y también la escapatoria de Venecia con pasaportes falsos, por caminos infestados de soldados, hasta la misma Roma. En cambio no figura en tu memoria, porque Claire la ignora aún, la aventura de Agnesse con un coronel francés en un castillo de la Romaña desde un sábado hasta un lunes. Yo estoy bastante bien informado (insisto: a su debido tiempo sabrás el cómo) y puedo asegurarte que si a aquel amor debió Agnesse el haber acabado el viaje con vida y el haber llegado a Roma con escolta militar, los días que duró, mejor dicho, las noches, no las olvidó jamás, y fueron ese punto de referencia o de comparación a que se acude siempre que un amor nuevo aspira a superar a los antiguos o a igualarlos al menos. Los de Agnesse fueron muchos después, nunca alcanzaron esa cima de perfección y de ardor que los hace incomparables; o quizá sea que el coronel francés, perito en ambas tácticas, la dejó incapacitada para salirse ya de los caminos monótonos, aunque ella lo pretendiese, aunque no buscase ya en la vida más que eso. Si en el amor participan el alma y el cuerpo, o, al menos, eso que llamamos alma y eso que llamamos cuerpo y que todavía no sabemos lo que son, por mucho que se empeñen los especialistas en privarlos del misterio, el alma de Agnesse se recluyó y dejó al cuerpo que amase solo, y lo hizo, de eso estoy bien seguro, con furia, pero también con desencanto. Hasta que encontró a sir Ronald.

Tú sabes, Claire te lo dijo y enseñó, algo de la vida de Agnesse en Roma, intrigas de amor, y de política, escasez de dinero, cierto vivir peligroso a causa de sus juegos con los espejos, la Santa Inquisición todos los días encima, aunque también protegida por varios purpurados, entre los que contaba algún pariente (¿algún amante también?); pero quedan de esta vida de Agnesse unos meses en blanco, tiempo en que las pistas se perdieron y que varios biógrafos suponen oscuros más que vacíos, vulgares y medrosos en algún escondrijo, y no falta una hipótesis que la imagine prostituida, a causa del desamparo en que la dejaron sus amigos; pero esto no pudo ser así, porque precisamente estos amigos, los cardenales del bando austríaco, fueron los que encontraron para ella un refugio en La Gorgona, donde pudiera protegerse de los enemigos políticos y de los que la perseguían por bruja. ¡Llamarle bruja porque veía en los espejos lo que la vida había depositado en ellos! Fra Giaccomo Serra la tranquilizó al respecto, pero sólo mientras se entendía con él. El dominico asesoraba en Teología a la Santa Sede, y se presentaba a Agnesse (ella lo cuenta en sus cartas, que por eso fueron puestas en el índice) como el hombre de más poder de la cristiandad, ya que todos creían lo que él mandaba, empezando por el papa. «Si de verdad existiera Dios, solía decir, sería como yo quiero.» «Fra Giaccomo me hizo descreer. Solía llevarme ante los espejos del Vaticano (yo disfrazada de novicio) para que le descubriese los secretos del pasado, pecados de papas o componendas teológicas. Cuando se cansó de mí, o yo de él, no lo recuerdo bien, quizá nos hayamos cansado al mismo tiempo, puso en mi huella a todos los lebreles del Santo Oficio, que me persiguieron, que me acosaron, pero que no lograron apoderarse de mí». Claire no te lo confesó, ni creo que llegue a confesártelo, pero con esa operación siniestra a que te tiene sometida y de la que espera (él, al menos, lo dice) que la verdadera voz de Agnesse emerja del silencio de la muerte y hable desde tu cuerpo, lo que busca no es aclarar la verdad de estos enigmas, sino sólo lo que hizo Agnesse en ese tiempo de ausencia, dónde estuvo, con quién se relacionó y cuál fue la ocasión en que pudo enterarse de que Napoleón había sido inventado. ¿Comprendes ahora? Mediante un desliz secreto, mediante unas técnicas a que no le autoriza su dignidad científica, un investigador irreprochable como lo fue Claire podría husmear en dirección segura, alcanzar por caminos vedados el meollo de la cuestión, y si el resultado es de los indemostrables, como tendría que ser, quedarse al menos satisfecho de su averiguación, por vía irracional, de la verdad. Pero lo que Claire se propone es imposible: la parapsicología no da para tanto, ni siquiera el espiritismo científico, si es hacia ahí adonde se encamina. Quiero creer (es mera hipótesis) que Claire, antes de esa siembra tantas veces mentada y reída, antes de tomarte por conejillo de Indias de un método que no sé si inventó o le aconsejaron, se valió de toda clase de ardides usuales, las mesas parlantes, las guijas, algún que otro médium profesional, a cuyo reclamo el espíritu de Agnesse se mostró reticente, si no insensible. ¡Cómo iba a responder ella, incrédula de raíz, pero que, de creer en algo sería en la Iglesia Católica, que tiene prohibida a las ánimas la participación en esa clase de diversiones, la concurrencia a esa clase de citas! No hay contradicción, fíjate bien, entre lo que acabo de decir y la investigación del misterio por el método de los espejos: el espiritismo es cosa de mentes racionalistas, que quieren aplicar la ciencia a lo que es por naturaleza incompatible con ella, y lo de los espejos pertenece a vuestro mundo meridional y a la parte secreta de vuestros hábitos y de vuestras sapiencias. Agnesse no fue más que una muchacha veneciana como otra cualquiera, pese a hablar el inglés como su lengua madre y haber conocido a Byron (con quien seguramente se habrá acostado también, aunque se carezca de datos al respecto. ¿Conquistado quién por quién? Me inclino a creer que en esa aventura, si existió, Agnesse no cedió un solo instante el timón de la góndola, que, como sabes, carece de timón). Si alguna vez la iniciaron en la magia, habrá sido en la vuestra, la de Casandra y la Sibila de Cumas, oráculos y videntes, no en esas otras que ahora pululan, sin tradición, sin raíces, sin fundamento, de las que parece ser devoto Claire. En cualquier caso, mi procedimiento se opone al suyo: no es un modo racional de averiguación, sino místico! Consiste pura y simplemente en ver y en hacer ver: para esto está el fuego, está el tumulto inquieto de las llamas: elocuentes, más que cualquier espejo o que cualquier redoma, pero de esto ya te hablaré: porque antes sucedió lo que debo contarte, lo que tienes necesariamente que saber: volví junto a Cagliostro, le llevé los diarios y las revistas en que critican el libro de Claire, le expliqué de qué se trata y lo que quiero averiguar. «Me dijo usted que orientase mí curiosidad hacia la Isla de La Gorgona. También me dijo que puedo ver lo mismo que usted ve. ¿Cómo se hace?» Cuestión de palabras, Ariadna: eso fue lo que me respondió: ¡Todo lo importante del mundo se resume en palabras, abren o cierran, atan o libran! Las aprendí y dejé que de mis labios volasen. Cagliostro me vigilaba como el maestro al alumno que agarra por primera vez el volante de un coche, va bien, no va bien, un poco a la derecha, y vi la Isla de La Gorgona por primera vez, después de haberla buscado en el tumulto interminable de la historia y del Cosmos: en medio de la mar azul, luminosa y concreta como una gema a la que arranca destellos el sol. Y vi también en un velero navegante entre Gorgona y Ragusa, el Artemisa, a una mujer dormida. Agnesse Contarini. En aquellos momentos, el poeta Sidney tomaba el sol en una plaza de Palermo, sentado ante una taza de café que no sabía aún cómo pagar. No es cierto, pues, como Agnesse relata, que se lo haya encontrado en el mismo muelle, recién desembarcado de La Gorgona, gaviota solitaria entre el cielo y el mar. El encuentro aconteció más tarde, de eso estoy seguro, y cuando tengamos tiempo averiguaré sus trámites. Lo que ahora quiero saber es el porqué de ese viaje y el porqué de habérnoslo ocultado Agnesse a nosotros y a toda la posteridad: a lo mejor ahí está la clave que se busca, la que busco para ofrecértela como una rosa que se entrega al paso: «Toma, ahí la tienes. A Napoleón lo inventaron… quienes fueran, tal día y en tal lugar. Agnesse estaba delante». Pues el Artemisa con ella a bordo, navegaba hacia un temporal en el que se metió con todo su velamen, que hubo que arriar deprisa, el capitán Triantafilu desgañitándose en el puente, y Agnesse temerosa de morir allí mismo, y sin poder encomendarse a nadie porque ya no creía en Dios. Llevaba yo un buen rato delante del espejo, el barco peleaba contra el viento y las olas, era muy emocionante ver al propio capitán agarrado a la rueda del timón y al contramaestre a su lado con el silbato en la boca, mientras los marineros, anhelantes, esperaban las órdenes. Pero empezó a ser monótono el espectáculo, y se alargaba, y le pregunté a Cagliostro que cuántas horas. Me dijo que no lo podía saber, pero que, según su experiencia, el temporal no hacía más que empezar, y que a lo mejor duraba un día entero. «¿Y tenemos que aguardar aquí, contemplándolo hasta que amaine?» «No parece muy distraído.» «¿Y no podríamos darlo por amainado, y ver la arribada del barco a La Gorgona?» «Habría que esperar. Todo tiene sus trámites, y desconozco los conjuros que pueden abreviar la duración de un temporal.» Lo dijo con desgana, y no sé por qué me pareció advertir cierta contradicción entre aquellas palabras y lo que el otro día me había revelado acerca de la simultaneidad de todas las acciones. Podría sin embargo explicarse como efecto del cansancio, ya que añadió que por qué no me decidía a obrar yo por mi cuenta y a contemplar en mi casa los episodios del viaje: bastaba con un espejo y las palabras…


2. – Cuando me preguntaste por qué llegué contento, por qué mi grito desde el embarcadero fue como un penetrante y orgulloso hal-lal-lí (lo comparaste, endiablada lectora, al que lanzaba Peter Pan después de haber matado un buen montón de piratas), te respondí cuando ya casi habías llegado con la barca, que porque estaba ya en posesión del Sésamo, ábrete, y tú te echaste a reír, cosa por otra parte nada nueva con la que sueles evitar llamarme loco. Ahora que lo pienso otra vez, creo que hay un matiz que no quedó del todo claro, y que lo de poseer, en cuanto aclaración, se queda en la mitad, porque no es sólo eso, sino como si al mismo tiempo me hubieran reintegrado al poder de crear mundos o al menos de sacarlos de la manga, como un prestímano: había temido que Cagliostro me dotase de alguno de esos instrumentos mágicos, lámpara o polvos: infundado temor, porque él mismo, según me dijo, nunca usó de semejantes recursos, sino tan sólo del poder incalculable de la mente cuando no se la encierra en los límites escuetos de lo convencional y de lo matemático: ¡en ese caso mueve montes, trastrueca tiempos, anticipa visiones y nos transporta a esas ínsulas extrañas que los científicos llaman la cuarta dimensión! Que sea así o de otro modo me importa, en el fondo, un bledo: las cuestiones aledañas, esta noche, discurren por sus propios caminos, y si me mandas ir al grano (sueles decirlo con distintas palabras cada vez que divago), te podré responder que me siento como Enrique al descubrir la flor azul (se me ocurre, de paso, si no serán la misma cosa, aquella flor y este poder): soy señor de las imágenes y podré viajar contigo, ir y venir por el tiempo, que debe ser algo así como usar de resbalillo un rayo de sol poniente. Me siento tembloroso de impaciencia, y no estaré tranquilo hasta que te haya cogido de la mano después del canto de la calandria y antes de la respuesta del ruiseñor: lo que se dice un santiamén.

Pero antes quiero precisar lo de Cagliostro. Me dijo: «Si va usted a La Gorgona por esos años que dice, no deje de visitarme. Me hallará disfrazado de cura en el palacio del obispo y podré contarle cosas». Le pregunté si en ese caso me reconocería. Me respondió que no: «Hace ciento setenta años, amigo mío, usted aún no existía». «¿Cómo, entonces, podremos visitarle? ¿A la manera, acaso, de una premonición?» «A la manera de un sueño. Sólo así tal encuentro no podrá influir en los hechos posteriores. Tenga usted en cuenta que si el ir y venir de la gente al pasado, como yo he ido tantas veces, o al futuro, como he ido también, pudiera alcanzar otra clase de realidad que la del sueño, estaría en nuestras manos la corrección de la historia, así como la prevención de las catástrofes, si bien es cierto que el hombre es tan estúpido que si le anuncian el abismo, se arroja a él más de prisa.» Me daba cuenta, Ariadna, conforme le escuchaba, de las puertas que así nos quedan francas, pues jamás se me hubiera figurado que se pueda ir más allá de la contemplación desconfiada del pretérito. Sin embargo, ¿lo comprendes?, aun a riesgo de no pasar de meros entes oníricos, podríamos hablar a Agnesse y también a sir Ronald, y su respuesta, soñada o no, serán palabras suyas. Bien, de acuerdo, no lo crees: lo impide tu conciencia de griega cultivada, mas no olvides que los misterios de Eleusis te pertenecen; yo no te comprometo a admitir que sea cierto, sino sólo a que escuches un relato, lo que oí de labios de ese hombre a quien llaman el Gran Copto, cuyo origen, cuya verdadera identidad desconozco, cuya razón de existir no se me alcanza, pero que bien pudiera obedecer a que está también formado de la sustancia del ensueño. Tus objeciones, no obstante, no las encuentro serias: que una invención novelesca, que patatín, que patatán. De acuerdo, ¿por qué no? Lo novelesco es una categoría legítima en la estética y en la historia. Quien a esta última entidad, que ya de por sí tiene un nombre imponente, la ve en su conjunto abrumador, como a ti te sucede, acaba por entenderla al modo de un proceso fraguado en el laboratorio: dadas ciertas personas y ciertas circunstancias, y puestas al fuego en un perol, se cambian en estas otras: igual que en la cocina. Pero mi corazón no abarca inmensidades abstractas, sino vivas, y, uno a uno, a su modo, es cada hombre una novela. Por otra parte no te obligo a que lo admitas: me basta con que sepas que ese obispo y ese supuesto cura a quienes visitaremos en La Gorgona, andan buscando un tesoro. Novelesco también, ¿verdad? No sabes cómo me alegra que lo sea, con toda la carga de inverosimilitud que te apetezca, aunque te convenga recordar que los españoles exploraron el Amazonas porque andaban tras un príncipe de oro, y que mientras perseguían, a través del desierto, la juventud perenne, descubrieron el Misisipí: siempre es bueno que se busque lo irreal, a condición de que sea en la tierra. Lo malo es si se va por ello a la luna. Cagliostro pretende nada menos que explorar los subterráneos del castillo en que habita el general Della Porta. ¿Que allí no hay nada? ¿Qué se hizo del oro y la plata de los Templarios? ¿Qué de sus misterios y secretos? ¿Piensas que todo se lo llevó Philippe le Bel para pagarle las minutas al señor Nogaret?

Ariadna, mi niña, olvídate de todo, quizá también de ti misma, y dispón al asombro ese ánimo entusiasta que alguna vez te sirvió para elevarte…Sí, no te enojes: aludo con alguna ironía a aquella ocasión en que fumaste marihuana, en que encendiste el porro en espera de que el humo sirviera de vehículo ascendente y de que te llevase, ¿adonde? Ni tú misma lo sabías: a un mundo de colores, de sonidos, de movimientos, torbellinos en que se engolfa, ¿quién? Porque habrías perdido la noción de ti misma y habrías sentido que alrededor pasaba algo, pero no a quién pasaba. Bueno, semejante a eso debe de ser, yo nunca fumé yerba, y describir sus efectos es como quien tropieza con un muro encalado. En todo caso, tú lo ignoras lo mismo, porque la yerba te mareó, quedaste fuera de juego, pero sin levantarte un solo pie sobre el nivel de tu propia conciencia. La barca que yo te invito a tripular no se menea, el aire que te invito a respirar a limpio huele, la mano a que te ofrezco asirte otras veces la has cogido. Ven, pues; acomódate ya. No sé si es la calandria la que canta, ni si responde el ruiseñor, allá ellos con sus canciones cruzadas; pero hay músicas que traspasan la umbría, salidas de minúsculos pechos entusiasmados: aunque descubro al escucharlas su revés melancólico, cantos de quienes saben que el bosque va en seguida a enmudecer, que el viento le robará las hojas, que cuajará en las ramas la nieve como marañas de cristal y que ni tú ni yo habitaremos ya la Isla. Estáte sosegada y deja que te coja de la mano: no es más que un tiempo breve, lo poco que tardaremos en desvelar cierto jirón de niebla que nos separa de la otra Isla, la que buscamos, ahí detrás, ahora. Pero, ¡no temas! No voy a conducirte delante del espejo, menos aún ante las aguas del lago, ahora reflejando un pedazo de luna. No te moverás de ahí, de ese sillón en que a veces me siento, y tú a mis pies, en que a veces te sientas y yo, como ahora, en la alfombra, alejado, acariciando, todo lo más, mi pipa. Te reservaba una sorpresa, y no era esa proclamación de la palabra prepotente, ese júbilo de quien posee el sésamo, con que te recibí, sino un cuento más largo, que te debo y que te contaré ahora, y fue que quise llevar a cabo las enseñanzas de Cagliostro, y lo preparé todo como un teatro: ventanas entornadas, una vela en el fondo, encendida, y el espejo en la silla, el de mi cuarto, que sabes que es capaz, y que con algo de esfuerzo mete en su cuadrilátero la batalla completa de Lepanto. Aunque yo no buscaba en él un golfo histórico, sino el espacio de mar indispensable para que pudiese navegar el Artemisa, libre ya de galernas, la proa a La Gorgona. Pues no me fue posible arrancar al espejo ni la más modesta imagen, una gaviota volando, como no fuera la de mi rostro, cada vez más ceñudo y más desesperado, sospechoso ya de que Cagliostro me había embarullado, de que sus procedimientos no pasaban de mero ensayo de hipnotismo, o de otro género de sugestión, y de que me había hecho ver lo que él había querido que viese, aunque lo visto formase parte de la historia real y de la sabida, por eso. Te aseguro, Ariadna, que cuando la decepción me abandonó (jamás como en aquel momento se calentaron mis facultades críticas, aplicadas, a ratos, al que me había embaucado, a ratos a mi propia credulidad) no quedé muy bien ante mí mismo. Pero de aquel naufragio, y acaso como su consecuencia inevitable (yo necesitaba de alguna manera seguir a flote, quiero decir, averiguar la historia que pretendo regalarte), del fondo de la memoria, con muertos que vienen de las tumbas, igual que las palabras olvidadas que emergen del pasado y nos muestran su carga intacta de amor o de desprecio, así se levantaron imágenes antiguas, las de aquella vidente aldeana que leía en el fuego lo que estaba pasando en medio de la mar remota, ante los ojos estupefactos de la mujer y el niño que interrogaban por la suerte del marino partido, padre y esposo: escondía su morro gris el acorazado España y lo sacaba en medio de la espuma: el puente, la chimenea, las casamatas de los cañones, chorreaban el agua antes de hundirse otra vez, pero ni un solo bote salvavidas quedaba en la cubierta; y pudo verse también al comandante, un hombre pequeñito que se había amarrado a algún lugar, con el oficial de derrota, y conducía la nave con coraje y decisión: a aquel lugar espantoso le llaman el golfo de las Penas, pero eso no lo sabía la que sacaba las imágenes del fuego, ni la otra que, con su niño, las contemplaba. Todo esto lo recordé, como acabo de decirte; y tenía delante el fuego de nuestra chimenea, bailándole las llamas, alegres y dramáticas, y creándole formas innumerables. Se me ocurrió que acaso yo pudiera, como aquella mujer, interrogar al fuego… ¿Por qué no ha de residir en él, mejor que en un espejo, el secreto de lo pasado y de lo que ha de pasar, no solamente de lo que está pasando? Es posible que aquí nuestros criterios diverjan, Ariadna. Alguna vez, riéndote, me has contado que, en Nueva York, en momentos de angustia, acudiste a la maga, aquella que es de tu tierra y habla tu misma lengua, bueno, no exactamente, sino un dialecto próximo, que entiendes; y que ella trajo a un espejo la imagen de tu madre, de quien pudiste escuchar palabras de seguridad. Un espejo, Ariadna. En los espejos dice leer Cagliostro: cosa, el espejo, de ese mar tuyo, tan hermoso, en el que alguna vez quisiste competir con los delfines, en el que alguna vez pudiste competir con las sirenas. (En nuestro lago hay sólo unos pescaditos colorados.) Espejos, cosa vuestra, de esas riberas, no de las mías. En las riberas del océano, y también en los montes aledaños, y en los de tierra adentro, las verdades del tiempo se leen en el fuego. Como lo hacía Viviana, la que tuvo a Merlín prisionero en la tumbaga fulgurante de un anillo; como lo hizo Nyneve, que encerró al tal Merlín en el palacio de palabras, viento y ensueño que él mismo había inventado, y allí espera. Lo nuestro, Ariadna, es el fuego: por eso interrogué, temblando de esperanza, al de la chimenea, y las llamas respondieron. «¡No! -grité- ¡El Artemisa, no! ¡Antes, antes! ¡Quiero enterarme de algo de la revolución de La Gorgona!» El bergantín donde Agnesse dormía, tranquilos ya su corazón y el mar, se hundió en el centro oscurecido de las llamas, y apareció la Isla…

Me dijiste una vez, una ocasión dramática seguramente: «Nos han quitado a Dios. No quedan más que el amor y la magia», y con «amor» en este caso, querías decir «el sexo sublimado», que era de lo que estábamos tratando; pero a lo largo de la conversación se puso en claro que a lo que te referías era más bien a una especie de misticismo que usaba el cuerpo como instrumento, pero que no era únicamente corporal, aunque no parezca apropiado llamarle espiritual, ya que en lo que consistía realmente (en lo que consistirá si las cosas te salen bien) era en una especie de adhesión total de una persona a otra, aunque en posición de reciprocidad, según el modelo divino, puesto que Dios se daría entero a quien se le entregase de ese modo. Aparte de que en tu caso encuentro bastante desproporcionada la sustitución de Dios por Claire, ese hombre entero y verdadero, singularmente entero, no cabe duda de que ese tipo de adhesión personal es lo que se advierte en las miradas de ciertas muchachitas que en la cafetería de la universidad se abrazan a sus amigos, casi diríamos que se adhieren como el sello al sobre de la carta, y sería estimulante si no supiéramos que esa mirada de ambición totalizadora en la posesión y en la entrega, pierde el brillo y el calor después de un ejercicio sexual intenso, y se torna en mirada de aburrimiento y decepción unos meses después, a veces unos días solamente, como le pasó a la pobre Karen, la recuerdas, aquella de Connetticut, que vino a preguntarme, desolada, por qué no le había advertido a tiempo lo que era de verdad el matrimonio. Lo malo de ese modo de amar es que se espera demasiado de lo que sólo da de sí lo suficiente, lo indispensable, si se le sabe conducir con tino, casi con frialdad, o al menos con esa inteligencia que viene del instinto y que sabe o adivina dónde empiezan los límites. Siempre opuse a tu manera mística de entender al amor (que es además una manera teórica, pues tu experiencia, hasta ahora, es limitada), esa otra que se parece más bien a una obra de arte; pero ya sé que tu concepción del ejercicio amatorio (repito, perfectamente teórico) con insistencia en el arrebato, el deliquio y el éxtasis, se contrapone a la mía. Deberías, sin embargo, tener en cuenta que ese modo de amar que esperas y al que aspiras no te vino de un deseo especial y singular (tu deseo no es ni más ni menos que el mío o el de cualquiera), sino que te fue sugerido por Claire, de quien escuché alguna vez esa teología del amor decapitado; pero, ¿sabes por qué te la comunicó?, ¿por qué quiso hacerla tuya? Pues para que lo ames a él como puede amar a Dios una monjita mística: pura imaginación operando en el vacío; en una palabra, para saberse adorado, pero sin necesidad de un dardo áureo que te traspase.

Yo, ya ves, no quería escribirte de eso y me salió: se conoce que era algo que necesitaba decirte, algo de lo mucho que indudablemente te diré. Pero de lo que ahora intentaba tratar, lo que realmente venía a cuento, es acerca de lo mágico, ese segundo término invisible de lo que sobrevive a la muerte de Dios: mete cuanto quieras en el ámbito, desde las premoniciones a las revelaciones, aunque no el transcurso de la historia, sino sólo algunos de los medios para llegar a ella, entre los cuales cuento unos que son legítimos y otros que no lo son; pero, principalmente, las personas que pueden valerse de ellos y las que no. A Cagliostro, que pasa por este mundo como un lucido charlatán, no puedo hacerle objeciones. En principio tampoco tengo nada que oponer a que tu Claire practique el espiritismo, a condición de que no lo utilice para la investigación. Yo puedo, en cambio, valerme de las llamas para averiguar eso mismo que él busca, porque no estoy comprometido con la ciencia por un título solemne, porque no traiciono lo que me justifica; antes bien, si no metiera en las palabras esas imágenes surgidas en las llamas, serían imágenes inútiles, y a lo que yo me debo es precisamente a las palabras, y como son palabras lo que vas a recibir, ¿qué más te da que procedan del fuego o de un espejo, o que las haga salir de tu cuerpo dormido? Lo que yo quiero, a lo que aspiro, es a levantar, es a oponer a ese mamotreto de Claire, razones sobre documentos, un mamotreto distinto, palabras que encierran hechos y figuras. Yo no voy a demostrarte que las cartas de Agnesse son apócrifas y que forman un solo cuerpo con ese gigantesco apócrifo que es la historia de Europa durante cuarenta años; lo que voy es a contarte, por sus pasos, eso sí, por qué en un momento dado pudo Agnesse escribir que Napoleón era un bulo. Reconoce al menos que sacar tal conclusión del espectáculo del fuego es necesariamente hermoso. Encontrarás, entonces, justificado el abandono, en el Mediterráneo ya tranquilo, del bergantín Artemisa, y que atienda a los sucesos anteriores en unos cuantos años, pocos, ya que, por alguna razón, los que gobernaban antes, permitieron que sir Ronald habitase en la Isla, y también por alguna razón le expulsaron quienes vinieron después. La revolución se sitúa entre ese después y ese antes, y lo que los libros nos dicen no basta para explicar esa cuestión menuda de sir Ronald, cantidad desdeñable en un conjunto tumultuoso y precipitado, en algunos aspectos catastrófico, pero en modo alguno original, sino como cualquier revolución: a ti te quito para ponerme yo. ¿Será que los banqueros y los marinos fueron más sensibles a la poesía que los importadores y los ingenieros navales? Porque el libro que he leído en la biblioteca de la universidad, una monografía con la historia completa de la Isla, aunque abreviada, aclara que la revolución la sufragó Inglaterra sin más propósito que asegurarse una alianza estratégica y disponer de ciertos astilleros que le proporcionasen barcos: en la Isla de La Gorgona se construían los mejores navios de aquellos tiempos, veloces y resistentes como delfines. Pero a un historiador moderno, que explica lo sucedido en el mundo por la lucha de clases, y la revolución de La Gorgona por la inquina que se tenían los burgueses importadores y los banqueros aristócratas, ¿qué puede interesarle la suerte más o menos adversa de un poeta nacido en una cuna blasonada que a lo largo de su vida sólo mostró interés y amor por el amor y la poesía? Aparte de que seguramente no se conservarán documentos en que se registre y ratifique el paso de sir Ronald por La Gorgona. Tenemos que fiarnos de sus palabras, las cuales, por otra parte, no tienen por qué mentir, al menos más allá de lo que un gran poeta puede entender por verdadero.

Había un hermoso fuego en la chimenea: llamas largas, rojizas, y llamas cortas, azuladas, como un bosque de color y movimiento; y había también agujeros oscuros, como túneles ardientes, ¡yo qué sé! Me puse a contemplar, conjurando el misterio con mi deseo, y entre las llamas se perfiló la cabeza de Ascanio Aldobrandini, aún no sabemos quién es, una cabeza hermosa y decidida, el gesto duro, hecha de dardos implacables la mirada, pero ligeramente cojo. Se dirigió a un concurso de hombres enmascarados, y al lado de él, en la mesa que tenía ante sí, yacía también su máscara. «Si no le recordáis, yo os lo recordaré: Galvano della Porta, que enviaron a Prusia para que se hiciese militar en la escuela del rey Federico. Su padre era uno de los nuestros: suministraba a los buques bastimentos de boca y cañón, pero al hijo le atraía la gloria. Fue recomendado del emperador, salió teniente, y como aquí no tenemos ejército, se contrató con el zar, y llegó a general después de pelear todas las guerras. Si ahora regresa, es por haber sentido que la voz de la patria lo ordenaba.» Hablaba Ascanio con gravedad, tranquilo, sin redondear las palabras, sino recreándose en sus aristas. Alguien le preguntó desde el corro: «¿Por qué, entonces, se esconde?». «Porque trajo consigo una enfermedad espantosa que comienza ya a dañarle la nariz.» La imagen de un rostro carcomido como la pata de un mueble viejo sacudió seguramente aquellos corazones en cónclave, y algunos de los presentes reprimieron una exclamación de espanto. «Entonces, ¿cómo va a dirigirnos?» «Yo recibiría sus instrucciones… No olvidéis que soy el que le esconde, el que ha comprometido la cabeza en su seguridad.» «¿Y cuál es su manera de pensar?» Ascanio hurgó en el bolsillo y extrajo, con parsimonia, un papel doblado. «Si os complace puedo leeros su manifiesto.» «Sí, sí, claro, por supuesto.» Alrededor de Ascanio Aldobrandini había crecido el espacio, y era como una ventana o como un escenario rodeado de llamas. Hacia el lugar alumbrado en que se hallaba Ascanio, se tendieron las cabezas sin rostro. «A los hombres honrados de mi país, paz y esperanza. Guerra implacable, entenderlo, a los que nos oprimen.» Ascanio hizo una pausa, y paseó la mirada alrededor: comprendió, por la posición de las cabezas, que detrás de las máscaras se ocultaban rostros anhelantes, y alargó, por eso mismo, la duración de la pausa. «Empieza bien. Continúa», dijo entonces alguien, impaciente. No voy a repetir, Ariadna, punto por punto, el texto entero, prosa entre la arenga y el panfleto, con invocaciones a Dios inteligentemente situadas, de quien el redactor se declaraba mano diestra: una prosa caliente contra el Podestá De Risi, Gran Comodoro de la Armada Comercial y cabeza visible enemiga, el responsable, además, al parecer, de que la reliquia de san Demetrio, propiedad indiscutible de la catedral católica, la custodiasen ahora en su iglesia los ortodoxos griegos… Si bien para que entiendas cabalmente, no me queda otro camino que el de hacer aquí un inciso e informarte de que en La Gorgona convivían desde los tiempos de Maricastaña una comunidad latina de comerciantes y banqueros, aunque también de otros oficios, y otra de griegos, marineros los más, aunque también operarios de la construcción naval. La manzana de la discordia entre las dos comunidades fue esa reliquia, que a lo largo de los siglos pasó unas cuantas veces de ser guardada por barbudos popes a serlo por lampiños curas en las iglesias respectivas, siempre con gresca y zaragata, a priori y también a posteriori, tú me la quitas, yo me la llevo, la dichosa reliquia de san Demetrio. Debo añadirte que los griegos, marinos o calafates, vivieron en barrio propio con fuero y autonomía, al otro lado de la ensenada, un cuerno de agua azul entre las partes de la ciudad, y la de allende el color le llaman todavía el Arrabal. Pues los banqueros y los marinos, en los últimos tiempos, habían halagado a la comunidad helénica, que les construía barcos y se los tripulaba, aunque siempre sin ascender más arriba de contramaestres, y les había cedido por las buenas, sin pelea y en contra de la opinión vaticana, el santo hueso disputado: lo cual les pareció de perlas a los secuaces de banqueros y comodoros, la gente bien de la Isla, cabezas en general incrédulas, corazones abiertos a la licencia del amor, y lo sintieron como ofensa personal y colectiva los comerciantes y los importadores, que eran los defensores de la fe estricta y de la moral prieta. Esta es la razón por la que en el manifiesto del general Della Porta leído por Ascanio Aldobrandini con voz en que pesaba la autoridad aplastantemente recibida de los cielos, fuese el Hueso lo primero nombrado en su resumen de agravios, y después la palmaria inclinación de la casta dominante (de cuyas injusticias sufrían ante todo los importadores de efectos navales) hacia la recién estrenada Revolución Francesa, vade retro, Satán, y su diabólica ideología, ¿qué es eso de conceder el voto a los helenos?, ¿para qué?; ante lo cual la Iglesia se había echado a temblar y mostraba las uñas de sus garras, como el Imperio, como los reyes por la Gracia de Dios. «Somos muchos los que sospechamos (decía Galvano textualmente) que los tratos entre el Terror y nuestra Señoría abocarán a una Alianza endemoniada en cuya virtud se hará de nuestro puerto inexpugnable base de operaciones de la República en el Mediterráneo. ¿Y qué se derivará de esto, sino la tiranía universal de Robespierre? ¿Veremos cómo se instala en la Plaza de Armas la guillotina y cómo arrastran a ella a nuestros honorables ciudadanos?» A causa de lo cual y de otras quisicosas, Galvano pedía solidaridad para la acción, y acción resuelta. Cuando Ascanio hubo acabado la lectura, sucedió a sus palabras un segundo silencio, pues era seguramente el ardid que mejor dominaba, suscitar de repente el anhelo. Lo interrumpió por fin desde un asiento lejano una pregunta anónima: «Y, en caso de rebelión, ¿quién nos protegerá de la República Francesa?». Ascanio no vaciló en responder: «Inglaterra. Por la cuenta que le tiene». «Y, ¿qué es lo que nos ordena el general?» «De momento, cada cual a su casa y en silencio: hablar puede llevarnos al fracaso. Las órdenes concretas irán a domicilio. Y, dentro de una semana, aquí otra vez.» Se vio en medio de las llamas cómo aquella pandilla de máscaras abstractas requería sus capas de conspiradores y sus bastones de estoque, y salía a la noche por pasadizos secretos, no sin antes haber rezado un padrenuestro. Estaban en los sótanos del antiguo cenobio cisterciense, más tarde Casa del Temple, en los últimos tiempos almacén de artillería de la armada: corredores de bóvedas cruzadas, laberíntica traza, en cuyas crujías se tropezaba a veces con huesos de esqueleto de alguien que había entrado allí para fisgar: el supuesto tesoro de los Templarios aún atraía la codicia de bastantes curiosos.

Lo que siguió, Ariadna, tengo también que resumírtelo. ¿Quién distribuyó en las horas profundas, descuidadas, de una noche, papeles con el manifiesto impreso del general Della Porta, nombre hasta entonces desconocido, interrogante a partir de entonces plantada en todas las conciencias? ¿Quién es Galvano? ¿De dónde viene? ¿Quién lo envía a redimir la atribulada Gorgona (o a alterar la paz de sus vecinos, según se mire)? El comodoro De Risi, antiguo Gran Almirante, ahora Podestá, lo preguntaba a su secretario, un capitán de fragata que había hecho la guerra en los siete mares, que había perdido una pierna en las Molucas y un ojo en el canal de Otranto. «¡Ah, no recuerdo ese nombre, almirante! Hubo unos Della Porta en la calle del Tránsito, cuando yo era muchacho, pero no sé que ninguno de ellos se llamase Galvano.» La respuesta le llegó al comodoro cuando alguien dejó encima de su mesa un papel de aleluyas cantadas por un ciego en el que se narraban las hazañas del general en la guerra de Rusia contra Turquía, y las que un día más tarde cantó otro ciego con las heroicidades de Galvano en las estepas del Asia Central. «Lo que no acierto a explicarme, dijo el comodoro De Risi, casi riendo, es cómo hemos ignorado durante tantos años que la Isla fuese cuna de un héroe tan pegado a la tierra. Porque, hasta ahora, todos los nuestros lo fueron de batallas navales o de tormentas, pero esto de ganar trifulcas en tierra firme es una novedad.» «Por eso, almirante, llama tanto la atención.» Otro día fue un soneto anónimo, pero de buena calidad, en que se exaltaban los méritos del militar, y el mismo día, por la tarde, sobrevino una algarada en el extremo de la ciudad latina, por la parte que mira al Arrabal, en que la gente victoreó a Della Porta y exigió al mismo tiempo que la sagrada reliquia de san Demetrio fuese devuelta a sus legítimos detentadores: los griegos de la otra parte de la ría, al escuchar el barullo, al traducir las voces, presintieron que una matanza amenazaba: las madres apretaban a sus hijos contra el pecho y, los hombres, los puños contra lo inevitable: en la ría no había barcos propios fondeados cuyas tripulaciones pudieran ayudar o en que los de más fortuna pudieran escapar. Mandaron una comisión cerca del Podestá: «¡Van a volver los viejos tiempos, Señoría, en que a las madres griegas se les arrancaban los hijos de los vientres hinchados!». El comodoro De Risi les respondió: «Lo más que puedo hacer para que os defendáis vosotros y me defendáis a mí es entregaros las armas. Llevároslas del arsenal los que trabajen en él. Daré órdenes». Al día siguiente, unas docenas de fusiles pasaron al barrio griego: eran armas bastante anticuadas. Al mismo tiempo, en los patios secretos de los comerciantes, escuadras de voluntarios hacían la instrucción con armas relucientes, que de los barcos ingleses habían desembarcado en la clandestinidad: las cajas que las traían venían consignadas como de bacalao.

No creas, Ariadna, que la síntesis de una revolución, aunque abarque tan poco espacio como el de La Gorgona, es cosa de palabras escasas. Estoy abreviando lo que me gustaría contarte por lo menudo y con el necesario patetismo, o, ¿quién sabe?, el melodramatismo inevitable: aquellas noches de conspiración y vigilancia, embozados que se deslizan como sombras por las esquinas oscuras, guardianes sigilosos que piden el santo y seña, conciliábulos, disputas de estrategia y de táctica, arengas sotto voce, y también ejecuciones secretas de traidores y eliminación de sospechosos. ¿Fue la casualidad la que atrajo aquellos días a la Isla una incontable banda de aves negras, seguramente africanas, del Nilo o del desierto, que planeaban, graznando, por encima de terrazas, entre las torres y los campanarios, entre las chimeneas, y caían sobre el cuerpo flotante de un desaparecido? Los griegos las recibieron con pavor, los latinos como agüero de triunfo. Tampoco fue casual que arribaran al puerto barcos despachados desde Londres de los que se desembarcaban mercancías de extraño peso y gran volumen, que hacían retemblar los guindastes. A Ascanio se le veía en todas partes: por el día, vigilando los negocios de su suegro, el mayor importador de efectos navales: un anciano de cuerpo paralítico y mente esclarecida, además de muy rico, que desde la torre de su palacio parecía vigilar cada acción y cada hora, mientras su hija Flaviarosa le contaba al dedillo lo que pasaba y lo que iba a suceder, llevaba y traía órdenes. ¡Ah, la unigénita en que se recreaba el padre, retoño admirable, heredera universal! La miraba ir y venir el viejo cascarrabias, silenciosa y eficaz, como si fuese ella sola la que moviese la conspiración, ¡y tan hermosa! La gente se había preguntado sólo unos años antes el porqué de su boda con Ascanio, el Adonis del pie zambo, que no poseía una dracma: la respuesta les llegaría ahora a los que, cada noche, descubriesen el paso furtivo de una sombra ágil y reiterada que se podía identificar por una leve cojera, que estaba en todas partes, salía de todas las sombras, entraba en todos los sótanos, y a todos los escondrijos llevaba las consignas que en su refugio desconocido (Ascanio añadía que inexpugnable) elaboraba el general: en alguna ocasión, como una confidencia, Ascanio agregaba al texto de la orden: «Hoy no le pude ver: me habló desde la oscuridad. Debe temer que su olor me espante», y añadía unas palabras que admiraban y al mismo tiempo conmiseraban. «La lepra es una enfermedad terrible», fue la respuesta. «Me pidió que le llevase un espejo», aclaró Ascanio. Casi todas esas noches, en casi todas esas ocasiones, a la silueta vacilante, pero enérgica, de Ascanio, acompañaba otra, más grácil y un poco más menuda, como una flor que caminase al lado de una encina: a Flaviarosa le gustaba encerrarse en un traje de mancebo, y ser testigo, ¿testigo?

Por las calles, en los mercados, en las tiendas, se distinguían las esposas y las hijas de los conjurados, de aquellas cuyos maridos y cuyos padres navegaban por la mar remota bajo el pabellón amarillo y verde de La Gorgona. Unas, erguían las cabezas, adelantaban los morritos, miraban como diciendo: «¿De modo que tenéis en los salones caobas de Filipinas y alfombras de Teherán? Pues ya las iréis vendiendo por lo que queramos daros, porque los honorarios de los marinos no volveréis a cobrarlos». Eran dos siglos de rencor, la historia moderna de La Gorgona: el que sentían los tenderos y los importadores hacia los banqueros y los comodoros, desde que éstos les habían desplazado de los mejores puestos en la Fiesta del Mar, aquella apoteosis de la marinería, y les habían relegado a puestos de fortuna, cada cual se coloca donde puede, siempre en segundo término. A pesar de lo cual, ni las cabezas ni las barbillas de las otras decían nada porque nada tenían que decir, porque nada sabían; pero, eso sí, sentían algo cambiado, la tierra, el aire, o el mundo entero, y que en lo que se avecinaba, ellas no gozarían de un cómodo lugar. El mismo comodoro De Risi, en su salón de Podestá, aunque todo estaba igual, se daba cuenta de que todo era distinto: los pasos quedos de los servidores, las sonrisas invariables de los escribientes. Preguntaba al secretario: «¿Está prevista la llegaba de algún barco? ¿Con cuántos hombres contamos para la defensa? ¿Fueron inspeccionados los castillos?». «Ningún barco de los armados tiene prevista la llegada antes de un mes. El alcalde de los griegos me dice que cuenta con unos doscientos hombres, pero que las armas en su mayor parte no funcionaban. Los cañones de los castillos están en perfectas condiciones, pero, como Su Señoría sabe, sus tiros no alcanzan a la ciudad: son cañones pesados para cruzar los fuegos e impedir que nadie pase por la boca de la ría. Lo único esperanzador, aunque no demasiado, es que los muchachos de la Escuela Naval, que sospechan algo, están dispuestos a morir.» El comodoro pensó tristemente que morirían (uno de ellos era hijo suyo), pero prefirió callárselo. Cuando, al mediodía, entró en el comedor donde su esposa le esperaba, en un momento en que el criado había salido, le susurró la conveniencia de que Demónica, la hija, abandonase el convento en que se estaba educando y volviese pronto a casa. «¿Sucede algo?» «¡Me gustaría saberlo!» Aquella tarde, con el alcalde de los griegos, dispuso que se escalonasen guardias en el camino terrestre que llevaba al Arrabal, y que defendiesen el muelle. Mandó también que una chalupa le esperase día y noche a la salida del túnel secreto por el que sus antecesores habían abandonado la señoría en caso de conspiración o algarada social: un pasadizo cargado de historia, manchadas de ilustres sangres las losas de su pavimento. «Nuestra única solución, explicó a su secretario, es hacernos fuertes en el Arrabal y que los castillos impidan la entrada de cualquier barco, como no sea uno nuestro, el primero que esperamos. Confío en aguantar alrededor de un mes. El barco en nuestras manos, la ciudad será rendida fácilmente.» Había extendido encima de su mesa la enorme carta náutica, a cuyos trazos negros había añadido cruces rojas que marcaban su plan táctico: aquel roquedo aislado, al que Ulises arribara antes que nadie, en cuyo manantial inagotable colmaban los navegantes desde entonces los odres del agua, aparecía allí reducido a mero contorno; los breves peñascos de su orografía eran números que señalaban alturas, y, en las orillas del mar, números también prevenían de profundidades y calados. La mar entraba por una boca angosta, se extendía y partía en dos cuernos desiguales, el breve de la izquierda, y el de la derecha, alargado, que entraba hondamente en tierra y a cuya orilla se acomodaba el astillero. La ciudad se situaba entre ambos, orientada hacia el mar, calles rectas y largas paralelas a la costa, calles rectas y largas que trepaban a la colina en donde los Templarios habían instalado su cindadela. De Risi la señaló: «Si hubiéramos tenido la precaución de fortificarla, bastaría con refugiarse ahí arriba y esperar». El secretario sonrió ante lo ya imposible: «Siempre oí decir que era ya una fortaleza inútil, sin más valor que el recuerdo». «Siempre supimos que la Isla es inexpugnable desde la mar, y ese convencimiento rigió la disposición de nuestras defensas, pero a nadie se le ocurrió que un día el enemigo pudiera venir del interior, que el ataque lo pudiera organizar alguien que tuviera la mente de un militar de tierra, como ese Galvano de que hablan, y en el que, la verdad, me cuesta mucho creer. Pero lo cierto es que esta conspiración la ha organizado alguien que no sabe de mar ni de barcos.» Por la ventana del salón se veía la torre del castillo: en su mástil ondeaba la bandera de La Gorgona: la cabeza del monstruo sobre fondo amarillo y verde. Y vieron de pronto cómo alguien invisible la arriaba y la sustituía por la antigua blanca, con la cruz colorada del Temple. El Podestá y su secretario se miraron. «¡Hay que escapar!» Por la puerta secreta se escurrieron en demanda de salida: hallaron que les habían robado la falúa, y, en su lugar, un bote de gente armada, a la que hicieron inútilmente frente. Aproximadamente al mismo tiempo, Ascanio alcanzaba la gran sala donde la improvisación de la fuga había dejado bien visible la carta con el plan de las defensas. A Ascanio le seguía la flor y nata de los conspiradores, vestidos todos como coroneles, y habían llegado hasta allí sin que los servidores ni los chupatintas hicieran resistencia, antes bien, les saludaron como presuntos nuevos señores. Ascanio examinó la carta náutica, estudió sus cruces coloradas. «Nos lo dan todo hecho», dijo. «¿No consultas al general?», le preguntaron. «¿Para qué, si estamos ya en el secreto? Así ganamos tiempo.» Empezó a dar órdenes, a distribuir la gente. Hacia el lado de la Escuela Naval se oían los primeros disparos. Las escuadras armadas recorrían las calles: muchos balcones se abrían y les vitoreaban; otros, se cerraban y dejaban caer la persianas del miedo. Llegaron órdenes de respetar los domicilios, de dejar tranquilas a las mujeres y a los niños, de cargar recio y sin cuartel contra los guardiamarinas; pero lo que más sorprendió, lo que más disgustó a las tropas voluntarias fue la prohibición expresa de matar más helenos que los indispensables: hubo quien se recrestó contra la orden después de tantos años esperando la matanza: ¡se frustraba de este modo el bombardeo a mansalva del Arrabal, la ejecución definitiva de la justicia esperada!: «¡Imbéciles! Si matamos a los griegos, ¿quién va a trabajar en los astilleros? ¿Vosotros, por ventura? Entender bien de una vez para siempre: necesitamos de los banqueros y de los trabajadores: los que nos sobran son los navegantes». Lo cual fue como orientar a meta definida y enteramente política la sed de sangre insaciable: a algunos de estos protestones se atribuyen los ahorcamientos de oficiales retirados de la Armada y de los profesores y monitores de la Escuela Naval (los alumnos habían caído todos en la defensa). Ascanio Aldobrandini, inclinado sobre el plan estratégico enemigo, tomó medidas inmediatas: «¡Que fortifiquen sin perder un instante la esquina Colorada, y no dejen que pase un solo griego con vida!». En los libros de historia suelen reproducir la fotografía del monumento a la Gloria de los Defensores de esa Esquina levantado: la gran batalla terrestre de que se enorgullecían los vencedores, veinte días de tira y afloja, hoy conquisto una ventana, hoy la abandono, que venga gente, ya han muerto dos, los griegos tienen muchas bajas, a tantos los hemos visto enterrar ¡quién sabe a cuántos no habremos podido ver! Ascanio trajo del escondrijo del general la orden y el detalle de lo que todavía se llama la Gran Marcha Envolvente: cincuenta mozos aguerridos y bien armados que salieron de noche y rodearon las colinas para coger a los griegos por la retaguardia. De madrugada se habían instalado ya en la cota 327, y los griegos advirtieron con pavor que tenían con ellos un cañoncito, cuya primera bala, una pesada advertencia, pasó candente por encima de las cabezas y se hundió en las orillas, no beligerantes, de la ría. Poco después, en una de las ventanas de la esquina asediada apareció la bandera de parlamento. Los griegos no entendieron su significación hasta que vieron aproximarse a sus líneas a un oficial latino y dos sargentos, sin armas, que pedían hablar. Otros tres griegos salieron a la tierra de nadie y escucharon. «Tenéis seis muertos ya, que pueden ser sesenta. Galvano della Porta os ofrece la paz, a condición solamente de que devolváis la sagrada reliquia de san Demetrio. Tenéis veinticuatro horas para pensarlo, durante las cuales, si os parece, podemos establecer una tregua.» Se retiraron los griegos con el mensaje, lo transmitieron a los mandos, se discutió, el obispo ortodoxo fue invitado a la sesión. El bando de unos pocos advertía contra la patencia del engaño: quedar inermes y luego los matarían; entonces propuso alguien que, como garantía, pudiera conservar las armas al menos durante un año, y en todo lo demás, conformes: fuera, en la plaza, silenciosas, las mujeres esperaban la decisión. Cuando supieron que sólo les exigían el Hueso, lloraron, pero también dieron gracias a Dios. El texto de la propuesta, firmado por el alcalde y el obispo, llegó hasta Aldobrandini. «¡Tengo que consultar al general!» Y se marchó. ¿Dónde ocultaba a Della Porta? ¿En el castillo, quizá? El coche de Aldobrandini había sido visto por una de las calles en cuesta, aunque ya de vuelta. Lo rodearon los capitostes de la conjuración. «Al general le parece perfecto que los griegos exijan una garantía. Están, como podéis imaginar, escarmentados.» «¿Y por qué andamos con contemplaciones? Con matarlos a todos… Quedaríamos libres de esa gentuza, y para el trabajo en el astillero, ya aparecería quién.» El que había hablado era un importante hombre de negocios, Giorgio. Ascanio lo encaró y le habló así: «Hasta ahora, La Gorgona ha vivido, y no mal, del comercio de nuestros barcos. A partir de este momento, no entrará en la Isla una sola moneda que no provenga de la construcción de buques, como bien sabes. En realidad, hemos llevado a cabo esta revolución para sustituir el comercio marítimo por la industria; pero a ti no se te oculta que Inglaterra nos encargará sus grandes navios de combate sólo porque nuestros carpinteros de ribera resultan más baratos que los de Southampton. En cuanto mates a los griegos y tengas que importar trabajadores, se hundió gloriosamente el negocio en las aguas del mar». Giorgio inclinó la cabeza, permitió que el sentido común acallase las furias apasionadas de la venganza. «Hay que dar gracias a Dios de que a los griegos no se les haya ocurrido también pedir la libertad o la vida de De Risi. Hubiéramos tenido que concedérselas y tendríamos que prescindir del gran proceso de responsabilidades, del Gran Juicio que todos esperamos. La muerte del comodoro, ¿no satisface más nuestras reivindicaciones que la de un par de centenares de griegos?» A todos los reunidos se les representó el espectáculo apabullante del Tribunal, todos enmascarados; el temido Consejo de los Diez, que no se descubría el rostro hasta dictar la sentencia: de entre los Ciento escogidos, más enmascarados todavía. ¡Dos siglos por los marinos relegados, aquellos tribunales democráticos, a la vacua condición de recuerdos! Pero aún permanecían memorias de la justicia implacable que ejercieran durante la Edad Media, y después. Era probable, además, que entre los presentes se eligiesen los Ciento. ¿Quién duda de que alguno de ellos se sentaría entre los Diez? Ascanio despachó un ayudante con instrucciones para que a la mañana siguiente se firmasen las paces, e inmediatamente empezó a preparar la gran concentración del Día Glorioso, todo el mundo delante de la catedral para asistir al llanto de los helenos cuando su obispo barbudo entregase la reliquia al bien rasurado obispo de los latinos: fue un momento especialmente histórico, subrayado por el fuego de todas las baterías y el repique de todas las campanas, y se continuó luego, retirada a sus bases la patética procesión arrabalera, en la plaza de la Señoría, el lugar de las grandes efemérides, donde Ascanio salió al balcón, rodeado de proceres, y leyó el decreto en el que nombraba Podestá al general Galvano. El pueblo reventó en aclamaciones, y pronto se manifestó la voluntad unánime de ver al general: cuando esta petición era un clamor, Ascanio señaló el castillo de los Templarios, allá arriba, en la cima de la ciudad; señaló la terraza delante de la torre del homenaje, y todos los presentes pudieron ver cómo una figura menuda y algo rígida, a la prusiana, se aproximaba al parapeto y se apoyaba en él: alzaba una mano, saludaba… Los que en aquel momento disponían de un catalejo, aseguraron después que el general Galvano vestía unos pantalones de ante blanco, con botas negras; una redingote militar de color gris oscuro y un sombrero con ala alzada por delante: mantenía una mano debajo de los botones del pecho, y saludaba con la otra. Alguien dijo en secreto que no venía a recibir los abrazos y los vítores porque estaba leproso: cuando el secreto se hubo extendido debidamente, callaron los clamores y se levantaron hacia el castillo aquellos miles de manos silenciosas y elocuentes. Y sucedió que el sol, que se ponía, envió sobre la plaza y los presentes la sombra oblicua, alargada, del general, y todos enmudecieron, como si el ala de un arcángel los cubriera. Aldobrandini dijo: «¡Esto hay que institucionalizarlo!». Y se contempló la movediza sombra recorriendo las cabezas atónitas conforme se retiraba el sol. Entonces, el general Della Porta desapareció: quizá llorase. A nadie sorprendió que desde aquel momento mismo Ascanio Aldobrandini se instalara en el sillón ocupado hasta entonces por el vencido comodoro: se le tenía por lugarteniente de hecho del general, se le tenía por su primer ministro. Empezó a firmar decretos: «Vista y estudiada serenamente la propuestea del Tribunal de los Diez, reunidos en sesión especial y pública, accedo a condenar a muerte y lo condeno, al comodoro Arcángelo de Risi, el cual, antes de ser ahorcado de una almena del castillo, será desposeído de su grado militar, de sus títulos y privilegios. En nombre del Podestá, lo firmo… Ascanio». Así: el nombre solo. El cuerpo del comodoro permaneció ocho días a la vista, juguete de vientos, comida de grajos. Después se permitió a su esposa que lo enterrase: ella y su hija Demónica fueron invitadas a emigrar, porque el corazón cansado del general no podía soportar el sufrimiento de su presencia en la Isla, esposa e hija del vencido. ¿Qué culpa tenían ellas? El hijo había muerto en la defensa de la Escuela Naval, como su padre temiera. Varios pintores representaron el momento en que el comodoro recibió la notificación de la sentencia: el Tribunal de pie, y él también: un gentío silencioso en las gradas para el público. Pero difieren los artistas en la interpretación del acontecimiento: para algunos, en el rostro de los jueces se pinta el terror secreto, el temor a los remordimientos y a la Justicia divina, mientras que en el reo resplandecen la dignidad y el valor: para otros, lágrimas cobardes mojan el rostro temeroso de De Risi, al tiempo que el fulgor de la Justicia envuelve como un halo la cabeza de los jueces: ambas versiones comparecen vecinas, hoy, en el Museo Local de La Gorgona, pero empieza a olvidarse el episodio. Lo que en cambio recuerdan los habitantes de la Isla, y lo tienen escrito en letras de bronce a la entrada del astillero, es la frase que pronunció el joven Pitt cuando supo que la revolución había triunfado: «Si Inglaterra tuviera un puerto como el de La Gorgona, lo haría rodear de una muralla de plata…». Se dijo de Flaviarosa que, cuando le fueron con el cuento, se limitó a responder: «Pues, ¡yo, no!». En cambio, su marido se puso a calcular la plata, y a hallar la equivalencia en esterlinas.

Dos horas frente a la chimenea, Ariadna, las del crepúsculo; un sol hermoso, seguramente, incendiando los átomos del bosque: hasta que se me fatigaron los ojos de contemplar la lumbre, de leer unos hechos en sus lenguas cambiantes. Hubiera buscado a sir Ronald en medio de tanta gente, hubiera debido hacerlo, y hallar con él su estupefacción, su asombrada sonrisa ante el transcurso de los sucesos, su carcajada rigurosa y fría como un razonamiento al presenciar la apoteosis del general, pero cuando te sientes arrebatado por un barullo como éste que acabo de relatarte, en parte vendaval y en parte vocerío, rico en heroicidades que no aludo y en dramas personales que me callo, lo normal es olvidar las peripecias privadas de los que se mantienen ajenos al tumulto, que en este caso sería como al margen de la historia, a la cual, por otra parte, pertenecía ya sir Ronald; lo que entre tanto hacía o padecía, lo que se divertía quizá y probablemente, lo averiguaremos otro día, según lo vayan exigiendo las circunstancias del relato. Puedo, ahora, satisfacerte en cambio con un par de pequeñeces que innecesaria pero también inevitablemente pude averiguar: que debiera olvidar, pero que no olvidé, al modo como tampoco se olvidan ciertas minucias que en el recuerdo se agrandan y a veces llenan toda una vida o sirven de soporte a una esperanza, cuando no a un rencor: así, cierta mirada que me dirigiste, cierta caricia que me regalaste, no quiero decir ahora por qué ni cómo. La primera de esas minucias fue que en un momento de la reunión en la Gran Sala del Consejo, cuando aquellos que habían participado en la Liberación de la República con algo más que con el simple grado de sorche voluntario se habían congregado alrededor de Aldobrandini, cada cual deponía su declaración, y varios secretarios, en competencia de habilidad, lo registraban en actas, preguntó Ascanio al final y sonriente: «¿De manera que todos, vivos y muertos, animales, pedruscos y plantas, han participado en la conspiración con entusiasmo unánime?», uno, seguramente un bromista, o, ¿quién sabe?, un delator disimulado, le respondió: «Sí, Señoría, excepto los jacintos que plantan en sus macetas las esposas e hijas de los marinos. Ésos se han negado a toda colaboración», a lo que Ascanio respondió con una carcajada contagiosa: «¡Pues que los corten a todos, esos jacintos, sin que quede uno solo!», por lo que también la Isla de La Gorgona, como la nuestra, puede llamarse con entera propiedad, aunque sólo desde entonces y para nosotros, «La Isla de los Jacintos Cortados». ¿Verdad que hace bonito?

La segunda minucia requiere bastantes palabras más, con las que quiero presentarte a un personaje que en ese mismo salón, en esa ocasión solemne, al preguntarle qué había hecho por la revolución, respondió displicente, y en un italiano muy aspirado que parecía inglés de Oxford: «Soy el autor de esas coplas que cantaron los ciegos y de los sonetos en loor del general que recitan todas las mujeres. Mi colaboración fue de mera y sublime poesía». Y enmudeció. ¿Para qué preguntarle más? Requirió, mientras le ovacionaban, la silla que había ocupado en un rincón, en medio de un corro exiguo de damas y caballeros, y continuó la conversación hasta entonces mantenida. Era un tipo moreno, magro, de elevada estatura y comedido ademán, muy bien vestido, muy en su punto. Este sujeto se llama Nicolás, «le beau Niccolà», y se distingue por el corte atrevido de sus trajes, por la elegancia audaz de sus modales, si bien unos y otros no pasan de mera copia de los modales y de los trajes, aunque cambien de ímpetu y color, del señor cónsul inglés, míster Algernon Smith, uno que no está en Inglaterra por incompatibilidad con los ingleses, pero que tampoco se lanzó a la aventura, en Grecia o en Oriente Medio, como Byron o como lady Stanhope, sino que se quedó a la mitad del camino, en ese consulado insular desde el que puede servir al Imperio (que aún no se llama así, sino tan sólo The Great Britain) y al mismo tiempo mantener un recoleto harén de muchachas traídas de importación, disfrutadas, y enviadas después como mercancía secundaria a otros harenes de personal menos seleccionado; también se dice, aunque en secreto, y no se ha comprobado, que incluye algunos efebos. «le beau Niccolà» es hijo de un capitán de navio, héroe, por más señas, de una olvidada escaramuza a la salida del Mar Rojo, en que perdió sin embargo la vida. La relación de este retoño con la clase de origen, ahora derrotada, se mantuvo ante todo por medio de su tía, la viuda Fulcanelli. de quien acaso volvamos a hablar: se quieren mucho, él la visita, pero sus hábitos de trasnochador le impiden vivir con ella, que cierra la puerta a las nueve. Al «le beau Niccolà» no le permitieron la entrada en la Escuela Náutica, cuando aspiró a ser recibido en ella como honor al recuerdo de su padre debido, por la sola razón de que era corto de vista: defecto que desde entonces le autoriza al manejo de unas antiparras con las que obtiene buenos efectos de impertinencia, únicamnte comparables a los de míster Algernon Smith con su monóculo dorado; pero si ahora «le beau Niccolà» bendice secretamente la repulsa recibida cuando tenía catorce años, merced a la cual figura en el bando triunfante, aunque su tía le tenga por «declassé», lo cierto fue que en aquella ocasión y a partir de ella se sintió secretamente resentido contra la clase navegante, que así le excluía del uso del uniforme, aquella combinación de oros, rojos y azules, de líneas curvas y líneas rectas, de sobriedad y lujo, reputada como el traje más hermoso del mundo, aquél con el que los varones, cuando se lo encasquetaban, se tenían por superiores al emperador y al papa vestidos de ceremonia. «le beau Niccolà», se encontró, en consecuencia, al margen de su clase, como quien dice un pie dentro y otro fuera, y acabó abandonándola, pero ésta es otra historia que no conviene dejar de lado: pues resultó que Nicolás el hermoso, cuando empezó la gente a comentar su belleza, carecía de oficio; se entretenía paseando por el espolón del muelle a la hora en que lo hacían los petimetres civiles y los guardiamarinas francos de ría, solitario y equidistante de los bicornios y de las chisteras decían que por orgullo de hombre guapo; nada de eso, lo hacía por rencor disimulado hacia unos, que llevaban uniforme, y por envidia disimulada hacia los otros, que tenían dinero; y así, por solitario contemplador de lejanías, le vino fama de melancólico y de que estaba enamorado de una mujer inaccesible; mas de esta especie sólo había una en La Gorgona, Flaviarosa della Croce, la hija de don Giancarlo, el rico de los ricos… Flaviarosa fue la primera en enterarse de que aquel mozo tan guapo perseguía en el horizonte del mar una felicidad imposible que llevaba su nombre, y se sintió halagada porque, al fin y al cabo, Nicolás el hermoso era hijo de un héroe de la clase tan odiada como admirada, por no decir envidiada, de los comodoros. Más tarde se enteró él, y tampoco le pareció mal, pues Flaviarosa, además de rica y de bonita, había sido educada por su padre para emperatriz de un mundo de negocios, si no terciaba la fortuna de que lo fuera de otra clase de mundo: lo peor que decían de ella era que valía lo que una Pompadour. Y así habrían quedado las cosas, mera leyenda, mera murmuración, si Nicolás el hermoso no hubiera manifestado de repente y en ocasión olvidada (¿una ceremonia civil? ¿alguna boda?) insospechadas aptitudes para el periodismo laudatorio, que le valieron un empleo en el diario local como cronista de sociedad: con lo cual, y sin pensarlo, incluso sin darse cuenta, se halló ser el distribuidor, casi el ordenador, de las vanidades personales, resumidas en adjetivos y espacios tipográficos, de aquel universo insular. Y, cuando lo comprendió, se tuvo a sí mismo con toda justicia por uno de los hombres más poderosos de La Gorgona, quizá el primero después del Podestá, no facultado para la muerte o el indulto, sí para condenar al silencio, al anonimato, al ridículo. Y fue entonces cuando cierta vez, invitado a una fiesta, conoció a Flaviarosa: ella le contempló un instante, le miró luego de arriba abajo, y le preguntó si era él el que la amaba. «Soy el que dicen que te ama», fue la respuesta, seguida de una reverencia bastante sobria para un italiano. En un principio, respetuoso con el orden estatuido, Nicolás el hermoso había titulado de tres maneras sus crónicas: aquellas en que sólo figuraban las hijas y las esposas de los marinos y de los banqueros, «llegaron de Salerno», «salieron para Nápoles», campeaban en primera página bajo esta denominación fulgurante: «De Sociedad», con letras de ornamentada caligrafía; y el secreto y máximo deseo de cualquier muchachita era el de que su nombre apareciese alguna vez allí, y, de ser posible, todas las que iban marcando su progreso social. La seguía un segundo orden de crónicas, también de primera página, aunque de más apagado relumbre y de letra con menos jeribeques, a la que tenían acceso indiscutido las hembras de los comerciantes y de los industriales; su marbete: «Notas de Sociedad»; aparecer en ella disgustaba y humillaba a las muchachas ricas, a sus madres, y, de rechazo, a sus padres y maridos, menos sensibles, sin embargo, a los matices que no afectaban al poder o a la riqueza; hubiera hecho, en cambio, felices a las mujeres de la tercera clase, hijas y esposas de chupatintas, de servidores y de artesanos, relegadas a la sección que titulaba «Notas» en una página perdida. Pues cuando Nicolás conoció a Flaviarosa, se pasó una noche entera buscando el modo de excluirla de las «Notas de Sociedad», donde figuraba la crónica del baile, aunque sin incluirla en las líneas de «De Sociedad», para lo que aún no estaban maduros los tiempos; lo resolvió dedicando un estupendo artículo a la muchacha y a su traje, aparecido en primera página y con orla de rosas y amorcillos, lo que le hizo merecer la gratitud de Flaviarosa, y llamar la atención de don Giancarlo, que le tuvo desde entonces por menos tonto de lo supuesto, e incluso lo invitó alguna vez a comer. Conviene tener en cuenta, para la debida estimación de Nicolás, que si colaboró con sus versos en la revolución, también se anticipó a ella en cierto modo, adelantado y heraldo de la transformación apetecida, cuando al casarse Flaviarosa con Ascanio, y a causa según se dijo de la largueza con que el rico negociante en efectos navales había gratificado unos versos epitalámicos, «le beau Niccolà» subvirtió todos los valores, derribó todas las barreras, y colocó la crónica de aquella boda en la sección «De Sociedad»: toma de la Bastilla, degollación de White Hall, música de tambor batiente que anunciase la anhelada, la casi imposible sustitución de unos ricos por otros. El comodoro De Risi, al leer la prosa narrativa del bello Nicolás, no alcanzó a comprender que algo cambiaba en el mundo: se limitó a interpretar el hecho como una extravagancia justificada por un amor ya definitivamente imposible y por el buen trato recibido de los Della Croce. ¡Siempre a las aristocracias las pierde su ceguera! Aquella tarde de la gran recepción, cuando ya había recibido Nicolás muchas felicitaciones y cuando otros protagonistas más ruidosos atraían la atención del concurso, es decir, cuando ya se había quedado solo en su rincón y en su silla, mientras que a Ascanio le rodeaba el estruendo creciente de la gloria, le llamó desde una puerta, en la que se disimulaba, Flaviarosa, con una voz como un quejido de sirena, que fuese al mismo tiempo una orden. El estruendo cesó, de pronto, y era suplantado por un silencio de expectación curiosa: Ascanio, en medio del ancho corro, se preparaba para leer la Declaración de Principios que el nuevo Podestá, el general ya invicto para siempre Galvano della Porta, proponía a los notables de la Isla. «¡Por lo pronto -comenzaba-, antes muertos, antes destruido el mundo, que aceptar las ideas de la Revolución Francesa!», y la imagen de la catástrofe universal como respuesta única a las diabólicas propuestas de igualdad, libertad y fraternidad, desplazó, patética, de todas aquellas mentes cualquier noción que entonces albergasen, y fue aprobada la introducción por aquellos corazones. «No lo escuches. Yo te lo puedo explicar», le dijo Flaviarosa a Nicolás el hermoso, al tiempo que le atraía hacia un enorme corredor vacío, de brillante solería, en que quedaron únicos habitantes ya sobre la tierra sacrificada al Ideal; por la puerta cerrada les llegaba el murmullo monótono de la lectura que hacía Ascanio. «Artículo único», dijo Flaviarosa riendo; «Se declara delito de leso estado cualquier pecado contra el sexto mandamiento»: se colgó del cuello de Nicolás y le besó en la boca. «¡Como éste!», y volvió a besarle: «¡y éste, y éste, y éste, y éste!». La sorpresa había paralizado a Nicolás, le había hecho perder la compostura, y, peor aún, desbarataba su impasibilidad y su indiferencia. Cuando quiso decir algo, ella se lo impidió: «Nos gustamos hace tiempo, Niccolá, desde aquella noche del baile en que éramos los más hermosos. Podía haber entonces razones que nos impidieran casarnos; ya no las hay para que nos amemos. ¿Por qué vamos a esperar más?» y le empujaba dulcemente hacia un desenlace incógnito en un lugar ignorado. Niccolà consiguió articular: «Pero, ¿y si él se entera? Ahora es todopoderoso». «Con un poder por debajo del mío, Niccolà, mi amor, que te entre esto en la cabeza y tenlo siempre presente. Pero yo ya estoy harta de él y de su petulancia, y lo estoy, sobre todo, de su virtud, de que me lleve a la cama y me deje defraudada, mientras él reza y duerme; de que si un pezón mío le roza los labios, haya que hacer penitencia; de que si le pido una caricia por debajo de la cintura, se eche a temblar y diga que tengo el diablo entre las piernas. ¡Al diablo él, al infierno, adonde le dé la gana, pero sin mí!» Hablaba Flaviarosa con un comienzo, incrementado luego, de pasión: «Voy a ponerle los cuernos por el resto de mis días -añadió-, mientras el cuerpo y el alma me lo pidan, se los voy a poner a gusto y con regodeo, a ciencia y conciencia, y empezaré contigo, para mayor inri, porque sé que te odia y que te envidia por ser hijo de un capitán de navio, y porque escribes versos, y porque caminas gallardamente, y no cojeando como él». Lo había arrastrado, al bello Nicolás, a lo largo del corredor, hasta una puerta inmensa y mate por la que entraron. Estaba el palacio vacío: hasta los mismos fantasmas habían emigrado de los espejos para enterarse de las nuevas tablas de la ley. «Mira -continuó Flaviarosa-; éstas serán desde hoy mis habitaciones: ahí, el despacho; ahí, mi gabinete; allí, la alcoba y el tocador. Para mi policía particular tengo escogido un cuarto abajo, con entrada directa a las mazmorras. Aprende este camino hasta que pueda enseñarte otro secreto, que estoy segura de que lo hay. y siempre es más emocionante llegar por pasadizos oscuros hasta la cama de la amada.» Cambió, de pronto, de tono. «Quiero que vayas pensando en un poema largo acerca del general.» A Nicolás, aquella transición tan brusca, aquella mutación le cogió desprevenido, incluso le cortó en flor un requiebro de fuerte carga erótica que se le estaba ocurriendo. Sintió el cerebro vacío. Balbució: «¿Sobre sus heroicidades?, ¿quién las conoce?». Ella le echó la mano al hombro: «No seas tonto. Del general Della Porta no sabe nada nadie, y los hechos que le harán inmortal, salvo esa batalla de la Esquina Colorada de la que hablan todos porque todos participaron en ella, menos yo, por supuesto, serán los que tú inventes. Te pondrás al trabajo en seguida y empezarás a cobrar un sueldo de la Señoría: no quiero que mi amante tenga dificultades económicas. Y un poema de esa clase, ya se sabe, dura toda una vida y suele dejarlo inconcluso la muerte». Semejante mención hizo temblar una vez más a Nicolás el hermoso. Se vio sometido a tortura antes de la horca infamante por adulterio. Y miró a Flaviarosa, un poco como un perro que teme, un poco como un reo que implora, pero también como un amante que ya desea. Ella había empezado a desnudarse, sin mucha prisa, pero poniendo cuidado en cada cosa, y los grandes espejos, como grandes esponjas, se empapaban de imágenes lascivas. Niccolá, todavía con el sombrero y el bastón en la mano, pareció finalmente transido, si bien temblaba un poco. «¿Te pasa algo?», le dijo Flaviarosa, mientras recogía del suelo las enaguas y su trasero provocaba a las sombras. Él vaciló y por fin logró sonreír: «¡Oh, sí, claro, algo muy importante! Ya tengo el título del poema: Galvanoplastia; incluye el nombre del general, Galvano, y la palabra plastia, que en griego significa forma. Ya sabes que es costumbre poner a estos poemas nombres un poco griegos». «Sí, claro. Pero, ¿no vas a desnudarte?» Se acercó a él y empezó a deshacerle el nudo de la corbata; a Niccolá se le cayeron el bastón y el sombrero, y al quedar con las manos libres, se quitó, como pudo, la casaca. En aquel mismo instante, Ascanio enumeraba las penas atribuibles al adulterio, según los grados y personas, y los presentes recordaban las historias de amor que se habían contado de tantas y tantas damas, esposas impacientes de los marinos de altura. ¡Lástima de código penal entonces, que castigara aquellas liviandades con la horca! ¡Y algunas de ellas, adúlteras con marineros griegos, muy guapos, eso sí! Flaviarosa tenía en una mano el largo lienzo de la corbata; se colgó con la otra del cuello de Niccolá y volvió a besarlo. «¡ Anda, hombre, apresúrate! Los de esta Isla sois un poco medrosos porque habéis vivido siempre sin conocer el peligro. ¡Ya verás cómo ahora, en que lo van a ahorcar a uno por un mero estornudo, aprenderán a ser osados! Imagínate, todo es pecado, pero los hombres y las mujeres seguirán amándose. ¡La de novelas trágicas que empezarán hoy mismo!» «¿También la nuestra?» Flaviarosa se desasió y dejó caer la última prenda encima de la alfombra. Pero Niccolá no la miraba del todo. «¿También la nuestra?», repitió; con voz remotamente temblorosa, si bien no fuese fácil discernir, sin otros datos que el temblor, si era de emoción o de puro miedo. «Ya te dije que estoy por encima de la ley, y se guardará mi marido de tocar el pelo de la ropa al menor de mis amantes. Sería su final.» Niccolá, animado por aquella seguridad con que hablaba Flaviarosa, y, sobre todo, por las ofertas que emanaban de su cuerpo desnudo, deshizo el lazo de los zapatos, aflojó el cinturón, empezó a desabrochar los botones de la camisa, ya sentado en el borde de la cama y mientras ella empezaba a acariciarle. «¿Es tanto, entonces, lo que puedes?» Flaviarosa, como desperezándose, se dejó caer en las almohadas y levantó los brazos lentamente: toda una maravilla de forma y de color quedaba de relieve: «¡Más que el mismo general!». Sus brazos se cerraron con fuerza sobre el torso, aún no desnudo, de Niccolá.

En el salón, ante el veredicto silencioso del concurso, Ascanio daba fin a su lectura. Quedaba claro que se facultaba a la justicia para averiguar, mediante la aplicación de todos los rigores procesales habidos y por haber, los pecados más íntimos, no sólo los que requerían cómplice, con la advertencia de que, de estas leyes, quedaban los griegos eximidos, y los anglosajones también, a causa de que los pecados de la carne poco podrían añadir a lo mucho que tenían adelantado unos y otros en el camino del infierno, ya que ni unos ni otros obedecían a Roma. El obispo, que aprobaba con visibles movimientos de cabeza esta última parte, le preguntó a Aldobrandini, aunque en secreto, si no habrían ido un poco lejos en lo de los pecados carnales, y si no convendría hacer la vista gorda con los ocultos. «Al Santo Padre -añadió- esto va a parecerle un poco exagerado.» «No olvide monseñor que el general Della Porta es un enviado de Dios y trae Su Palabra. Como padre que es de nuestros conciudadanos, quiere impedir por todos los medios a su alcance la condenación eterna de quienes son como niños. Y, ¿qué importa, ante una eternidad de castigo, una tortura más o menos?» «Sí, claro, claro -le respondió el obispo-; la condenación eterna. Es un viejo ideal, ese de que el pecado sea delito, sobre todo el pecado tan feo de la carne.» Seguramente le surgió en aquel instante, del montón de sus recuerdos, algo que le obligó a dar media vuelta.

Aquella misma noche, vacío ya el salón, Ascanio Aldobrandini se quedó a solas con el futuro: la cara hacia levante, como quien dice, aunque parezca más sensato situar el futuro en el poniente. Tras mantener los ojos cerrados durante un espacio largo, al modo del que busca la luz en el fondo de sí mismo, empezó a escribir en las hojas impolutas de un cuaderno: no el texto de las leyes, sería prematuro, aunque quizás las notas que les servirían de base: «De cómo compaginar el derecho romano con los Evangelios rectamente entendidos». Lo subrayó como si fuese (y lo debía ser) el título.