"La Isla de los Jacintos Cortados" - читать интересную книгу автора (Ballester Gonzalo Torrente)

I

1. – No importa recordar por qué empantanos se retrasó nuestro viaje, pero, por fin, vinimos; me trajiste en tu coche hasta el embarcadero, y remaste después, riendo, mientras yo bromeaba a tu costa: quería recordar tu nacimiento en las orillas de un mar glorioso, y que las aguas de un lago no demasiado grande, aunque sea tan hermoso como este nuestro (donde, según me contaste alguna vez, vienes a patinar en el invierno), son apenas remedo de aquellas otras, azules, aunque grises a veces, y no siempre tranquilas, que te mecieron con su canción antigua, y a las que no quieres volver, nunca quise saber por qué, quizá por el temor de que ese canto haya callado para siempre, o por el miedo que tienes de recobrar, de no perder jamás, esos monstruos de tu infancia que a veces se te recuerdan y te estremecen; meros fantasmas, te hacen temblar: ¿qué sería visibles? Bastaba ese secreto en otro tiempo para que yo me echase a inquirir, a conjeturar también, sin alcanzar ninguna conclusión suficiente, una hipótesis satisfactoria al menos, algo: todavía imagino, cuando me pongo a soñar, que en esa infancia tuya junto a las piedras más hermosas del mundo, un no sé qué o no sé quién dejó tu alma golpeada, la lastimó: eso de que te quejas a veces sin quejarte, con un suspiro o un rictus que de buena gana evitarías, pues sabes a lo mejor lo que revelan. La verdad es que sé poco de ti, pese a lo mucho que tenemos hablado, una noche y otra noche, muchas tardes también, desde aquella primera en que viniste a buscar al profesor Alain, y él se había marchado. ¿Recuerdas? ¡Claro que sí, y no sé por qué diablos te lo pregunto! Aunque quizás lo sepa sobradamente, y tú también, y el por qué voy a repetirlo aquí con algunas variantes, así como otras cosas de las comunes habladas o vividas, que ya van siendo muchas: mentaré las necesarias para que quede cabal la historia, la que ahora empieza, o que empezó cuando te dije que sí, que alquilaría la cabaña de la Isla, que viviría en ella hasta el anuncio de las nieves: todo un trimestre, pues, todo el otoño. Lo que no te he contado nunca es la manera cómo el profesor Alain me había hablado de ti, no una vez, sino con insistencia, hasta ponerse pesado, y una de ellas me dijo que le habías besado en la boca. ¡ Oh, de qué modo indeleble me quedó en la memoria aquella imagen! Como hablaba en francés, al decir «bouche» puso la suya de manera especial, como si fuera a devolverte el beso, como si todavía lo estuviera esperando o, quizá, como si fuese a silbar. Bueno, a lo mejor no fue más que una broma, una burla más bien, que de sí mismo hiciese el profesor, a quien la puñetera educación inglesa no permite expresar sus sentimientos con la espontaneidad apetecida, ésa con la que nosotros damos salida a lo nuestro, sea de regocijo o pena. ¿No te parece que son tales minucias las que más nos alejan de las personas como él? Cuidado que yo le quiero, y que le admiro, y que llevaría mi amistad hasta extremos que él mismo no sospecha; cuidado que me río cuando me cuenta sus chistes, que nadie he conocido con mejor sombra que él; pero, ya ves, aunque yo no sea, estrictamente hablando, un verdadero hijo del Mediterráneo, como tú, y aunque también mi educación me haya obligado en cierto modo a refrenar con hipocresía templada la manifestación abierta de mis sentimientos, queda una diferencia bastante grande entre lo que yo hago y lo que hace él, porque yo superpongo a la emoción o a la pasión la máscara de la ironía, está claro y allí se quedan como dos hojas secas que hubieran caído juntas (tú me has dicho alguna vez que se me nota, cuando me burlo, qué es lo que tomo realmente en serio); mientras que el profesor sustituye una cosa por la otra y esconde aquélla en no sé qué extrañas simas de su espíritu. Y a mí me parece que eso le perjudica, porque con harta frecuencia es preferible romper de un puñetazo la tabla de la mesa o la cara de un amigo, a dominar el impulso y dejar que lo suplante una sonrisa, o quizá un mot d'esprit, que a nadie sirven, la verdad, de desahogo. Me dirás, con razón, que el profesor habría tenido que romper muchas mesas y muchas caras, sobre todo en los últimos tiempos; pero, al menos estaría tranquilo, y tú con él. Aquella noche que viniste a verle, y que se había ido, y entonces te acogiste a mi puerta con el pretexto de averiguar si yo sabía algo de su ausencia, si se marchaba de viaje, o si sólo a Stuyvesant Plaza a hacer la compra, creo que el profesor hubiera debido romper algo muy fuerte y duro, la puerta de su casa o de la mía; o, mejor aún, derribar la pared de una buena patada, en cuyo caso todo hubiera cambiado y no estaríamos ahora en la Isla de los Jacintos Cortados, The Isle of the Cut Hyacints, en el Indian Lac, cada cual de nosotros a lo suyo, pero próximos como lo estamos ya por esas menudencias a que antes me he referido y que ya irán saliendo; también acaso, más que por el pasado unidos, por lo que vaya a suceder: incógnita que me empuja, contra toda previsión, contra mis propios hábitos precavidos, a escribir este cuaderno a hurtadillas de ti, aunque a ti destinado. ¿No sabes que el ilustre profesor, aquella tarde, antes de irse, recitó con voz bastante clara, con gestos y ademanes de un latino, los mismos versos de su tatarabuelo, tú debes saber cuáles, que casi me cantó por vez primera un segundo después de haberme dicho que le habías besado? Si entonces no le concedí importancia, esta otra vez, la de esa tarde, lo interpreté como que mandaría al diablo todas sus desventuras, como que se iba entonces mismo de picos pardos. Cuando te abrí la puerta, te me quedaste mirando y me dijiste: «A lo mejor, usted sabe quién es Ariadna». Y yo te respondí: «Lo sé, aunque sin haberla vista nunca, si bien sospecho que no podré decirlo ya a partir de ahora». «¿Me deja entrar?» «Naturalmente. Y, además, la invito a un poco de cena en compañía, si es que alcanza para dos eso que me encuentro cocinando. En el caso contrario, contemplaré mientras come.» Tú ya habías entrado, te quitaste el impermeable y añadiste, quizá como justificándote: «¿Sabe que se me estropeó el coche, y que lo tengo ahí enfrente, en la cuneta, medio hundido en la nieve?». Desde mi ventana no se veía el lugar, y no parecía indispensable, para corroborar tu aserto, un descenso en pareja hasta el portal. «Tengo que telefonear para que se lo lleven al taller, pero la puerta del profesor está cerrada y en este piso de usted ya sé que no hay teléfono.» «Sí, pero cuando él se marcha, suele dejarme la llave por si necesito algo, media docena de patatas o un diccionario.» «¡Ah, bueno!, en ese caso…» Busqué la llave y te la di. Fuiste al piso de Alain y supongo que habrás dado instrucciones acerca de tu coche empantanado. Regresaste en seguida. «Verdaderamente ya está todo listo, de modo que puedo marcharme si es que le estorbo.» «¿Lo he insinuado acaso? ¿Lo he dejado entrever?» «No, pero sé que a estas horas usted trabaja.» No te dije ni que sí ni que no. Te rogué que te sentaras y que, ya que estabas allí, esperases un poco, pues algo de lo que yo tenía podía interesarte. Te quedaste al principio sorprendida; mas, como yo me sonriese, exclamaste de pronto: «¡Qué tonta! Va usted a poner ese disco de mi nombre». «¡Pues claro! ¿Cuánto tiempo hace que el profesor viene hablándole de él? ¿Y cuántas veces ha estado usted en su casa, y nunca le invitó a escucharlo?» «Solía decirme que usted estaría escribiendo.» «Pues, no. Yo no soy trabajador, y él lo sabe. Cuando usted se marchaba, él venía a ofrecerme del queso o de la fruta que hubiera comprado y que pudiera apetecerme, y después me contaba alguna de sus historias: creo que tiene en mí el mejor de sus oyentes, el más ingenuo y fácil a la risa.» Te echaste a reír, tú también, y dijiste que ya lo sabías. «Lo que sucede -continué- es que no quiere que yo la conozca a usted.» Te tapaste la cara con las manos y explicaste en voz baja, como el que descubre un secreto: «No quiere que nos conozcamos porque teme que usted me robe». «¿Que la robe? ¿Quizás un rapto?» «No; no es a eso a lo que teme, no, sino a que usted me atraiga a sus cursos y me aparte de los suyos. Me dijo muchas veces que es usted un profesor excelente, que su voz es como música, y algunas de sus alumnas me lo han corroborado.» «No mejor, sin embargo, que él, aunque yo, claro está, no disponga de un tatarabuelo que figura como gran poeta en la historia de la literatura inglesa y cuyos versos utilice para deslumbrar muchachitas.» Me pareció que te ruborizabas. «¿Hace eso Alain?», preguntaste, yo creo que para disimular, y yo, por razones parecidas, quizá desviase la conversación; te dije: «¿ Es así como le llama? ¿Alain? ¿No usa usted el otro nombre?». «Sí; le llamo Claire, como todos sus amigos, como usted mismo.» «En cuanto a mí, ¿sabe también cómo me llamo?» «Por supuesto.» «¿Y sabe que en mi país la gente se tutea sin necesidad de mayor trato?» «¿Es una invitación a que le llame por su nombre?» «Pues, claro.»

Te puse el disco, El Lamento de Ariadna, y lo escuchaste silenciosa y recogida en ti, sin más (entonces) en el mundo que la música y tú misma: el sentimiento que en tu interior manase; y cuando se acabó, me pediste que lo pusiera otra vez, y como comprendí que lo que estaba sucediendo te pertenecía enteramente, y acaso formaba parte de tu secreto, aproveché el silencio para ir a la cocina y preparar la cena. Me llegaban las voces de la povera Arianna y su insistencia en suplicar que la dejasen morirse, y yo me ajetreaba con el guiso de pescado y la colocación de unos vasos en la mesa; con cuidado, no fuera algún ruido extemporáneo a perturbarte el éxtasis. Nunca te dije que asomé la cabeza y te vi con los ojos cerrados (la música había terminado ya) y muy quieta. Entonces le tuve envidia a Claire por vez primera: una envidia, por entonces, de amigo, qué caray, no pienses que le deseé la muerte para que me quedases en herencia: sencillamente sentí que ya me gustaría saber de una muchacha como tú que cerrase por mí los ojos y se dejase llevar por una música cualquiera, aunque no fuese aquélla. Apareciste, recuperada para el tiempo y la vida, en la puerta de la cocina, sin decir nada, resplandeciente como si te acompañase un halo, aunque sólo con una sombra de sonrisa, ¿reminiscencia de la dicha inmediata, del viaje feliz a que tu alma, quizá también tu cuerpo, se hubieran entregado? A partir de aquel momento nada importante sucedió, sino la misma escena, aunque con variantes, de muchos otros atardeceres con invitada, cuando alguna de mis alumnas queda a cenar conmigo, y, después, en vez de escuchar música a mi lado, me suplica que le explique algún punto difícil del tópico en que trabaja. ¡Ah, mis alumnas no me besan «dans la bouche», como tú al profesor, aunque algunas veces me hagan regalos prácticos de esos que revelan su preocupación por mi soledad: una pieza de queso francés, o un frasco de mermelada traída de importación y adquirida para mí en un lejano mercado de Quebec! Me ayudaste a recoger la mesa y hasta te empeñaste en fregarme la loza, amontonada en el vertedero desde hacía una semana.

No me pareciste entonces muy distinta de las otras, si no fuera por el color de tu piel, por tus cabellos oscuros, por tus ojos; pero tampoco tu aspecto te singularizaba, a primera vista al menos, ya que chicas de tu aire las va habiendo cada vez más, hijas de emigrantes o, como tú, emigrantes ellas mismas. Tenía entonces alguna así en mis clases: a María la recuerdas, italiana, que se casó con Mario, francés de origen, y se marcharon a Honolulú; y a Vittoria, aquella que servía de camarera en L'École y escribió una tesis tan bonita sobre Gaspara Stampa. Ahora mismo, si no recuerdo mal, tengo una dálmata y una veneciana, pero ya no se les nota: han olvidado la lengua y comen, ¡ay!, perros calientes a troche y moche. Te puedo asegurar que ninguna de ellas ha venido ni creo que venga jamás a cenar a mi casa.

Aquella noche, nevando, sin automóvil, distante cuatro millas de tu rincón en la ciudad, no tenías más remedio que quedarte. Lo tratamos durante la cena o, con más exactitud, lo planteaste y resolviste por tu cuenta. «No tendrá incoveniente, dijiste, en que pase esta noche en el piso de Claire.» «Por supuesto que no.» «Y en que mañana salga a buscar mi coche antes de que usted despierte.» «No soy madrugador.» «Pero, si quiere, paso después a recogerlo y lo llevo a la universidad. Con esta nieve…»


2. – Querida Ariadna: ¿Ves cómo van enredándose las cosas, o mejor, unas palabras con otras, y se acaba escribiendo lo que no se tenía pensado? En las páginas que van delante hubiera debido recordar aquella primera tarde de la Isla, cuando fuimos a visitar la cabaña cuyo alquiler me habías aconsejado sin más razones que la tranquilidad del sitio y la inminencia del otoño, especialmente bello en aquel bosque. Todavía verdeaban los árboles, aunque en las granjas del camino hubiéramos comprado ya la sidra y las manzanas, y aunque en el aire quieto runruneasen los insectos su canción de despedida. Lucía un sol dorado que se estaba poniendo, y un pájaro cuyo nombre dijiste y he olvidado chillaba en unas matas. Franqueaste la puerta de la cabaña y me invitaste a entrar, como si fueras la huéspeda: igual en gesto y ademán a la primera vez que me llevaste a tu casa (me diste de comer huevos a la florentina, ¿lo recuerdas?, un menú de protesta contra el habitual bistec). Y como yo te lo hiciera notar, me respondiste: «La administración de la universidad me otorga un tanto por ciento muy sustancioso sobre la renta de la cabaña si consigo que algún amigo la alquile. Conviene ser amable con cualquier candidato, aunque seas tú». «Y si no es amigo, ¿no?» «Es que, si no es amigo, no me atrevo a proponérselo. Sabes que soy bastante tímida.» En fin, que yo hice caso a la invitación, más que por las palabras, por la gracia de tu cuerpo, curvado y sonriente. Penetraba la luz, amortiguada ya por los abedules del jardín, pero con fuerza para encender el aire. Una vez dentro, me lo mostraste todo, sin dejar un rincón, lo mismo lo poético que lo práctico: la habitación que en seguida llamamos del pirata, por su cama naval, sus grabados de pesca de ballenas y el barquito en un frasco colgado mismo en la cabecera. «Mira qué bien podrás trabajar aquí, cuando el salón te canse»: la mesa junto a la ventana, los plúteos vacíos del estante, un antiguo tintero de porcelana, de esos con agujeros para meter plumas de ave, que estaba allí quizás para anticuar el ambiente lo mismo que una palabra arcaica anticúa un párrafo entero. «¿No te gusta?» «¡Pues claro que me gusta! Pero colgaré el barquito embotellado aquí, junto a la mesa y a la altura de mis ojos, de modo que cuando los levante y mire, me invite el barco a soñar.» Entonces me llevaste a la cocina.

Hace de esto algunos días. ¿Cuántos llevamos aquí? Se me ocurrió escribir este cuaderno a la semana justa de la llegada, es decir, el domingo, pero no empecé a hacerlo hasta la tarde del lunes, cuando volvimos de la universidad y te encerraste a preparar unos temas urgentes. A la tarde siguiente no hice nada: fue la del martes y la pasé recorriendo la Isla, especie de Robinson maravillado por los colores del bosque, por las ardillas que no escapaban a mi paso, y por una pareja de faisanes que casi pude acariciar: me senté en una suerte de plazoleta que ya te mostraré, y me puse a cantar como un mancebo o como Tom O'Connor cuando bebe cerveza y deja que se le escape la nostalgia; sólo que Tom lo cuenta, si no lo canta, y yo no tenía a quien contar. ¿Sabes que al llegar a lo intricado, cierto lugar del bosque donde sólo el bosque se ve y se escucha, nada humano alrededor, el cielo en lo alto y el atardecer encima, me dio miedo de algo, no podría decirte qué? De los hombres no era, por supuesto. Me vino de pronto el deseo de escapar, y lo hice con torpeza, alrededor del punto aquel, alejándome apenas, y las tinieblas llegando: hasta que hallé la vereda, y la cabaña solitaria, pero ya familiar, me recogió como un seno. No te lo dije; algunas otras cosas te oculto. Ya irán saliendo, si nos conciernen. Ayer, miércoles, era ya la medianoche cuando llegamos al embarcadero: miraste en el reloj del automóvil e hiciste un comentario acerca de la cena a la que habíamos asistido juntos: la que ofrecía el Departamento de Lenguas Romances a ese profesor francés que lo sabe todo acerca de Rabelais y al que acompaña una muchacha pelirroja, de cuerpo muy espigado y de modales tranquilos: parecen enamorados o te lo pareció a ti, porque yo, la verdad, no había parado mientes ni en sus miradas ni en sus delicadezas. Pero tú me dijiste, cuando ella acudió a socorrerle porque se había atragantado y tosía como si fuera a ahogarse: «Esa chica le quiere», y, un momento después, a la vista de las finezas con que él respondía al socorro: «Ésos se aman». Yo te dije al oído que hallaba la conjetura en cierto modo audaz y de escaso fundamento, y creo recordar que añadí algo al respecto de esa manía tuya que te conduce a ver, en donde no los hay, amores en precario: lo serían, en caso de existir, los del especialista en Rabelais y la chica pelirroja, mucho más joven que él. Pero, aún así, ¿para qué enternecerte?, ¿por qué sentir tristeza? He descubierto hace tiempo que los amores difíciles los haces tuyos; más, si son imposibles. Se había levantado el chairman con la copa en la mano, y empezaba el discurso. Me dio tiempo a pensar en la historia de Agnesse, vagamente sabida, aunque no en los episodios amorosos, mal conocidos entonces. Fue Claire quien me la descubrió, personaje curioso e increíble, si bien se le notaba (a Claire) que de quien quería hablar era de ti; se refirió a vosotras poco tiempo después de aquella noche en que escuchaste en mi casa El Lamento de Ariadna y en que de modo tan poético se inició nuestra amistad: no fue un cuento repentino, sino muy preparado y abundante en precauciones, y después de unos preámbulos con referencia a ciertos árboles que crecen uno en el tronco del otro, o que se le instala en un costado: lo cual llevó el coloquio al tema de los bosques, y le conté cómo una noche que ahora ya me resulta tan antigua como mi corazón, bajando por la ladera de una montaña alemana, experimenté la sensación, o acaso el sentimiento, de penetrar en un ámbito sagrado, que lo sagrado caía sobre mí, como el relente, desde las hojas de los tilos y me dejaba envuelto, poseído, un poco estremecido: lo mismo, más o menos, que acabo de contarte del centro de la Isla y del miedo que pasé ante el mysterium tremendum, ahora ya identificable. Pero el bosque alemán de que te hablo, selva más bien, no era de los sonoros, sino de los silentes, y se notaba en seguida que detrás quedaba un hueco, quizá el vacío, hasta distancias inconcebibles y oscuras. Claire me dijo que nunca había llegado a tanto, quizá a causa de su tendencia infantil a la incredulidad, pero sí a mantener con el bosque en su conjunto y como entidad unitaria, ya que así lo había imaginado siempre, relaciones personales basadas sobre todo en la conversación, y que el que rodeaba su aldea, poblado de coniferas y de abundantes espíritus sutiles, que además se detenía al borde del riachuelo, lo saltaba, y continuaba después, era locuaz hasta la irritación y la sospecha, y sus informes acerca del baile de las hadas y del lugar en que los gnomos fabrican sus tenedores de oro los recibía Claire como inapreciables, «si bien jamás hallé tesoros ni vi hadas danzantes, pero esto obedece de seguro a alguna limitación personal, falta de sueño o exceso de proteínas», concluyó; pero como lo que a mí me importaba era el caso de Agnesse y el modo de vivir el haya en el tronco del roble, Agnesse en Ariadna, arriesgué cierto tipo de mofa, efectivo aunque en el fondo inofensivo, acerca de las facultades lingüísticas del bosque, lo cual no agradó del todo a Claire, que ya sabes cómo goza dejando que le ascienda la fantasía hasta lugares desde los que más tarde el regreso se le pone difícil: pues de un brinco saltó desde el bosque al sillón del despacho en que estábamos hablando, que era el mío (y por cierto sonaba en el tocadiscos la Sonata a Kreutzer, que él me había solicitado), y me dijo: «Mire, eso de Agnesse usted no podrá creerlo, su condición de meridional materialista se lo estorba; pero yo, sí: lo creo a pies juntillas. ¿Sabe que consiste en que cierta persona crezca dentro de otra?». «¿Como Napoleón dentro de usted?», le respondí con sorna; y él, en un principio, me envió a paseo, y quedó un rato largo en silencio, escuchando a Oistrack; pero, después, reconoció que el caso tenía bastante de increíble, al menos en los términos en que él lo había enunciado; que, desde luego, el uso del verbo crecer no era apropiado, ya que, más que de un crecimiento, se trataba de una acumulación, tal vez de una instalación, de la que resultaba a fin de cuentas lo mismo, es decir, una entidad viviente a la que convendría en todo caso aplicar los últimos descubrimientos y las últimas afirmaciones acerca de su esencia y consistencia sacadas de la psicología conductista y de las modernas teorías del personaje. Yo creo que fue esa tarde cuando me reveló, por fin, el intríngulis de lo de Agnesse y tú, y te confieso que todavía hoy, al recordarlo, se reproduce mi estupefacción, más que sorpresa, porque nunca hubiera esperado de un espíritu como el de Claire, tan científico (a pesar de sus escapatorias al bosque de su infancia), una invención parecida y un plan tan fuera de lo sensato. De acuerdo en que yo sea un meridional materialista, aunque ya lo discutiremos; pero, ¿es necesariamente mentecato el que toma a chacota esa idea descabellada de Claire? Primero me explicó someramente las relaciones de Agnesse con el tatarabuelo poeta, si bien añadió una nota bibliográfica para que ampliase el tema por mi cuenta, por cuanto Agnesse, a causa precisamente de tales relaciones, es hoy una de esas personas que asoman su perfil (el de Agnesse fue un tanto aquilino) a las páginas de la historia literaria, apartado de las biografías escandalosas, y ha suscitado por tanto estudios en los que se la considera con independencia del personaje de quien recibió como un regalo el derecho a que se la tenga en cuenta. Después me refirió que en una de las cartas de Agnesse ya publicadas (por quién y cuándo no viene al caso), figura una frase reveladora de que sabía cómo, cuándo y por quién había sido inventado Napoleón, lo cual la trasmuta, de amante duradera y en cierto modo cargante del gran poeta autor de las Erotic melodies, en testigo inapreciable de un hecho histórico que, gracias a Claire, el mundo entero habrá de considerar ahora a la luz de ciertos descubrimientos incalculados; por último, y eso fue lo chocante, me comunicó su convicción de que sembrando en tu memoria cuanto se sabe de Agnesse, de modo que con todo ello se formase una especie de molde o vaciado de su personalidad, ella acudiría a habitarlo, más o menos como las almas de los egipcios habitaban sus efigies. Reconozco que semejante invención no es más que un ardid relativamente ingenioso y bastante culturalista para enmascarar su propósito de utilizarte como una médium cualquiera, aunque no cualquiera, sino tú, y que todo eso del personaje sembrado o injertado en tu interior no es más que una manera de designar la preparación técnica a que te tiene sometida, que incluye lógicamente una información completa acerca de la persona que va a ocuparte, que va a sustituir tu alma y a hablar con tu lengua. Evidentemente, así se entiende mejor, pero no por eso me convence. Pues él espera, o al menos eso me dijo, que por ese procedimiento, y con tu mediación, averiguará un día lo que por los caminos naturales, quiero decir, científicos, no puede descubrir: quién inventó a Napoleón, cuándo, por qué. Él se lo preguntará a Agnesse, y tú le responderás, ¡como una güija!, ¡como una mesa parlante! Pienso a veces que todo esto, por lo que a mí respecta, no es más que una broma de Claire; por lo que a ti concierne, un modo de tenerte atrapada por medios que no son los normales entre un hombre y una chica. Porque debe de ser al menos entretenido eso de sembrar en tu memoria semillas de Agnesse para que su doble crezca dentro de ti. Entretenido y fascinante, claro; aunque no sé si no correréis el riesgo, tú sobre todo, de que la vida que pueda cobrar Agnesse en tu memoria sea a costa de la tuya, de manera que un día su cuerpo vivo acabe por abrirse camino y salir a la luz desde tu cuerpo muerto: recuerda que, operaciones parecidas, hemos leído algunas, desde el maldito Poe hasta el maldito Wilde. A lo mejor ya se le ha ocurrido la idea a Claire, a quien considero capaz de entusiasmarse con ella. Conviene tener en cuenta, y es posible que lo hagas, que cuando Claire me dijo lo que me dijo, se hallaba ya seriamente amenazado, si bien no supiera todavía de qué, pues aunque su libro no se había publicado (lo fue dos semanas después, acuérdate), algún juego de pruebas compaginadas y con el texto definitivo se había filtrado de la imprenta, había llegado a Harvard, y la gente insinuaba que Claire, reputado historiador y profesor excelente, había alcanzado por caminos irreprochables la condición de verdadero novelista, por cuanto del manejo escrupuloso de documentaciones y fuentes fidedignas extraía conclusiones fantásticas y, sobre todo, divertidas: pues eso fue lo primero que se dijo acerca de su libro cuando sólo se conocía bajo cuerda. Recordarás el día en que nuestro presidente llamó a Claire y le mostró la carta recibida de un grupo de colegas «concienzudos v responsables», la flor y nata de los historiadores de la Nueva Inglaterra, los cuales acudían a él (al presidente) con el ruego de que interpusiese su autoridad o su poder para impedir o estorbar al menos la difusión de un libro «que colmará de ridículo a su autor, a los amigos del autor, a las universidades en que se ha formado, a los profesores de quienes ha aprendido, a la institución en que trabaja, a sus alumnos, y a los posibles lectores de semejante mamotreto». Nosotros, quiero decir, tú y yo, esperábamos el regreso de Claire en su mismo despacho, entre sus cachivaches estilo imperio, sus retratos de Napoleón, el plano de la batalla de Austerlitz en sus fases principales, y aquella copia al óleo del retrato que pintó Rodney de la condesa de Lieven y que no sé qué pito toca en aquel conjunto: un par de largas horas hablando por hablar y sin que ninguna de las conversaciones iniciadas cuajase debidamente en coloquio. Sobrevenían silencios, verdaderos buracos de vacío que rompías con un grito, el ¡ ay! que te provocaba lo que estabas imaginando, o con una pregunta reiterada hasta el exceso. ¡Caray!, por mucho que se quiera a un hombre, es bastante lo que se puede preguntar de él, y no aquel invariable e igualmente modulado «¿Tú crees que le sucederá algo?» con que alterabas o interrumpías el curso de mis conjeturas. Me decidí a decirte, finalmente, que el presidente le mostraría, aunque quizá también se la leyese, la carta de los colegas (de la que nos habíamos enterado por una confidencia) y le explicaría después el brete en que pondría a la Administración de persistir en la intención de que se publicara el libro: hasta el punto de que, en tal caso, la Administración se reservaría el derecho de revisar y considerar el contrato de trabajo que, desde hacía tantos años, unía a Claire a la universidad: concierto del que las partes habían sacado evidentes beneficios, ella de honor, él de dinero. «¿Eso quiere decir que lo echarán?» «Probablemente.» «Pero, ¿por qué? ¿No es el suyo un gran libro?» «E1 más importante de los de historia escritos desde hace varios siglos, el que descubre lo que nadie debiera haber descubierto, lo que a nadie conviene que se sepa.» «Pero, ¿existió Napoleón o no existió?» «Leído el libro de Claire, creo que no.» «¿Entonces?»

Tú eres, Ariadna, la alumna distinguida de la sección de Historia Contemporánea, la discípula amada en quien Alain Sidney, llamado Claire en la intimidad, puso todas sus complacencias, que no sé todavía si fueron también las científicas o sólo las eróticas; asimismo conozco las de los otros colegas, todos admiradores tuyos según la misma vacilante dicotomía: hay que ver Ariadna, esta muchacha griega, qué talento para la investigación, qué finura de trabajo, su tesis es un asombro de precisión y de orden, tiene unas lindas tetas. Siendo las cosas así, y estando como estabas al tanto de lo escrito por Claire y de su trascendencia y riesgo, ¿a qué vinieron semejantes preguntas, y, sobre todo, aquel «¿Entonces?» proferido casi como un desafío? Más que a mí, modesto profesional de la Historia Literaria, se te alcanza la importancia de lo que Claire sostiene (y ya veremos luego que no es un descubrimiento, aunque no sepamos exactamente lo que sea): Napoleón no ha existido jamás, fue una mera invención técnica para explicar sucesos inexplicables, la historia entera del siglo XIX resulta inteligible gracias a esa ficción. ¡Pues toma, claro! ¡Si supieras lo que han dicho en mi país, cómo se ha recibido la noticia! Ya no hay Napoleón en Chamartín, ni victoria nacional sobre las tropas imperiales, y al pueblo se le arrebata la gloria de las guerrillas, merced a la cual pudo aguantar un siglo de opresión sin que el orgullo popular padeciese, sin que los condenados a la abyección se sintieran abyectos: pues cada uno de ellos, en los peores momentos, se tenía por un Juan Martín posible; pues todo se les reduce ahora a unas escaramuzas con Dupont, con Murat, o con Soult, exageradas en su importancia por la propaganda cortesana, que en el mito del pueblo invencible halló pretexto para cien años de conspiraciones, pronunciamientos y fraudes a la democracia. Pero, ¿y los rusos? Ahora mismo tengo encima de la mesa el New York Times de esta mañana, y, cuando llegues, te lo mostraré: la Academia Soviética se pregunta a qué extremos de demencia llegan los intelectuales bajo el capitalismo, siendo como se ve que son capaces de sostener con todo lujo de aparato científico y precisamente gracias a él, que el invasor de Rusia no es más que el nombre de una mentira. ¿Y el Beressina? ¿Y el mariscal Kutuzof? ¿Por qué se incendió Moscú? Pues entre Rusia y mi patria queda el resto de Europa, glorificada o aplastada por el Corso. ¡Son muchos los intereses que se sostienen merced a Napoleón, muchas las realidades que en él se justifican y hallan nombre -¡los palacios y puentes de París!-, para que vaya a recibirse y aceptarse sin más trámites la afirmación de Claire! No dudo que el libro se lea, ya lo creo que se leerá, pero como una novela fascinante escrita por un inglés que enseña Historia en Norteamérica. ¡Y de qué modo escrita! Porque, evidentemente, Claire lo hace de maravilla. Cork, el de Manchester, comienza su recensión, que tengo a mano, diciendo: «También a mí, a los quince años, se me ocurrió que Napoleón no había existido nunca, que era un sueño de todos, si bien las pruebas en contra, tan abrumadoras, que me llegaron después, me hicieron renunciar a tan generosa idea. Verla ahora sostenida por la pluma y el ingenio de alguien tan reputado como el profesor Alain Sidney, me hace retrotraerme a los lejanos años adolescentes y al deleite que me causaba todavía la lectura de Alicia en el país de las maravillas. Confieso que el fabuloso cuento de Lewis ya no me atrae tanto, acaso porque los críticos, de puro manosearlo, lo hayan echado a perder; pero quizá se deba a que el ejercicio científico, si no me ha secado el manantial de la imaginación, lo ha al menos encauzado. Es muy posible, pues, que el ánimo con que acometo la lectura del ingente libro de Sidney no sea el apropiado. Lo deploro». El artículo de Cork es un ave rara: rechaza la tesis, pero admite la legitimidad de la ocurrencia y admira, o dice admirar, los métodos puestos en juego, el aparato científico y, por supuesto, su prosa. «Aquellos, sin embargo, a quienes la presencia de Napoleón en la historia y en ciertos monumentos aún erguidos o francamente acostados resulte embarazosa o sencillamente intolerable, aquellos que borrarían de buena gana los nombres de Austerlitz, Fontainebleau y Santa Elena de la memoria y de los mapas, encontrarán una especial satisfacción, un deleite semejante al de quien remeje el hierro en el seno de la herida, en esta lectura, cuyo efecto menos visible sólo puede ser definido con una palabra francesa, soulagement. Y todos recordaremos aquellos versos de un poeta español escasamente conocido: "… ¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!".»

Pues vuelvo a lo de aquella tarde, aunque ya en mi despacho, y a la angustia con que me preguntabas si el mamotreto de Claire sería un disparate formidable, la obra de un cerebro perturbado, si no la burla imponente que se engendra en la frustración. Me daba pena ver cómo perdías por momentos la confianza, no ya en el que ha sido tu maestro, el que te ha dirigido una tesis por todos alabada, sino ante todo en ti misma, en tu capacidad para discernir de las pruebas y de los razonamientos. La puerta del despacho de Claire queda vecina con la mía: te sugerí que fueses en busca del texto con el fin de examinar conjuntamente algunos pasajes discutidos, y lo que encontraste fue un mazo de galeradas, ese capítulo en el que se cotejan, no tanto en su contenido como en su escritura, ciertas páginas de Chateaubriand, de Metternich y de Vigny. En las primeras se narra y califica la muerte del duque de Enghien; por las segundas conocemos la entrevista de Dresde; en cuanto a las del poeta romántico, se imagina en ellas lo acontecido entre el Corso y el papa prisionero: son éstas, precisamente, las que sirven a Claire de fundamento para la exposición de su punto de partida metodológico, es a saber, que, con los mismos medios lingüísticos, la narración, la descripción de lo ficticio, se lleva a cabo por procedimientos sustancialmente distintos de los usados cuando se narra, cuando se describe la verdad de un suceso. Es así que Chateaubriand y Metternich describen o narran por los mismos procedimientos, con los mismos instrumentos que Vigny; luego el contenido de sus relatos es igualmente imaginario. Con ese metro riguroso, reducido a media docena de principios, mide Claire varios cientos de obras históricas concernientes a Bonaparte, y de modo deslumbrante por su peso y su lógica, va mostrando la verdad y la mentira de lo que se relata hasta dejar bien clara la falsedad de todas las referencias a Napoleón examinadas, las cuales, además, clasifica como de origen o fuente francesa (Chateaubriand), alemana (Metternich), e inglesa (¿quién?). Confío en que algún día el método de Claire, esa multiplicidad de técnicas por primera vez manejadas en la investigación histórica, llegará a ser usual, y que algún día habrá asimismo envejecido y tendrá que ser superada; hoy es tan abrupta su novedad, es tan desafiante, que no me extraña la repulsa con que fue recibida y la chacota general con que los más manifiestan su personal e irreparable rutina. Aquella noche, Ariadna -tú leías- fuimos progresivamente ganados por un discurso de estructura rigurosamente matemática y por una palabra de expresión rigurosamente poética, de modo que el resultado fue la más perfecta embriaguez, la más inconcebible, de la inteligencia y de la sensibilidad. Reconozco que llegó a importarme un bledo lo que se debatía: si Napoleón fue algo más que una palabra favorecida, acunada, amamantada por la necesidad política.

Una vez le pregunté a Claire, a raíz de los primeros acontecimientos, que cómo se le había ocurrido la idea, o cuál había sido el camino que le llevara hasta ella, y lo que me respondió no dejó de chocarme: como que oí palabras a causa de las cuales a lo mejor nosotros dos, quiero decir tú y yo, estamos ahora en la Isla, y salvo esos días en que mis cursos me llevan a acompañarte por las mañanas y a regresar contigo en los atardeceres, te espero a la hora del crepúsculo como voy a hacer ahora, y consumo un pitillo tras otro hasta que escucho tu bocina; te contemplo después mientras parqueas, y cómo agitas la mano al descubrirme, afectando sorpresa: sabes de sobra que te aguardo; y después te embarcas y conduces el bote hasta una mano que te ayuda a saltar y una mejilla que recibe tu beso. «Hoy no has tenido carta. Me preguntó por ti Natalia, la ucraniana. Dentro de dos días, a las seis de la tarde, hay reunión del departamento: me encargó Olga que no te olvides de asistir. Hoy apenas comí: me tomé sólo un sandwich en la cafetería y regresé al despacho de Claire porque me mandó recado de que a las dos y media me llamaría.» «¿Te dijo dónde está?» «Por fin no telefoneó. Estoy preocupada.»

Claire me contó aquel día que siendo niño, al oír el nombre de Napoleón, le sonó como si fuese falso al mismo tiempo que conocido, como el nombre de nada puesto a nada. Tenía siete años, ¿sabes?, una edad muy temprana para ciertas intuiciones, una edad en que se piensa que tras un nombre hay siempre una realidad; pero, me explicó Claire, lo suyo fue como si aquel nombre le recordase algo que ya sabía, o como si a su conjuro se destapase un saber hasta entonces velado. Me dio a entender que aquella convicción debía haberle venido como el color del pelo y la forma de la nariz, con los mismos cromosomas, pero esto, claro, es lo que él dice ahora, el modo como lo interpreta. Lo que le sucedía entonces era que, cuando hablaban de Napoleón en el colegio, se levantaba y decía al profesor que aquel emperador no había existido nunca: «Pero, ¿cómo lo sabes? ¿Contra quién peleó entonces Pitt el Joven? Y, ¿a quién venció en Trafalgar el almirante Nelson?» «Pitt el Joven peleó contra la República Francesa; Nelson venció al almirante Villeneuve.» Pues ésa fue la explicación que me dio Claire, fíjate bien. Hay a quien le sucede eso mismo con Dios, que escucha su santo nombre y lo recibe como palabra vacua, y el resto de su vida se lo pasa convenciendo a los otros de que Dios no pasa de eso.


3.- Nos gustó la cabaña. No sé a quién más de los dos, pero, en cualquier caso, tu entusiasmo pareció mayor que el mío, y no por lo que ibas a cobrar de comisión, un 10 por ciento sobre la renta, sino por verdaderas ganas que tenías y ocultabas de pasar allí unos días, de ver cómo el otoño se metía en el tiempo, se apoderaba una a una de las hojas del bosque: se te notaba en los ojos, en el ágil manoteo, sobre todo en la voz, cuando elogiabas las virtudes y méritos de la Isla y del refugio, lugar para el amor también, no sólo el estudio y el recogimiento. Fueron unos minutos en que, de hallarse Claire delante, se hubiera sonreído un poco con esa su sonrisa de anglosajón prepotente ante los pueblos inferiores, y en el caso de ir más allá de la sonrisa, que ya basta por sí misma para sentirse uno molesto, te hubiera reprochado como a meridional incorregible el movimiento y la expresividad, justo lo que yo alabo de ti, la voz que sube y se quiebra, y lo que dicen tus manos cuando la lengua se recrea. Estaba entusiasmado contemplándote -me había sentado en uno de los sillones y te veía ir y venir, abrir puertas y armarios, detenerte junto a la chimenea, describirme la llama estremecida del hogar en las noches oscuras, y la luz de las bujías trémulas si quisiera encenderlas, creando en las esquinas las sombras del misterio y del miedo-, y tardé en darme cuenta de tu deseo: cuando lo comprendí, me apresuré a invitarte: «¿Por qué no vienes también y me acompañas durante todo este tiempo?». Y señalaba con el dedo extendido el camarote del pirata, el que me había gustado para mí y ahora ocupas, esa celda encantadora para refugio de un intelectual cansado. Me preguntaste si te lo ofrecía en serio; te respondí que sí, y quedaste pensativa durante un rato largo, hasta que me dijiste: «Habría que ir y venir de la universidad todos los días». «Bueno, ¿y qué? ¿No vas desde tu casa?» Fue muy curioso, un poco incoherente, al menos según mi modo racional de enjuiciar: no respondiste ni que sí ni que no. Dijiste: «Me apetece bañarme. Te ruego que no mires: no quiero que me veas desnuda». Y sin que yo asintiese, sin que siquiera protestase contra la tentación, saliste, y unos minutos después, traidor que soy, gente de poco fiar, te vi braceando lenta por las aguas del lago, salir más tarde y esconderte de prisa, quizá en el interior de la cabaña. Me gustó entonces tu cuerpo, delgado y moreno, no rosado como el de las vikingas, sino de patinada piel como las teclas de un piano viejo. Y recordé mientras lo contemplaba aquel poema egipcio que Claire no te recitó nunca, porque probablemente no figura en su limitada antología: «¡Es tan hermoso zambullirse en la alberca y bañarme allí ante ti! ¡Mira qué bella estoy, cómo mi túnica mojada moldea mi cuerpo! Somorgujo junto a ti, y, al emerger, voy a tu lado y llevo prendido en los rizos un pececillo rojo. ¡Acércate y escrútame!». Regresaste al salón enjugando el cabello. «Estaba un poco fría el agua», y me pediste whisky, si llevaba: te lo di de mi frasco de plata, el que me regaló Tatiana cuando aprobó summa cum laude, la tesis que yo le había dirigido. Me preguntaste una vez, hacía poco que éramos amigos, si Tatiana había sido mi amante; me eché a reír: Tatiana es una muchacha juiciosa; cree en el matrimonio y va a casarse con un químico cuáquero al que ha rescatado de la droga. El frasquito de plata para el whisky que me dejó como recuerdo lo había recibido de su padre, oficial del ejército del zar salido apenas de la escuela cuando aquello de la revolución. Tatiana es el fruto tardío del matrimonio entre el teniente emigrado y una señorita colombiana hallada en no sé qué catástrofe: hablaba el español, Tatiana, balanceante y dulce de su madre, el más bonito que he escuchado jamás. No. No fue nunca mi amante.

Nunca te dije que tu cuerpo, visto desnudo algunas veces más, todas las que te bañaste en el lago, no es cuerpo de madre, ni siquiera de esposa: yo lo destinaría a otra clase de amor hecho de tempestad y tormenta. Mirándolo por la cortina entreabierta, lo alumbraba un poquito el sol poniente, era terrible y escueto como un relámpago; comprendí entonces por qué le gusta a Claire, y alguna vez te diré las razones, aunque no entiendo todavía por qué me gusta a mí, y temo que no podré jamás explicarlo satisfactoriamente, ni siquiera en las páginas de este cuaderno, donde puedo escribirlo todo, donde desearía hacerlo.

Hoy, sin embargo, no pensaba fantasear sobre tu cuerpo: tema que vino sin querer, imágenes traídas por una de esas asociaciones azarosas que tan fácilmente explican el alma en sus movimientos y nos la ponen de trasparente y comprensible como la exposición de un teorema. El alma, sin embargo tiene vacíos, agujeros oscuros como esos que los astrónomos dicen que existen en el espacio: abismos de la nada de los que un día emergerán las manos que han de agarrar al cosmos, las fauces que lo van a devorar. Bueno, hoy no pretendía hablarte de tu cuerpo, ni tampoco (al menos largamente) del asunto de Claire, que me dijeron en la universidad que va bastante mal, como que en su reunión los decanos han acordado nombrar un comité de especialistas que estudie el caso y dictamine si el sentido del humor derrochado en el libro lo exime por su propia exuberancia (y quizá por su peso) de toda pretensión científica y lo relega al ámbito inocente de la mera poesía, en cuyo caso Claire será perdonado, si bien a condición de que se disculpe en público (hay quien habla de organizar un simposio, pero yo opino, y así lo dije, que el único modo de explicar un libro es escribiendo otro). Pero en el caso contrario, aunque considerando que es la costumbre de los anglosajones expresarse con gracia, y cuanto más abstruso sea el tema más se procura enmascarar su gravedad, si Claire se empeña en que la pretensión científica del libro permanezca como su justificación y su sustancia, perderá la cátedra. Me revelaron en secreto a quiénes han elegido para el comité: pues gente tan inteligente como Jones, tan honrada como Jackson, tan sagaz como Wilson. Y, para ostentar la presidencia, que lo hará con un empaque como si verdaderamente fuera el presidente del país, un pavo real de tan brillantes plumas como Catskill, quien, como no ignora nadie, sólo desea el bien de Claire, al que por otra parte debe su puesto y su reputación. ¡Pues por eso! Fuera el libro una especie de Peter Pan, y lo presentarían como la prueba del esfuerzo frustrado a que un científico en declive se arriesga para mantener pendiente de su obra la atención del mundo entero. ¡R. I. P., Ariadna! ¡Pobre Claire!

Y, ¿sabes que pretendo ayudarle? Tú no te has dado cuenta todavía. Acaso piensas (o no te atreves a pensarlo) que te he traído conmigo para mirarte con libertad y sin prisas, para que charlemos juntos a esa hora del crepúsculo y de la anochecida en que sólo se dice lo esencial; acaso para distraer tu mente y apartarla del recuerdo y hasta del amor de Claire. Es posible que todo esto sea cierto. Bueno: lo es, y no lo ignoras. Pero, además está lo de la ayuda.

Hasta ahora nunca te he hablado del tiempo. Hoy necesito hacerlo ya, no en cuanto llegues, como siempre, con ganas de cerrar los ojos y de oírme disparatar acerca de bagatelas, con hambre acaso, o con exclamaciones exageradas de que vienes moribunda, de lo lejos que queda ya el sandwich de las once y media, de que te has aburrido más que un pulpo en un garaje (la frase es tuya); pues para el caso te tengo apercibido con qué saciarte, porque esta tarde me arriesgué caminando más allá del bosque, he llegado al downtown y allí compré algunas de las vituallas de las que sé que gustas: un montón de castañas asadas, higos secos tan griegos como tú, o al menos así me lo han asegurado. Comí uno de ellos: dulce y pastoso, y tenía la pulpa color de miel. Confío en que te recuerden tu tierra y en que llores un poco mecida de la nostalgia: momento, como puedes comprender, poco oportuno para metafísicas.

No te he hablado del tiempo. Lo voy a hacer ahora después de que hayas comido, cuando me digas que te apetece escuchar música, Vivaldi o Monteverdi, de esa que organiza el espíritu y que hace bailar el alma. O también es posible que cojas la guitarra y me cantes uno de esos poemas de Kavafis a los que puso música un candiota amigo tuyo. Me da igual, pero, si tuviera que elegir, te pediría que cantases, porque prefiero tu voz al violoncelo. Voy a hablarte del tiempo, y para eso he de referirme al Gran Copto, y antes que a él, a Ashverus, porque el uno trae al otro, porque el uno vino por el otro, con otros más, místicos todos y misteriosos, y al que busqué y hablé también durante uno de mis últimos viajes, cuando ya me inquietaba lo de Claire y los libros no respondían a mis preguntas. Acerca de esas amistades que tú ignoras, tengo algunas notas en mis papeles, y a lo mejor hablo de ellas un día, al margen de lo nuestro y del asunto de Claire, quiero decir, en otro de mis cuadernos; pero el Gran Copto pertenece a éste por derecho propio, como en seguida entenderás. En otro lugar y tiempo, aunque no muy lejanos, conté los términos de mi encuentro, una tarde, en Nueva York, con el Judío Errante. No sé de nadie que lo haya comentado, ni en privado ni en público, para extrañarse o para reírse, y estoy por sospechar que poca gente habrá leído las páginas en que lo cuento, de las autobiográficas precisamente, y no de amena invención: pues de no ser así, de haber sido relativamente conocidas, ¿cómo no iba a existir un lector lo bastante inteligente, lo bastante sensible como para detenerse en el hecho, como para interrogar al protagonista, o, de no creerlo tal, al narrador? Pero es el caso que jamás me preguntaron por Ashverus, hasta el punto de haberme hecho creer que la memoria de su nombre se haya perdido, pues no quiero pensar que se interprete el mío como relato fantástico, cuando no como invención burlona, de las que no pueden recibirse con la apetecida seriedad, sino con la irritación o la repulsa que reclama la mentira. Me veo, pues, precisado a repetir, aunque con menos palabras, que Ashverus y yo nos encontramos en un café de Nueva York una tarde de estío, y que en aquel momento se inició una curiosa amistad que aún mantenemos, aunque no ya como antaño, trato frecuente de entrevistas y demorados coloquios, sino de recados periódicos o de noticias indirectas que me llegan desde alguna parte del globo: Salisbury o Valparaíso, pues insiste en su oficio de procurar la paz allí donde se altera. Su última misiva rezaba textualmente:

«De Santiago tuve que salir pitando»,

y la tarjeta trae el matasellos del Callao.

No esperaba la menor relación de Ashverus con el libro de Claire ni con el tema de Napoleón. Ashverus no escribe historia: la viene haciendo desde hace aproximadamente dos mil años: de las maneras más peregrinas, en los lugares menos sospechados y siempre bajo nombres de los que nadie pudiera imaginar que encerrasen un gato. Si lo menciono aquí, si lo traigo a colación, es porque gracias a él conocí y traté en Nueva York a personas, frecuenté círculos, acerca de los que las policías suelen estar mal informadas, pero que no por eso dejan de tener su importancia, al menos para mí. Claro está que Nueva York, según alguna vez convinimos, es una de las ciudades peor conocidas del mundo, precisamente porque abunda la gente que presume de llevarla en la cabeza como un mapa, y que con el resultado de su experiencia escribe novelas o libros de sociología. Sucede por ejemplo que los hombres verdaderamente raros, esos que escapan a toda clasificación así como a las concepciones racionales, excluidos poco a poco de otros lugares donde va siendo difícil disimularse e ir tirando, han ido convergiendo en Nueva York, donde serían buscados si practicasen la antropofagia ritual o la poligamia, si negociasen descaradamente en la trata o en la droga; pero un inventor de religiones (pongo por caso frecuente), ¿a quién inquieta? ¿Y quién osa tomar en serio a cualquiera que se confiese inmortal? Así fue posible, así lo es todavía, que el que se llama a sí mismo Enoch, y asegura ser el de la Biblia, plante diariamente su tenderete y su bandera estrellada en una acera de la calle Cuarenta y Tres, casi esquina a la Quinta, y después de declarar que el Señor lo arrebató a los Empíreos hace unos cuantos siglos y que allá arriba permaneció vivo entre los santos y como quien dice en reserva, revele que viene ahora a la tierra para anunciar el fin del mundo, que llegará en un verdadero periquete, que está como quien dice al volver la esquina el siglo en que duramos, y a predicar en consecuencia el arrepentimiento y la penitencia. Del mismo modo, en un lugar no lejano al café en que nos conocimos Ashverus y yo, en un bajo chiquito de un edificio enorme, el que dice llamarse Elias v vende libros antiguos, a poca confianza que se tenga con él, cuenta a quien quiera escucharle lo del carro de fuego que le llevó por los aires: pues alguien me aseguró que uno y otro se encuentran cada día en un figón hebreo, y que hablan y no terminan de su experiencia en el Paraíso. A nadie impiden que se acerque, de nadie se recatan cuando hablan y, sin embargo, no les entiende nadie, y no porque hablen en una lengua arcaica, sino por referirse a un mundo que no podemos imaginar. Por cierto que al librero no le fue encomendada misión alguna, pero espera el encargo un día de éstos.

Pues ya van tres inmortales. Del cuarto te hablaré ahora mismo: no es de los milagrosos, muestra patente de que Dios lo puede todo, sino más bien de los técnicos, poseedor de un secreto químico que le permite mantenerse, lo cual le priva del halo trascendente y le confina a los límites de nuestra humanidad. Lo conocí por mediación de Ashverus y a petición mía, una noche de invierno, en un lugar extraño del Greenwich Village: extraño, no porque presentara o hiciese presentir circunstancias o caracteres extraordinarios, sino precisamente por su vulgaridad, tan evidente, tan llamativa y tan tranquilizadora: se descansaba en ella, protegía como el regazo de una madre, era una casita de dos plantas, con dos huecos en el alto y uno en el piso bajo, en cuya puerta llamó mi amigo de una manera convenida y en el que nos introdujo quien en seguida se presentó como el conde Cagliostro: sin sorpresa por ninguna de las partes, pues había sido advertido de quién era yo, de modo que fue una presentación convencional en las fórmulas, ceremonias y sonrisas. Me resultó agradable aquel a quien no sé si llamar farsante o tenerlo por la auténtica persona a que su nombre remite, y debo decir que otro tanto me sucedió con los otros, me sucede todavía: el Ashverus, y los dos emisarios del cielo, pues por alto que sea el refinamiento de una inteligencia, por rica que sea su experiencia en sucesos inhabituales, por ancha que sea su tolerancia intelectual, siempre queda en el interior de la conciencia, agazapado, esa especie de simio racional ahito de sensatez que desconfía de unos hombres porque se declaran inmortales, que los cataloga inmediatamente como impostores. Bastantes veces, a lo largo de mi vida, intenté desembarazarme de semejante personaje, expulsarlo de mí mediante los más increíbles exorcismos, sobre todo en aquellas ocasiones en que, por haber seguido sus consejos, cometí esa media docena de errores de que puedo arrepentirme y que me han ido conformando; pero no fue posible, porque él es yo mismo, es una parte indestructible de mí y, sobre todo, incansable en su charlatanería matemática y en su manera de advertir o de insultar: por símbolos más bien que por conceptos. Todo el tiempo que duraron mis relaciones con aquellos irreprochables caballeros, Enoch, Elias, Ashverus y Cagliostro, no hizo más que increparme y reírse de mí, de modo que temí, aquella noche en el Greenwich Village, que el huésped, tan amable, llegara a presentir sus carcajadas, que no son emocionales, como las de todo el mundo, sino cargadas de lógica. No debió de ser así, por cuanto Cagliostro mantuvo hasta el final su cortesía, no mostró desconfianza, ni siquiera suspicacia. Tampoco había motivos aparentes, pues yo le escuchaba entre arrobado y bobo, o, mejor dicho, escuchaba la conversación chispeante de aquellos personajes que, a lo largo de los dos últimos milenios, se habían encontrado muchas veces, amigos unas, otras en campos opuestos, y que se referían ahora a grandes acontecimientos o a personillas de las que no se guarda memoria: en cualquier caso, pedazos enteros del pasado parecían revivir en aquella conversación, y fue precisamente esa palabra, pasado, que pronuncié en una de mis escasas intervenciones, la que dio pie a Cagliostro para endilgarme un discurso que mejor parecía una lección de cátedra, como que comportaba nada menos que una interpretación desconocida de la historia y una nueva metafísica del tiempo. Pero, antes de repetir (siempre en la medida que permitan mis recuerdos) sus palabras o sus ideas, quiero dejar constancia de los preliminares de nuestra conversación, cuando le conté hasta qué punto su nombre y su figura me resultaban familiares y admirados, así como frecuentemente rememorados, incluso con emoción y terror, a partir de aquellos tiempos de mi infancia en que José Bálsamo, uno de sus muchos nombres, iba y venía y reclamaba mi atención en cuanto protagonista de unas novelas harto leídas. Evoqué sobre todo aquel comienzo de una de ellas en que Cagliostro, ignorado como tal por el lector, viajero anónimo y nocturno, asciende por la ladera de una montaña una noche de lluvia y viento, asciende pese a las voces que le aconsejan retroceder, que le amenazan si continúa, hasta que al fin, en las ruinas de un castillo probablemente gótico y tras un rito iniciático interrumpido y frustrado, resulta que el viajero y catecúmeno es nada menos que Cagliostro, el Grande Oriente de la Masonería. «¡Ah! -dijo él-. Era un buen tiempo aquél, era un buen tiempo, aunque más peligroso que éste. Pero yo no fui nunca masón, o al menos no lo fui de la especie racionalista, sino de la mística, y por eso me pasé a los Rosa Cruces hasta que pude fundar mi propia secta, o, si ustedes lo prefieren, mi propia organización. Hoy ya no soy el Grande Oriente, sino el Gran Copto, y como a tal me obedecen más de cien mil ciudadanos de este país; tengo pactos convenidos con los Templarios, y relaciones financieras con el Vaticano. La Casa Blanca ignora la magnitud de mi poder. El presidente puede, por supuesto, declarar la guerra y enviar bajo otros cielos marines y misiles, cosa que a mí me está vedada; pero si yo maquino una revolución, llevo el país a la ruina en menos de una semana. Claro que no me interesa hacerlo y que, en realidad, soy una potencia conservadora; pero alguna prueba menos aparatosa de mi poder quizá la dé algún día, aunque prefiera antes dar señal de mi ciencia, experiencia de siglos transmitida en secreto y con peligro, en la que se resumen los saberes que no convienen al Poder, que se oponen al Orden y que contradicen la Verdad. Mi ciencia es la única, la verdadera revolución».

Lo decía como bromeando, mientras mi simio interior me susurraba: «Pero, ¡qué tío! ¡Cómo se sabe el papel, y qué papel ha escogido! Me gustaría saber quién es y de dónde viene. Por la cara parece bizantino». Efectivamente, pese a sus aires de hombre moderno, en su rostro alargado y oliváceo, que a veces me recuerda al tuyo, quedaba mucho de santo helénico, de cara trazada según las normas y los principios de un arte que inscribe el cuerpo humano en un sistema de círculos y cuadros en que se guarda respeto al Áureo Número. Aquella vez que me llevaron de visita a ese monasterio ruso instalado en las montañas que quedan hacia el oeste de la Northway, y que me dejaron curiosear en el taller del monje que pintaba iconos, en una tabla arrinconada y medio embadurnada se veía el esbozo de un rostro como el de Cagliostro. Cierta noche, ya no recuerdo cuál, nos dijo haber nacido en Mantinea.

Lo que me reveló, ahora no importa cuándo, fue exactamente esto, que es lo que nos concierne y me aconseja traerlo aquí: «Ni el pasado existe ni el futuro. Todo es presente, como bien advirtieron los teólogos cuando afirmaron que la vida entera de los hombres y del Cosmos, eso que llamamos historia y de la que una buena parte está aún por acontecer, es pura actualidad en la mente divina. Se equivocaron solamente en lo de Dios, que no existe (Ashverus sonrió y meneó la cabeza: tenía sus motivos para hacerlo); pero la historia, aun sin Mente a la que referirla, es pura actualidad, todo está sucediendo ahora mismo, y si nosotros lo percibimos como pasado, como presente y como futuro, a razón de organizaciones mentales obedece, a razón también de estructuras verbales. No fue esa supuesta fluencia que llamamos tiempo lo que determinó los de los verbos, sino al revés: al tiempo como experiencia y como realidad lo sostienen las palabras en cuanto expresión de un modo de estar la mente organizada». Y como yo mostrara, no sé si manifestada en gesto más o menos estupefacto (o quizá estúpido), cierta incomprensión o al menos algún escepticismo, Cagliostro continuó: «Usted habrá oído infinidad de veces el tópico del Libro de la Historia. Sin quererlo, queriendo acaso indicar justamente lo contrario, la frase, vaciada de su contenido convencional, puede después rellenarse de verdad. Fíjese en que, en un libro, coexisten el principio con el fin y con los medios, y sólo cuando se somete a una lectura que llamamos regular, su contenido se muestra como un antes y un luego. Pero, ¿quién duda que se puede leer de otra manera, el fin primero, la solución antes que el planteamiento? ¿Y que se puede avanzar y retroceder y detenerse, y andar de nuevo, y todas las combinaciones y experiencias temporales que se deseen? La coexistencia de todos los acontecimientos humanos permite a quien está en el secreto, a quien sabe contemplar la historia en su conjunto, un modo de lectura similar: desde el comienzo misterioso hasta el presente, que es lo que hacen los historiadores; desde el presente al futuro, que es lo que hacen los profetas, que es lo que hice yo cuando mostré a una reina la clase de su muerte, o lo que hizo Juan en Patmos cuando nos enseñó el modo de nuestro acabamiento, si bien con tal exceso de metáforas, analogías y precauciones, que resulta difícil averiguar cualquier cosa que no sea la de que nuestra muerte, la de todos, nos llegará por el fuego, aunque nadie, ni siquiera yo mismo, sepa cuándo, porque hacia esa parte del futuro la Historia se contempla algo oculta por la bruma. Es lo mismo que sucede, o parecido, cuando se intenta averiguar la fecha de la muerte personal: queda siempre hacia Poniente, y es tan móvil, que cuanto más uno se tuerce para verla más se le escurre». «Luego -le interrumpí-, ¿existen una derecha y una izquierda en ese panorama? ¿Es, quizá, como un cuadro?» «Exactamente. La anulación del tiempo beneficia al espacio. La historia es una especie de paisaje con figuras, aunque prácticamente interminable. Lo que seguimos llamando el pasado, queda a la izquierda; enfrente, lo presente, y el futuro a la derecha. El espacio es circular y giratorio. Lo mismo que no se abarca el fin se nos escapa el principio, aunque yo, por algunos barruntos, me incline a creer en la nebulosa.» Mi simio íntimo casi me golpeaba la conciencia con las carcajadas de su regocijo. Repetía: «¡Qué tío!» sin descanso, y llegó a distraer mi atención, y, lo que es más grave, me convenció hasta el punto de recibir la revelación de Cagliostro con ironía interior, con aparente respeto. «¿Y hace falta dormirse para verlo? -le pregunté-. Hipnotismo y cosas de ésas.» Quizá aquella mirada que me devolvió Cagliostro me llegase cargada de desdén. «A María Antonieta no necesité dormirla.» «Se valió usted de un globo de cristal.» «Sirve cualquier superficie reflectante: un vidrio de la ventana, la faz del mar cuando está calmo. La vez que aquí nuestro amigo (y señaló a Ashverus con un gesto) necesitó de ciertas comprobaciones, nos valimos de un espejo. El espejo tiene la ventaja, debida al marco, de que es posible asomarse a él e incluso arrojarse desde él a la corriente, o planear sin limitaciones.» «Posible, ¿en qué grado?» Se echó a reír. «Acaba usted de preguntarme si le es dado a usted mismo. ¡Pues claro que sí, hombre! La vista del conjunto de la historia es accesible a todo el que sea capaz de soportar realidades tan poco tolerables y, sobre todo, tan poco inteligibles como el infinito y el absurdo.» Creí que iba a explicarme por qué había usado aquellas dos palabras, en apariencia tan comprometedoras (aunque traídas frivolamente no quieran decir nada), y quedé suspenso, en espera: lo que él hizo fue salir de la habitación y volver al cabo de unos momentos cargado de un espejo, no muy grande, que situó frente a mí, encima de una silla: parecía velado, el espejo, aunque con velo interior que le restase profundidad e impidiese todo reflejo: yo, al mirarme, no me veía; y de pronto se encendió como detrás del cristal, quiero decir, con una luz remota y lechosa que se derramó por una superficie inabarcable, pululante como un hormiguero o una gusanera gigantescos. No hay memoria de que tal muchedumbre se haya reunido jamás, ni de que los mismos actos se repitieran más veces de las que yo, en lo poco que miraba, podía ver, pues todo era nacer, comer, reproducirse, y morir, y ningún otro acontecimiento destacaba, una batalla o una fiesta. Seguramente las había, unas y otras, pero el conjunto incalculable de la humanidad se las comía, y todo se veía igual, monótono e informe. «¿Le interesa algún suceso especial, algo verdaderamente extraordinario? Porque allí puede ver cómo le están abriendo el vientre a la madre de César, y un poco más abajo cómo el mismo César, algo más viejo, claro, cae bajo los puñales conjurados y cubre la cabeza con el manto. Por cierto que, si le interesa escuchar a Marco Antonio, verá que sus palabras verdaderas fueron algo menos hermosas que las que Shakespeare le atribuye, y no tan bien declamadas como las dice Marión Brando.» «En ese caso, le respondí, prefiero seguir leyendo a Shakespeare.» «¿Le gustaría asistir al estreno de Julio César en el Globe? Cabalmente allí vemos Londres…» «Si no le importa, señor, preferiría contemplar un acontecimiento bastante más modesto. Sucedió en una aldea gallega, ribera de una ría, hace algo más de medio siglo: exactamente el día trece de junio de mil novecientos diez. Entonces nació un niño y me gustaría presenciar… No quiero decir el parto, naturalmente: según mis prejuicios, no estaría bien visto que yo estuviera presente como espectador de mi propio nacimiento, por aquello de ser mi madre la que grita.» Me pareció que Cagliostro me miraba con benevolencia sonriente; en cualquier caso, tuve ante mí la casa donde he nacido, la sala de esa casa, la alcoba de mi abuela, en la que a mi madre acababan de acostar. Era muy hermoso el día, mi padre lo contemplaba, o hacía como que tal, pues estaba nervioso, según mostraban los pies inquietos y los pitillos que iba fumando. Las mujeres entraban y salían, en la sala y en la alcoba, y se oían como gemidos remotos o reprimidos. Me preguntó Cagliostro si deseaba esperar a que aquello terminase, puesto que duraría seguramente algunas horas; yo respondí que no, que con el desenlace me bastaba, y entonces me mostró cómo sacaban de la alcoba a un recién nacido bien envuelto en sus pañales, lavado ya, y se lo mostraban a mi padre. Mi padre no sabía qué hacer. «¡Dale un beso hombre!», le dijo la que me traía en brazos, una de mis tías probablemente. Y mi padre me besó, entonces.

Esta visión escasamente duradera, en absoluto grandiosa, aunque indudable; la percepción insólita de acontecimientos y de personas que se extendían como en un desierto inmenso (ese desierto es, seguro, la Mente en que se realizan); la convicción de ser maciza y de bulto aquella gente y de que todos respiraban, me condujeron a tomar en serio y a recibir como verdad lo que el Gran Copto me mostraba, y tuve entonces la ocurrencia de rogarle que me ilustrase acerca de Napoleón, de quien probablemente había sido contemporáneo, o cuya época había atravesado, como quien desde los tiempos de El collar de la Reina ha llegado hasta aquí; a lo cual se echó a reír, y me ofreció que, si tenía interés, un interés razonable y discreto, me ayudaría a averiguarlo por mí mismo, aunque en otra ocasión. No sé por qué, Ariadna, interpreté aquella risa como la corroboración, por un testigo excepcional, de que Claire anda en lo cierto, porque si no significa que Napoleón no ha existido jamás, habrá que tomarla como el aserto convencido de que ninguno de nosotros existe: fue, sin duda, la risa que niega la realidad de todo, y aún es éste el momento en que, si la recuerdo, algo tiembla y se espeluzna en mi interior.