"Asuntos de un hidalgo disoluto" - читать интересную книгу автора (Faciolince Hector Abad)XIIIEn el que se dedican largas y desaforadas páginas al amor inaudito por Ángela Pietragrúa Bah, puaj, grr, egh, tss, chss, brr, rrrg. Gruñir en un libro es hacer el ridículo; quedar como personaje menor de película cómica. Pero a veces de lo único que quedan ganas es de refunfuñar. Se quedan cortas las onomatopeyas para que mi secretaria y mujer pueda apuntar las erupciones de desagrado que emito por la boca cuando recuerdo mis primeros encuentros con Ángela Pietragrúa, en esos días en que yo era el lameculos del vizconde de Alfaguara. Es difícil escribirlo todo. Por eso no estoy de acuerdo con esos noveles premios Nobel cuya receta consiste en censurar posibilidades de la lengua escrita. No comparto su desprecio visceral por los adverbios; o por el punto y coma, o por los puntos suspensivos o por la exclamación. Son tan escasos los signos de la escritura, que prescindir de ellos es castrarse aún más. Y eso que en castellano, todavía, se pueden transcribir preguntas sorprendidas: "¡Cómo, has nombrado de mayordomo a un joven perseguido político? ¿Y si nos sale revolucionario!" Esto fue lo que Ángela Pietragrúa exclamó o preguntó al vizconde de Alfaguara, su amante oficial, cuando éste la hizo partícipe de mi nuevo cargo. Me vi obligado a explicar con humildad los términos de la carta de recomendación del cardenal Uzbizarreta. No era verdad que me estuvieran persiguiendo por peligroso en mi tierra. Me humillé hasta decir que eran malentendidos, puros malentendidos, lo que me había obligado a abandonar el muy violento país de la paloma. Es difícil, ahora, entender mi estado de ánimo de entonces. He dicho que el Medina de esos días era un perro azotado, colita entre las piernas, cero ladrido y puro chillido, nada de mordiscos. Tenía dinero suficiente para ponerme casa, comprar coche (como me obligaba a decir mi amo, furibundo con mis carros criollos) y contratar mayordomo español. Habría podido invitar a Alfaguara a cenar a mi casa con más de dieciséis cubiertos por comensal (¡qué incomodidad, joder!) y platos más exquisitos que los de su palacio. Pero yo era un perro azotado y como tal quería sentirme. Serví, serví, y sirviendo me di cuenta de que más indigno que servir es que nos sirvan. Por eso, si me hubieran nombrado empleado de aseo encargado de limpiar los sanitarios de palacio, habría aceptado dando gracias infinitas. Yo me sentía el último de los mortales y como tal quería que me trataran. Ya el cargo de mayordomo me parecía un encumbrado privilegio que no merecía. En ese momento de oscura depresión conocí a Angela Pietragrúa, la única mujer que he amado. Para decirlo con una frase horrible, diré que ella era una mujer llena de perfecciones corporales, es cierto, pero con un espíritu o un alma (como no hubiera dicho yo ni siquiera en ese entonces) que la hacían digna de todas las atenciones y afectos. De su cuerpo me quedan inocentes limosnas de Mnemósine -recuerdos, pues, si quieren-: un abanico andaluz que ventilaba sus gotitas de agosto en la nariz, un hoyuelo perdido en algún sitio de la cara y la curva del cuello que tanto la inquietaba cuando la recorría mi aliento. Su boca húmeda de estar callada, en mis labios resecos por hablar. Eso digo (mal dicho) del cuerpo. Del alma de Pietragrúa puedo decir que tenía la cualidad insuperable de estar llena de libros. Ángela no desamparaba los libros ni de noche ni de día, como una obsesa leía, y su cabeza estaba llena de citas y personajes librescos. El aspecto, la actitud o las palabras de cualquier persona que encontraba, eran para ella memorandos de alguna obra leída. ¿No te parece, Rodrigo (este era el nombre de pila del vizconde), que la condesa Archibugi es idéntica a madame Verdurin? ¿No es cierto que el mayordomo parece copiado de una novela de Walser? Es demasiado larga y atormentada la historia de mi amor por Ángela Pietragrúa. Para no hacerla interminable materia de todo un libro, me voy a limitar a lo esencial. La conocí, pues, desde el puesto más ínfimo que ha conocido mi interminable existencia. El vizconde, un falangista con pinta de carnicero untuoso, había dejado su Toledo natal en tiempos de la guerra civil, como contacto italiano con las milicias fascistas que se iban a ayudar a Franco a combatir el comunismo. Y en Turín se había ido quedando, rodeado de un grupo de nostálgicos de la monarquía, cada vez más aporreados por las consultas electorales que favorecían a los republicanos. ¿Pero esto a quién le importa? El vizconde Rodrigo Alfaguara era un facho tenebroso, eso es todo, y trataba a Pietragrúa como a su puta privada y a mí como a su privado. En fin, ella y yo estábamos en condiciones de parecida esclavitud, con la diferencia de que ella a mí me mandaba. Por muchos meses nuestro único contacto fue el típico intercambio jerárquico entre amo y sirviente. A las órdenes yo respondía con obediencia, a los regaños con humildad. Yo lo hacía todo bien y si alguna vez llegué a cometer errores en mis menesteres, creo que lo hice aposta, pues en ese entonces me hubiera encantado que el vizconde me pegara frente a doña Angela. Lo cual no llegó a suceder sino una vez, y ya al final, cuando mi sumisión llegó al colmo y al mismo tiempo al culmen. Los Medina de mi rama, que yo sepa, llevábamos siglos sin desempeñar profesiones serviles. El vizconde de Alfaguara estaba tan contento con mi desempeño que en pocos meses me aumentó dos veces el sueldo. Él no sabía, claro está, que mi cuenta corriente era tan abultada como la suya. Sin embargo yo aceptaba esos aumentos que me servían para repartir más dinero entre los demás sirvientes del palacio. De alguna manera yo supe desde mi primer día en la casa Alfaguara, que debía ganarme el favor de la servidumbre, de mis colegas, obligarlos con precios a que fueran también mis aliados. Sin premeditarlo, pero ya presintiéndolo, yo estaba comprando así su complicidad y su silencio en el idilio que se aproximaba. Pero me estoy adelantando. Los meses en que serví, yo mismo me preguntaba por qué quería seguir sirviendo. Nadie me obligaba a dormir en ese cuarto frío, al lado de la antigua cochera, en el catre más desvencijado que haya conocido jamás mi poco sensible espalda. No tenía por qué andar vestido a toda hora de bufón, con mis guantes blancos hasta los codos y la cintita negra en el cuello almidonado. Ninguna necesidad me mandaba a ir casi todos los días hasta el mercado de Porta Palazzo a hacer las compras para los reiterados convites suntuosos de mis señores. Pero me fui dando cuenta de que lo que había empezado casi como un juego, o como un castigo secreto, un sacrificio exigido por la cobardía de haber dejado mi país en su peor momento, se iba convirtiendo cada vez más en un deseo irreprimible de estar cerca, de ser el servidor, el esclavo de Ángela Pietragrúa. Por todo un invierno fingí contentar al vizconde y doblé el espinazo ante ella sin obtener el menor acercamiento. Al fin, poco a poco, no sé si con una pizca de intención o no, Ángela Pietragrúa, mi ama y mi señora para siempre, me fue encomendando oficios de mayor confianza. En un principio éstos consistían tan sólo en sacarle los vestidos del guardarropas, o en prepararle el agua y las espumas para los dilatadísimos baños de inmersión, pero poco a poco, con un casual ajustar de corpino o con la rápida subida de una cremallera, mi tarea se fue convirtiendo en algo más íntimo. Como aparentaba tratarme como a un ayudante de Cámara eunuco, yo fingí conocer el arte de peinar, tan sólo por el gusto de cepillarle el pelo; me hice sabio en la práctica de callista y manicuro, con el único fin de poder acariciar los pies sin callos y las manos sin pecas de Ángela Pietragrúa. Ella, de esto estoy seguro, se daba cuenta de mi torpeza con la lima, pero pese a todo me seguía llamando y yo pasaba horas acariciando los dedos de sus pies, poniéndoles cremas y perfumes, muriéndome por dentro de no poder acercar a ellos mis ardientes labios. Eso de ardientes labios es muy cursi, pero lo dejo así porque no estoy hablando por metáforas: en invierno siempre mantuve la boca quemada por el frío. A pesar de mis funciones, cada vez más íntimas, nunca en esos días llegué a verla desnuda. En ropa interior, en paños menores o como se diga, sí, pero ni siquiera demasiado velados pues eran prendas púdicas, abultadas y nada transparentes. Por pura casualidad me convertí también en su secretario. Un día notó en una lista de las compras que mi caligrafía era clara y correcta. Esa misma tarde me llamó a su escritorio y tal como tú ahora, querida Bonaventura, transcribes mis palabras, así mismo empecé yo a copiar las palabras delicadas de mi dueña y señora. Aunque si lo pienso bien, no fue casual que ella me nombrara su amanuense, pues en ese tiempo no quise darme cuenta de que ella me puso de secretario para poderme dictar lo que no podía decirme. Así vine a enterarme de algunas intimidades suyas. De un hermano pobre, por ejemplo, que vivía en Lucca y a quien ella enviaba un poco de dinero cada que conseguía sustraer algo al avaro Alfaguara. Ni qué decir que yo aumentaba las cantidades antes de cerrar el sobre y que mi señora se sorprendía al recibir las cartas de fervoroso agradecimiento que le contestaba el hermano. Supe también así que no todo eran rosas en su relación con el vizconde. Ángela tenía una amiga en otra parte, una tal Patrizia, si no recuerdo mal, a la que escribía cartas larguísimas cuando estaba triste o de mal humor. Pietragrúa criticaba al vizconde por su manera de hablar y le decía a su amiga, burlándose, que hablaba como un libro, es decir como un imbécil, y en lugar de caballo decía corcel, en vez de carta, misiva, predio rupestre o propiedad rural en vez de finca, y llamaba galenos a los médicos. Gracias a Ángela aprendí a no envidiar el castellano del vizconde y creo que estos apuntes que ella hacía en sus cartas eran un mensaje indirecto para mí; como si quisiera consolarme de que no me hubieran dado el puesto de preceptor de los sobrinos ilustres a causa de mi castellano. Me lo dictaba todo, sin el menor recato, con menos vergüenza de mí de la que hubiera sentido por una máquina de escribir, por un magnetofón, con menos vergüenza de la que siento yo frente a mi esposa Bonaventura cuando le dicto de Pietragrúa. Así supe de los apresurados hábitos del vizconde en la cama, de su exigua largueza en cuestiones de dinero, de sus celos inconmensurables y de cómo la atosigaba con éstos, hurgándole entre sus cajones, abriéndole las cartas, derribando puertas abiertas, interrogándola por horas sobre la precisa dirección de sus miradas. Cómo me gustaba el tono imperativo de su voz de contralto: "Gaspar, tengo que dictarle unas cartas, esté a las dos y media en mi escritorio". Y una vez allí, comenzaba, sin preámbulos: "Ciudad y fecha querida Patrizia al fin Rodrigo se ha ido y puedo precipitarme a contarte las últimas novedades anoche estuvimos en casa de la marquesa Oddone de Bligny y como de costumbre Rodrigo bebió más de la cuenta lo que quiere decir al regreso rápido apretujón en el sofá de la sala y así fue tenía el aliento horrible de después del café sin lavarse los dientes…" Hasta llegar a los saludos y los besos, y decir "otra ciudad y fecha querido hermano sólo para decirte que recibí tu carta y no sé de qué me hablas pues yo sólo te envié unas pocas liras lo máximo eso sí que en el momento podía", etcétera. Ella se obstinaba en que todas sus cartas debían escribirse con tinta color sepia y así lo hacía yo. El vizconde, por su oficio de correveidile de la nobleza peninsular, estaba obligado a hacer numerosos viajes por toda Italia o a pasar temporadas en otras partes de la vieja Europa. Cuando su amante hacía viajes largos, Ángela se vestía de viuda. Toda de negro hasta las pantorrillas, velo sobre la cara y mantilla de encaje en la cabeza. A mí éste me parecía un detalle de gran coquetería, casi un anuncio a todos sus admiradores de que por fin estaría sola algunos días, pero por una carta descubrí que se trataba de una orden del vizconde, el cual se soñaba con evitar así todo intento de traición. Cuando ella estaba de luto, me invitaba a su alcoba y frente al hogar encendido me pedía que le leyera libros. Yo escogía a los pocos autores dignos de mi patria (para ese entonces) y ella gozó con la insostenible indecisión de Efraín, con el candor de María ("no conozco mujer que se me parezca menos", me decía), con los periplos de aquel que jugó su corazón al azar y se perdió en la manigua, con las caballerescas descripciones de la ancha Castilla ("su España me gusta más que la que Rodrigo me cuenta", decía ella), con las mañanas sin gracia de los pueblos de Antio-quia y el lenguaje castizo y arcaico de los personajes de don Tomás Carrasquilla. Yo leía hasta ponerme afónico, pero ella siempre seguía sedienta de letras. Durante uno de estos viajes luctuosos, después de una apasionada lectura de los eufónicos versos de De Greiff, Angela me llamó a su lado. Dijo que yo sabía tantas cosas útiles que con seguridad sabría también hacer masajes; que la ida del vizconde la tenía tensa, agarrotados los músculos del cuello y de la espalda, deshechos de tensión los tendones. Y mientras me comunicaba sus achaques se fue despojando de los oscuros velos. Sin descubrirse las piernas, quedó desnuda de la cintura para arriba, pero no logré ni entrever su pecho pues estaba de espaldas y de inmediato se tendió boca abajo sobre el edredón de plumas de su cama. Me indicó dónde había crema para los masajes, en un cajoncito de su secretaire, y yo, tembloroso, empecé a realizar el nuevo y dulce oficio de acariciarle la espalda. Después de un medroso e inicial acercamiento, ella pidió más vigor, más vigor Gaspar, que así me deja peor que antes. No sé de dónde saqué la fuerza y el arrojo para encaramarme en sus torneados glúteos. Me senté en sus asentaderas y con la crema empecé a masajear la espalda más perfecta que mi memoria recuerde. Mi esposa Cunegunda no es celosa, como lo era el vizconde de Alfaguara con su mantenida. Pero se ha puesto pálida al notar mi entusiasmo por el recuerdo de aquel lejano masaje de hace cuarenta años. Se ha levantado y me ha dejado aquí, palabras agolpadas en la boca, hojas regadas por el suelo, tinta de la pluma derramada. He recogido los papeles y me toca seguir solo, sin dictar, dictando directamente de mi cabeza a la mano. Ángela Pietragrúa se estremeció sin decir una palabra cuando yo me senté encima de sus preciosas nalgas. Yo vi que la carne de sus brazos se erizó un instante, que su espina dorsal se hizo un poco más áspera y animado por esta muda muestra de placer, con todo el vigor de mis brazos, empecé a acariciarla desde el cuello, a recorrerle la espalda en círculos concéntricos. De su boca, de vez en cuando, se dejaban oír gemidos espasmódicos, contenidos, casi censurados. Yo trabajaba en silencio, presionando muy poco con mis nalgas sobre las suyas, pero con un lento y prolongado movimiento rítmico que de las manos repercutía en todo el cuerpo. Después de unos minutos de asombrada gloria, la oí decir "sí, sí, Gaspar, ya está bien así, podría ganar mucho más como masajista que como mayordomo, puede irse". Yo me bajé de ese cuerpo que por primera vez había estado debajo del mío. Muchas mentiras aparentes se van acumulando en este libro de memorias. Quizá la más grande es la de mi total indiferencia frente a los asuntos de la carne. Pero no es una mentira. En realidad es tan sólo una regla general. Con su excepción, que fue Ángela Pietragrúa. Salvo, tal vez, el primer beso de Eva Serrano, mi relación con Ángela Pietragrúa es lo único que me permite comprender las locuras sexuales de los hombres. Pero además mi casta indiferencia, como mi general alejamiento de todo lo sentimental, son de verdad mi vida ordinaria, regular, de estos días finales y de la gran mayoría de los veintiséis mil quinientos setenta y cuatro días anteriores. El amor, como el deseo, han sido en mí paréntesis que nada tienen que ver con el resto de mi vida. Caprichos de la epidermis o repentinos pálpitos de esa víscera cargada de metáforas. Mi corazón, como si fuera de cuerda, parece cargarse a veces y marcar una ruptura en el curso natural y en el fondo tedioso de mi existencia cotidiana. Pero vuelvo a lo mío, a mi paréntesis de amor, lecturas y deseo con Ángela Pietragrúa. Después de este primer masaje mis noches y mi sueño, mi vigilia y mi desvelo, se convirtieron en un tormento. Sudores repentinos, terco engarrotamiento de las partes bajas, desbocada imaginación e imposibilidad de actuar. Pasaron tres días con sus noches sin que Ángela Pietragrúa me volviera a llamar a su presencia, ni para una carta o un poema, ni para una uña despicada, un velo corrido o una cremallera atrancada. Al tercer día resucitó. Me dijo "otra vez, Gaspar, me siento la espalda tensa, venga a mi alcoba a las tres, descansado para un masaje largo". Por una trivial estrategia de amador, yo, que he sido puntual hasta el escrúpulo del segundero, me presenté en su cuarto a las tres y cuarto. Vi en su cara la furia reprimida, pero por primera vez desde que yo había entrado en su casa fue humilde como yo lo había sido siempre. Al verme entrar me señaló el cajón de la crema y se puso a deshacerse, con extrema lentitud, de sus múltiples velos color de noche oscura. Por primera vez no me daba la espalda al desvestirse y de pronto, después de algunos movimientos lentos, apareció la blanca luna llena de uno de sus senos. Apareció una segunda luna, vibrante; cayeron todos los velos hasta la cintura. Aparición instantánea y fulminante pues de inmediato estaba ya extendida en la cama, dándome la espalda. Esta vez no quise sentarme sobre ella. Desde el borde del colchón y sin que ella dijera bien ni mal, empecé mi trabajo. Al rato la oí que susurraba, "las piernas también, también las piernas". Yo le bajé con gran delicadeza la enagua y los calzones anchos (se usaban entonces) que se las cubrían. Aparecieron unos muslos y pantorrillas que deben existir tan sólo en los platónicos uranos. Ungí de crema ambas extremidades, con fuerza, hasta casi sudar sobre ella. Luego conjeturé que tal vez las nalgas podían considerarse parte de las piernas y quise introducir una mano por debajo de las bragas, mi mano embadurnada camino de los glúteos. Su voz imperativa me detuvo: "¡Ahí no! Puede marcharse". Para el día siguiente en la mañana se esperaba el regreso del vizconde. La última noche del luto yo me encargué de pasar las bandejas de la cena a la mesa de la señora. Le había hecho preparar manjares de mar, pequeñas pruebas de infinidad de pescados y mariscos, moluscos con reminiscencias de mujeres. Muchas veces, a los postres, volví a llenarle la copa de un vino blanco de barril, ese Sauternes de proustiana memoria, que ella saboreaba con gusto. Durante el café me dijo que volvía a sentir cierta tensión en el cuello. No me lo exigía, no formaba parte de mis tareas ordinarias, ni era mi obligación, ni quería cansarme con sus quejas, pero ¿no podría yo, por una vez, repetir el masaje? "Ma certo, signora, alle dieci" "Sí, alle dieci va bene”. Esta vez fui puntual y a las puntuales diez volví a entrar en su cuarto. La hallé tendida en la cama, bajo el edredón subido hasta la barbilla. Siguió el ritual del cajón señalado y se dio media vuelta bajo las cobijas. Yo pedí permiso para bajarlas un poco y me fui dando cuenta, centímetro a centímetro, de su completa desnudez. Volví a ponerme a horcajadas, esta vez sobre sus muslos, y mientras inclinaba mi torso sobre ella para masajear la parte alta de su cuello, pude acercar mi boca y nariz hasta la raíz de su nuca. Fue esa vez cuando percibí con claridad por primera vez el olor natural de Ángela Pietragrúa, un olor que después me seguiría persiguiendo por años y años, y que todavía hoy, a veces, en las desoladas tardes de invierno, puedo recuperar en una prenda secreta que conservo en lo más hondo del escaparate de mis bisabuelos. Era un olor todo suyo, que yo no sé explicar, pero que, para hacerse una idea, diré que tenía algo que ver con la vainilla. Ella sintió el roce voraz de mi nariz y aumentó el ritmo de su respiración sin decir nada. Yo estaba vestido con ropa ligerísima de algodón blanco y el sudor me pegaba la tela a la piel, pero no osé ni siquiera arremangarme la camisa. Poseí con mis manos, por entero, cada una de sus partes posteriores. Me permitió incluso esparcir un poco de crema por la ranura perfecta que dividía sus dos nalgas y llegué inclusive a palpar con el índice el botón nítido, rosado, apenas insinuado, cuyo nombre es impío mencionar en vano. Ella también sudaba, pero no se volvió, no me habló, no gimió, no dijo nada hasta la madrugada. Cuando el sol empezó a dejar ver su claridad a través de las cortinas, yo, notando su perfecta quietud y su respiro sosegado, la creí dormida, profunda. Me atreví entonces a besarle el cuello y me di cuenta de que la bella durmiente estaba muy despierta. De inmediato, como estremeciéndose, me dijo que era hora de que fuera a descansar. Obedecí. Ayer dejé mi trabajo en el punto anterior. Hoy, afortunadamente, tengo otra vez aquí, sentada en mis rodillas, a mi fiel esposa y secretaria Cunegunda Bonaventura. Llega a buena hora para copiar que al día siguiente de mi noche entera con Ángela, poco después de su llegada, el vizconde de Alfaguara me hizo llamar a su despacho. Estaba iracundo y una corriente eléctrica me recorrió la columna vertebral cuando lo oí que empezaba a hablar, fuera de sí: "¡Usted, Medina, es un soberano farsante!" Temí que alguno de la servidumbre (pese a las generosas propinas propinadas) le hubiera soplado algo sobre mis repetidas visitas a la alcoba de su concubina y bajé los ojos, preparándome para lo peor. Me sorprendió, en cambio, con lo más obvio: "Me vi con el cardenal Uzbizarreta, en Madrid, y quedé como un imbécil cuando le revelé, creyendo decirle algo de su agrado, que tenía de mayordomo a su recomendado. Lleno de asombro, el cardenal me dijo la verdad sobre su origen y estado. No entiendo por qué ha querido engañarme en estos meses pasados, Medina; en todo caso largúese de aquí. Le doy media hora para abandonar mi casa, desgraciado". Alfaguara solía hablar con rimas cuando estaba bravo. Pensando en su avaricia, le dije que en vista de que no había justa causa para el despido, debería pagarme, fuera de la liquidación, una apropiada indemnización. Que no se precipitara a hacerla pues no tenía urgencia, pero que al otro día sin falta pasaría a retirarla. Mientras repartía mentalmente mi liquidación entre los demás criados, me fui a hacer las maletas e hice llamar un taxi. Antes de salir dije a voz en cuello que si me necesitaban para algo podían encontrarme en el Hotel Príncipe. Este era el mejor de Turín; una noche allí costaba quince días de mi sueldo de mayordomo. Sin duda el Gaspar que soy hoy habría encontrado un desplante de mayor elegancia. Pero dejémoslo así, tal como lo hice yo. Fue al oír el grito con el nombre del hotel que el vizconde volvió a llamarme a su despacho y, sin que mediara palabra, en presencia de Angela, me abofeteó. En otros tiempos la defensa de la honra hubiera obligado a retarlo a duelo. El que yo era se limitó a sonreír, dio media vuelta y salió del despacho por última vez. Alcancé a oír la carcajada de Ángela Pietragrúa, y los alaridos incomprensibles de un vizconde fuera de sí. Yo no tenía muy claro si Ángela se estaba riendo de él o de mí, pero en todo caso el malentendido dejaba peor parado al noble que al plebeyo y creo que la divertía la idea de que su arrecho masajista hubiera resultado ser el heredero universal de una de la mayores fortunas de las Indias occidentales, como había dicho, por exagerar, Uzbizarreta. Esa misma noche ella me llamó al hotel y me sacó de dudas. Con palabras retorcidas fingió regañarme por haberla engañado y sobre todo por haber engañado al pobre vizconde. Había cierto cambio en el tono de su voz, pero me gustó el detalle de que, a pesar de las nuevas circunstancias, no hubiera empezado a tutearme. Esto fue algo bonito de mi relación con Pietragrúa: hasta la fecha aciaga de nuestra despedida definitiva e incluso en los momentos de mayor intimidad, nos tratamos siempre de usted. Puedo afirmar también que ella ya no dejó de usar nunca el modo imperativo en que se había acostumbrado a tratarme, y también eso me gustaba. Incluso la última frase que oí de su boca, cuando nos despedimos, fue un imperativo, pero yo esa vez no le obedecí. Esa noche, pues, por teléfono me dijo que lamentaba que el vizconde me hubiera echado de la casa pues ella estaba más que satisfecha con mis servicios. Es más, si yo quería seguir desempeñando alguna de mis tareas, podía decirlo y ella trataría de arreglarlo. Le dije que los oficios más gratos de su casa eran los de pedicuro y masajista de la señora; que si ella quería seguir contando con mi humilde servicio, me dijera el horario y el sitio en que debíamos hacerlo. Ella preguntó que si rechazaba el antiguo cargo de lector y secretario, pues también le parecía que desempeñaba bien estos quehaceres. Acepté seguir siendo su amanuense, pero ya no lector de novelas nacionales, pues se me había acabado el repertorio decente. Ella me dijo que yo debía saber que su situación económica no independiente le impedía pagarme como sería su deseo. Yo le aclaré que gratis no hacía nada, pero que me contentaría con una cifra simbólica, siempre y cuando viniera de sus manos. Y así llegamos a un arreglo. Yo seguí viviendo por todos esos meses en el Hotel Príncipe, pero Ángela, persona conocida como era, no podía ir allí a que yo le prestara mis servicios, pues las malas lenguas habrían empezado a murmurar. Encontramos un hotelito de mala muerte, cerca de la estación de Porta Nuova y casi todos los días, en horarios insólitos y nunca repetidos que ella me comunicaba por teléfono, nos encontrábamos allí. Las primeras veces no quiso masajes y ni siquiera cura de los pies. Yo tenía que limitarme a sostener sus manos con las mías, a llenárselas de crema y a fingir que le limaba las uñas. Pero después que yo hube conseguido un colchón nuevo y decente, sábanas de holán (ni aún hoy sé qué es eso, pero ella pidió ese género), y un edredón más amplio y de más pura pluma que el del palacio de Alfaguara, ella accedió a desvestirse y a enseñarme la espalda, los muslos, las nalgas, para mis masajes cotidianos. No contaré mis noches en vela, mis dolores bajos por la insoportable fuerza negada de la abstinencia, mis gemidos ya explícitos cuando estaba con ella, pero su gesto claro de que no quería pasar adelante, o al menos no con demasiada prisa. En ocasiones los viajes del vizconde nos daban una mayor libertad o por lo menos más tiempo. Los sueños monárquicos de don Rodrigo lo llevaban con frecuencia a Roma, donde vivía el heredero del trono que tarde o temprano su Excelencia restauraría en España. Durante uno de estos viajes de su protector, llegó el día en que Angela me permitió acariciarla de frente. El vello de su pubis en la mitad del cuerpo, el nudo del ombligo apenas insinuado, las tetas que antes había podido apenas entrever, la boca semiabierta y húmeda, con la lengua que se paseaba por los labios rojísimos pero sin colorete, los ojos amarillos que me miraban llenos de. De lo que sea, de lo que ponga el lector. Mis manos pudieron recorrerla de arriba abajo, por dentro y por fuera, por detrás y por delante. Tampoco pudo impedirme que también mi boca la besara, y sintió que mis labios se anidaban en su boca, recorrieron su cuerpo con lascivia loca (hablo como un Quitapesares) y besaron todos sus pliegues llenos de tibio aroma y las puntas rosadas, rígidas, de sus senos. Lo único que me impedía era quitarme la ropa. Por lo demás también ella empezó a recorrer mi cuerpo con sus manos y puedo jurar que ni siquiera se detuvo ante mis partes que más se destacaban. Recuerdo sus labios que pasan o se posan sobre mi miembro erguido. Allí palpó y besó (detrás de los pantalones, que yo me hacía coser cada vez con telas más delgadas) con un ímpetu y un apremio que no he vuelto a ver en mujer alguna, allí vio que yo mismo llegaba a humedecerme, casi con tristeza de notar esa humedad que yo hubiera querido derramar en otro sitio. Sí, en ese sitio que también se deshacía de humedad entre sus piernas. Pues yo allí bebía, chupaba, entraba con los dedos, con la lengua, con la muñeca y la nariz y los labios y el mentón, con lo que fuera menos con lo que era o con lo que según costumbres ancestrales debería ser. Estoy corriendo mucho. Para llegar a lo anterior pasaron meses de centímetros de piel tomados, batallas cotidianas por ganar la fortaleza del lóbulo de la oreja izquierda, por rozar el pezón de la derecha, por tomarlo del todo en la concavidad ansiosa de mi mano, por ganarlo después con labios, lengua, dientes. Muchos días de paciente asedio fueron necesarios para acercar mi boca al vello de su centro, mis dedos a los labiecillos entreabiertos, mi lengua a esa abertura que día a día se iba preparando mejor para mejor recibirme. Además podíamos recaer en viejas prohibiciones que volvían a ampliar las zonas vedadas de su cuerpo. Una vez, durante toda una semana, no me permitió ni siquiera rozarla con los dedos. Ocurrió durante otro viaje, esta vez más largo, del vizconde. Fue un tiempo de prohibiciones, pero también de libertad, que nos permitió una prueba fugaz de convivencia, una especie de matrimonio efímero suspendido en un terreno perfectamente intermedio entre el espíritu y la carne. Ya habían pasado varios meses desde el bochornoso despido de su casa, cuando el celoso pero por vanidad confiado vizconde de Alfaguara se vio en la obligación de regresar por algunas semanas a Madrid. Ángela se vistió de luto y me citó de inmediato en el hotel de mala muerte de nuestra buena vida. Me ordenó que consiguiera una casa en el campo, cuanto antes, y esa misma tarde yo había adquirido, sin verla, la casa cural de Pulignano, de la que ya he hablado alguna vez. Una casona vieja, de piedra, con capilla anexa, rodeada por un cementerio abandonado, viñas estériles y por los troncos retorcidos de muchos siglos de aceitunas. En las dulces colinas toscanas, eso sí, con vista a torres, a villas y a las entre doradas y verdes curvas del Arno donde Manzoni lavaba -en público- sus sucios trapos lombardos. Allí mismo, en esa casa de mi fugaz desposorio, hay una torre con un confesionario de madera arrumado en un rincón y un reclinatorio destruido por la carcoma. Desde ese sitio he dictado parte de estas memorias y ahí mismo, arrodillado, dicté a Pietragrúa mis oraciones más enardecidas y devotas. Es curioso, es como una venganza del paganismo, que lo mejor de mi vida se haya erigido sobre las ruinas y el desastre de recintos cristianos que se derrumban. Hice mandar al sitio los pocos muebles necesarios para una pareja, dos criados y un cocinero que limpiaran y se prepararan para recibirnos. La casa estaba medio caída, el techo lleno de goteras, las puertas de agujeros por donde silbaba el viento, el piso de madera apolillado, el patio invadido de maleza y matas altas llenas de espinas prehistóricas, la capilla vacía, con sus restos de frescos carcomidos por la humedad y el altar derruido, tomado por las telarañas. Las vides sin uvas y los olivos con pocas aceitunas. Pero allí transcurrieron las tres semanas que, si no me equivoco, justifican mis setenta y dos años de existencia. Ángela había impuesto una regla férrea para los primeros siete días de estancia. No podíamos intercambiar ni una palabra. Tampoco podíamos tocarnos. A fuerza de gestos y sobreentendidos, a fuerza de mirarnos en los ojos o en cualquier parte del cuerpo (pues podíamos estar desnudos) lo haríamos todo. A la servidumbre se le dio la orden de mostrarse lo menos posible. A ciertas horas establecidas debían dejar la comida, por cierto o por mentira muy frugal, en el destartalado comedor de la casa. Con horarios rígidos debían limpiar y arreglar las habitaciones. La segunda semana, según la regla impuesta por Ángela, podíamos comunicarnos por escrito, con boletitas, y ella empezaría de nuevo ya no a dictarme sino a escribirme cartas, esta vez para mí, todas para mí, y una tras otra, de manera que se pudieran percibir sus repentinos cambios de humor, su sentimiento ambivalente por ese mayordomo y heredero de las Indias. No podíamos decir ni una palabra, no podíamos tocarnos todavía, pero también yo podía escribirle cartas, mensajes, peticiones. No recuerdo lo que le escribí. Sé sólo que acumulamos montañas de hojas garabateadas, sé que escribí seiscientos catorce anagramas de su nombre, pero de aquellos días no podíamos guardar la huella de un solo papel, pues el último pacto era tirar al Arno, el día del regreso, todos los mensajes que habíamos intercambiado. De esas tres semanas que no olvido me viene el hábito insanable de dictar en lugar de escribir. Escribir es un oficio galante; se dicta para hacer literatura. Allí, también, contraje el vicio de ser un donjuán de letras, uno que ama a las mujeres por escrito. La tercera semana se abría a la palabra y al contacto de los cuerpos. Podíamos hablar, decírnoslo todo, tocarnos con todo, hacerlo todo, menos penetrarnos. Y digo penetrarnos porque a esas alturas yo ya había perdido toda mi identidad de penetrador. Penetrar era la parte, una parte ínfima de unión que faltaba, y yo ya no sabía a quién correspondía realizar este acto, si a su permiso o a mi imposición. Cuánto nos miramos en la primera semana de silencio perfecto. Cuánto nos escribimos en la segunda semana gráfica. Nunca he hablado tanto ni tocado tanto como en la tercera semana de palabras y contacto. En los últimos días era doloroso no estar en contacto por lo menos con un milímetro de una parte cualquiera de su piel. Éramos incapaces de despegarnos, de desprendernos. No estar muslo contra muslo o mejilla con mejilla o lengua y lengua o boca y coño o al menos dedo con dedo, nos producía una especie de insoportable y dolorosa crisis de abstinencia. Y todo nos lo dijimos, todo nos lo contamos, resumimos su vida y la mía hasta que los recuerdos de los dos parecían una sola memoria. Y el amor que nos declarábamos parecía único. Casi no sé explicarlo, me sofoco, fueron como el periplo de Dante por infierno, purgatorio y paraíso. A las tres semanas, fecha del regreso del vizconde, tuvimos que volver a Turín. Éste, en realidad, había vuelto antes de lo previsto y gracias a espías pagados estaba enterado de nuestro retiro en Toscana. Al día siguiente del regreso, Ángela me anunció que el vizconde lo sabía todo, y no sólo eso, sino que, desesperado, le había pedido que se casara con él y se trasladaran a vivir a Toledo, donde él se quería establecer. Mientras me lo contaba me arrancó más que me quitó camisa y pantalones. Recorrió con su cuerpo todo mi cuerpo, besó y bebió también ella todos mis humores, pero no permitió que mi cipote enardecido penetrara la carne que, húmeda y abierta, se ofrecía entre sus piernas. Por un instante pensé en cometer una violencia que hasta ese día jamás se me había pasado por la mente, pero rechacé la idea como algo indigno de tan bajo hidalgo y tan alta concubina. Pasaron días de incertidumbre. Ella me quería a mí, pero había resuelto irse a Toledo con Alfaguara. No me pregunten por qué, pues esto nadie lo sabe, y tan sólo lo comprenden algunos tortuosos corazones de poquísimos hombres y de muy pocas mujeres. Nos veíamos para llorar juntos y después volvíamos a hacer nuestro amor incompleto, o completo como ninguno. Resolvimos que si ella se iba, sería definitivo. Yo no la seguiría a Toledo, no nos escribiríamos nunca, volveríamos al mismo silencio de antes de conocernos. La última vez que nos vimos, ella vino directamente al Hotel Príncipe, de madrugada. Esa misma mañana se iría a España con Alfaguara. Lo suyo, ahora lo sé, su visita, era una súplica de que yo la raptara, de que yo la salvara de las garras del vizconde. Ella sabía que sólo yo podía hacerla feliz, que yo sería feliz solamente con ella, que la felicidad de ambos en la vida dependía de los dos, de que siguiéramos juntos. Ella, como alguna vez me lo explicó el escritor Quitapesares, comprendía que, al irse, me mataba y que ella misma sería desgraciada. Comprendía, además, que el vizconde era un hombre despreciable y sabía que ella misma no lo amaba en lo más mínimo. ¿Por qué se iba entonces? Quitapesares responde que porque -a pesar de todo- había decidido hacerlo. ¿Y por qué no la retuve yo? Por el mismo motivo, que al parecer, según Quitapesares, es una regla general en el amor. Nos desnudamos por última vez y volvimos a acostarnos. Ella, después de abrazarnos y tocarnos y poseernos por fuera, como siempre, me pidió, por fin, que la penetrara. Esa era la clave, la señal de la fuga, de la entrega, y yo ahora lo entiendo. Pero yo me negué a entrar en su cuerpo. Acaricié con mi sexo erguido su vientre, su vello, los labiecillos vaginales, pero me negué a entrar en ella. Ella se iba esa mañana y yo pensaba que si entraba allí jamás volvería a la realidad, me quedaría anclado para siempre en su recuerdo. Ella pensaba que si yo entraba en ella, no se iría. Había querido que eso poco que nos faltaba para la unión definitiva, lo tuviéramos sólo en ese momento, que era el de su decisión de irse conmigo y el del principio de la fuga. Quería tomar su decisión de quedarse conmigo en el mismo momento en que probábamos el fruto prohibido. Yo no entendí. No sé si ella entendió que yo no había entendido. O lo entendió todo mejor que yo. Muchas veces en ese amanecer ella me rogó, me ordenó que la penetrara. Yo, por primera vez, no quise obedecerla. |
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