"Asuntos de un hidalgo disoluto" - читать интересную книгу автора (Faciolince Hector Abad)

XIV

Que tiernamente trata de las esclavas del servicio doméstico


Hay algo que yo sabía de mí, pero que no sabía decirlo hasta que leí a Quitapesares y me di cuenta de que eso mío podía decirse con exactitud con sus más apropiadas palabras decimonónicas. Han cambiado los siglos pero no las circunstancias. El era un casi noble revolucionario con los burgueses y yo he sido un casi burgués revolucionario con los pobres. Otra vez exagero. Yo nunca he sido revolucionario. Nada se aleja tanto de mi temperamento como el activismo y la violencia necesarias al temperamento revoltoso. De todo soy, menos un exaltado. Pero la incomodidad que he sentido frente a la estupidez e indiferencia de la gente de mi clase, me llevaron a ponerme -con la mente, señores, con la mente- del lado de los pobres. A propósito, que no se me olvide contar mi expulsión del Club Brelán, la sede de los oligarcas de mi pueblo. Pero esto lo dejo para otro capítulo. Porque aquí me toca confesar que en todo caso yo, y aquí viene Quitapesares, nunca he podido aguantarme a los pobres de cerquita. El lo dice así y yo siento lo mismo: "Haría cualquier cosa por la felicidad del pueblo, pero preferiría, creo, pasar quince días al mes en la cárcel en lugar de vivir con la plebe. Debo confesar que no obstante mis opiniones perfecta y profundamente republicanas, mis padres me transmitieron sus gustos aristocráticos y reservados. Aborrezco la plebe (cuando tengo que tratar con ella), y al mismo tiempo, llamándola pueblo, deseo con pasión su felicidad. Mis amigos, o los que pretenden ser mis amigos, se pegan de esto para poner en duda mi sincero liberalismo. Todo lo sucio me produce horror y el pueblo, a mis ojos, está siempre sucio. Con una salvedad, para mí: las muchachas del servicio. Ellas han sido mi contacto directo con los pobres. Las quise y las quiero y las recuerdo, mis esclavas que se creyeron empleadas. Voy a hablar de Tata, la más vieja de ellas.

Tata era una niña. No. Para mí la palabra niña aplicada a Tata es un acto de fe en el que finjo creer, pero en el fondo mi convicción es que ella tuvo siempre entre setenta y noventa años. En todo caso, se contaba en la casa, Tata era una niña abandonada que había entrado a trabajar en casa de mis bisabuelos maternos antes de que mi abuela se casara. Tal vez en ese entonces tenía algún sentido la palabra criada: el orfanato de las monjitas de la caridad decidía, después de una limosna más o menos sustanciosa, que el mejor destino para la huerfanita era confiarla a los cuidados de una familia acomodada donde le darían colchón, comida, horarios rígidos y una serie de oficios.

Tata, que en ese entonces se llamaba todavía Sixta Sánchez, había ayudado durante años a llevar los calderos de agua caliente a la tinaja donde la señorita Constanza, mi abuela, hacía su baño semanal con agua hirviendo, leche de burra recién parida y yerbas varias. Sixta tendría unos veinte años cuando recibió la orden de seguir a la señorita, ahora señora Constanza, a su nuevo hogar. Mi bisabuelo era un varón pío y recto, presidente del directorio conservador, cónsul honorario de España y autor de crónicas amenas. Tal vez percibió que incluso la juventud desaliñada de Sixta podía ser una aleve tentación para su primogénito, el cual ya estaba destinado, por voluntad paterna, a sentir el llamado sobrenatural de la vocación sacerdotal. Sea como fuere, el caso es que Sixta abandonó la casa como parte de la dote de bodas de mi abuela Constanza.

Sixta tendría unos veintisiete o veintiocho años cuando mi madre y mi tía Marujita empezaron a llamarla Tata (que no era una deformación de Sixta, sino el sobrenombre que esconde una tercera vía entre mamá y papá) y yo debo haberla conocido a mediados de los años veinte, con el uso de razón y cuando ya ella estaba llegando a los setenta años. Pasaba seis meses en mi casa y seis meses en casa de la tía Marujita, pues había sido niñera de ambas, y las dos se peleaban por tenerla. Llegué a conocerla muy bien, en los seis meses de todos los años que pasó en mi casa y en los miércoles de todas las semanas en que iba a comer y a rezar el rosario en la casa de tía Marujita.

Tata le tenía siempre prendida una veladora a san Martín de Porres. Era negra, como él, aunque tal vez tenía más sangre de india porque era flaca y bajita y tenía el pelo liso y negro. Cuando yo la conocí el pelo ya no era tan negro, pero le llegaba hasta la cintura y se sentaba en el patio a que el sol se lo secara. Después se hacía una moña llena de ganchos.

Dormía en un cuarto apartado de la casa, superior en rango al de las demás muchachas, sumergida en medio de baúles grises llenos de secretos y triciclos dañados. El cuarto olía a esas galletas que se llaman deditos, a vino moscatel y uvas pasas. Cuando yo estaba enfermo, Tata me hacía coladas de maizena, me frotaba la espalda con alcohol y me leía la desgarradora historia de Genoveva de Brabante porque, según ella, las lágrimas que derramaba me hacían salir los malos humores del cuerpo. Cada día estaba más sorda y pocos años antes de su muerte la operaron de cataratas. Cuando me leía a Genoveva veía con los dos ojos, pero sacaba una gran lupa que le había regalado el señor arzobispo, mi tío, antes de que yo naciera.

Me parece verla, sentada al sol en el patio de la casa. Está desgranando lentamente, con las manos torcidas por la artritis, una mazorca tierna. En este lejano atardecer de mi recuerdo ya Tata está completamente sorda, pero sigue llevando en la oreja o en la mano (como si fuera un arete o un bastón) la vieja corneta acústica o trompetilla para sordos que le había comprado mi mamá en Viena, al más famoso otorrino de la Europa central. Han pasado muchos años desde cuando me podía leer a Genoveva de Brabante pues le veo una de las órbitas vacías y sé que el otro ojo alcanza a distinguir siluetas, sombras de objetos, fuentes de luz. Cuando la operaron de cataratas el ojo se le infectó y tuvieron que sacárselo. Después le operaron el otro ojo, que no se le infectó pero tampoco le quedó bueno, así que tenía que caminar muy despacio y poniendo los brazos adelante. Siguió usando, sin embargo, el par de lentes espesos de la presbicia y la lupa del arzobispo. Cierro los ojos y puedo volver a verla: tiene más de ochenta años y se obstina en trabajar, en "hacer oficio", como dice ella. Por eso hay que comprar mazorcas tiernas, frísoles en su vaina, alverjas, verduras que su tacto reconoce y con los cuales sabe, por instinto, lo que se debe hacer. En su cuarto, para poder hablar con ella, mi madre ha puesto el tablero negro con el que yo jugaba a la escuelita. Con tiza blanca le escribe mensajes que tienen que ser brevísimos por el tamaño de las letras. Para que las reconozca, cada letra debe ser tan grande como una cara de adulto. TATA ¿CÓMO AMANECIÓ HOY?, dibuja más que escribe mi madre en el tablero. Y Tata responde que bien, niña, oyendo un poco más y viendo mejor aunque todavía no del todo. Le decía niña a mi mamá, que ya tenía más de cincuenta años. Durante los últimos dos años Tata, todas las mañanas, seguía contestando que estaba bien, aunque mi madre supiera que había dormido poco o nada, doblada por ese dolor de estómago del que a veces habla en voz alta cuando cree estar sola.

TATA, HOY LA LLEVO DONDE EL DOCTOR.

El médico al que la lleva es un viejo simpático que se sorprende de que Tata, a esa edad, pueda demostrar muchos más años de los que tiene. Después de examinarla habla con mi madre y dice lo más trágico sin perder el sentido del humor: "Es un cáncer de estómago todavía incipiente. Tata parece una mujer de ciento diez años y en los viejos hasta las enfermedades van despacio. Vamos a ver quién llega antes: la edad o la enfermedad. Pero sinceramente no me parece posible que ella le dure a ese cáncer". De todas formas mi mamá se larga a llorar.

Tata vive todavía un par de eneros, acercándose a los noventa, sin que el cáncer avance lo suficiente para matarla. Hasta una semana antes de morir, ha seguido trabajando. Cada día come menos; pasa semanas con agua y unas pocas cucharadas de arroz blanco. Sólo la última semana se queda en la cama sin poder levantarse. Entra en un letargo tranquilo desde el que lo único que acepta, rigurosamente, es agua. Una madrugada, con mi madre a su lado, deja de respirar y el médico viene a hacer el certificado de defunción. Tampoco aquí pierde el buen genio: "Se ha muerto de hambre", dictamina. Mi madre llora angustiada: "Nos sirvió por casi ochenta años y no dejó que yo me dedicara a cuidarla ni siquiera ocho días".

Se decide un entierro en el mausoleo de la familia, cementerio de San Pedro. Ese que yo era se emocionó con la idea de nuestro apego a la servidumbre. Los años me han hecho leer libros en los que se cuenta que los faraones se hacían enterrar con sus perros y sirvientes, por lo que mis ideas de entonces se han vuelto más lúcidas y mi tristeza más amarga.

Recuerdo también la indignación de mi familia por la homilía del entierro de Tata. La dice un cura modernista, iracundo. Como una fiera regaña a mi madre y a tía Marujita; se ofusca con el recuerdo de mi abuela muerta ya hace años, con la memoria de mis bisabuelos, muertos hace ya más de medio siglo. Se enfurece con la familia entera, hijos, nietos y bisnietos, que recibimos todos los cuidados y cariños de Sixta Sánchez, la sirvienta, por poco menos de un siglo. Nosotros lo miramos desconcertados, preguntándonos si este intermediario del Señor tiene de veras la voz del Padre Eterno. Su prédica es una admonición furiosa contra nosotros, los patrones, que no excluye la cita del ojo de la aguja ni la lista de las bienaventuranzas de los pobres.

Ahora creo entender la furia del curita modernista, que ninguno de mis parientes consiguió comprender. El cura, como casi todos los izquierdistas, podía tener razón, pero tenía también pésimo gusto. Y lo que no le gustó fue que todos los niños de esa niñera muerta, en lugar de mandarle hacer una corona de flores en la mejor floristería funeraria de la ciudad, hubieran llegado con ramos de flores en la mano. Para mí, para todos nosotros, era obvio que las flores cortadas en el jardín de la casa o de la finca eran un homenaje más importante que el de la gran corona con cintas de nombres y apellidos. Pero el curita, con su pésimo gusto y su falta de mundo, creyó que mi familia no había pedido coronas para ahorrar dinero con la sirvienta. Su rabia es contra esas flores no compradas, que a él le parecieron demasiado humildes.

Sixta, la criada de mis bisabuelos, encima de la dote de mi abuela Constanza, niñera de mis tíos y mi madre, niñera mía. Esclava nuestra hasta los ocho días antes de morir. Tal vez en el futuro no vuelva a haber Tatas, esta injuriosa injusticia de regalar la propia vida a otros. ¿Sirve como defensa alegar que nosotros nunca despreciamos su regalo o que mi madre sufrió más con su muerte que con la de mi abuela? No, el amor al esclavo no disculpa al amo, y tampoco el recuerdo que yo voy a guardar hasta el final de mis días.

Me acuerdo también de Adela la planchadora, que venía a la casa dos veces por semana, una vez para arreglarnos los vestidos y otra para poner en orden la ropa de cama. Almidonaba las sábanas y los cuellos de mi padre toda la mañana en grandísimos calderones metálicos llenos de engrudo. Ese crujir de sábanas blancas al meterse en la cama es un arrullo que no he vuelto a tener desde entonces.

Adela la planchadora tenía una hija, Marisol, que le había salido casquivana. Marisol, a los diecisiete años, se escapó con un hombre. Volvió a los dos años con la barriga llena, y Adela la planchadora la recibió contenta. Parió un niño robusto y bonito. Todavía le daba de mamar al niño cuando volvió a escaparse con otro hombre. Tres años sin volver, sin mandar una razón ni una carta. Nuevo regreso con el vientre hinchado. Adela la planchadora la recibe con júbilo. Esta vez pare una niña, rubia y preciosa, parece una gringuita. Al año vuelve a escaparse Marisol, con otro tipo. Que su madre se encargue de los dos chiquitos. Marisol parece más razonable y durante esta ausencia se hace ligar las trompas, ya tiene hijos suficientes para cuando quiera criarlos. Adela la planchadora, mientras tanto, no da abasto. Trabaja de casa en casa pero cuello tras cuello no le alcanza para sostener a los niños, pagar los zapatos, darles de comer, pagarle a la vecina que se los cuida mientras ella trabaja. Hay parejas de norteamericanos que mandan intermediarios a recorrer el barrio en busca de hijos. Pagan bien por los niños, tienen contactos para arreglar rápido los papeles de adopción.

Llena de dudas, aconsejada por la pobreza y la desesperación, por la falta de noticias de la hija Marisol (ya volverá con más niños, ya lleva tres años fuera), Adela la planchadora cede. Los niños se van con una pareja de canadienses. Marisol vuelve a los ocho meses, sola, barriguita vacía, abandonada por el último tipo. Ahora se dedicará a esos hijos que ya no puede tener. Adela la planchadora le muestra una tarjeta de navidad. Merry Christmas, dice, y se ve en una foto a dos niños muy bien vestidos, llenos de trapos colorados, con esquís en los pies, sobre la nieve. Año tras año, por navidades, siguen recibiendo fotos de los niños que crecen, tan ricos y sanos que "parecen místeres", dice Marisol, lejanos, completamente ajenos, las tarjetas no traen ni siquiera un remitente, sólo el sello y las estampillas canadienses con la reina del imperio, revelan de dónde vienen.

Romualdo, el jardinero, era el hijo número trece de su madre, que tuvo veintidós embarazos. No eramos suspicaces, nosotros, en los años treinta, o estábamos demasiado distanciados de Viena, pues no entendíamos y nos exasperaba, en casa, una fobia agresiva que sufría Romualdo: no podía ver a una mujer encinta sin escupir y enfurecerse. Recuerdo el embarazo de una de mis tías, hermana de mi padre, que iba al costurero de mi casa los jueves por la tarde. Durante los seis meses de su embarazo notorio, los jueves por la tarde Romualdo el jardinero se escondía en su cuartico del fondo, iracundo. A veces, incluso, se lo oía vomitar. Pero en mi casa, poco perspicaces, no entendíamos por qué.

Romualdo era, en todo, un hombre excepcional. Tocaba guitarra clásica y acordeón vallenato. Después de hacer, con suma parsimonia, sus oficios terrenos, en las noches serenas, desde el jardín oscuro, entraban a la casa las notas de sus cuerdas. Por Romualdo conocí, parece increíble, las notas de algunas fantasías de Fernando Sor. No las tocaba bien, ahora lo sé, y su guitarra era un instrumento basto y barato fabricado en Marinilla, pero las notas seguían con cierta fidelidad la partitura.

Cuando estaba de buen humor sacaba el acordeón. Esto fue mucho antes de que los costeños bogotanizados (y viceversa) pusieran de moda el vallenato. Pero ya a mi padre, al oír a Romualdo, le encantaba, y no sabía por qué, decía, esa música salvaje de largas retahilas.

Romualdo cuidaba los perros y cortaba el prado, podaba los rosales y abonaba las hierbas aromáticas. Un día no volvió de su domingo de descanso. Y nunca lo encontramos ni lo volvimos a ver. Esfumado. Algunos dijeron que lo habían matado a machetazos; otros, que había vuelto al pueblo remoto de la costa donde había nacido; otros, que se había caído y ahogado en el río Medellín. En una de mis casas de Antioquia todavía lo esperan su guitarra marinilla y su acordeón vallenato. Y también, en uno de mis discursos políticos, que quizá algún día te cuente, Cunegunda, propuse una medida en honor a la sensata fobia de Romualdo: prohibir la circulación pública de las mujeres encinta, cuya vista, sostuve, constituía un pésimo ejemplo para el pueblo raso.

Manuelita, Benilda y Tomasa eran las hijas de Rosaura y Feliciano, los mayordomos de una hacienda que tenían mis tíos por Amalfi. Rosaura Marín Bernal se había casado, con dispensa del obispo, con su primo hermano, Feliciano Bernal Marín. A Tomasa, entonces, le encantaba decir que ella se llamaba Tomasa María Bernal Marín Marín Bernal. Las tres se llevaban pocos años y parecían trillizas; eran tan blancas que en el pueblo las llamaban vasoeleche, ahí vienen las vasoeleche, y tenían una especie de orgullo campesino de cristianas viejas que solamente se encuentra en la Antioquia de ahora y en la España del siglo XVII. Feliciano y Rosaura las fueron mandando a mi casa, una tras otra, cuando cumplieron los dieciséis años. Dejaban el corregimiento de Amalfi en donde habían crecido sin salir por quince años, y se venían a servir a Medellín. Doña Pilar Medina tenía fama de ser buena patrona y aquí venían a dar.

Primero llegó Manuelita, que hablaba castellano antiguo, muy castizo, y tuvo enormes resistencias para aprender el anglo español con que se expresaban en mi casa. La primera semana le comunicó a mi madre que ella se volvía al pueblo pues nunca iba a ser capaz de aprenderse todos esos nombres: suiche, clóset, osterizer, barbiquiú, amplificador… Se estaba enloqueciendo, por las noches se acostaba con un zumbido en el cerebro. Nunca en su vida se había subido a un carro y se aterrorizaba cuando le tocaba montarse en el de mi padre los fines de semana, al salir para la finca. Se arrinconaba en la silla de atrás, tensa y temblorosa como un cachorro. Pero Manuelita era una mujer llena de inteligencia y en poco menos de un mes todo lo había aprendido. Nunca la casa de mis padres estuvo mejor puesta que cuando Manuelita trabajaba con nosotros.

Después llegó Tomasa. Como en un principio ya había demasiadas muchachas en mi casa, mi mamá la desvió a casa de unos parientes. Pero Tomasa se enfermó. Tenía los dedos morados, la respiración cortada, no podía trabajar aunque intentaba hacerlo hasta caer exhausta. Los parientes nos la devolvieron como a un electrodoméstico imperfecto. Mi madre la llevó al médico. Después de una infección en la garganta mal curada, le había quedado una fiebre reumática que le había afectado no sé qué válvulas cardíacas. O la operaban o se moría. Las Bernal Marín Marín Bernal tenían un tipo de sangre escasísimo, con factor negativo. Hermanos, padres y primos tuvieron que venir de Amalfi a que les sacaran sangre en la unidad cardiovascular, antes de la operación. Tomasa se curó a los pocos meses y por lo que sé todavía debe estar baldeando y echando cepillo por alguna casa de ricos de Medellín.

Benilda fue la última en llegar y tuvo la buena o la mala suerte de conseguirse un novio. Quedó embarazada, tuvo mellizos, y se tuvo que ir de la casa. Mi padre le encontró trabajo como empleada de aseo en un banco y no volví a saber de ella.

Pero por un tiempo largo de mi infancia, Manuelita, Tomasa y Benilda, las hijas de los mayordomos de Amalfi, trabajaron juntas en mi casa; y de ellas, de Tata, de Adela, de mi cocinera Rosario y de muchas otras que no menciono, aprendí el dolor y la ternura, la limpieza y el empeño. Entendí, sobre todo, la injusticia. Y me quedó un cariño tan hondo por los pobres, que ya no se me quita.