"Un Puente Sobre El Drina" - читать интересную книгу автора (Andric Ivo)CAPÍTULO VPasó el primer siglo. Dio la impresión de ser largo y dañó a los hombres y a muchos de sus trabajos, pero transcurrió sin dejar huellas sobre las grandes construcciones bien concebidas y sólidamente asentadas. Y el puente, con su kapia y la hostería vecina, permanecieron en pie y continuaron rindiendo los mismos frutos que el primer día. De igual modo habría pasado sobre ellos el segundo siglo, con el cambio de estaciones y el relevo de las generaciones humanas, y las edificaciones habrían continuado sin mudanza. Pero lo que no había podido hacer el tiempo fue provocado por el encuentro fluctuante e imprevisible de circunstancias ajenas. Por aquella época, a fines del siglo XVII, era frecuente en Bosnia mencionar en las canciones y en las charlas a Hungría, que comenzaba a evacuar el ejército turco tras haberla ocupado durante un siglo. Muchos señores bosníacos dejaron sus huesos, durante la retirada, en tierra húngara, por intentar defender con las armas en la mano sus propiedades. Probablemente, fueron los más dichosos, porque muchos otros señores regresaron despojados a su vieja patria bosníaca, donde eran esperados por una tierra poco fértil, por una existencia estrecha e indigente, que venía a reemplazar la vida rica y desahogada y la dominación sobre grandes extensiones que habían conocido en Hungría. Hasta Vichegrado llegó un eco lejano y apagado de tales acontecimientos, pero nadie llegó a pensar que aquella Hungría, tierra de canciones, pudiese tener alguna relación con la vida real y cotidiana de la pequeña ciudad. Sin embargo, éste era el caso. Con la retirada turca de Hungría se perdieron y quedaron fuera de las fronteras del Imperio, aparte otras muchas cosas, los bienes del Y las gentes de la pequeña ciudad y los viajeros que desde hacía un siglo frecuentaban la hostería de piedra, se habían habituado a ella y no pensaban nunca en los recursos de los que vivía ni de dónde procedían ni cómo habían surgido. Todos se servían de ella, la utilizaban como si fuese el árbol frutal productivo y bendito que crece junto al camino, árbol que no pertenece a nadie y que es de todos. Deseaban mecánicamente eterno descanso al alma del visir, pero no pensaban que el visir había muerto hacía un siglo ni se preguntaban quién guardaba y defendía ahora las tierras imperiales y los bienes del vacuf. ¿Quién iba a pensar que las cosas de este mundo se encontrasen en tal grado de dependencia unas de otras y unidas a tan gran distancia? Por esto, nadie se dio cuenta en la ciudad que los recursos se habían agotado. Los criados continuaban trabajando y la hostería acogía a los viajeros como antes. Se creía que el dinero destinado a la manutención del establecimiento se retrasaba en llegar, como había ocurrido en otras ocasiones. Sin embargo, los meses y los años pasaban y el dinero no aparecía por ninguna parte. Los criados abandonaron el trabajo. El administrador en funciones de los bienes del vacuf por aquella época, Daut-Hodja Daut-Hodja hizo cuanto pudo por salvar la hostería y conseguir que sobreviviese. Al principio, gastó, de su bolsillo; después, comenzó a contraer deudas con sus parientes. Así, de año en año, iba restaurando y embelleciendo la costosa obra. Y respondía a quienes le reprochaban por arruinarse tratando de sostener lo que no podía ser sostenido, que colocaba bien su dinero, porque lo prestaba a Dios, y que él, en su calidad de administrador de los bienes del vacuf, era el último en poder abandonar la fundación que, por lo que parecía, ya habían abandonado todos. Este hombre prudente y piadoso, obstinado y tenaz, de quien la ciudad se acordó durante mucho tiempo, no se dejó desviar de su esfuerzo, aunque realmente fuese sin perspectiva. Trabajando con absoluta entrega, se había resignado ya a la idea de que nuestro destino en la tierra se reduce a la lucha contra toda clase de adversidades, contra la muerte y la caída, y que el hombre debe perseverar en esa lucha, aun cuando resulte sin esperanza. Y sentado ante la hostería que las circunstancias habían puesto en peligro, respondía a quienes intentaban disuadirle de sus propósitos o a quienes lo compadecían: – No tenéis que compadecerme. Cualquiera de nosotros muere sólo una vez, mientras que los grandes hombres mueren dos veces: la primera, cuando dejan el mundo, y, la segunda, cuando desaparecen las obras creadas por ellos. Llegado el momento en que no pudo pagar a los jornaleros, se puso él mismo, a pesar de su edad, a escardar con sus propias manos las malas hierbas que crecían alrededor de la hostería, y a hacer las pequeñas reparaciones. Así lo sorprendió la muerte, estando subido un día en el tejado tratando de sustituir una teja medio rota. Era lógico que un simple sacerdote de una ciudad sin importancia no pudiese mantener un establecimiento, fundado por un gran visir, y al que los sucesos históricos habían condenado a muerte. La desaparición de Daut-Hodja supuso la ruina de la hostería. Surgieron por todas partes los primeros signos de su decadencia. Las conducciones empezaron a atascarse y a oler mal, la lluvia se filtraba por el tejado, y el viento, a través de las ventanas y de la puerta; las cuadras se hundieron bajo el estiércol y las malas hierbas. Pero desde el exterior, el edificio de piedra, sólidamente construido, parecía indestructible y permanente en su tranquila belleza. Las grandes ventanas ojivales de la planta baja, con sus rejas que, delicadas como hilos finísimos, habían sido confeccionadas de una sola pieza de piedra blanca, miraban al mundo con tranquilidad. Pero, sobre las ventanas sin ornamentos del piso superior, aparecían ya signos de miseria, de abandono y de desorden interno. Poco a poco, las gentes trataron de evitar el pasar la noche en la ciudad o bien se alojaban, pagando, en el hotel de Usta-muitch. Fueron cada vez más escasos los viajeros que se detenían en la hostería, aunque bastase, a guisa de pago, desear paz al alma del visir. Por fin, cuando se vio claro que el dinero no llegaría nunca y que no había nadie que quisiese hacerse cargo de la fundación, todos, incluso el nuevo administrador de los bienes del vacuf, dejaron de preocuparse por el edificio, y la hostería quedó muda y desierta, y comenzó a deteriorarse y a convertirse en una ruina, como sucede con todas las edificaciones en las que no vive nadie y de las que nadie se preocupa. Alrededor de ella, crecieron hierbas silvestres y cardos. En el tejado, los cuervos y las Abandonada así, de modo prematuro e inesperado (todos los sucesos de este tipo surgen, aparentemente, de manera inesperada), la hostería de piedra del visir conoció el principio de su declinar. Pero si, merced al concurso de una serie de circunstancias insólitas, el parador traicionó su misión al arruinarse antes de tiempo, el puente, que no exigía ni vigilancia ni cuidado, quedó en pie. Continuó uniendo las dos orillas opuestas y arrojando de un lado a otro hombres y mercancías, como lo hiciera el día de su nacimiento. En sus murallas, hacían los pájaros su nido; en las grietas invisibles que el tiempo había abierto en los muros, crecían matas de hierbas. La piedra amarillenta y porosa con la que había sido construido el puente, se endureció y se contrajo bajo la acción alterna de la humedad y del calor; y azotada perpetuamente por el viento que sopla en dos direcciones en el valle del río, lavada por las lluvias y secada por el asfixiante calor del sol, aquella piedra adquirió con el tiempo una blancura mate de pergamino, luciendo en las tinieblas, como si estuviese iluminada en su interior. Las inundaciones devastadoras y frecuentes que constituían un peso y una desgracia constante para la ciudad, no podían con él. Se repetían cada año, en la primavera y en el otoño, sin que resultasen siempre igualmente peligrosas y nefastas para la ciudad. Por lo menos una o dos veces al año, el Drina aumenta su caudal y se agita y, con un gran zumbido, arrastra, a través de los ojos del puente, las vallas que ha arrancado en los campos, las cepas desarraigadas y unos aluviones de color pardo en los que se mezclan la hojarasca y el ramaje de los bosques ribereños. Los jardines, los patios y los almacenes de las casas vecinas sufren desperfectos. Y todo queda ahí. Pero, a intervalos irregulares de veinte a treinta años, se producen grandes inundaciones que, una vez pasadas, dejan un recuerdo profundo, como las insurrecciones o las guerras, y son tomadas como fechas de referencia a partir de las cuales se calcula el tiempo y la antigüedad de los edificios y la duración de la vida humana. ("Cinco o seis años después de la gran inundación", "durante la gran inundación".) Después de las grandes inundaciones, quedan apenas unos pocos bienes muebles en la zona comprendida dentro de esa gran mitad de la ciudad que se extiende por la llanura, en la pequeña lengua arenosa que se filtra entre el Drina y el Rzav. Una inundación de semejante envergadura hace que la ciudad dé un paso atrás de varios años. La generación que ha sido sorprendida por las aguas ha de pasar el resto de su existencia reparando los desperfectos y las desgracias que ha dejado la inundación a sus espaldas. La gente evoca hasta el final de sus días, en sus conversaciones, el terror de aquella noche de otoño cuando, bajo una lluvia fría y un viento infernal, a la luz de unas pocas linternas, retiraron sus mercancías, trasladando cuanto había en sus tiendas y llevándolo arriba, al Meïdan, a las casas y a los almacenes de sus conciudadanos. Cuando, al día siguiente, miraban, en medio de la mañana turbia, desde lo alto de la colina, aquella ciudad que amaban inconscientemente y con fuerza como a su propia sangre y contemplaban el agua movida y espumosa que bajaba por las calles a la altura de los tejados, arrancando con estrépito las armazones de madera, trataban de adivinar a quién pertenecían las casas que todavía quedaban en pie. Con ocasión de las Por eso amaban tan intensamente las remembranzas del más trágico de los hechos que había perturbado su existencia y, al volver la vista atrás, encontraban un placer, incomprensible para los jóvenes. Sus recuerdos no llegaban a agotarse, y ellos continuaban, infatigables, evocándolos. En el curso de sus conversaciones, completaban mutuamente sus respectivos relatos y se despertaban unos a otros la memoria. Se miraban a los ojos seniles, de amarillenta esclerótica, y llegaban a ver lo que los jóvenes no eran siquiera capaces de presentir. Se entusiasmaban con sus propias palabras y ahogaban sus preocupaciones presentes y cotidianas, en el recuerdo de mayores preocupaciones que felizmente hacía mucho tiempo que habían desaparecido. Sentados en las habitaciones bien calientes de sus casas, por las cuales pasara antaño la inundación, narraban por centésima vez, con especial placer, ciertas escenas conmovedoras o trágicas. Y cuanto más penoso y torturante era el recuerdo, más grande resultaba el gozo de evocarlo. Estas escenas, contempladas a través del humo del tabaco o de un vasito de aguardiente dulce, a menudo se transformaban, exageradas y embellecidas por la imaginación y la distancia; pero ninguna de aquellas personas se daba cuenta y cada una de ellas habría podido jurar que todo sucedió tal y como ahora se decía, porque participaban inconscientemente de esta deformación involuntaria. De esta manera, vivían siempre algunos ancianos que se acordaban de la última gran inundación de la cual no dejaban de hablar entre ellos, repitiendo a los jóvenes que ya no había catástrofes como antes, como no había la bondad y la bendita existencia de otros tiempos. Una de las mayores inundaciones de la historia de la ciudad tuvo lugar el último año del siglo XVIII, y quedó grabada durante mucho tiempo en todas las memorias, siendo objeto de numerosos relatos. En aquella generación, según decían después los viejos, no había casi nadie que recordase bien las últimas grandes inundaciones. Sin embargo, durante los días lluviosos de otoño, todos se mantuvieron alerta, sabedores de que "el agua es un enemigo". Vaciaron los almacenes más próximos al río, montaron rondas de noche que, provistas de linternas, vigilaban a lo largo de la orilla, prestando oído a los sonidos sordos del agua, puesto que los ancianos afirmaban que gracias al ruido especial de la corriente, se podía saber si la inundación iba a ser una de las que, todos los años, afectaban a la ciudad, causando sólo pequeñas pérdidas, o si iba a ser una de las que, por desgracia, sumergían el puente y la ciudad, y arrastraban todo lo que no estaba sólidamente construido y apoyado sobre fuertes cimientos. Al día siguiente, se vio que el Drina no crecía y la ciudad, aquella noche, se sumió en un profundo sueño, porque todo el mundo estaba extenuado a causa del insomnio y de las emociones de la noche anterior. No obstante, aquella vez el agua los engañó. Por la noche, el Rzav creció de pronto de modo inaudito, y rojo de barro, detuvo y bloqueó, en su confluencia, las aguas del Drina. Fue así cómo los dos ríos unieron sus caudales por encima de la ciudad. Suliaga Osmanagitch, uno de los turcos más ricos de la ciudad, tenía por aquel entonces un alazán árabe, un pura sangre de gran valor y belleza. Cuando el Drina, detenida su corriente, comenzó a crecer, el alazán se puso a relinchar y no se tranquilizó hasta que no hubo despertado a los criados y al amo de la casa, los cuales lo sacaron de la cuadra, situada junto al río. La mayor parte de los habitantes se despertaron y, bajo la lluvia fría y el viento furioso de una oscura noche de octubre todos emprendieron la huida, tratando de salvar del desastre todo lo que era posible salvar. Medio vestidos, chapoteando con el agua hasta las rodillas, llevando a las espaldas a los niños recién despertados y llorosos. El ganado balaba, espantado. Se oían a cada instante ruidos sordos: eran los troncos de árbol y las cepas, arrancados por el Drina en los bosques inundados, que chocaban con los pilares de piedra del puente. Arriba, en el Meïdan, donde el agua no llega nunca, todas las ventanas se iluminaron y unas linternas se balancearon sin cesar, filtrando su débil luz a través de las tinieblas. Todas las casas estaban abiertas y acogían a los siniestrados que, empapados de agua y huraños, iban llegando, llevando en los brazos a los niños y algunos de sus objetos más indispensables. En las cuadras, ardían hogueras junto a las cuales se secaban aquellos que no habían podido permanecer en sus casas. Los personajes más destacados del barrio del comercio, tras haber instalado a la gente en las casas -a los turcos en las casas turcas, a los cristianos y a los judíos en las casas cristianas – se reunieron en el domicilio del Hadja Ristanov, en la sala grande de la planta baja. Allí se encontraban, extenuados y calados de agua, los jefes y los administradores de todos los barrios de la ciudad, los cuales habían tenido que despertar y buscar cobijo a todos sus conciudadanos. No se observaba distinción entre turcos, cristianos y judíos. La violencia de los elementos y el peso de la desgracia común había unido a todos y, en particular, a los cristianos con los turcos. Podía verse a Suliaga Osmanagitch, al rico Pedro Bogdanovitch, Mordo Papo, el pobre Mihailo, cura corpulento poco hablador y espiritual, al grueso y serio Mula Ismet, Sin cesar, entraba, acalorado, algún muchacho que, chorreando agua, anunciaba que todos los vivos habían sido llevados al Meïdan y a la zona existente detrás de la fortaleza, y que habían sido instalados en las casas turcas y cristianas y que el agua subía constantemente e iba adueñándose de una calle tras otra. A medida que avanzaba la noche -avanzaba despacio, enorme, y crecida cada vez más, como el agua del río -, los ricos y los jefes comenzaron a calentarse, bebiendo café y aguardiente. Se formó un círculo estrecho y cálido, como una nueva existencia, hecha toda ella de realidad y, sin embargo, irreal, una existencia que no era la de ayer ni la de mañana; algo así como una isla pasajera en medio de la inundación del tiempo. La conversación se afirmaba y, como por un acuerdo tácito, cambiaba de dirección. Se evitaba hablar incluso de las inundaciones anteriores, conocidas sólo a través de los relatos, se conversaba de cosas que no tenían ninguna relación con el agua ni con la desgracia que se producía en aquel momento. Aquellas gentes hacían esfuerzos desesperados para parecer tranquilas e indiferentes, casi ligeras. Actuaban en virtud de un acuerdo no manifestado y supersticioso, y conforme a unas reglas no escritas, aunque consagradas, del decoro y del orden, reglas que correspondían al ambiente de los ricos propietarios del barrio del comercio y que tenían fuerza de ley desde tiempos inmemoriales. Todos consideraban un deber sobreponerse a sí mismos y, en semejantes circunstancias, al menos aparentemente, ocultaban sus preocupaciones y sus temores, dando a sus conversaciones, a pesar de hallarse ante una desgracia contra la cual nada podían hacer, el tono grato de las cosas lejanas. Pero, justamente cuando aquellos seres habían empezado a recuperar la calma charlando con desenfado y cuando acababan de encontrar un momento de olvido y de descanso, y la fuerza que les sería indispensable al día siguiente, llegaron algunos desconocidos que conducían a Kosta Baranats. Era éste un propietario joven aún. Se presentó mojado, cubierto de barro hasta las rodillas y sin faja. Turbado por la luz y la presencia de tanta gente, miraba al suelo como en sueños y se enjugaba el agua que le corría por el rostro con ambas manos. Le hicieron sitio y le ofrecieron un vaso de rakia que no consiguió llevar a la boca. Le temblaba todo el cuerpo. Un murmullo recorrió la sala: había querido saltar a la corriente sombría que en aquellos instantes arrastraba la orilla arenosa, exactamente en el lugar en que se encontraban sus graneros y sus bodegas. Era un muchacho joven, un recién llegado que, hacía de esto unos veinte años, llegó a la ciudad en calidad de aprendiz, casándose más tarde con una muchacha de buena familia y enriqueciéndose rápidamente. Hijo de un campesino, en el curso de los últimos años había acumulado una notable fortuna merced a una serie de jugadas audaces en las que no tuvo presentes los intereses de los demás; de este modo, de pronto, consiguió sobrepasar, con su capital, a la mayor parte de las casas acomodadas de la ciudad; no estaba acostumbrado a perder y no era capaz de soportar la desgracia. Aquel otoño había comprado grandes cantidades de ciruelas y de nueces que excedían sus posibilidades reales. Había contado con poder dictar durante el invierno, en el mercado, el precio de aquellos frutos y librarse así de sus deudas y conseguir amplios beneficios, como el año anterior. Ahora, se había arruinado. Pasó cierto tiempo antes de que se disipase la impresión que produjo en todos la presencia de aquel hombre perdido. Porque, también ellos, en mayor o menor grado, habían sido afectados por la inundación y, solamente en virtud de su sentimiento innato del decoro, se dominaban mejor que aquel nuevo rico. Los más ancianos y considerados orientaron de nuevo la conversación hacia temas inocentes. Se pusieron a hablar de algunos sucesos, de épocas ya pasadas, los cuales no guardaban ninguna relación con la desventura que los había forzado a reunirse y que los rodeaba por todas partes. Bebían rakia ardiendo. Los relatos resucitaban figuras curiosas de otros tiempos, recuerdos de tipos originales de la ciudad y toda suerte de acontecimientos divertidos e insólitos. El pope Mihailo y Hadji Liatcho daban buen ejemplo. Cuando la conversación evocaba involuntariamente una inundación anterior, recordaban exclusivamente los aspectos ligeros y graciosos o, al menos, aquello que parecía serlo después de tantos años. Daban la impresión de emplear fórmulas mágicas con las que desafiar la inundación. Se recordaba la figura del pope Iovan que había sido antaño cura del lugar y cuyos feligreses decían de él que era un gran hombre, pero que no tenía buena mano y que sus plegarias pesaban poco ante Dios. En verano, en los períodos de gran sequía que paralizaban la cosecha, el pope Iovan, siempre en vano, organizaba una procesión y plegarias que habitualmente eran seguidas por una sequía todavía mayor y por un calor asfixiante. Y, cuando cierto otoño, que siguió a un verano de sequía, el Drina se puso a crecer y apuntó la amenaza de una inundación general, el pope lovan llegó hasta el río, reunió a los fieles y comenzó a recitar una oración para que cesasen las lluvias y la crecida de las aguas. Entonces, un tal lokitch, borracho y holgazán, habiendo observado que Dios enviaba normalmente lo contrario de lo que el pope pedía, gritó a voz en cuello: – Esa oración no, padre, sino la del verano, la de la lluvia; seguramente ésa hará que bajen las aguas. Ismet efendi, tipo grueso y corpulento, habló de sus predecesores y de su lucha contra las inundaciones. Contó que, durante una crecida de las aguas, hacía muchos años, dos hodjas de Vichegrado salieron para decir cada uno una oración contra la calamidad. Uno tenía su casa en la parte baja de la ciudad, amenazada por la inundación, mientras el otro habitaba en la colina, donde el agua no podía llegar. El hodja de la colina fue el primero en recitar la oración, pero como el agua no bajaba de nivel, un cíngaro, cuya casa empezaba a desaparecer bajo las aguas, se puso a gritar: – ¡Eh, buenas gentes, traed al hodja del centro de la ciudad que tiene como nosotros la casa inundada! ¿No véis que el de la colina está rezando sin sentimiento? Hadji Liatcho, colorado y sonriente, con exuberantes nizos de pelo blanco emergiendo de su frente hasta los ojos, rió con todas aquellas bromas y dijo al pope y al hodja: – No habléis mucho de plegarias contra las inundaciones, no vaya a ser que nuestras gentes se acuerden del pasado y nos obliguen a los tres, con este chaparrón, a salir para que recemos contra la inundación. Se sucedían así los relatos que, insignificantes en sí mismos e incomprensibles para los demás, sólo tenían sentido para ellos y para los de su generación; era siempre un recuerdo inocente, íntimo y que únicamente ellos conocían; un recuerdo que evocaba la vida monótona, bella y penosa de la pequeña ciudad, aquella vida que era su propia vida. Ahora bien, todo había cambiado hacía años, y, aunque hubiese perdurado en ellos la huella, aquellos tiempos no guardaban ninguna relación con el drama nocturno que los había forzado a reunirse en aquel círculo fantástico. Aquellos hombres considerables, endurecidos y habituados desde la niñez a desgracias de todas clases, dominaban "la noche de la gran inundación", teniendo fuerzas suficientes para bromear ante la calamidad que los acechaba, y triunfando sobre una desgracia que no podían evitar. Pero, en su fuero interno, se sentían profundamente inquietos, y cada uno, tras aquellas bromas y aquella risa fingida, rumiaba un pensamiento inquieto, prestando constantemente oído al rugido del agua y del viento, a aquel ruido que venía de la parte baja de la ciudad donde habían quedado todos sus bienes. Al día siguiente por la mañana, tras haber pasado la noche en tal estado, pudieron ver desde lo alto del Meïdan cómo sus casas aparecían invadidas por las aguas, unas, totalmente, otras, a medias. Entonces, por primera y última vez en su vida, vieron la ciudad sin puente. El nivel del agua había aumentado diez metros, cubriendo los amplios ojos; el agua corría por encima del puente, que había desaparecido bajo la riada. Sólo el punto más elevado, donde se encontraba la kapia, apuntaba fuera de la superficie de las aguas y originaba una pequeña cascada. Dos días más tarde, bajó el agua súbitamente, se aclaró el cielo, surgió el sol, cálido y rico, como suele serlo en este país fértil, durante ciertos días del mes de octubre. En aquel hermoso día, la ciudad ofrecía un aspecto terrible y lamentable. Las casas de los cíngaros y de las gentes humildes, que estaban situadas sobre el ribazo, se habían inclinado en la dirección de la corriente. Muchas de ellas estaban sin techo, la cal y la arcilla habían desaparecido y sólo se veía el negro enrejado que formaban las ramas de sauce, dando la sensación de unos curiosos esqueletos. En los patios sin empalizada se veían las casas de los ricos, abiertas y con las ventanas desvencijadas; sobre cada una de aquellas casas, una línea de barro rojo indicaba hasta dónde había llegado el nivel de la inundación. Numerosos establos habían sido arrastrados, los graneros, destruidos. En las tiendas bajas, el fango llegaba hasta la rodilla, y, mezcladas con el barro, se encontraban todas las mercancías que no habían podido ser sacadas a tiempo. Las calles estaban cubiertas de árboles enteros que el agua había llevado, sin que se supiese de dónde, y de cadáveres de animales ahogados. Tal era el estado de su ciudad a la cual tenían que bajar y en la cual habían de continuar viviendo. Y entre las orillas inundadas, sobre el agua que corría con estrépito, siempre turbia y abundante, se erguía al sol el puente blanco e idéntico. El agua llegaba hasta la mitad de los pilares y parecía que el puente había sido trasladado a otro río más profundo que el que de ordinario franqueaba. A lo largo del parapeto se extendían unas capas de barro que empezaban a secarse y a agrietarse; en la kapia se habían acumulado un montón de sedimentos, de ramillas y de aluviones, pero nada de eso había podido cambiar el aspecto del puente, que había sido el único en atravesar la inundación sin daño, brotando de ella como antes. En la ciudad, todos se lanzaron inmediatamente al trabajo, en busca de dinero, y se pusieron a reparar los daños, y nadie tuvo tiempo de pensar en el sentido y en la significación del puente victorioso; pero, al tiempo de ir a sus asuntos a través de aquella desdichada ciudad en la que el agua estropeaba o al menos cambiaba todas las cosas, sabían que, en su vida, había algo que podía resistir a todos los elementos y que, gracias al inconcebible concierto de sus formas y la solidez invisible y sabia de sus cimientos, salía de cada prueba indestructible e indemne. El invierno que siguió fue rudo. Todos los productos que habían sido cuidadosamente guardados en los patios y en los cobertizos, tales como madera, trigo, heno, fueron arrastrados por la inundación. Era preciso restaurar las casas, restablecer los establos y las cercas y pedir a crédito nuevas mercancías que sustituyesen a las destruidas en los almacenes y en las tiendas. Kosta Baranats, que resultó el más afectado a causa de sus especulaciones demasiado atrevidas con las ciruelas, no sobrevivió al invierno; murió de pena y de vergüenza. Dejó a sus hijos, aún niños, casi en la calle. Y dejó igualmente deudas por todas partes. De él quedó el recuerdo de un hombre que había tendido hacia una meta superior a sus fuerzas. A partir del verano siguiente, la imagen de la gran inundación comenzó a esfumarse de la memoria de los ancianos, aunque perduraría aún durante muchos años. Sin embargo, los muchachos, cantando y charlando, permanecían sentados en la blanca kapia que coronaba las aguas, las cuales corrían, por debajo de ellos, a gran profundidad, acompañando, con su ruido, las canciones. El olvido todo lo cura y el canto es el mejor medio de olvidar, porque con él el hombre sólo recuerda lo que ama. Pero en la kapia, situada entre el cielo, el río y las montañas, las generaciones sucesivas aprendieron a no afligirse en exceso por lo que llevaban consigo las aguas turbias del Drina. Allí aprendieron a adoptar la filosofía inconsciente de la pequeña ciudad: la vida es un milagro incomprensible; se gasta y se diluye sin cesar, y no obstante, dura y permanece sólidamente "como el puente sobre el Drina". |
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