"Un Puente Sobre El Drina" - читать интересную книгу автора (Andric Ivo)CAPÍTULO VIAparte de las inundaciones, se produjeron también otros ataques contra el puente y su kapia. El desarrollo de los acontecimientos y el curso de los conflictos humanos fueron los causantes; pero no lograron producir más daño al puente que las aguas desencadenadas, ni consiguieron alterarlo en lo más mínimo. A principios del siglo pasado, estalló una insurrección en Servia. La pequeña ciudad, situada en la frontera misma que separa Bosnia de Servia, había estado desde siempre en relación directa y en contacto permanente con todos los sucesos de Servia, siendo su vida un puro reflejo de los mismos. Todo lo que pasaba en la región de Vichegrado -ya fuese revolución, epidemia o pánico- no resultaba indiferente a los habitantes de Ujitsa, y viceversa. Al principio, el asunto pareció lejano e insignificante; lejano porque se desarrollaba en la otra punta del bajalato de Belgrado; insignificante, porque los rumores de rebelión no constituían en modo alguno una novedad. Desde el momento en que había un Imperio, había también rebeliones, dado que no existe un poder sin sublevaciones y sin complots, como no existe fortuna sin preocupación y sin daño. Pero, con el tiempo, la insurrección empezó a penetrar cada vez más en la vida de todo el bajalato de Bosnia y, particularmente, en la de la pequeña ciudad situada a una hora de marcha de la frontera. A medida que el conflicto se extendía en Servia, los turcos de Bosnia se veían en la precisión de dar cada día más hombres al ejército y de contribuir con mayor prodigalidad a su equipo y a su mantenimiento. El ejército y las impedimentas que se enviaban a Servia atravesaban una buena parte de la ciudad, lo cual llevaba consigo gastos, inconvenientes y peligros para los turcos y, sobre todo, para los servios que resultaban sospechosos, y eran perseguidos y agobiados con multas mucho más que antes. Al final, cierto verano, la revuelta llegó hasta aquellas regiones. Los insurrectos, evitando Ujitsa, llegaron a dos horas de marcha de la ciudad. Allí, a cañonazos, demolieron la torre de Lutvi-bey y, en Tsrntchitch, incendiaron las casas turcas. En la ciudad, hubo turcos y servios que aseguraron haber escuchado con sus propios oídos el ruido del cañón de Escondidos tras las ventanas y ocultos en las tinieblas de sus jardines frondosos, seguían con la mirada, primero, el encendido, después, el movimiento y, por fin, la extinción de las hogueras. Las mujeres servias se santiguaban en la oscuridad y lloraban presa de una inexplicable emoción; pero veían reflejarse, en sus lágrimas, aquellas hogueras como si fuesen las llamas fantásticas que en otro tiempo caían sobre la tumba de Radislav y que sus bisabuelos, tres siglos antes, entreveían, de igual modo y en aquel mismo Meïdan, a través de su llanto. Aquel resplandor y aquellos fuegos desiguales, dispersos sobre el fondo sombrío de una noche de verano en la que el cielo se había convertido en algo semejante a una montaña, dieron la sensación a los servios de una constelación nueva en la cual, ávidamente, leían presagios atrevidos y adivinaban, estremeciéndose, su suerte y los acontecimientos futuros. Para los turcos, fueron las primeras olas que, tras haber sumergido Servia, se estrellaban ahora contra las alturas que circundaban la ciudad. Durante aquellas noches de verano, los deseos y las oraciones de unos y otros gravitaban alrededor de aquellos fuegos, sólo que en direcciones opuestas. Los servios rogaban a Dios, pidiendo que aquella llama salutífera, idéntica a la que, desde siempre, llevaban y escondían cuidadosamente en el fondo de sí mismos, se extendiese también de este lado, sobre nuestras colinas; en tanto, los turcos suplicaban a Dios en sus plegarias que detuviese, que rechazase y extinguiese la llama, para burlar las intenciones subversivas de los infieles y restablecer el viejo orden de las cosas y la buena paz que asegura la verdadera fe. Las noches estaban llenas de murmullos prudentes y apasionados que daban lugar a oleadas invisibles de deseos y de sueños audaces. Los pensamientos, los planes más inverosímiles se entrecruzaban, triunfaban, se quebraban en las tinieblas azules que cubrían la ciudad. Pero al día siguiente, cuando apuntaba el día, turcos y servios acudían a sus asuntos, se encontraban, mostrando una mirada apagada y unos rostros sin expresión, y se saludaban y hablaban empleando los cientos de fórmulas habituales de la cortesía provinciana que, siempre, circulaban por la ciudad e iban de uno a otro como una moneda falsa y que, empero, hacían posibles y facilitaban las relaciones sociales. Cuando, poco después de San Elias, desaparecieron los fuegos del monte Panos, cuando la rebelión fue rechazada en la región de Ujitsa, ni unos ni otros manifestaron sus sentimientos y habría sido difícil decir cuáles eran. Los turcos estaban satisfechos al ver alejarse la revuelta y esperaban que se extinguiese completamente y que desapareciese como desaparecen las empresas de los impíos y de los malvados. Sin embargo, la satisfacción era incompleta y quedaba ensombrecida por ser difícil olvidar un peligro tan cercano. Muchos de ellos verían, bastante después, dibujarse en sus sueños los fuegos fantásticos de los insurrectos, semejantes a un enjambre de chispas que corriesen por todas las colinas que rodean la ciudad, o escucharían el cañón de Karageorges, no como un eco sordo y lejano, sino como un estampido enloquecedor que arrastrase consigo la ruina. En cuanto a los servios, como es lógico, se sintieron decepcionados una vez hubieron cesado los fuegos del Panos; pero en el fondo de sus corazones, en el fondo de ellos mismos, ese fondo que no se abre a nadie, subsistía el recuerdo de lo que acababa de pasar y la idea de que lo que sucede una vez, puede volver a repetirse. Quedaba también la esperanza, una esperanza insensata, esa gran ventaja de los oprimidos. Porque, los que gobiernan y deben oprimir para gobernar, están condenados a actuar razonablemente. Mas si, llevados por la pasión u obligados por el adversario, pasan los límites de los actos razonables, empiezan a correr por un camino resbaladizo, fijando así el comienzo de su caída. En tanto, los oprimidos y los explotados se sirven con la misma facilidad de su genio y de su locura, que son las dos únicas clases de armas que están en condiciones de utilizar en la lucha incesante, ya solapada, ya abierta, que mantienen contra el opresor. En aquella época, la importancia del puente, por ser la única vía segura de comunicación entre el bajalato de Bosnia y Servia, había crecido extraordinariamente. Se había establecido en la ciudad, a título permanente, un destacamento militar que montaba guardia en el puente y que fue mantenido incluso en los períodos de calma. Para satisfacer su misión del modo más eficiente y con el menor esfuerzo posible, la tropa se puso a levantar un reducto de madera en medio del puente; un verdadero monstruo de fealdad a causa de su forma, su posición y los materiales que lo integraban. Lo cual no resulta demasiado extraño si se tiene en cuenta que todos los ejércitos del mundo elevan para sus fines exclusivos y sus necesidades momentáneas construcciones semejantes que, desde el punto de vista de la vida burguesa y de las exigencias de la paz, ofrecen un aspecto absurdo e incomprensible. Era una auténtica casa de un piso, pesada, hecha de vigas y de espesos tablones, con un pasadizo por debajo, parecido a un túnel. El reducto quedaba algo más alto, reposando sobre unos fuertes pilares, de suerte que abarcaba el puente, apoyando sólo en la kapia sus dos lados; uno, sobre la terraza izquierda, otro, sobre la derecha. Por debajo, había un camino expedito para los vehículos, los caballos y los peatones; pero desde arriba, desde el piso en que dormían los guardianes y al que se subía por una escalera de madera de enebro, colocada en el exterior, se podía vigilar en todo momento a quienquiera que cruzase el puente, y verificar sus papeles y controlar su equipaje y cerrarle el paso en cualquier instante, si era preciso. El reducto cambiaba por completo la apariencia del puente. La hermosa kapia desaparecía bajo aquella construcción de madera que, encaramada sobre los pilares, parecía acurrucarse sobre sí misma como un gigantesco pájaro deforme. El día en que el reducto estuvo listo, exhalaba todavía olor a enebro y los pasos resonaban en el vacío. La guardia se instaló inmediatamente. Desde el amanecer de la primera mañana, el reducto, como una trampa, atrapó a sus primeras víctimas. Cubiertos por un sol rojizo y bajo, se habían reunido en las primeras horas de la mañana, junto al reducto, algunos soldados y unos ciudadanos armados, unos turcos, que, de noche, montaban guardia alrededor de la ciudad, colaborando así con la tropa. En medio del grupo, sentado sobre una viga, se encontraba el comandante de la guardia, y ante él se mantenía en pie un viejecito, con la apariencia de un peregrino, que parecía, a la vez, un monje y un mendigo; resultaba dulce y apacible, bastante limpio, y agradable dentro de su pobreza, despierto y sonriente a pesar de su cabello blanco y su arrugado rostro. Era un buen hombre original, llamado lelisías y procedente de Tchainitcha. Ya hacía años que, siempre dulce, solemne y sonriente, visitaba las iglesias y los monasterios, frecuentaba las asambleas de fieles y las fiestas patronales, rogaba a Dios, se prosternaba y ayunaba. Sólo que, antaño, las autoridades turcas no le prestaban atención y lo dejaban circular, como si fuese un anormal, un pobre hombre, y le permitían ir donde quería y decir lo que quería. Pero ahora, a causa de la insurrección que hacía furor en Servia, los tiempos habían cambiado, trayendo consigo medidas más severas. Habían llegado de Servia algunas familias turcas cuyos bienes habían sido incendiados por los revoltosos. Propagaban el odio y exigían venganza. Fueron montadas guardias en los puestos avanzados y se reforzó la vigilancia, pero los turcos del país continuaban preocupados y llenos de rencor y mal humor y lanzaban sobre todo el mundo miradas sanguinarias, cargadas de sospechas. El viejo había llegado por la carretera de Rogatitsa y, para desgracia suya, era el primer viajero de aquel día en que se había concluido el reducto y en que se había montado la primera guardia. En efecto: cayó mal, a una hora en que todavía no había amanecido, y para colmo, llevando como una vela encendida, un grueso bastón en el que se veían grabados signos y palabras extrañas. El reducto se lo tragó como una araña se zampa a una mosca. Fue interrogado brevemente. Se le conminó para que dijese quién era, lo que era, de dónde era y para que explicase los adornos y las letras que figuraban en su bastón. Repuso incluso a las preguntas que no le fueron formuladas; se expresaba libre y abiertamente, igual que si se encontrase en presencia del Juez Supremo y no delante de los resentidos turcos. Dijo que no era nada, ni nadie, sino solamente un viajero sobre la tierra, una sombra al sol. Los pocos días que le quedaban de vida, los iba pasando entre oraciones y visitas a los monasterios; y así continuaría hasta que hubiese recorrido todos los lugares santos, las fundaciones piadosas, las tumbas de los zares y de los grandes señores servios. En cuanto a las efigies y a las letras que adornaban su bastón, simbolizaban las distintas épocas de la libertad y del esplendor servio pasado y futuro. Porque, según decía el anciano sonriendo modesta y tímidamente, estaba cercano el momento de la resurrección y, a juzgar por lo que se leía en los libros y por lo que se veía en la tierra y en los cielos, estaba incluso muy, muy cercana. El reino de los cielos resucitaba, rescatado por la experiencia y fundado sobre la verdad. – Ya sé que lo que escucháis no os agrada, señores, y que no debería haber hecho ante vosotros estas revelaciones, pero me habéis detenido y me exigís que os diga todo de acuerdo con la verdad: no hay otra solución. Dios es la Verdad y Dios es Uno y, ahora, os ruego que me dejéis partir, porque hoy mismo tengo que llegar a Bania, al monasterio de la Santísima Trinidad. El intérprete Chefko traducía intentando en vano encontrar, entre sus escasos conocimientos de la lengua turca, las expresiones adecuadas para aquellas palabras abstractas. El comandante de la guardia, un anatolio enfermizo, escuchaba, despierto a medias, las palabras poco claras y poco coherentes del intérprete y, de vez en cuando, echaba una mirada al viejo que, sin temor y extraño a cualquier mal pensamiento, lo miraba y aprobaba con los ojos todo lo que decía el intérprete, aunque no supiese nada de turco. En algún lugar de la conciencia del comandante surgió con nitidez la idea de que se trataba de un medio loco, de un derviche infiel, de un tonto inofensivo y de buen humor. No habían encontrado nada en el curioso bastón del viejo que habían cortado en varios trozos, en la creencia de que estaba hueco y de que contenía algunas cartas ocultas en él. Pero en la traducción de Chefko, las palabras del anciano parecían sospechosas, olían a política y traicionaban intenciones peligrosas. El comandante, por su parte, hubiera permitido a aquel pobre diablo, a aquel simple de espíritu que continuase su camino, pero junto a él se encontraban reunidos otros militares, así como miembros de la población civil que colaboraban con el ejército, todos los cuales habían seguido el interrogatorio. Se hallaba su sargento, un tal Takhir, hombre malvado, de mal aspecto e intenciones poco claras que ya lo había calumniado varias veces ante su jefe, acusándolo de falta de celo y de severidad. También estaba Chefko, quien al traducir había deformado manifiestamente las palabras del anciano, dándoles un sentido que perjudicaba al pobre hombre. Este Chefko gustaba de meter las narices en todas partes y de delatar e, incluso sin pruebas, era muy capaz de decir o de confirmar los malos rumores. Se encontraban allí, igualmente, aquellos turcos de la ciudad, los voluntarios que, con aire sombrío e importante, se ocupaban de hacer algunas rondas, apresando a los viajeros sospechosos e inmiscuyéndose sin necesidad en los servicios propios de la tropa. Todos estaban allí. Y, por aquellos días, se sentían como ebrios de amargura, poseídos por una sed de venganza, de castigo y muerte. Su deseo era matar a quien fuese, puesto que no estaban en condiciones de matar a quienes hubieran querido. El comandante no los comprendía ni los aprobaba, pero se daba cuenta de que estaban todos de acuerdo para que el reducto, desde el primer día, tuviese una víctima y temía que de oponerse a su voluntad, en el estado de exasperación en que se encontraban, fuese él el que más tarde tuviese que padecer las consecuencias. Le parecía intolerable la idea de tener que sufrir disgustos a causa de aquel viejo loco. Y de cualquier modo, el anciano, con sus relatos sobre el Imperio servio, no podría llegar muy lejos entre los turcos que, por aquellos días, se encontraban enfurecidos como abejas perseguidas. Que el agua turbia se lo llevase de igual modo que lo trajo… Apenas fue atado el anciano y el comandante se aprestaba ya a marcharse a la ciudad para no asistir a su suplicio, hicieron su aparición unos guardianes y cierto número de turcos que conducían a un joven servio, pobremente vestido. Sus ropas estaban desgarradas, su rostro y sus manos desollados. Se trataba de un tal Milé, un muchacho que vivía solo en la colina de Lieska y que se encargaba de cuidar un molino de agua en Osoinitsa. Como mucho, tendría unos diecinueve años. Era fuerte, vigoroso, resplandeciente de salud. Aquella mañana, antes de salir el sol, Milé había cargado el molino con la cebada que tenía que ser molida y había abierto la gran esclusa; después, se había ido a lo más profundo del bosque, más arriba del molino, a cortar madera. Blandía su hacha y cortaba ramas de aliso joven, como si fuesen rastrojos. Gozaba con la frescura de la mañana y la ligereza con que iba cayendo la madera bajo su hacha. Se deleitaba en sus propios movimientos; el hacha estaba bien afilada y la madera delgada era demasiado frágil para la fuerza que sentía en sí mismo. Algo había crecido en su pecho, impulsándolo a exclamar a cada movimiento. Las exclamaciones se multiplicaban y se unían unas a otras. Milé, como todos los habitantes de Lieska, no tenía oído ni sabía cantar, pero, sin embargo, cantaba o gritaba en aquel lugar frondoso y sombreado. Sin pensar en nada, olvidando dónde se encontraba, cantaba lo que había oído cantar a los demás. En la época del levantamiento servio, el pueblo, de una vieja canción popular que decía: había hecho otra nueva: En el curso de aquella lucha extraña entre dos creencias, que se desarrollaba desde hacía siglos en Bosnia (y hay que advertir que con el pretexto de las creencias, la verdadera pugna giraba en torno a las tierras y al poder), los adversarios se habían arrancado unos a otros, no solamente las mujeres, los caballos y las armas, sino también las canciones y muchas poesías que habían pasado así de un bando a otro, como un precioso botín. Esta era la canción que, en aquellos momentos, se cantaba entre los servios, aunque con precaución y a escondidas, lejos de los oídos turcos, dentro de las casas cerradas, con motivo de las fiestas, o en los pastos lejanos, allí donde los turcos no ponían los pies y donde el hombre, como premio a su soledad y a su pobreza, en medio de una región salvaje, vive como quiere y canta lo que quiere. Precisamente ésta era la canción que Milé, el servidor del molinero, se había puesto a cantar en un bosque, más abajo del camino que acostumbraban a seguir los turcos de Oluiak y de Orakhovak para ir al mercado de la ciudad. La aurora apenas iluminaba la cumbre de las colinas y, a su alrededor, en aquel lugar umbroso, sólo se percibía una luz tenue. Milé estaba completamente mojado de rocío, pero aún conservaba el calor del buen sueño, del pan caliente y del trabajo alerta. Tomó su hacha e hirió el delgado aliso cerca de la raíz; el árbol se curvó solamente, plegándose, como la joven esposa que besa la mano del sacerdote. El aliso lo salpicó de un rocío fresco y suave como una lluvia fina, y continuó inclinado, porque el verde que tapizaba la tierra era demasiado espeso e impedía que llegase al suelo. Y entonces, el muchacho podó el verde ramaje, con una sola mano, como si fuese un luego de niños. Al mismo tiempo, cantaba. Cantaba a grito pelado, pronunciando con deleite algunas palabras: "Jorge" era algo oscuro, pero fuerte y atrevido. "Muchacha" y "estandarte" eran igualmente cosas que desconocía, pero que, en cierta medida, respondían a los deseos más profundos de sus sueños: que existiese una muchacha y que esa muchacha llevase una bandera. En cualquier caso, era agradable pronunciar aquellas palabras. Toda la fuerza que había en él lo empujaba a decirlas en voz alta y muchas veces; pero, a medida que las pronunciaba, su fuerza crecía,, obligándole a repetirlas aún más alto. Así cantaba Milé, al alba, en tanto cortaba y podaba las ramas. Cuando terminó, bajó por la cuesta húmeda, arrastrando un haz de leña. Ante el molino, se hallaban unos turcos. Habían atado sus caballos y esperaban algo. Eran unos diez. Se encontraba de nuevo como cuando salió a buscar leña: torpe, mísero e intimidado, sin – “Jorge" ante sus Ojos, sin "muchacha" ni "estandarte" a su lado. Los turcos esperaron a que dejase el hacha y entonces se lanzaron sobre él; tras una breve lucha, consiguieron atarlo y se lo llevaron a la ciudad. Por el camino lo apalearon y le dieron patadas, preguntándole dónde estaba su "Jorge" e injuriándole a causa de la "muchacha" y del "estandarte". Bajo el reducto de la kapia, donde acababa de ser atado el viejo medio loco, se habían reunido, junto a los soldados, a pesar de lo temprano de la hora, algunos ociosos de la ciudad. También se encontraban entre ellos ciertos refugiados turcos, que habían padecido los sucesos de Servia. Estaban todos armados y ofrecían un aspecto solemne, como si se tratase de un gran acontecimiento o de un combate decisivo. Su emoción crecía a medida que el sol se iba alzando. Y el sol, allá al fondo del horizonte, por encima de Golech, se levantaba de prisa, acompañado por una bruma clara y rojiza. Acogieron al asustado muchacho como si fuese un jefe rebelde, a pesar de que su porte andrajoso y miserable y el hecho de venir de la orilla izquierda del Drina, donde no había insurrección, descartasen tal posibilidad. Los turcos de Orakhovak y de Oluiak, desesperados por el atrevimiento arrogante del muchacho, que no llegaban a creer involuntario, declararon que había cantado de manera provocativa, al borde mismo del camino, canciones alusivas a Karageorges y a los combatientes infieles. A decir verdad, el muchacho no daba la sensación de un héroe o de un cabecilla peligroso: se veía asustado, desolado, maltrecho dentro de sus harapos. Estaba pálido y sus ojos, que bizqueaban por la emoción, miraban al comandante como si esperase de él la salvación. Como iba poco por la ciudad, ignoraba que se hubiese elevado un reducto en el puente. Por eso, todo lo que le sucedía le parecía todavía más extraño e irreal, algo así como si se hubiese perdido, en sueños, en medio de una ciudad extraña habitada por personas malvadas y peligrosas. Tartamudeando, bajando la mirada, aseguraba que no había cantado nada, que nunca había atacado el honor de los turcos, que era un pobre criado que trabajaba en un molino, que estaba cortando leña y que ignoraba por qué había sido llevado allí. Temblaba de miedo y, efectivamente, no llegaba a comprender lo que le había sucedido ni cómo, tras la solemne emoción que había experimentado en medio del frescor del arroyo, se encontraba en aquel sitio, en la kapia, herido y atado, acosado por la atención de todas aquellas personas a las que tenía que responder. Había olvidado que hubiese cantado una canción, aun la más inocente. Pero los turcos mantenían sus afirmaciones: había cantado las canciones de los rebeldes cuando ellos habían pasado, y había resistido cuando quisieron maniatarlo. Y cada uno de ellos lo afirmaba, bajo juramento, cuando el comandante les interrogaba: – ¿Juras por Dios? – Lo juro, – ¿Mantienes tu juramento? – Lo mantengo. La formula se repetía tres veces. A continuación, colocaron al muchacho junto a lelisías y fueron a despertar al verdugo, el cual, por lo que se veía, tenía el sueño muy pesado. El anciano miró a! muchacho quien, atontado, desconcertado y vergonzoso, guiñaba los ojos falto de costumbre de encontrarse así, aislado, en el puente, rodeado de tantas personas. – ¿Cómo te llamas? -preguntó el viejo. – Milé -repuso humildemente el muchacho, como si continuase contestando a las preguntas de los turcos. – Milé, hijo mío, abracémonos -y el anciano reclinó su blanca cabeza sobre el hombro de Milé -. Abracémonos y hagamos la señal de la cruz. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Se santiguó y bendijo al muchacho con unas palabras, puesto que tenía las manos atadas, y con rapidez, porque ya se acercaba a ellos el verdugo. Éste, que era uno de los soldados, concluyó de prisa su tarea, y los primeros caminantes que bajaron de las colmas -era día de mercado- y cruzaron el puente, pudieron ver las dos cabezas clavadas sobre unas estacas nudosas, cerca del reducto. El lugar, salpicado de sangre, en el que habían sido decapitados, había sido cubierto de piedras y allanado. De esta manera comenzó su trabajo el reducto. A partir de aquel día, fueron llevados a la kapia todos los que, sospechosos o culpables, eran apresados por tener contacto con la insurrección. Y de aquellos desdichados, pocos eran los que salían con vida del reducto. En aquel lugar se cortaron las cabezas de los insurrectos o, simplemente, de los desafortunados; y, como la primera vez, fueron clavadas en los postes dispuestos al efecto. En cuanto a los cuerpos, si nadie se presentaba a reclamarlos, eran precipitados, desde lo alto del puente, al Drina. La revuelta, con algunos períodos, más o menos largos, de calma, se prolongó durante años y fueron muchos los hombres conducidos al borde del agua "para que marchasen en busca de otra cabeza mejor y más razonable". Quiso el azar -el azar que pierde a los débiles y a los imprudentes- que el cortejo fuese abierto por aquellos dos seres simples, aquellos dos hombres pobres e inocentes, analfabetos, porque son a menudo víctimas de ese género las que se ven apresadas por el vértigo ante el torbellino de los grandes acontecimientos, y a quienes ese torbellino atrae irresistiblemente hasta devorarlas. Así, pues, el joven Milé y el anciano Ielisias, ejecutados en el mismo momento, en el mismo lugar, unidos como hermanos, fueron los primeros que adornaron con sus cabezas el reducto de la kapia, la cual después, y en tanto duró la insurrección, no careció casi nunca de semejante decorado. Así el recuerdo de aquellos dos desdichados a quienes nadie había visto ni de quienes nadie había oído hablar antes, quedó grabado en la memoria de los hombres más intensamente y por más tiempo que el de muchas otras víctimas famosas. He aquí cómo la kapia desapareció bajo el reducto cruel y de siniestra reputación. Y con ella, desaparecieron también las reuniones, las conversaciones, los cantos y los placeres. Los mismos turcos pasaban por allí a disgusto; en cuanto a los servios, sólo cruzaban el puente aquellos que no tenían más remedio, y esto con la cabeza baja y apresuradamente. En torno al reducto de madera cuyas tablas con el tiempo se pusieron grises, hasta tornarse negras más tarde, se creó en seguida esa atmósfera que rodea, indefectiblemente, los edificios donde la tropa se establece de un modo permanente. La ropa blanca de los soldados se secaba colgada de las vigas; desde las ventanas, tiraban al Drina la basura, las aguas sucias, los desperdicios y todas las inmundicias de la vida de cuartel. Por esta razón, quedaron unos rastros sucios que maculaban el pilar blanco del centro y que podían verse desde lejos. Siempre fue el mismo soldado el que, durante mucho tiempo, ejerció la función de verdugo. Era un anatolio rudo y moreno, de ojos amarillos y turbios, de labios de negro, de rostro hinchado y terroso, que parecía estar siempre sonriendo, con la sonrisa de las personas bien alimentadas y de buen humor. Se llamaba Hairudine y pronto fue conocido por toda la ciudad y a lo largo de la frontera. Hacía su trabajo con placer y amor propio; era extremadamente rápido y experto. Los habitantes de Vichegrado decían que tenía la mano más ligera que Muchane, el barbero de la ciudad. Jóvenes y viejos lo conocían, al menos de nombre, y aquel nombre provocaba en ellos escalofríos y curiosidad a la vez. Los días de sol se quedaba sentado o tumbado a la sombra del reducto. De vez en cuando, daba una vuelta alrededor de las cabezas que se exhibían en los postes, como un jardinero da una vuelta alrededor de sus melones; después volvía a tumbarse al fresco, bostezando y estirándose, pesado, sucio y bondadoso, como un perro viejo de pastor. En el extremo del puente, detrás del muro, se reunían los chiquillos curiosos y lo miraban tímidamente. Pero cuando se trataba de trabajo, Hairudme se mostraba alerta y concienzudo de pies a cabeza. No le gustaba ver a nadie mezclarse en su tarea. Ésta iba aumentando a medida que la insurrección cobraba empuje. Cuando los insurrectos habían incendiado algún pueblo, la irritación de los turcos no conocía límites. No solamente apresaban a los insurrectos o a los espías o a aquellos que juzgaban como tales, llevándolos ante el comandante, sino que querían tomar parte en la ejecución del castigo. En estas condiciones fue cómo apareció un día al amanecer la cabeza del cura de Vichegrado, de aquel pope Mihailo que, durante la época de la gran inundación, había encontrado fuerzas para bromear con el rabino y con el hodja. En medio de la cólera general contra los servios, pereció inocente. Y el escarnio llegó al extremo de que los niños cíngaros colocaran en su boca muerta un cigarro puro. Ésas eran las cosas que Hairudine condenaba severamente y que impedía cuando le era posible. Y cuando el anatolio murió inesperadamente del carbunco, un nuevo verdugo, en verdad mucho menos hábil, continuó su tarea; y durante algunos años más, hasta que se apagó la insurrección de Servia, siempre se vieron emerger por encima de la kapia dos o tres cabezas cortadas. La gente, que en tales épocas se endurece rápidamente y pierde la capacidad de reacción, estaba tan acostumbrada al espectáculo, que pasaba ante él indiferente y sin prestar atención y no se dio cuenta inmediatamente de cuándo terminó la siniestra exposición. Al apaciguarse la situación en Servia y en la frontera, el reducto perdió su importancia y su razón de ser. Pero la guardia continuó durmiendo allí, aun cuando el paso estuviese, hacía tiempo, franco. En todo ejército las cosas evolucionan lentamente, pero entre los turcos evolucionaban más lentamente que en cualquier otra tropa. Y las cosas hubiesen quedado así hasta Dios sabe cuándo, si una noche, a causa de una vela olvidada, no se hubiese declarado un incendio. El reducto, hecho de maderas resinosas, que todavía estaban calientes por el calor agobiante del día, se consumió hasta su base; es decir, hasta las losas de piedra de la kapia. En la ciudad, las gentes, emocionadas, contemplaron la enorme llama que iluminaba, no sólo el puente blanco, sino también las colinas circundantes, reflejándose con resplandores rojos y turbios sobre la superficie del río. Cuando se levantó el día, apareció de nuevo el puente con su aspecto primitivo, liberado de la pesada construcción de madera que, durante algunos años, había ocultado la kapia. Las losas blancas estaban quemadas y ennegrecidas por el hollín, pero las lluvias y la nieve lavaron pronto todo. Y fue así, cómo del reducto y de los acontecimientos sangrientos con él relacionados, no quedaron otras huellas que algunos recuerdos desdichados que se fueron esfumando, hasta desaparecer con aquella generación, y una sola viga de roble que no ardió, clavada en los peldaños de la escalera que conducía a la kapia. La kapia volvió a ser para la ciudad lo que había sido siempre. En la terraza izquierda, según se salía de la ciudad, el dueño del café encendió de nuevo un brasero y dispuso sus utensilios. Sólo había sufrido desperfectos la fuente, en la cual la cabeza del dragón, por donde brotaba el agua, había sido aplastada. La gente tornó a detenerse en el sofá y a pasar allí el tiempo hablando, arreglando sus asuntos o dormitando ociosamente. En las noches de verano, los muchachos cantaban en grupos; los hombres solitarios acudían también a sentarse en las terrazas, ahogando alguna tristeza de amor o un deseo doloroso y vago de marcharse a otras tierras y emprender una vida lejos (deseo de grandes empresas y de aventuras extraordinarias que a menudo atormenta a los jóvenes que arrastran su existencia en ambientes estrechos y limitados). Unos veinte años después de todos estos acontecimientos, fue una nueva generación la que cantó y bromeó en el puente, una generación que no se acordaba de la armazón deforme que fue en tiempos el reducto de madera, ni de los gritos sordos de la guardia que, por la noche, detenía a los viajeros, ni de Hairudine, ni de las cabezas que éste cortaba con una maestría que llegó a ser proverbial. Solamente algunas viejas perseguían a los muchachuelos que les robaban melocotones gritando con voz fuerte e irritada algunas maldiciones: – ¡Ojalá Dios ponga en tu camino un Hairudine que te corte la cabeza! ¡Ojalá tu madre tenga que ir a la kapia a buscar tu cadáver! Pero los muchachos que huían a través de los cercados no podían comprender el verdadero sentido de aquellas palabras. Sabían, desde luego, que no querían decir nada bueno. Y las generaciones se sucedían junto al puente, pero el puente sacudía, corno si fuese una mota de polvo, todas las huellas que habían dejado en él los caprichos o las necesidades de los hombres, y continuaba idéntico e inalterable. |
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