"Toda la belleza del mundo" - читать интересную книгу автора (Seifert Jaroslav)2. El mercado de la plaza StaroméstskéDurante varios años, siempre a principios de diciembre, me escribí con el poeta Géza Vcelicka, gravemente enfermo; eran unas cartas llenas de recuerdos nostálgicos y alegres. Hace tiempo, por esas fechas, en la plaza Staroméstské se instalaba un mercado, primero el de San Nicolás y casi en seguida el de Navidad. Y los dos, unos niños que, naturalmente, no se conocían, estuvimos allí perdidos entre la muchedumbre, con los bolsillos vacíos, pero con el corazón lleno de anhelo, mirando los puestecillos y los tenderetes. Sin descanso y casi a diario. La plaza estaba llena de puestos y de tiendas. El monumento a Jan Hus todavía no estaba allí y la pobre Virgen María, cuyos escalones también servían para poner tiendas, miraba aquel hormigueo desde su alta columna, entre cuatro ángeles. Hoy ya es difícil evocar con la mente la atmósfera única de aquel mercado. El aire olía a naranjas y el ambiente estaba impregnado con la fragancia de las lámparas de carbón encendidas y de los fogones. ¡Cuántos perfumes había allí! Era embriagador, y yo nunca me pude saciar de aquel formidable espectáculo. Erraba por aquellos lugares hasta avanzadas horas de la noche. La feria de San Mateo, a finales de febrero o a principios de marzo, solía ser alegre, llena de regocijo, porque la primavera se acercaba. El mercado de Navidad era más solemne y tranquilo. Había incluso una cierta santidad en aquel hormigueo, en el que muchas cuerdas vocales hacían un esfuerzo para que el dinero se mudara de un bolsillo a otro. El mercado de San Nicolás solía estar bajo el signo de miles de ramas doradas con lazos de papel y rosas rojas. A veces la nieve volaba por el aire y los copos se quedaban pegados al cabello y a las pieles, junto a pequeñas partículas de polvo dorado que caían de las ramas de San Nicolás; las madres, con oro en el pelo, sonreían felizmente. Después de San Nicolás, por la noche, desaparecían del mercado las ramas, los muñecos de papel de San Nicolás y de los demonios. Y en las paradas surgía un sinnúmero de figuritas de gentecilla caminante hacia lo que en el futuro sería el belén. Las solía mirar durante mucho tiempo lleno de emoción. En las partes más altas de los escaparates había castillos con torres y murallas, con almenas y casitas minúsculas. Aquello tenía que ser el orgulloso Jerusalén. Lo fabricaban los pobres de las montañas Orlické y de Pfíbram. Todo era barato, valía pocas coronas; pero aun así inaccesible para un niño que apretaba en la mano unas moneditas y a veces ni eso. Pero no tenéis que compadecerle. Era feliz. Con indiferencia, pasaba de largo ante las tiendas llenas de juguetes de madera y de hojalata y volvía una y otra vez a las figurillas de belén que olían a cola y pintura barata. Totalmente hechizado, contemplaba sus posturas fijas, preparadas para ver el ángel o la estrella. Iba corriendo al mercado varias veces cada semana, durante casi un mes, hasta las fiestas, siempre que tenía un rato libre. Cuando más me gustaba era a última hora de la tarde; entonces solía haber más compradores y los vendedores no tenían tiempo para apartar a aquel que solamente miraba, que no parecía querer comprar nada y que no hacía más que molestar delante de las paradas. Siempre emocionado y siempre esperando nuevos milagros, erraba por el mercado, hasta que me paraba delante del teatro de títeres de Hubicka. De él estaban hablando no sólo Géza Vcelicka, sino también la señora Maryna Alsová. Y allá, al final, gastaba mis moneditas, sin pensarlo y sin preocupación. Cuando se acababa el espectáculo, que por desgracia no era demasiado largo, me quedaba todavía un ratito detrás del teatro y escuchaba a través de la fina tela los ruidosos diálogos y el castañeteo de los brazos y las piernas del conjunto teatral de Hubicka. El pintor Mikulás Ales, que también venía al teatro con sus niños, dejaba caer, con magnanimidad y generosidad, una gran moneda de plata sobre la fuente de hojalata que vigilaba atentamente a la entrada la señora Hubicková. Imaginaos una ocasional tempestad de nieve y viento que sopla con fuerza, como si se quisiera llevar a la gente y las telas de las tiendecitas. Cuando las lonas de los techos cedían bajo el peso de la nieve, los vendedores la echaban sobre las cabezas de los transeúntes. Pero no parecía molestarles. ¡Y qué! Caminábamos en la nieve, la gente sonreía, las fiestas más bonitas del año empezaban dentro de pocos días. ¿Habéis visto alguna vez un montón de naranjas cubiertas de nieve? Debajo de las torres de la catedral de Tyn, más o menos en el lugar sobre el que se enseña uno de los guerreros husitas del monumento, se hallaban siempre las paradas con mercancía de papel. Allá podríais encontrar rollos de papel de seda y de crespón de todos los colores, pantallas para lámparas, reproducciones de santos para enmarcar, postales y papel de cartas. Yo no buscaba ninguna de estas cosas; a mí me interesaban las hojas recortables con figuritas de belén en color. Estaban mal impresas, los colores a veces se salían fuera de las formas, pero yo no veía nada de esto. La fea palabra Montar un bonito belén era el deseo de muchos niños, aunque, según recuerdo, no les inspiraba un sentimiento religioso; aquellos belenes eran más bien testigos de un idilio y un anhelo románticos. Era el tiempo de los juegos, y de las fiestas que se acercaban. Yo me olvidaba del tema central de la leyenda navideña, del establo con Jesucristo acabado de nacer, y prestaba mucha más atención al castillo pagano, y al palacio del rey Herodes y a los palacios de Jerusalén. ¡Qué bonita y qué misteriosa era aquella ciudad medieval, o quizás posterior, que se veía sobre el establo del belén! Ningún color fue nunca tan jubiloso, ninguna almena tan dentada ni ningún palacio tan dorado y vistoso. Muchas ventanas se podían recortar, pegar en ellas papel transparente rojo y detrás de él encender una vela. Yo, con paciencia, recortaba una ovejita tras otra y, con ellas, los dos pastores que dormían en el suelo entre el rebaño. Porque un gran rebaño de ovejas es una parte importante dentro de la belleza de un belén. Lo más difícil era recortar el largo palo del pastor que se alzaba por encima de su amplio sombrero. ¡Cuántos había estropeado! A veces se me iba la mano con las tijeras, otras veces el palo se encorvaba tanto que ya no parecía un palo. Hasta que alguien me aconsejó que pusiera a los pastores en la mano un trocito de madera largo y fino. Esto me salió bien y, al final, la caja estaba llena de figuras pobres y primitivas, pero sagradas y hechizadas. Todavía hoy veo el grandioso elefante con un baldaquín rojo y con flecos y borlas dorados, el camello con un tapiz de colores entre las jorobas y, también, el esbelto caballo blanco, con la cabeza levantada y un precioso gorro rojo. Las tres majestades se pararon cerca del establo del belén. El elefante era conducido por un negrito con turbante blanco, el camello por un árabe con una lanza y el caballo por un muchacho con un fez turco y un sable encorvado en la cintura, mientras que sus reales amos estaban humildemente arrodillados en el musgo, delante del pesebre. Sólo el rey negro estaba un poco perplejo, algo más atrás, para que no se cumpliesen las palabras de una antigua canción navideña. El placer más grande consistía en agrupar el rico rebaño de ovejas, con el perro que corría alrededor, sobre una roca de papel. Algunos pastores estaban durmiendo, otros daban de beber a las ovejas. En el fondo del belén había un cielo azul con estrellas doradas; éstas también se podían comprar bajo las torres del Tyn, en la plaza Staroméstské, en pequeñas hojas de papel, y separarlas fácilmente una de otra. Por último, hubo que poner la estrella de Navidad sobre un alambre para que temblara cuando la tocaran y pareciera viva. El belén estaba listo. Sólo faltaba una cosa: espolvorearlo todo con nieve artificial, sin tener en cuenta que los pastores iban descalzos y que de las palmeras colgaban unos enormes racimos de dátiles y que había otras llenas de flores de rojo vivo. Karel Capek decía que la gente quiere los belenes porque les hacen ver el mundo más humano e idílico. Pero yo los adoraba porque estaban inseparablemente unidos a la época de fiestas hermosas, cuando todo estaba perfumado y la gente era distinta. Mi padre, mi madre y todos los demás. Parecían más felices, sonreían y eran más amables. Toda la casa respiraba bienestar. Yo deseaba que aquel tiempo tan feliz transcurriera muy despacito. No quiero jactarme de ello, pero nosotros éramos pobres de verdad. Sin embargo, lo que pudo hacer mi madre con lo poco que poseíamos parecía un milagro. Nos sentíamos sumergidos sin interrupción en un permanente bienestar festivo. Y cada rincón de la calle, incluso el más vulgar, parecía vestido de fiesta en aquella época navideña. Todo era distinto, más gracioso, más hermoso. Eso pasa cuando se tiene el espíritu festivo en el corazón y no solamente escrito con letras rojas en el calendario. |
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